Historia de la conquista de La Habana por los ingleses: Capítulo I



El tratado conocido con el nombre de Pacto de Familia, celebrado el 15 de agosto de 1761 entre los reyes don Carlos III de España y Luis XV de Francia, fué una alianza ofensiva y defensiva inspirada por los vínculos de parentesco y amistad que unían a ambos soberanos, con el fin de mantener las obli­gaciones que naturalmente se desprenden de estos sentimientos, fundar un monumento estable y duradero de interés recíproco que fuese la expresión de sus deseos, y afianzar en bases sólidas la prosperidad interior de los dos reinos y el predominio de la causa de Borbón entre los príncipes de Europa (1).

Consecuentes con el espíritu de esta alianza, ambos monar­cas convinieron en considerar en lo adelante como enemigo común a todo gobierno que declarase la guerra a cualquiera de los dos reinos y garantizarse recíprocamente todos los domi­nios que poseyesen a la conclusión de la guerra en que Francia se veía envuelta entonces; en prestarse mutuos auxilios por mar y por tierra conforme a las reglas establecidas para tales casos; no dar oídos ni entrar en ningún arreglo con los enemigos de ambas coronas sino de común acuerdo, debiendo, tanto en paz como en guerra, considerarse identificados los intereses de las dos naciones, compensar sus pérdidas y dividirse sus adquisi­ciones respectivas y obrar como si los dos pueblos fuesen uno solo regido por un rey; en conceder a los subditos de ambos reinos en sus dominios de Europa el goce de los mismos privi­legios y exenciones que a los naturales de ellos, y no admitir en la participación del tratado sino a las potencias regidas por soberanos de la augusta casa de Borbón (2).

Para que mejor se comprendan los medios por los cuales Carlos III fué llevado a ligar los destinos de su reino con los de una nación trabajada entonces por una larga guerra con la primera potencia marítima de Europa y a quebrantar la neutralidad que sabiamente había proclamado su antecesor, arrastrando a España a una guerra fácil de evitar con la Gran Bretaña, será conveniente hacer aquí una reseña del estado político de Europa a los principios del reinado de aquel mo­narca y referir las causas que más influyeron en fomentar en su ánimo las afecciones de su amistad personal con el rey de Francia.

La elevación de Carlos III al trono de España se efectuó en una época notable por el estado crítico en que se hallaba la Europa. El aspecto de la guerra que Francia y Austria sostenían contra Inglaterra y Prusia había cambiado entera­mente desde la subida de Guillermo Pitt al ministerio. El espí­ritu de este grande hombre de estado parecía reanimar con su actividad el valor decaído de los ingleses en todas las partes del mundo. En lugar del sistema tímido adoptado por el mi­nistro anterior, Pitt, abrazó la atrevida resolución de empren­der una guerra ofensiva; y por una serie de rápidas y acertadas combinaciones, el ejército anglo-prusiano, al mando del prín­cipe Federico de Brunswick, logró desalojar a los franceses de Hannover, Hesse y Brunswick, y hacer que se replegasen a la orilla opuesta del Main.

Confundidos e indignados, intentaron los franceses hacer un desembarco en las costas de la misma Inglaterra, con el fin de llamar hacia aquella parte la atención del ejército que estaba en el Continente; pero ya era tarde para llevar a cabo con impunidad empresa tan desesperada. Una escuadra poderosa, al mando del almirante Rodney, se presento delante del Havre de Gracia e hizo grandes estragos en los transportes y alma­cenes que estaban allí reunidos, al mismo tiempo que otras fuerzas navales superiores a las francesas bloqueaban los puertos de Dunquerque, Brest y Tolón. La escuadra de M. de la Clue, habiendo salido de este último puerto cuando una fuerte tem­pestad había separado de sus estaciones a los cruceros ingleses, fué perseguida y deshecha por Boscawen frente a las costas de Portugal; aún mayor desgracia cupo a la grande armada de Brest que mandaba M. Conflans, y la división de Dunquerque, al mando del emprendedor Thurat fué atacada también cerca de Carrickfergus y obligada a rendirse después de un reñido combate. Le pérdida de esta última división completó el triunfo de la marina británica y la ruina total de la francesa (3).

