Historia de la conquista de La Habana por los ingleses: Capítulo XIII



Los artículos preliminares se firmaron en Fontainebleau el 3 de noviembre de 1762, y el 10 de febrero del siguiente año se concluyó el tratado definitivo de paz y amistad entre Inglaterra, Francia y España, conocido con el nombre de la Paz de París.

Según él, Francia cede a Inglaterra inmensos territorios en América y Asia, en África el Senegal, se obliga a no mantener guarnición en Bengala y a poner a Dunquerque bajo el pie estipulado en la paz de Aquisgrán y otros tratados; e Ingla­terra restituye Belleisle, la Martinica, Guadalupe y otras con­quistas hechas a la Francia. Inglaterra conviene en restituir á España La Habana y cualquiera otra posesión que hubiese caído en poder de las armas británicas; y España renuncia el derecho que tenga o pueda tener a pescar en la isla de Terranova, reconoce el de los súbditos británicos a cortar el palo de Campeche en la bahía de Honduras y otras partes de sus dominios, y cede a favor de Inglaterra la Florida con el fuerte de San Agustín y la bahía de Penzacola, así como todas sus posesiones en el continente del Norte de América al este y sud­este del Mississipi. Además, el ejército francohispano deberá evacuar el territorio portugués, y la colonia del Sacramento será devuelta a S. M. F. (174). Luis XV indemnizó a España de sus pérdidas de territorio cediéndole la Luisiana y Nueva Orleans,"por un convenio par­ticular que tuvo con Carlos III antes de firmarse este tratado, dando así una prueba a su fiel aliado, dice la noticia publicada en Madrid (174), de la sinceridad, desinterés y pureza de senti­mientos que lo animaban por conservar una estrecha unión con S. M. C. (176).

Carlos III creyó conveniente hacer una demostración de la importancia que daba a la restauración de La Habana, y quiso que aquel acto fuese revestido de gran solemnidad y aparato. Al efecto nombró para el gobierno superior de la Isla a uno de los nobles de más elevado carácter y jerarquía en la nación, el teniente general don Ambrosio Funes Villalpando, Conde de Riela y grande de España de primera clase; el cargo de ins­pector general fué concedido al mariscal de campo don Ale­jandro O'Reilly; y para la organización que debía darse al ejército y los nuevos trabajos de fortificación resueltos por el Rey se destinaron a La Habana los brigadieres don Silvestre Abarca y don Pascual Jiménez de Cisneros, y otros varios jefes y oficiales facultativos de inferior rango en la milicia.

El nuevo capitán general llegó a La Habana el primero de julio con cuatro navíos de guerra y algunos transportes, que traían a su bordo una división de cerca de dos mil doscientos hombres de todas armas, un numeroso tren de artillería y varios efectos de guerra. Estas fuerzas, así como algunas otras que de orden del supremo gobierno fueron enviadas de Méjico y Costa Firme, se acantonaron en el vecino pueblo de Regla, mientras se acordaba el día de la entrada del conde de Ricla en la ciudad. La mañana del 6 de julio, en que debía hacerse la entrega de La Habana, amaneció aquella capital vestida de ricas col­gaduras de variados colores; las calles se veían cubiertas de gentes que corrían gozosas a ocupar las avenidas del camino que conduce a Regla; y toda la población demostraba la ansie­dad con que esperaba el momento de ver entre sus muros al representante del monarca español y tremolar en sus baluartes arruinados el pabellón nacional. Pronto se llenaron sus patrió­ticos deseos: el conde de Ricla acompañado del general O'Reilly, los brigadieres Abarca y Cisneros, los jefes y oficiales de Estado Mayor y lo más granado de la población, hizo su entrada pú­blica en la ciudad, seguido de todas las tropas del ejército y de un inmenso concurso, y tomó el mando de la Isla en nombre de S. M. C, en medio de innumerables vítores y al estruendo del cañón que saludaba al restablecimiento de la autoridad de los reyes de España en la posesión más preciosa de sus vastas provincias de América. Por la noche se iluminó la ciudad, y hubo espléndidos bailes y fiestas en toda la población, así como en Regla y Guanabacoa, por espacio de muchos días.

