Historia de la conquista de La Habana por los ingleses: Capítulo VII



En la mañana del 7 de junio mandó el almirante Pocock embarcar en los botes una parte de la marinería, fingiendo que iba a hacer un desembarco a cuatro millas al oeste de La Habana, con objeto de distraer la atención de los españoles, al mismo tiempo que el conde de Albemarle desembarcaba el ejército entre Bacuranao y Cojímar a seis millas al este del Morro, sin experimentar ninguna resistencia. Ya en la playa el ejército inglés, se presentó un cuerpo de tropas de la divi­sión del coronel Caro hacia aquella parte de la costa, el cual fué inmediatamente dispersado por los fuegos de las fragatas Mercury y Bonetta, que de orden del comodoro Keppel em­pezaron a barrer la playa y bosques inmediatos con balas y metralla; y habiéndosele opuesto al paso del río Cojímar una fuerza mayor, protegida por el castillo que defendía la entrada, el navío Dragon, al mando del honorable A. Hervey, se aproximó y acalló inmediatamente los fuegos de aquél, con lo que el ejér­cito pasó el río sin dificultad alguna (80). El coronel Caro se replegó sobre la villa de Guanabacoa en dos pequeñas columnas en que había formado su división, compuesta de una de la tropa de línea y ciento cincuenta jinetes de Edimburgo, y la otra de la milicia y voluntarios bajo sus órdenes (81). El conde de Albemarle descansó aquella noche en Cojímar; mandó situar en el bosque inmediato varias guardias avanzadas para evitar una sorpresa, y el ejército permaneció tendido a lo largo de la playa (82).

El día siguiente al amanecer se movió el ejército en dirección de Guanabacoa, mandado por el mismo general en jefe, quien dio orden al coronel Carleton de atravesar el bosque con mil doscientos hombres en la misma dirección de la villa y cortar la retirada a un cuerpo de tropas que estaba allí apostado. El coronel Caro salió de la villa con ánimo de oponerse al enemigo: situó todas las milicias en posición ventajosa en lo alto de una loma, protegidas por el escuadrón de dragones de Edimburgo, y dispuso que la caballería voluntaria se colocase a retaguardia, y que toda la tropa de línea se emboscase en un platanal cercano.

Este plan y el número de hombres situados sobre la loma hicieron que el coronel Carleton contuviese su marcha, y ocu­pando una fuerte posición envió a informar al General de la fuerza de los españoles. El aviso del Coronel llegó cuando el ejército inglés avanzaba hacia la llanura separado del cuerpo de aquél solamente por el río Cojímar. El conde Albemarle le envió orden terminante de atacar la división española, que era el cuerpo de milicias mientras él lo hacía también por el lado opuesto en dirección contraria a Guanabacoa. No bien había empezado el coronel Carleton a ponerse en movimiento, cuando Caro mandó al capitán don Luis Basave (*) que con treinta dragones y los voluntarios de caballería cargase la infan­tería ligera enemiga situada a la derecha de la división, prome­tiéndose reforzarlo con todos los demás jinetes en caso nece­sario. Hízolo así Basave; pero fué rechazado por una vigorosa descarga, dispersándose al punto el escuadrón; y el coronel Caro, viendo el terror que había sobrecogido al resto de su gente, dispuso la retirada en dirección de La Habana, la cual ejecutó en buen orden. Carleton se reunió al cuerpo del ejército, y el General entró en Guanabacoa y se apoderó de la villa, sin más oposición que el débil ataque de Basave, que costó la vida a treinta hombres (83).

(*) Queremos llamar la atención sobre el hecho de que Luis Ba­save, así como los regidores Luis de Aguiar, Laureano Chacón y Tomás Aguirre, y los ciudadanos Francisco del Corral, Juan Benito Luján y Diego Ruiz fueron otros tantos cubanos de nacimiento que se distinguieron en la defensa de La Habana; lo mismo que también lo fué José Antonio Gómez, el famosísimo Pepe Antonio. [Nota de la Oficina del Historiador de la Ciudad de La Habana].

