Historia de la conquista de La Habana por los ingleses: Capítulo IX



La situación en que había quedado el Morro después de la tentativa del 22, y el abatimiento y disgusto de la tropa obligaron a Velasco, ya muy repuesto de sus males, a apresurar su vuelta, y el 24 se encargó otra vez del mando de la fortaleza, llevando consigo a su amigo y compañero de armas el marqués González, que voluntariamente se brindó a compartir con él los riesgos de una defensa desesperada. La guarnición, relevada con tropas de la ciudad y aumentada hasta ochocientos hom­bres, teniendo a su frente al ídolo del ejército, olvidó el estado crítico del fuerte y desplegó gran actividad en la reparación de sus murallas y baluartes y en abatir las fortificaciones del campo enemigo (125).

Pero éste tenía ya demasiado adelantados sus preparativos para el ataque de la fortaleza: sus baterías, tanto por el frente del Morro como por la parte de la bahía, estaban concluidas; la fragata española Perla; que por muchos días había estado haciendo gran daño a los sitiadores por el lado del oeste de la entrada de la bahía cerca del caballero de la mar, había sido echada a pique el 26 por un obús de la batería Dixon, y las minas amenazaban desplomar el castillo. Para colmo de males, el día 28 llegó el brigadier Burton con parte de la primera división de las tropas del Norte de América convoyadas por el navío Intrepide, y la llegada de esta fuerza de refresco en tan críticas circunstancias reanimó el espíritu abatido del ejér­cito y avivó en todos el deseo de llevar a cabo una conquista tan dilatada y penosa. La división del brigadier Burton salió del puerto de Nueva York el 11 de junio, y el 24 de julio nau­fragaron en Cayo Confite, cuatro transportes y el navío Chesterfield que venían en el convoy, los cuales se vio aquél obligado a dejar allí: el Intrepide tuvo la fortuna de encontrar el 25 la fragata Richmond que estaba a la mira del convoy, la cual inmediatamente que supo la ocurrencia hizo rumbo para aquel cayo, y después el almirante Pocock envió otros buques de guerra para conducir los náufragos a La Habana (126).

El conde de Albemarle, conociendo el valor heroico de Velasco y apreciando la noble resolución que lo alentaba a sacri­ficar su vida entre las ruinas del desmoronado castillo antes que rendirse, le escribió pintándole con una franqueza digna de un enemigo generoso la verdadera situación de las cosas y toma inevitable del fuerte, invitándolo en nombre de la humanidad, que le imponía el deber de salvar la vida de sus soldados y la suya propia, a evitar el gran número de víctimas que habían de perecer en el asalto, y dejando a su voluntad las condi­ciones que gustase estipular para rendir el fuerte.

Del esfuerzo del rendido generalmente labra el vence­dor sus triunfos —le decía Albemarle—, y a proporción de la resistencia que sostiene es aplaudido el agente que la conquista. Ni V. S. puede ascender a más en su de­fensa, ni yo llegar a merecer menos con motivo de sus glorias. El aspirar con la muerte a más distinguidos aplau­sos es usurparle a su soberano de tan ilustre capitán, y a mí de la complacencia de conocerle: en lo primero inte­resa V. S. con su conservación las reflexiones de su mo­narca; y en lo segundo consagra V. S. a mi gusto la dulce idea que me ha formado la esperanza de tratarle, amarle y servirle. Estoy persuadido de que si el Rey Católico fuera testigo de cuanto V. S. ha actuado desde el día que rompí el sitio, sería el primero que le mandaría capitular, sin que le estimulase otro objeto que preservar tan ilus­tre y distinguido oficial. Los hombres como V. S. no deben por ningún caso exponerse al riesgo de una bala, cuando no depende del riesgo el todo de la monarquía: conózcame V. S., y hallará verificado cuanto llevo expuesto, en cuya consecuencia espero en todo mañana ver a V. S. darle un abrazo, para lo cual dicte V. S. en las capitulaciones todos los artículos que le sugiera el honor que corresponde a su persona y a las de su guarnición.

Velasco conocía muy bien que el Morro era la única espe­ranza de la plaza, y que, tomado, la pérdida de la ciudad era inevitable; y apreciando la distinción que se hacia de su valor y capacidad confiándole su defensa decía al conde:

Este castillo que por fortuna defiendo, es limitadísimo asunto para que la fama lo coloque en el número de las heroicas conquistas que V. E. ha conseguido, mas ya que mi destino me puso en él me es preciso seguir el término de mi fortuna, y dejar al arbitrio de sus casos la decisión.

Refiriéndose a la obligación que el deber militar le imponía de sostener aquella defensa hasta el último trance de su vida, continuaba:

No aspiro a inmortalizar mi nombre, solo deseo derramar el postrer aliento en defensa de mi soberano, no teniendo pequeña parte en este estímulo la honra de la nación, y amor a la patria.