La Habana y sus pueblos inmediatos permanecieron bajo la dominación inglesa por cerca de once meses, durante los cuales el conde de Albemarle y su sucesor el honorable Guillermo Keppel procuraron en vano captarse la estimación de los naturales del país con la afabilidad de su trato, el desinterés y templanza de su gobierno y la más rígida severidad en la disciplina del ejército.

Los ingleses —dice el señor Pezuela (177)— no alte­raron el régimen gubernativo del pueblo, ni cambiaron su municipalidad, ni destituyeron a los más de los empleados civiles. Por el contrario, Albemarle, desde que tomó pose­sión de la plaza, nombró por su teniente gobernador civil al regidor don Sebastián Peñalver, abogado de luces; por suplente de éste al alférez real don Gonzalo Oquendo, y por juez civil ordinario de La Habana a don Pedro Calvo de la Puerta, alguacil mayor, propietario honrado y de buen nombre. Estos tres municipales, a fuerza de cordura, de desinterés y de imparcialidad, hicieron menos pesado el yugo extranjero. Albemarle y Keppel dieron más de una prueba de su horror al cohecho y artificios del foro. Entre otros testimonios lo acreditó esencialmente un público edicto (178) en que se prohibía hacer dádivas ni regalías de ninguna especie al gobernador principal ni demás auto­ridades inferiores, considerando tan servil costumbre como un medio de corrupción. A pesar de tan justos proce­deres, no se calmaba la aversión profunda que al inglés marcaban todas las clases: la mayor parte de las familias a quienes su profesión y fortuna permitían ausentarse, fi­jaron su residencia en sus haciendas. Los guajiros y vendedores de artículos de diario consumo se retraían de acu­dir al mercado, y muchas veces las tropas invasoras hu­bieron de racionarse con subsistencias enviadas de Charleston y de Jamaica.

A pesar de la humanidad y cordura que en general sir­vieron de base al gobierno conquistador, las exacciones que tu­vieron que hacer efectivas por prescripción del gabinete inglés sobre el vecindario, la Mitra, los monasterios y parroquias, el celo desplegado por el obispo en favor de los intereses e inmu­nidades de la Iglesia, la lealtad heroica de algunos cubanos de alta posición que rehusaron presentarse a reconocer la auto­ridad de Jorge III, y la irritación del pueblo contra el ejército inglés obligaron al conde de Albemarle y su sucesor a adoptar algunas veces medidas rigurosas y violentas. El venerable obispo fué desterrado a la Florida en el mes de noviembre y perma­neció allí hasta mayo de 1763, que se le permitió regresar a La Habana; varios hacendados fueron procesados y perseguidos, y debieron el sobreseimiento de sus bienes al influjo del haba­nero don Lorenzo Montalvo, de quien hacía grande aprecio el Conde; y hubo algunos individuos que subieron al patíbulo por haber muerto en el campo a muchos soldados ingleses (179). Fuera de estos casos particulares, que ciertamente la mayor parte de ellos honra a los naturales del país, si se atiende al noble espíritu de amor al soberano español y a la independencia na­cional que los inspiraba, la conducta de las autoridades inglesa» fué en su sistema general conforme al carácter conciliador, hu­mano y liberal de aquella nación y a las ideas avanzadas de gobierno que resplandecen en la constitución británica y que estaban ya entonces establecidas en sus nacientes colonias del Norte de América.

El general sir Guillermo Keppel hizo embarcar sus tropas la tarde del mismo día 6 a bordo de los buques ingleses, y el 7 dejó una ciudad (180) que había gobernado con las dificultades y sinsabores propios de una dominación precaria y violenta, llevando pruebas inequívocas del amor y lealtad de los habi­tantes de La Habana a su patria y a su rey en los transportes de gozo con que vieron restablecido el gobierno del señor don Carlos III en toda la isla de Cuba.