Esta ventaja, adquirida con tanta facilidad y a las pocas horas de haber pisado el enemigo las playas de Cuba, llenaba de congoja al leal pueblo de La Habana; y el Consejo de Guerra, en lugar de alentar con medidas acertadas el valor de aquellos habitantes, propendía más que el enemigo mismo a aumentar sus dudas y confusión. Dióse orden para que inmediatamente saliesen de la ciudad todas las mujeres y niños y los religiosos de ambos sexos, protegidos por un piquete de cien hombres, sin permitírseles los medios necesarios para la conducción de sus equipajes, y también que fuese reducida a cenizas toda la barriada de extramuros con el fin de despejar los aproches a la pla­za. Así que la matrona cubana, acostumbrada a las delicias y re­galo de la paz y de la vida doméstica, para quien el sonido de las campanas y el estruendo del cañón habían sido siempre anuncios de un día de regocijo y fiesta, se veía ahora, envuelta en el torbellino de la guerra, arrancada de sus hogares, sepa­rada de su esposo y de sus hijos, correr a sepultarse en las profundas soledades de los bosques de su patria, sin más pro­tección ni consuelos que los de la divina Providencia; mientras que los defensores del pabellón de Castilla contemplaban desde los baluartes y murallas a los objetos más caros al alma atra­vesando las campiñas a pie y desfallecidos y perderse de vista en las alturas del Cerro y loma de Soto, al mismo tiempo que las llamas de extramuros destruían la fortuna de innumerables familias.

Viendo el general Prado que los progresos de los invasores aumentaban el peligro por la parte del Morro, después de la toma de Guanabacoa, destacó al coronel don Pedro Castejón con una fuerza de setecientos cincuenta hombres de ejército y mil de milicias a cubrir las obras que se estaban levantando en la interesante posición de la Cabaña (84). El acierto y opor­tunidad de esta medida se notaron bien pronto; pues aquella misma noche el general inglés envió al coronel Howe con dos batallones de granaderos por entre un bosque espeso inmediato a Cojímar para que reconociera el castillo del Morro y asegu­rase la comunicación entre éste y el río (85); y como la guar­nición de la Cabaña descubriese aquella fuerza cuando empe­zaba a subir el monte, la rechazó con una descarga de fusi­lería y algunos cañonazos, y la obligó a retroceder inmediata­mente (86). Mientras todos estos sucesos, el almirante Pocock se mantenía con una parte de sus fuerzas navales a sotavento de la ciudad, para oponerse a cualquiera salida que intentase hacer la escuadra surta en el puerto, y mandó que el Alarm y el Richmond se ocupasen en sondear a lo largo de la costa por la parte del oeste más inmediata al castillo de la Punta (87).

El general Prado adoptó el 9 dos resoluciones que han sido consideradas por todos los que han escrito sobre esta conquista como las que más influyeron en el triunfo de las armas britá­nicas. Desde el principio de la invasión había preocupado a los miembros del Consejo de Guerra el extraño temor de que el enemigo pudiera forzar la entrada del puerto, cosa en que ciertamente jamás pensó el almirante inglés, que veía lo an­gosto del canal y la resistencia invencible que opondrían contra tal intento los fuertes y la escuadra (88). Tales cuidados habían inducido al Gobernador a disponer desde el día 7 que la boca del puerto fuese cerrada con una cadena de gruesos maderos herrados y que además se colocasen en el canal, asegurados con fuertes amarras, los navíos Neptuno, Europa y Asia, pero creyéndose aún poco seguro con estas inútiles precauciones, tuvo la rara idea de mandar echar a pique a la entrada del canal dos de aquellos navíos para inutilizar el paso, lo cual se efectuó con tanta precipitación y desorden que algunos de los mari­neros de a bordo hubieron de ahogarse (89). No satisfecho con una medida que más parecía inspirada por los mismos enemigos que por el natural raciocinio de aquella junta (90), tuvo Prado aquel día el fatal desacuerdo de mandar destruir la trinchera que con gran trabajo se había levantado en las alturas de la Cabaña, donde estaban ya montados nueve cañones de a 18 en dos baterías que daban frente a los caminos de Guanabacoa y Cojímar haciendo bajar a la plaza la artillería y que se incendiasen las obras construidas de madera (91).

