Historia de la Compañía de Jesús en Nueva-España. Tomo I: Libro primero

Breve noticia del descubrimiento y conquista de la Florida. Pide el rey católico misioneros de la Compañía. Señálase, e impídese el viaje. Embárcanse en 1566, y arriban a una costa incógnita. Muere, el padre Pedro Martínez a manos de los bárbaros. Su elogio. Vuelven los demás a la Habana. Breve descripción de este puerto. Enferman, y determinan volver a la Florida. Llegan en 1567. Descripción del país. Ejercicio de los misioneros. Nuevo socorro de padres. Llegan a la Florida en 1568. Parte el padre Segura con sus compañeros a la Habana. Sus ministerios en esta ciudad. Determina volver a la Florida. Vuelve en ocasión de una peste, y muere el hermano Domingo Agustín, año de 1569. Poco fruto de la misión, y arribo de nuestros compañeros. Historia del cacique don Luis. Parte el padre vice-provincial para Ajacan con otros siete padres. Generosa acción de don Luis. Su mudanza y obstinación. Ocupación de los misioneros, y razonamiento del padre Segura. Engaños de don Luis, y muerte de los ocho misioneros. Elogio del padre Segura. Del padre Quiroz y los restantes. Dejan con vida al niño Alonso. Caso espantoso. Excursión a Cuba, y su motivo. Noticia y venganza de las muertes. —2→ Éxito de don Luis. Descripción de la Nueva-España, y particular de México. Breve relación de la Colegiata de Guadalupe. Primeras noticias de la Compañía en la América. Don Vasco de Quiroga pretende traer a los jesuitas. Escribe la ciudad al rey, y este a San Borja. Señálanse los primeros fundadores, y vela en su conservación la Providencia. Consecuencias de la detención en Sevilla. Embárcanse día de San Antonio en 1572. Arribo a Canarias y a Ocoa. Acogida que se les hizo en Veracruz la antigua. Su viaje a la Puebla. Pretende esta ciudad detenerlos y pasan a México al hospital. Triste situación de la juventud mexicana. Preséntanse al virrey. Resístense a salir del hospital, y enferman todos. Elogio del padre Bazán y sus honrosas exequias. Primeros ministerios en México, y donación de un sitio. Sentimiento del virrey y composición de un pequeño pleito. Sobre Cannas. Religiosa caridad de los padres predicadores. Generosidad de los indios de Tacuba. Resolución de desamparar la Habana. Representación al rey. Limosnas y ocupaciones en México. Dedicación del primer templo. Ofrece la ciudad mejor sitio. Carácter del señor Villaseca. Pretende entrar en la Compañía don Francisco Rodríguez Santos, y ofrece caudal y sitio. Primeros novicios, y primeros fondos del colegio máximo. Fundación del Seminario de San Pedro y San Pablo. Muerte de San Francisco de Borja. Va a ordenarse a Páztcuaro el hermano Juan Curiel. Su ejercicio en aquella ciudad. Orden del rey para que no salgan de la Habana los jesuitas. Pretende misioneros el señor obispo de Guadalajara. Sus ministerios. Pasan a Zacatecas que pretende colegio. Parte a Zacatecas el padre provincial, y vuelve a México. Nueva recluta de misioneros. Estudios menores, y fundación de nuevo seminario. Fundación del colegio de Páztcuaro. Descripción de aquella provincia. Pretensión de colegio en Oaxaca. Contradicción y su feliz éxito. Breve noticia de la ciudad y el obispado. Historia de la Santa Cruz de Aguatulco. Fábrica del colegio máximo. Misión a Zacatecas. Peste en México. En Michoacán. Muerte del padre Juan Curiel. Muerte del padre Diego López. Donación del señor Villaseca, y principio de los estudios mayores.


[Breve noticia del descubrimiento y conquista de la Florida] Por los años de 1512, Juan Ponce de León, saliendo de San Germán de Portorrico, se dice haber sido el primero de los españoles que descubrió la península de la Florida. Dije de los españoles, porque ya antes desde el año de 1496, reinando en Inglaterra Enrique VII se había tenido —3→ alguna, aunque imperfecta, noticia de estos países. Juan Ponce echó ancla en la bahía que hasta hoy conserva su nombre a 25 de abril, justamente uno de los días de pascua de resurrección, que llamamos vulgarmente pascua florida. O fuese atención piadosa a la circunstancia de un día tan grande, o alusión a la estación misma de la primavera, la porción más bella, y más frondosa del año a la fertilidad de los campos, que nada debían a la industria de sus moradores, o lo que parece más natural al estado mismo de sus esperanzas, él le impuso el nombre de Florida. Esto tenemos por más verosímil que la opinión de los que juzgan haberle sido este nombre irónicamente impuesto por la suma esterilidad. Todas las historias y relaciones modernas publican lo contrario, y si no es la esterilidad de minas, que aun el día de hoy no está suficientemente probada, no hallamos otra que en el espíritu de los primeros descubridores pueda haber dado lugar a la pretendida antífrasis.