A la hidalga propuesta de que dictase los términos en que debía rendir el fuerte, respondía con igual cortesía:

Los tratados de capitulaciones que V. E. me manda for­mar con las ventajas que me produzca el honor es uno de los muchos rasgos brillantes, que V. E. dispensa a sus casi prisioneros, manifestando su excelente bizarría, que superadas del enemigo las armas, quedan las suyas ren­didas de los que supieron contrastarlas: de esto y mucho más es digno el que sostiene con aquellas circunstancias la causa de su soberano.

Y por último concluye su contestación así:

No hallando término que una la solicitud de V. E. y la mía, quedo con el dolor de que sea en este caso preferente al deseo de servirle la última determinación de las ar­mas (127).

El fuego de los españoles contra el campamento inglés, que había continuado con ardor desde la vuelta de Velasco, se re­novó el 30 a las dos de la mañana por la parte del ángulo del caballero de la mar, con ánimo de impedir los trabajos de los zapadores y mineros. Como medio más eficaz de alcanzar su objeto, habían situado dos lanchas y una batería flotante en la bahía con orden de hacer fuego dentro del foso, lo cual ejecutaron con descargas de fusilería y metralla. Los ingleses acudieron prontamente por el baluarte del oeste, y empeñaron un ataque tan terrible sobre las lanchas y la batería, que obli­garon a los españoles a retirarse, y las obras fueron concluidas, a pocas horas, sin más interrupción (128).

Listo ya todo en el campo inglés, dispuso el general Keppel empezar inmediatamente el ataque del castillo, encargando el asalto al teniente coronel Stuart con seiscientos cincuenta hom­bres de los regimientos Royals, Marksmen, el 35º, el 90º y el Sappers. Al mediodía, estando don Bartolomé Montes en la batería de San Nicolás reconociendo por orden de Velasco una fragata de guerra inglesa que se había acercado por aquella parte, sintió el estruendo causado por la explosión de las minas que tenían los ingleses en el ángulo del caballero de la mar y en el camino cubierto, y vio sepultarse entre las ruinas del primero las centinelas avanzadas y los marineros que defendían el orejón de la mar. Este suceso cogió enteramente de sor­presa a la tropa, que estaba tomando el rancho en las casa­matas. Al momento envió Montes un recado a Velasco con el capitán don Lorenzo de Milla instruyéndolo de lo que pasaba y pronto llegó allí vestido de petiuniforme y ceñida la espada el valiente gobernador, quien viendo los efectos de la explosión, retrocedió al Morrillo y mandó recoger todas las escalas de cabo o que las cortasen a fin de que la guarnición se mantuviese firme en la defensa del fuerte. Pero no bien había dejado Velasco aquel punto para dirigirse al baluarte de la bandera, cuando el piquete que dejaba a la espalda, en lugar de obedecer sus órdenes, se arrojó por las escalas a las embarcaciones que estaban atracadas junto al Morrillo y se pasó a la Punta. La mina de la contraescarpa había hecho poco daño al cas­tillo, pero la del baluarte desplomó dos lienzos de la batería y abrió una brecha que el general Keppel y el jefe de ingenieros reconocieron y creyeron practicable. Al punto subió el teniente Carlos Forbes con su piquete de Royals y formó en el tope de la brecha, desalojando de las murallas a los españoles, que más que en resistirlos pensaban en abandonar el castillo, logrando bajar por las mismas escalas del Morrillo toda la marinería, los artilleros de brigada y algunos otros, y arrojarse fuera del Morro. Esta cobarde deserción abatió el ánimo de las demás tropas, quienes, desoyendo la voz de sus oficiales, se ocultaron en las trincheras y al abrigo de los blindajes que se habían colocado para defensa de las bombas enemigas. Los soldados de Mr. Forbes, reforzados con otros muchos que habían logrado penetrar en el castillo, avanzaron hasta la cresta de una rampa que conducía a la batería baja de San Nicolás, donde se había hecho una cortadura con sacos de tierra, cuyo paso intentó disputarles el Sr. Montes con su compañía de alternación que cubría otra cortadura al pie de la misma rampa; pero fué re­chazado. Los enemigos se adelantaron con igual éxito hasta la cortadura que había dejado Montes, defendida con dos ca­ñones de a 24 por el teniente de artillería de marina don Fernando de Párraga, el cual resistió valerosamente el ímpetu de los ingleses con sólo trece hombres de su regimiento, quienes vendieron caras sus vidas, quedando allí todos inmolados con su valiente oficial: ejemplo glorioso, por desgracia no imitado sino por muy pocos de sus compañeros.