No menos afortunados que en los mares, los ingleses se ha­bían apoderado del Senegal (4) y Goree (5) en África; en América eran dueños de Luisburgo (6), Québec (7), Montreal (8) y la isla de la Guadalupe (9), Pondichery, última colonia francesa en la India (10), estaba también en su poder, y la conquista de Belleisle (11), delante de las mismas costas de Francia, inter­ceptaba las comunicaciones con sus puertos de occidente y ponía término a la invasión que amenazaba las islas británicas.

Mientras tenían lugar estos sucesos, ocurrió la muerte del pacífico rey don Fernando VI (12), y la Corte de Versalles supo aprovechar una feliz oportunidad de redoblar sus atenciones ha­cia el sucesor de aquel monarca en el trono español, el señor don Carlos III, con motivo de las dificultades que ofrecía la sucesión a la corona de las Dos Sicilias. El tratado de la Paz de Viena (13) había asegurado esta corona en las sienes de don Carlos, con la condición de que siempre permanecería separada de la de España, y en consecuencia, por un artículo del tratado de Aquisgrán (14) se había estipulado que los ducados de Parma y Placencia fueren asignados a don Felipe, pero que en el caso de subir don Carlos al trono por muerte de su hermano don Fernando, el reino de las Dos Sicilias pasaría a don Felipe, los ducados de Parma y Guastalla volverían entonces a la casa de Austria, y el ducado de Placencia, con exclusión de la capital y todo el distrito allende el Nura, se incorporaría al reino de Cerdeña (15).

Don Carlos nunca quiso reconocer un tratado que tendía a identificar los intereses de Austria y Cerdeña en favor de la ele­vación de don Felipe al trono de las Dos Sicilias, y a su adve­nimiento al de España alteró enteramente este arreglo, aunque con el fundado temor de hallar una grande oposición a su deseo de transferir aquella corona a uno de sus hijos. Por fortuna, el rey de Cerdeña, que era el más a propósito para promover y excitar trastornos en Italia, carecía de medios para emprender por sí solo una lucha contra don Carlos, y las Cortes de Viena y Versalles, empeñadas en una guerra encarnizada, creyeron con­veniente halagar su voluntad. Se hizo, pues, un convenio por el cual el duque de Parma accedió a los deseos de don Carlos, Austria renunció sus derechos a los ducados, y el rey de Cerdeña se contentó con una compensación en dinero. En su conse­cuencia, habiéndose declarado que su primogénito no podía heredar por incapacidad mental, don Carlos colocó en el trono de las Dos Sicilias a su tercer hijo don Fernando y declaró al segundo príncipe de Asturias y su inmediato sucesor a la co­rona de España (18).

Los intereses generales de la nación exigían indudablemente del nuevo rey que continuase la estricta neutralidad seguida por su hermano en la guerra de Europa, de que tantos bienes habían reportado el comercio y bienestar de los españoles; pero motivos personales de resentimiento contra la Inglaterra y de estimación y gratitud hacia Luis XV predominaban en su ánimo sobre la severa razón de estado y conveniencia de sus subditos. Don Carlos conservaba una invencible antipatía a los ingleses por la manera imperiosa con que en 1742 se presentó en Nápoles la escuadra del comodoro Martin para obligarlo a separarse de la causa de los Borbones en la guerra de Italia y le hizo retirar las tropas que había reunido y firmar una declaratoria de neu­tralidad (17). Los vínculos de la sangre, que siempre ejercieron en su ánimo una gran influencia, se habían estrechado ahora con los buenos oficios de Luis XV en el reciente arreglo de la sucesión de la corona de Nápoles. Uníase a todo esto la constante correspondencia que mantenía con la Corte de Fran­cia y sus partidarios, para que don Carlos sintiese amarga­mente la humillación del trono principal de su familia y el triunfo de las armas de Inglaterra.

De esta disposición y motivos sabían aprovecharse hábil­mente la Corte de Versalles y sus agentes y parciales. Hablaban de la risueña perspectiva de cederle la isla de Menorca y de la esperanza de recobrar a Gibraltar; pintaban a los ingleses como a los dominadores del Océano y enemigos naturales de toda nación marítima y comercial; conociendo las prevencio­nes y desconfianza nacional respecto de las colonias para excitar los temores de Carlos III sugerían la idea de que la resistencia de la rival y enemiga de la casa de Borbón a convenir en un arreglo pacífico podía nacer de una oculta intención en Mr. Pitt de apoderarse de las posesiones españolas de América, si en la guerra que sostenía con Francia lograba conquistar las de la única nación que aliada con España podría contener sus miras ambiciosas sobre aquellos remotos países; hasta las desgracias experimentadas en la guerra se empleaban con armas para inte­resar los sentimientos de aquel príncipe de la casa de Borbón y ofrecerle un motivo plausible de rompimiento con Inglaterra (18).