Como el amor de las conquistas y el deseo de los descubrimientos era, digámoslo así, el carácter de aquel siglo, muchos tentaron sucesivamente la conquista de unas tierras que pudieran hacer su nombre tan recomendable a la posteridad, como el de Colon o Magallanes. En efecto, Lucas Vázquez de Ayllón, oidor de Santo Domingo por los años de 1520, y Pánfilo de Narváez, émulo desgraciado de la fortuna de Cortés por los de 1528, emprendieron sujetar a los dominios de España aquellas gentes bárbaras. Los primeros, contentos con haberse llevado algunos indios a trabajar en las minas de la isla española, desampararon luego en terreno que verosímilmente no prometía encerrar mucho oro y mucha plata. De los segundos no fue más feliz el éxito; pues o consumidos de enfermedades en un terreno cenagoso y un clima no experimentado, o perseguidos día y noche de los transitadores del país, acabaron tristemente, fuera de cuatro, cuya aventura tendrá más oportuno lugar en otra parte de esta historia. Más venturoso que los pasados, Hernando de Soto, después de haber dado muestras nada equívocas de su valor y conducta en la conquista del Perú, pretendió y consiguió se le encomendase una nueva expedición tan importante. Equipó una armada con novecientos hombres de tropa, y trescientos y cincuenta caballos, con los cuales dio fondo en la bahía del Espíritu Santo el día 31 de mayo de 1539. Carlos V, más deseoso de dar nuevos adoradores a Jesucristo, que nuevos vasallos a su corona, envió luego varios religiosos a la Florida a promulgar el evangelio; —4→ pero todos ellos fueron muy en breve otras tantas víctimas de su celo, y del furor de los bárbaros. Subió algunos años después al trono de España Felipe II, heredero no menos de la corona que de la piedad, y el celo de su augusto padre. Entre tanto los franceses, conducidos por Juan Ribaud, por los años de 1562 entraron a la Florida, fueron bien recibidos de los bárbaros, y edificaron un fuerte a quien del nombre de Carlos IX, entonces reinante, llamaron Charlefort. Para desalojarlos fue enviado del rey católico el adelantada don Pedro Meléndez de Avilés, que desembarcando a la costa oriental de la península el día 28 de agosto dio nombre al puerto de San Agustín, capital de la Florida española. Reconquistó a Charlefort, y dejó alguna guarnición en Santa Helena y Tecuesta, dos poblaciones considerables de que algunos lo hacen fundador.

[Pide el rey católico a San Francisco de Borja algunos misioneros] Dio cuenta a la corte de tan bellos principios, y Felipe II, como para mostrar al cielo su agradecimiento, determinó enviar nuevos misioneros que trabajasen en la conversión de aquellas gentes. Habíase algunos años antes confirmado la Compañía de Jesús, y actualmente la gobernaba San Francisco de Borja, aquel gran valido de Carlos V y espejo clarísimo de la nobleza española. Esta relación fuera de otras muchas razones, movió al piadoso rey para escribir al general de la Compañía, una expresiva carta con fecha de 3 de mayo de 1566, en que entre otras cosas, le decía estas palabras: «Por la buena relación que tenemos da las personas de la Compañía, y del mucho fruto que han hecho y hacen en estos reinos, he deseado que se dé orden, como algunos de ella se envíen a las nuestra Indias del mar Océano. Y porque cada día en ellas crece más la necesidad de personas semejantes, y nuestro Señor sería muy servido de que los dichos padres vayan a aquellas partes por la cristiandad y bondad que tienen, y por ser gente a propósito para la conversión de aquellos naturales, y por la devoción que tengo a la dicha Compañía; deseo que vayan a aquellas tierras algunos de ella. Por tanto, yo vos ruego y encargo que nombréis y mandéis ir a las nuestras Indias, veinticuatro personas de la Compañía adonde les fuere señalado por los del nuestro consejo, que sean personas doctas, de buena vida y ejemplo, y cuales juzgáredes convenir para semejante empresa. Que demás del servicio que en ello a nuestro Señor haréis, yo recibiré gran contentamiento, y les mandaré proveer de todo lo necesario para el viaje, y demás de eso aquella tierra donde fueren, recibirá gran contentamiento y beneficio con su llegada».

 —5→   

[Señálase e impídese el viaje] Recibida esta carta que tanto lisonjeaba el gusto del santo general, aunque entre los domésticos no faltaron hombres de autoridad, que juzgaron debía dejarse esta expedición para tiempo en que estuviera más abastecida de sujetos la Compañía; sin embargo, se condescendió con la súplica del piadosísimo rey, señalándose, ya que no los veinticuatro, algunos a lo menos, en quienes la virtud y el fervor supliese el número. Era la causa muy piadosa y muy de la gloria del Señor, para que le faltasen contradicciones. En efecto, algunos miembros del real consejo de las Indias se opusieron fuertemente a la misión de los jesuitas por razones que no son propias de este lugar. El rey pareció rendirse a las representaciones de su concejo, pero como prevalecía en su ánimo el celo de la fe, a todas las razones de estado, o por mejor decir, como era del agrado del Señor, que tiene en su mano los corazones de los reyes, poca causa bastó para inclinarlo a poner resueltamente en ejecución sus primeros designios. [Insta a don Pedro Meléndez y lo consigue] Llegó a la corte al mismo tiempo el adelantado don Pedro Meléndez, hombre de sólida piedad, muy afecto a la Compañía y a la persona del santo Borja, con quien, siendo en España vicario general, había hablado ronchas veces en esto asunto. Su presencia, sus informes y sus instancias disiparon muy en breve aquella negra nube de especiosos pretextos, y se dio orden para que en primera ocasión pasasen a la Florida los padres. De los señalados por San Francisco de Borja, escogió el consejo tres, y no sin piadosa envidia de los lemas: cayó la elección sobre los padres Pedro Martínez y Juan Rogel, y el hermano Francisco de Villareal.