Estas medidas injustificables en militares de tan alta gra­duación como los que componían el Consejo, produjeron un descontento general en las tropas y el pueblo, y desalentaron el ánimo aun de los más decididos españoles, conociendo el aturdimiento de los miembros de aquella junta y la incapa­cidad del Gobernador: algunos llevaron su desconfianza hasta el extremo de calificarlas de actos de traición, y la opinión más general se fijó en que se trataba de abrir camino al rendimiento de la ciudad (92). El conde de Albemarle salió aquel mismo día de Guanabacoa con todo el ejército, dejando una guarnición al mando del teniente general Elliott, y acampó en los bosques entre Cojímar y el Morro (93).

Bien pronto se tocaron los funestos efectos de las resolu­ciones adoptadas por el general Prado. No más tarde que al siguiente día, habiendo lord Albemarle comunicado al almirante inglés que pensaba empeñar un ataque sobre la Cabaña, viendo éste que no tenía nada de temer de la escuadra española ence­rrada en el puerto, pensó distraer la atención de la plaza hacia el oeste de la ciudad, para facilitar los intentos de aquél por la parte del este. Al efecto dispuso que por la tarde se acercasen a la costa los navíos Belleisle y Nottingham, al mando de los capitanes Joseph Knight y F. Collingwood, y batiesen el cas­tillo de la Chorrera, y que las fragatas Cerberus, Mercury y Bonetta y la goleta Lurcher se mantuviesen haciendo fuego contra el bosque durante la noche; mientras que él en persona efectuaba un desembarco por Punta Brava (94) con toda la mari­nería embarcada en los botes de la escuadra (95).

El regidor don Luis de Aguiar, promovido recientemente a coronel de milicias, estaba encargado de la defensa de la Cho­rrera y playas de San Lázaro con sólo alguna tropa regimen­tada de milicias que apenas llegaba a mil hombres, un reemplazo de la de ejército que a cargo del coronel Arroyo cubría aquel punto y fué llamada a la plaza desde el día anterior. El débil torreón sostuvo todo el día el ataque de los dos navíos con las escasas y bisoñas fuerzas del regidor Aguiar hasta que se le agotaron las municiones, y solamente después de haber recibido órdenes se retiró al día siguiente causando gran daño al enemigo (96). Los milicianos probaron en esta acción que no cedían en valor y disciplina a las mejores tropas del ejército, cuando estaban mandados por jefes inteligentes y animosos, recobrando una reputación que habían comprometido en la defensa de Gua­nabacoa las poco acertadas disposiciones del coronel Caro. El ejército improvisado por el Almirante avanzó hasta la loma de San Lázaro, donde levantaron trincheras e hicieron un campa­mento. Durante toda la noche estuvieron bombardeando la ciudad desde la ensenada de Taganana tres bombardas prote­gidas por los navíos Edgar y Stirling-Castle y la fragata Echo.

Al mismo tiempo que los navíos ingleses rompieron el fuego contra la Chorrera, el coronel Carleton, con la infantería ligera y los granaderos estacionados en Cojímar, atacó la Cabaña (97) y después de varias tentativas, en que fué rechazado por las baterías del Morro y por un pequeño destacamento de mili­cias, enviado allí al mando del capitán don Pedro Morales cuando ya era imposible sostener la posición, se apoderó el 11 al mediodía del punto más importante de la plaza con una pér­dida casi insignificante de su gente (98).

Prado conoció todo el valor que tenía la posición de la Ca­baña, cuando los ingleses empezaron a hacer sus preparativos para rendir el Morro, y se empeñó en desalojarlos de allí sacri­ficando gran número de gente, que con mejor crédito de su honra hubiera sabido arriesgar sus vidas en defenderla. En los capítulos siguientes se verá el mal éxito de sus tentativas, y los efectos que produjo el no haber fijado aquel general toda su atención en conservar aquella llave principal de la defensa de La Habana.