Estas constantes excitaciones labraban tan profundamente el ánimo de Carlos III, cuyos recelos y desconfianza crecían a medida que las fuerzas británicas dilataban sus conquistas en la América francesa, que habiéndose visto Luis XV obligado a entrar en negociaciones con Inglaterra, no tuvo inconveniente en mantener una correspondencia privada con este soberano sobre las proposiciones que debían hacerse y prestarle su apro­bación; llevando su parcialidad y amor por la Francia hasta permitir o más bien inducirla a unir sus pretensiones y recla­maciones con las de España, y convenir, caso de rechazarlas el ministro británico, en robustecer los intereses de ambas coro­nas por medio de un pacto de familia (19). Esta importante concesión fué la primera que obtuvo de Carlos III la Corte de Versalles: veamos el uso que hizo de ella el hábil ministro de Luis XV, el duque de Choiseul.

Las negociaciones se abrieron bajo de este supuesto. Se había acordado celebrar un congreso en Augsburgo para tener un arreglo con las diversas potencias de Alemania y el Norte. Mr. Stanley fué enviado a París y el conde de Bussy se pre­sentó en Londres, y los artículos preliminares fueron comuni­cados por ambos ministros. Los del conde de Bussy iban acom­pañados de una memoria privada (20), proponiendo que se ter­minasen también las cuestiones pendientes entre Inglaterra y España, con el aparente motivo de que se evitase una nueva guerra en Europa y América y obtener la garantía de aquella última nación en un tratado definitivo de paz: la memoria concluía con la manifestación de que si esas reclamaciones pudiesen llegar a producir una guerra, el rey de Francia se consideraría en el deber de tomar parte a favor de España (21).

Esta extraña interposición de una potencia enemiga en cues­tiones entre dos reinos amigos y aliados fué rechazada con indignación por el ministro Pitt, a quien no se le ocultaban los motivos de una conducta tan desusada en transacciones diplomáticas, asegurando a M. de Bussy que S. M. B jamás sufriría que la Francia interviniese de ninguna manera en sus cuestiones con España, y que el insistir en este particular sería considerado como un insulto a su dignidad y una prueba de poca sinceridad en la negociación (22). Entonces fué cuando Mr. Pitt dijo aquellas palabras que tanto encendieron la cólera de Carlos III: “Bastante tiempo habrá de tratar de estas ma­terias cuando la Torre de Londres sea tomada con espada en mano” (23).

La respuesta del ministro inglés fué seguida de una comu­nicación al conde de Bristol, embajador en la Corte de Madrid, autorizándolo para que declarase que la intervención de Francia en las cuestiones pendientes jamás facilitaría ningún arreglo satisfactorio con España, sin embargo de la buena disposición del Rey a un convenio razonable y justo; y como se hubiese hecho circular con estudio la proximidad de un rompimiento con Inglaterra, se le recomendaba además pidiese una explica­ción categórica sobre los preparativos navales que se estaban haciendo en la Península (24).

El resultado de esta nota revela claramente la disposición y tendencias de las dos Cortes de Borbón. Don Ricardo Wall, ministro de Carlos III, manifestó que la memoria de M. de Bussy se había presentado con pleno conocimiento de S. M. C, y que ninguna consideración induciría a su soberano a separarse de su unión con las ideas de la Corte de Francia, ni a disuadir a ambos monarcas de darse mutuas pruebas de confianza y perfecta armonía. Respecto de los preparativos en los puertos de España, el ministro se expresó en términos satisfactorios, asegurando que la disposición del Rey había sido invariable­mente cultivar y consolidar la amistad que felizmente existía con Inglaterra.

En el tiempo que transcurrió durante la entrega de una y otra comunicación, fué cuando se firmó el tratado del Pacto de Familia, inmediatamente después de la contestación dada por el general Wall a lord Bristol (25). Obligada España por este tratado a romper con la Gran Bretaña, aguardaba sola­mente la llegada de los galeones de Suramérica y el haber pro­veído a la seguridad de su comercio y territorio según requerían la naturaleza de su navegación y el estado de sus posesiones distantes, para hacer público el nuevo pacto y principiar las hostilidades (26).