[Embárcanse tres misioneros] Causó esto un inmenso júbilo en el corazón del adelantado; pero tuvo la mortificación de no poderlos llevar consigo a causa de no sé qué detención. El 28 de junio de 1566 salió del puerto de San Lúcar para Nueva-España una flota, y en ella a bordo de una urca flamenca nuestros tres misioneros. Navegaron todos en convoy hasta la entrada del Seno mexicano, donde siguiendo los demás su viaje, la urca mudó de rumbo en busca del puerto de la Habana. Aquí se detuvieron algunos días mientras se hallaba algún práctico que dirigiese la navegación a San Agustín de la Florida. No hallándose, tomaron los flamencos por escrito la derrota, y se hicieron animosamente a la vela. [Arriban a una cosa incógnita] O fuese mala inteligencia, o que estuviese errada en efecto en la carta náutica que seguían la situación de los lugares, cerca de un mes anduvieron vagando, hasta que a los 24 de setiembre, como a 10 leguas de la costa, dieron vista a la tierra entre los 25 y 26 grados al West —6→ de la Florida. Ignorantes de la costa, pareció al capitán enviar algunos en la lancha, que reconociesen la tierra y se informasen de la distancia en que se hallaban del puerto de San Agustín, o del fuerte de Carlos. Era demasiadamente arriesgada la comisión, y los señalados, que eran nueve flamencos, y uno o dos españoles, no se atrevieron a aceptarla sin llevar en su compañía al padre Pedro Martínez; oyó éste la propuesta, y llevado de su caridad, la aceptó con tanto ardor, que saltó el primero en la lancha, animando a los demás con su ejemplo y con la extraordinaria alegría de su semblante. Apenas llegó el esquife a la playa, cuando una violenta tempestad turbó el mar. Disparáronse de la barca algunas piezas para llamarlo a bordo; pero la distancia, los continuos truenos y relámpagos, y el bramido de las olas, no dejaron percibir los tiros, ni aunque se oyesen seria posible fiarse al mar airado en un barco tan pequeño sin cierto peligro de zozobrar. Doce días anduvo el padre errante con sus compañeros por aquellas desiertas playas con no pocos trabajos, que ofrecía al Señor como primicias de su apostolado. Las pocas gentes del país, que habían descubierto hasta entonces, no parecían ni tan incapaces de instrucción, ni tan ajenas de oda humanidad, como las pintaban en Europa. Ya con algunas luces del puerto de San Agustín navegaban, trayendo la costa oriental de la Península hacia el Norte, cuando vieron en una isla pequeña pescando cuatro jóvenes. Eran estos Tacatucuranos, nación que estaba entonces con los españoles en guerra. No juzgaba el padre, aunque ignorante de esto, deberse gastar el tiempo en nuevas averiguaciones; pero al fin hubo de condescender con los compañeros, que quisieron aun informarse mejor. Saltaron algunos de los flamencos en tierra ofreciéronles los indios una gran parte de su pesca, y entre tanto uno de ellos, corrió a dar aviso a las cabañas más cercanas. Muy en breve vieron venir hacia la playa más de cuarenta de los bárbaros. La multitud, la fiereza de su talle, y el aire mismo de sus semblantes, causó vehemente sospecha en un mancebo español que acompañaba al padre, y vuelto a él y a sus otros compañeros, huyamos, les dijo, cuanto antes de la costa: no vienen en amistad estas gentes. Juzgó el padre movido de piedad, que se avisase del peligro, y se esperase a los flamencos que quedaban en la playa expuestos a una cierta y desastrada muerte. Mientras estos tomaban la lancha, ya doce de los más robustos indios habían entrado en ella de tropel, el resto acordonaba la ribera. Parecían estar entretenidos mirando con una pueril y grosera —7→ curiosidad el barco y cuanto en él había, cuando repentinamente algunos de ellos abrazando por la espalda al padre Pedro Martínez y a dos de los flamencos, se arrojaron con ellos al mar. [Muerte del padre Pedro Martínez] Siguiéronlos al instante los demás con grandes alaridos, y a vista de los europeos, que no podían socorrerlos desde la lancha, lo sacaron a la orilla. Hincó como pudo las rodillas entre las garras de aquellos sañudos leones el humilde padre, y levantadas al cielo las manos, con sereno y apacible rostro, expiró como sus dos compañeros a los golpes de las macanas.

[Su elogio] Este fin tuvo el fervoroso padre Pedro Martínez. Había nacido en Celda, pequeño lugar de Aragón, en 15 de octubre de 1523. Acabados los estudios de latinidad y filosofía, se entregó con otros jóvenes al manejo de la espada, en que llegó a ser como el árbitro de los duelos o desafíos, vicio muy común entonces en España. Con este género de vida no podía ser muy afecto a los jesuitas, a quien era tan desemejante en las costumbres. Miraba con horror a la Compañía, y le desagradaban aun sus más indiferentes usos. Con tales disposiciones como estas, acompañó un día a ciertos jóvenes pretendientes de nuestra religión. La urbanidad le obligó a entrar con ellos en el colegio de Valencia y esperarlos allí. Notó desde luego en los padres un trato cuan amable y dulce, tan modesto y religiosamente grave. La viveza de su genio no le permitió examinar más despacio aquella repentina mudanza de su corazón. Siguió el primer ímpetu, y se presentó luego al padre Gerónimo Nadal, que actualmente visitaba aquella provincia en cualidad de pretendiente. Pareció necesario al superior darle tiempo en que conociera lo que pretendía, mandándole volver a los ocho días. Esta prudente dilación era muy contraria a su carácter, y en vez de fomentar la llama, la apagó enteramente. Avergonzado de haberse dejado arrastrar tan ciegamente del engañoso exterior como juzgaba de los jesuitas, salió de allí determinado a no volver jamás, ni a la pretensión, ni al colegio.