Entre tanto, el invicto Velasco, dejando la defensa de las avenidas a cargo de los bizarros oficiales Montes y el marqués González, se ocupaba en animar y ordenar a sus bravos soldados en la bandera y en las tres cortaduras que había en aquella cortina, infundiéndoles valor con su serenidad, aunque atormentado quizá con el triste presentimiento de que la pér­dida del castillo era inevitable. Los enemigos se habían aumen­tado considerablemente, entrándose por el caballero de la mar y la cortina del medio que daba paso al baluarte de tierra: los valientes Royals de Mr. Forbes, unidos con las compañías de los tenientes Nuguent, del regimiento número 9º, y Holroyd, del 19º, habían avanzado hacia las tres cortaduras y logrado, después de un combate sangriento, arrollar a los españoles y se precipitaban hacia la bandera, tal vez con el intento generoso de persuadir a Velasco a que se rindiese y conservase su pre­ciosa vida para acciones de guerra más afortunadas.

Pero ya era demasiado tarde. Cuando aquel capitán jamás vencido animaba a los de las cortaduras a resistir hasta el último trance, una bala enemiga le atravesó el pecho dejándolo herido mortalmente, y fué retirado al cuerpo de guardia. El marqués González, empeñado con heroico valor en defender la trinchera, recibió casi al mismo tiempo dos heridas y expiró abrazado a la bandera; y el señor Montes se vio obligado a dejar el lugar de la acción herido gravemente en un brazo. Sin jefes ya, ni fuerzas para combatir los pocos valientes que allí quedaban, el general Keppel, que había llegado con gente de refresco y estaba en posesión de la batería de San Nicolás, se adelantó con los suyos y plantó el pabellón británico en las almenas del castillo, anunciando al Consejo de Guerra que había perdido la segunda llave de la defensa de la ciudad, y que la hora se acercaba en que verían también ondear en sus murallas el pabellón que acababa de plantar sobre la tumba gloriosa de tantos valientes, dignos de mejores jefes (129).

El general inglés, acompañado de todos sus oficiales, pasó en seguida a ver a Velasco y tributarle todas las atenciones y ho­nores correspondientes a su mérito. Habiendo manifestado de­seos de que se le trasladase a La Habana para ser curado de su herida, fué acompañado hasta la ciudad por un coronel inglés. Al día siguiente murió este héroe ilustre, modelo de lealtad, de va­lor, y subordinación militar, sentido universalmente de los españoles y de todo el ejército enemigo, y admirado de cuantos fueron testigos de sus hazañas y glorioso fin: hicierónsele todos los honores fúnebres que permitía el estado de la ciu­dad, y el conde de Albemarle pagó un noble tributo de res­peto a su memoria, suspendiendo aquel día las hostilidades y contestando en el campamento la descarga hecha en la ciudad en honor del héroe (130). Aquel mismo día tuvo el general Prado la atención de enviar un parlamentario al Conde para darle gracias por los cuidados y distinciones usadas con Velasco y pedirle el cadáver del marqués González, el cual no pudo en­contrarse en el arruinado castillo (131). Cuando el rey don Car­los III tuvo noticia de la defensa hecha por don Luis de Velasco, quiso demostrar a la nación el alto aprecio que hacía de su valor, y concedió a su primogénito la nobleza de España con el título de vizconde del Morro, disponiendo además que perpe­tuamente hubiese un buque con su nombre en la armada es-pañola (132).

A la historia de Cuba pertenece de derecho el grato deber de trasmitir en sus páginas la memoria de Velasco, a las gene­raciones venideras. Por dos sendas diversas caminan al templo de la inmortalidad aquellos que siguen la penosa carrera de las armas. La una sembrada con el laurel glorioso del triun­fo, derrama su luz radiante sobre la frente del orgulloso con­quistador; la otra, erizada de espinas, corona con las pálidas sombras de la muerte las sienes del héroe sacrificado en las aras de la patria. El primero salva el espacio que lo separa de la gloria entre el aplauso de sus compatriotas, y a veces entre las lágrimas de los pueblos sojuzgados; el segundo baja a la tumba acompañado de la admiración y bendiciones de la huma­nidad. A Velasco le estuvo reservado atravesar la menos bri­llante aunque la más meritoria a los ojos de los hombres: él probó sus leales y patrióticos sentimientos con el valor y abne­gación de los mártires, enseñó con el ejemplo la lección severa del poder que tienen en los ánimos esforzados los principios del deber y del honor, y defendió el castillo del Morro hasta exhalar el último aliento antes que rendirlo a los enemigos de su país. La historia de Cuba conservará siempre el heroísmo de su muer­te como uno de los timbres más gloriosos de su corona nacional.

En el asalto del 30 tuvieron los españoles una pérdida de setecientos seis hombres entre muertos, heridos y prisioneros, y los ingleses cuarenta y dos entre muertos y heridos (133). El sitio del castillo duró cuarenta y cuatro días, y en todo este tiempo murieron más de mil españoles del ejército y milicias y más de dos mil ingleses (134), incluyendo en este número los que sucumbieron de enfermedades y a los rigores del clima.