Justamente para el octavo día hubieron de convidarlo por padrino de un desafío. Acudió prontamente a la hora y al lugar citado; pero a los combatientes se les había pasado ya la cólera, y ninguno de los dos se dio por obligado al duelo. Quedó sumamente mortificado y corrido de ver el poco aprecio que hacían de su palabra y de su honor aquellos sus amigos. ¿Y qué, se decía luego interiormente, tanto me duele que estos hayan faltado a su palabra?, ¿y habré yo de faltar a la —8→ mía? ¿Y qué se diría de mí entre los jesuitas, si como prometí, no vuelvo al día citado? Con estos pensamientos partió derechamente al colegio, y a lo que parece no sin especial dirección del cielo, fue admitido por el padre visitador, excluidos todos aquellos pretendientes, en cuya compañía había venido ocho días antes. Una mudanza tan no esperada abrió los ojos a algunos de sus compañeros. El entretanto se entregó a los ejercicios de la religiosa perfección con todo aquel ardor y empeño con que se había dejado deslumbrar del falso honor. Acabados sus estudios fue ministro del colegio de Valencia, después de Gandía; ocupaciones entre las cuales supo hallar tiempo para predicar en Valencia y en Valladolid, y aun hacer fervorosas misiones en los pueblos vecinos. A fuerza de su cristiana elocuencia, se vio convertido en teatro de penitencia y de compunción, el que estaba destinado para juegos de toros, y otros profanos espectáculos en la villa de Oliva. Pasaba al África el año de 1558 un ejército bajo la conducta de don Martín de Córdoba, conde de Alcaudete. Este general, aunque interiormente muy desafecto a la Compañía de Jesús, pretendió de San Francisco de Borja, vicario general entonces en España, llevar consigo algunos de los padres, queriendo con esto complacer a aquel santo hombre, a quien por el afecto y veneración que le profesaba el rey católico, le convenía tener propicio. Señaláronse los padres Pedro Martínez y Pedro Domenek, con el hermano Juan Gutiérrez. Partieron luego a Cartagena de Levante, lugar citado para el embarque. Pasaron prontamente a ofrecer al conde sus respetos y sus servicios. Este sin verlos les mandó por un pago, que estuviesen a las órdenes del coronel. Una conducta tan irregular les hizo conocer claramente cuanto tendrían que ofrecer al Señor en aquella expedición. Ínterin rejuntaban las tropas, hicieron los padres misión con mucho fruto de las almas en el reino de Murcia. Llegado el tiempo de la navegación, los destinaron a un barco, a cuyo bordo iban fuera de la tripulación ocho cientos hombres de tropa. La incomodidad del buque estrecho para tanto número de gentes, la escasez de los alimentos, la corrupción del agua, la misma cualidad de los compañeros, gente por lo común insolente y soez, fueron para nuestros misioneros una cosecha abundante de heroicos sufrimientos, y de apostólicos trabajos. Desembarcaron en Orán, y luego recibieron orden del general de quedarse en el hospital de aquel presidio con el cuidado de los soldados enfermos, que pasaban de quinientos. Pasó el ejército a poner el sitio a Moztagán, —9→ ciudad del reino de Argel. La plaza era fuerte, y que podía ser muy fácilmente socorrida por tierra y mar, los sitiadores pocos y fatigados de la navegación. Los argelinos despreciando el número los dejaron cansarse algunos días en las operaciones del sitio. Sobrevinieron después en tanto número, que fue imposible resistirles. Una gran parte quedó prisionera y cautiva. Los más vendieron caras sus vidas y quedaron como el general y los mejores oficiales sobre el campo. Los padres alabando la Providencia, cuasi fueron los únicos que volvieron a España de doce mil hombres de que se componía el ejército.

Vuelto de África el padre Pedro Martínez, fue señalado a la casa profesa de Toledo, de donde salió a predicar la cuaresma en Escalona y luego en Cuenca, dejando en todas partes en la reforma de las costumbres ilustres señas de su infatigable celo. Para descanso de estas apostólicas fatigas, pidió ser enviado a servir en el colegio de Alcalá, donde por tres meses, con ejemplo de humildad profundísima, lo disponía el Señor para la preciosa muerte que arriba referimos. La caridad parece haber sido su principal carácter. Ella le hizo dejar tan gustosamente las comodidades de la Europa, por los desiertos de la Florida. Ella le obligó a acompañar en la lancha con tan evidente riesgo a los exploradores de una costa bárbara. Ella, finalmente, no le permitió alejarse, como le aconsejaban, de la ribera, dejando a los compañeros en el peligro. Fue su muerte, según nuestra cuenta, (que es la de los padres Sachino y Tanner) a los 6 de octubre de 1566. Algunas relaciones manuscritas ponen su muerte el mismo día 24 de setiembre, que saltó en tierra. El padre Florencia el día 28 del mismo en la historia y menologio de la provincia. El punto no es de los substanciales de la historia. A los lectores queda el juicio franco, y en cuanto no se opone razón convincente, hemos creído prudencia ajustarnos a la crónica general de la Compañía.

[Vuelven los jesuitas a la Habana] Mientras que los bárbaros Tacatucuranos daban cruel muerte al padre Pedro Martínez, el navío, obedeciendo a los vientos, se había alejado de la costa. Pretendía el capitán volver a recoger la lancha y pasajeros; pero los flamencos con instancias, y aun con amenazas, le hicieron volver al sur la proa y seguir el rumbo de la Habana. Hallamos en un antiguo manuscrito que antes de arribar a este puerto, fue llevado de la tempestad el barco a las costas de la isla española: se dice a punto fijo el lugar de la isla a que arribaron: conviene a saber el puerto y fortaleza de Monte Christi en la costa septentrional de —10→ la misma isla, que usando de la facultad de un breve apostólico, publicaron allí un jubileo plenísimo; y finalmente, se nota justamente la salida a los 25 de noviembre, día de Santa Catarina Mártir, en compañía de don Pedro Meléndez Márquez, sobrino del adelantado. Está muy circunstanciada esta noticia para que quiera negársele todo crédito. Por otra parte, es muy notable suceso para que ni la relación del padre Juan Rogel que iba en el barco, ni algún otro haya hecho mención de él, fuera del que llevo dicho, de donde parece lo tomó el padre Florencia. Sea de esto lo que fuere, es constante que después de tres meses, o cerca de ellos, volvieron los padres al puerto de la Habana el día 15 de diciembre del mismo año de 66, no el de 67 como a lo que parece por yerro de imprenta se nota en la citada historia de Florencia.

[Descripción de este puerto (la Habana)] La ciudad de San Cristóbal de la Habana, capital en lo militar y político de la isla de Cuba, está situada a los 296 grados de longitud, y 23 y 10 minutos de latitud septentrional, y por consiguiente cuasi perpendicularmente bajo del trópico del Carnero. Tiene por el Norte la península de la Florida; al Sur, el mar que la divide de las costas de Tierra Firme; al Este la isla española, de quien la parte un pequeño estrecho; al Oeste el golfo mexicano y puerto de Veracruz.

Su puerto es el más cómodo, es el más seguro y el más bien defendido de la América, capaz de muchas embarcaciones, y de ponerlas todas a cubierto de la furia de los vientos. Dos castillos defienden la angosta entrada del puerto, cuya boca mira cuasi derechamente al Noroeste; otra fortaleza en el seno mismo de la ciudad guarda lo interior de la bahía y el abordaje del muelle, donde reside el gobernador y capitán general de toda la isla. Está toda guarnecida de una muralla suficientemente espesa y alta, flanqueada de varios reductos y bastiones, coronados en los lugares importantes de buena artillería de varios calibres. El clima, aunque cálido, es sano, el terreno entrecortado de pequeñas lomas, cuya perenne amenidad y verdor, hace un país bello a la vista. La ciudad es grande, y comparativamente a su terreno la más populosa de la América. La frecuencia de los barcos de Europa, la seguridad del puerto, que cuanto se permite atrae muchos extranjeros, la escala que hacen los navíos de Nueva-España que vuelven a la Europa, la comodidad de su astillero, preferible a todos los del mundo por la nobleza y la solidez de sus maderas, y la abundancia y generosidad del tabaco y caña; la hacen una de las más ricas, —11→ más pulidas poblaciones del nuevo mundo. Estas bellas cualidades han dado celos a las naciones extranjeras. Por los años de 1538, mal fortificada aun, la saquearon los franceses. En la guerra pasada de 1740 el almirante Wernon, que tuvo valor de acercársele, aunque sin batirla formalmente, tuvo muy mal despacho del Morro, y fue a desfogar su cólera sobre Cartagena, cuyo éxito no hace mucho honor a la corona de Inglaterra. Finalmente, en estos días la conquista, de esta importante plaza, ha llenado de gloria a la nación británica, o inmortalizado la memoria del conde de Albermarle, que después de dos meses y pocos días más de sitio, y de una vigorosa resistencia que el Morro comandado por don Luis Vicente de Velasco le hizo por cincuenta y seis días; tomó capitulando la ciudad bajo de honrosas condiciones, posesión de ella en nombre del rey de la Gran Bretaña a los 14 de agosto de 1762. Pocos meses después, hechas las paces, volvió a la corona de España, en que actualmente repara sus fuerzas, y espera con nuevas fortificaciones hacerse cada día más respetable a los enemigos de la corona.

[Ejercicio en la Habana] No hemos creído ajena de nuestro asunto esta pequeña digresión en memoria de una ciudad donde tuvo nuestra provincia su primera residencia, que tanto hizo por no dejar salir de su país a los primeros misioneros, y que habiendo dado después un insigne colegio, a ninguna cede en el aprecio y estimación de la Compañía, como lo dará a conocer la serie de esta historia. En la Habana dividido entre dos sujetos un inmenso trabajo, el padre Juan Rogel predicaba algunos días, y todos sin interrupción los daba al confesonario. El hermano Francisco Villareal, que aunque coadjutor tenía suficientes luces de filosofía y teología, que había cursado antes de entrar en la religión, hacía cada día fervorosas exhortaciones, y explicaba al pueblo la doctrina cristiana. Después de algunos días de este ejercicio publicaron el jubileo. Fue extraordinaria la conmoción de toda la ciudad, dándose prisa todos por ser los primeros en lograr el riquísimo tesoro de la iglesia santa, que francamente se les abría. Quien viere lo que en una de estas ocasiones suelen trabajar nuestros operarios, aun cuando son muchos, y por más ordinaria no tan general la conmoción, se podrá hacer cargo del trabajo de dos hombres solos, en medio de un gentío numeroso, y en aquellos piadosos movimientos que suele causar la voz de la verdad anunciada con fervor, y sostenida de un modo de vivir austero, y verdaderamente apostólico.

 —12→   

[Vuelven a la Habana] Tal era la vida de los dos jesuitas en la Habana, cuando llegó a ella el adelantado don Pedro Meléndez de Ávila, que era también gobernador de aquella plaza. Informado de la venida de los misioneros y de la muerte del padre Pedro Martínez por los marineros, que de entre las manos de los bárbaros habían huido en la lancha; partió luego de San Agustín para conducirlos con seguridad a la Florida. Los dos compañeros, como no puede la robustez del cuerpo corresponder al fuego y actividad del espíritu, se habían pocos días antes rendido al peso de sus gloriosas fatigas. Enfermaron los dos de algún cuidado. La continua asistencia y cuidado de lo más florido de la ciudad, y especialmente de don Pedro Meléndez Márquez, mostró bien cuanto se interesaban en la vida y salud de uno y otro. Habíanse un poco restablecido, y luego trataron de pasar a su primer destino. Ellos habían hallado en los pechos de aquellos ciudadanos unos corazones muy dóciles a sus piadosos consejos. La semilla evangélica poco antes sembrada, comenzaba a aparecer, y se lisojeaban, no sin razón, con la dulce esperanza de ver florecer y fructificar cada día más aquella viña en cristianas y heroicas virtudes. Los habitadores del país pretendieron por mil caminos impedirla partida. Ofreciéronles casa, obligándose a mantenerlos con sus limosnas, mientras se les proporcionaba un establecimiento cómodo. Un espíritu débil habría encontrado motivos de evidente utilidad para preferir prudentemente un provecho cierto, a una suerte tan dudosa. Nuestros padres no creyeron suficientes estas solidísimas razones para dispensarse, o para interpretar la voz del superior. Por otra parte, en los aplausos, en la estimación, en la abundancia de aquel país, no hallaban aquella porción prometida a los partidarios del Redentor, que en alguna parte de su cruz, en abstinencia, en tribulación y abatimiento.

Ya que no habían podido conseguir los ciudadanos de la Habana que se quedasen en su ciudad los padres, mostraron su agradecimiento proveyéndoles abundantemente de todo lo necesario, y con la promesa de que creciendo en sujetos la vice-provincia que se intentaba fundar, serían atendidos los primeros: los dejaron salir, acompañándolos no sin dolor hasta las playas. [Situación antigua del país] La navegación fue muy feliz en compañía del adelantado. En la Florida, donde llegaron a principios del año de 1567, con parecer del gobernador don Pedro Meléndez, se repartieron en diversos lugares. Me parece necesario antes de pasar más adelante, dar aquí alguna noticia breve de la situación de estas regiones, para —13→ la clara inteligencia de lo que después habremos de decir. Bajo el nombre de Florida se comprendía antiguamente mucho más terreno que en estos últimos tiempos. Esto dio motivo a Monsieur Moreri para calumniar a los españoles de que daban a la Florida mucha mayor extensión de la que tenía en realidad. Pero a la verdad, por decir esto de paso, ni Janson, ni With, ni Arnaldo, Colón, Bleate, ni Gerard, ni Ortelio, ni Franjois, ni Echard, son españoles; y sin embargo, todos estos comprenden bajo el nombre de Florida a la Louisiana, y una gran parte de la Carolina, y aun los dos últimos la entienden desde el río Pánuco hasta el de San Mateo, que quiere decir toda la longitud del golfo mexicano, y desde el cabo de la Florida, que está en 25 grados de latitud boreal, hasta los 38. Generalmente hoy en día por este nombre no entendemos, sino la Florida española, o una Península desde la embocadura del río de San Mateo en la costa oriental, hasta el presidio de Panzacola o río de la Moville, por otro nombre de los Alibamovs en la costa septentrional del Seno mexicano. En esta extensión de país, o poco más, tenían los españoles cuatro principales presidios. Dos en la costa oriental: conviene a saber, Santa Elena y San Agustín. En la costa occidental el de Carlos, y veinte leguas más adelante al Noroeste, la ciudad de Teguexta, llamada vulgarmente Tegesta, con el nombre de la provincia en nuestras cartas geográficas. La de Santa Elena, era antigua población de que desposeyó a los franceses don Pedro Meléndez de Avilés. La de San Agustín la había fundado él mismo, y se aumentó considerablemente después que por fuerza de un tratado hecho con la Francia, pareció necesario despoblar a Santa Elena. Sobre la provincia y fuerte de Carlos, debemos advertir que ha habido en la Florida cuatro presidios o poblaciones del mismo nombre. El primero que arriba hemos citado, se llamó Charlefort, y lo fundó Juan Ribaut con este nombre, en honor de su rey Carlos IX. Dos años después Renato Laudonier, fundó otro presidio con nombre de Carolino. El primero estuvo situado junto a la embocadura del río Maio, que suele notarse en los antiguos mapas como el límite de la división, entre franceses y españoles. El segundo estuvo adelante del presidio de Santa Elena, junto al río que hoy se llama Coletoni, y un poco más al Sur, de donde hoy está Charles-town. Estos dos fuertes estuvieron en la costa oriental. La provincia de Carlos que dio su nombre al fuerte de los españoles, se llamó así en honra del cacique que la gobernaba y que había muerto pocos años antes del arribo de —14→ nuestros misioneros. Algunos piensan que este reyezuelo se llamaba Caulus, de donde con poca alteración los españoles lo llamaron Carlos. Otros creen haberse este cacique bautizado en fuerza de la predicación de algunos misioneros que allí envió, Carlos V, como dejamos escrito, y que en memoria de este príncipe se le puso el nombre de Carlos, como a su sucesor se le impuso después el de Felipe. Sea como fuere, es constante que la apelación con que se conocía el cacique, la provincia, el fuerte y la bahía, que hasta ahora lo conserva, es muy anterior a la venida de don Pedro Meléndez; y que aunque haya sido fundador del presidio, no pudo, como piensa el padre Florencia, haberle dado este nombre en honor de Carlos V; pues cuando vino este gobernador a la Florida, ya había 7 años que había muerto, y 9, que con un inaudito ejemplo de generosidad se había en vida enterrado en los claustros del monasterio de Yuste aquel incomparable príncipe.

Finalmente, tiene también de Carlos II, rey de la gran Bretaña, el nombre de Carolina, una vasta región de nuestra América, que contiene parte de la antigua Florida, de la cual se apoderaron los ingleses por los años de 1662, y a cuya capital situada junto a la embocadura del río Cooper, dieron en memoria del príncipe el nombre de Charles-town. Esto baste haber notado, para que cese confundan estos nombres, mucho más en el presente sistema, en que, no habiendo ya quedado a los españoles ni a los franceses por el tratado de las últimas paces, parte alguna en la Florida, ni en su vecindad, sería muy fácil con los nuevos nombres, que acaso irán tomando estas provincias bajo la dominación británica, olvidarse los antiguos límites, o la antigua geografía política de estas regiones.

[Ministerios en Florida] El padre Juan Rogel, quedó en el presidio de Carlos, y el hermano Villa Real, pasó a la ciudad de Teguexta, población grande de indios aliados, y en que había también alguna guarnición de españoles para aprender allí la lengua del país, y servir de catequista al padre en la conversión de los gentiles. Entretanto, por medio de algunos intérpretes, no dejaban de predicarles y explicarles los principales artículos de nuestra religión, convenciendo al mismo tiempo de la vanidad de sus ídolos y las groseras imposturas de sus Javvas o falsos sacerdotes. Estos eran después de los Paraoustis o caciques, las personas de mayor dignidad. Los hacía respetables al pueblo, no solo el ministerio de los altares, sino también el ejercicio de la medicina de que solos hacían profesión. No se tomaba resolución alguna de consecuencia —15→ entre ellos, sin que los Javvas tuviesen una parte muy principal en el público consejo. Es fácil concebir cuán aborrecibles se harían desde luego los predicadores de la verdad a estos ministros del infierno. Muy presto comenzaron los siervos de Dios a experimentar entre muchas otras penalidades, los efectos del furor de los bárbaros, instigados de sus inicuos sacerdotes.

Frente de una pequeña altura donde estaba situado el fuerte de Carlos, había otra en que tenían un templo consagrado a sus ídolos. Consistían estos en unas espantosas máscaras de que vestidos los sacerdotes, bajaban al pueblo situado en un valle que dividía los dos collados. Aquí, como en forma de nuestras procesiones, cantando por delante las mujeres ciertos cánticos, daban por la llanura varias vueltas, y entre tanto salían los indios de sus casas, ofreciéndole sus cultos, y danzando, hasta que volvían los ídolos al templo. Entre muchas otras ocasiones, en que habían hecho, no sin dolor, testigos a los españoles y al padre de aquella ceremonia sacrílega, determinaron un día subir al fuerte de los españoles, y pasear por allí sus ídolos, como para obligarlos a su adoración, o para tener en caso de ultraje algún motivo justo de rompimiento, y ocasión para deshacerse principalmente, como después confesaron algunos, del ministro de Jesucristo. El padre lleno de celo los reprendió de su atentado, mandándolos bajar al valle; pero ellos que no pretendían sino provocarlo y hacerlo salir fuera del recinto de la fortaleza, porfiaron en subir, hasta que advertido el capitán Francisco Reinoso, bajó sobre ellos, y al primer encuentro de un golpe con el revés de la lanza, hirió en la cabeza uno de los ídolos o enmascarados sacerdotes. Corren los bárbaros en furia a sus chozas, ármanse de sus macanas y botadores, y vuelven en número de cincuenta o poco menos al fuerte; pero hallando ya la tropa de los españoles puesta sobre las armas, hubieron de volverse sin intentar subir a la altura.

Entretanto el hermano Villa Real en Teguexta, hacia grandes progresos en el idioma de aquella nación, y en medio de unos indios más dóciles, no dejaba de lograr para el cielo algunas almas. Bautizo algunos párvulos, confirmó en la fe muchos adultos, y aun dio también algunos de estos el bautismo. Entre otros, le fue de singular consuelo, de una mujer anciana cacique principal, en quien con un modo particular quiso el Señor mostrar la adorable Providencia de sus juicios en la elección de sus predestinados. O fuese efecto de la enfermedad, —16→ o singular favor del cielo, le pareció que veía o vio en realidad un jardín deliciosísimo, y a su puerta el mismo hermano, que bautizándola, se la abría y le daba franca entrada. Lo llamó: refiriole llena de júbilo lo que acababa de ver. Pareció de una suma docilidad a las instrucciones del buen catequista, que comprendía con prontitud, y bautizada con un inmenso gozo, partió luego de esta vida a las delicias de la eterna. En esta continua alternativa de sustos y fatigas temporales, y de espirituales consuelos, habían pasado ya un año los soldados de Cristo; sin embargo, al cabo de este tiempo no se veía crecer sino muy poco el rebaño del buen pastor. Habíanse plantado algunas cruces grandes en ciertos lugares para juntar cerca de aquella victoriosa señal los niños y los adultos, e instruirlos en los dogmas católicos. Adultos se bautizaban muy pocos, y los más volvían muy breve, con descrédito de la religión al gentilismo. Los niños pocos que se juntaban a cantar la doctrina, no repetían otras voces, que las que les sugería la necesidad y la hambre. El padre Juan Rogel para acariciarlos, les repartió por algún tiempo alguna porción de maíz, con que informado de los trabajos de aquella misión, le había socorrido el ilustrísimo señor obispo de Yucatán, don fray Francisco del Toral, del orden seráfico. En este intervalo, concurrían los indizuelos en gran número. Acabado el maíz, acabó también aquella interesada devoción. En medio de tantos desconsuelos, un tenue rayo de esperanza animaba a los misioneros al trabajo. Habíase descubierto no sé qué conjuración, que tramaba contra los españoles el cacique don Carlos, por lo cual pareció necesario hacerlo morir prontamente. Sucediole otro cacique más fiel para con nuestra nación, y tomando el nombre de don Felipe, dio grandes esperanzas, de que en volviendo de España el adelantado, se bautizaría con toda su familia, y haría cuanto pudiera para traer toda la nación al redil de la Iglesia. Oía entretanto las exhortaciones e instrucciones del padre; pero muy en breve mostró cuanto se podía contar sobre sus repetidas promesas. Intentó casarse con una hermana suya. El padre mirándolo en cualidad de catecúmeno, le representó con energía cuán contrario era esto a la santidad de nuestra religión, que debería, según había dicho, profesar muy en breve. Respondió fríamente, que en bautizándose repudiaría a su hermana, que entretanto no podía dejar de acomodarse a la costumbre del país, en cuyas leyes aquel género de matrimonio, no solo era permitido, pero aun se juzgaba necesario. Pareció conducente al padre Rogel, hacer —17→ viaje a la Habana, para recoger algunas limosnas, y procurarles también el necesario socorro a los soldados, que con la ausencia de don Pedro Meléndez, padecían cuasi las mismas necesidades que los indios.

Partió en efecto bien seguro de la generosidad de aquellas gentes que había experimentado bastantemente.

[Envíase nuevo socorro de misioneros] Con los informes de don Pedro Meléndez en España, donde había llegado a fines del año de 67, y con la noticia de la muerte del padre Pedro Martínez, en vez de enfriarse los ánimos, creció en los predicadores del Evangelio el deseo de convertir almas y derramar por tan bella causa la sangre. Señaló San Francisco de Borja seis, tres padres y tres coadjutores, que fueron los padres Juan Bautista de Segura, Gonzalo del Álamo y Antonio Sedeño; y los hermanos Juan de la Carrera, Pedro Linares y Domingo Augustín, por otro nombre Domingo Báez, y algunos jóvenes de esperanzas que pretendían entrar en la Compañía, y quisieron sujetarse a la prueba de una misión tan trabajosa. Mandoles el santo general, que estuviesen a las órdenes del padre Gerónimo Portillo, destinado provincial del Perú, que entonces residía en Sevilla. Por su orden constituido vice-provincial el padre Juan Bautista de Segura, se hizo con sus compañeros a la vela del puerto de San Lúcar el día 13 de marzo de 1568. A los ocho días de una feliz navegación llegaron a las islas Canarias. Había allí llegado el año antes su ilustrísimo obispo don Bartolomé de Torres, hombre igualmente grande en la santidad y erudición: había traído consigo al padre Diego López, varón apostólico, que con su vida ejemplar, con su cristiana elocuencia, a que en presencia del santo prelado y de todo el pueblo, había cooperado el Señor con uno u otro prodigio, se había merecido la estimación y los respetos de aquellas piadosas gentes. El día 10 de febrero de este mismo año de 68, acababa de morir en su ejercicio pastoral, visitando su diócesis el celosísimo obispo, dejando a su grey como en testamento un tiernísimo afecto a la Compañía, a quien para la fundación de varios colegios en las islas, había destinado lo mejor y más bien parado de sus bienes. Los isleños, que como en prendas de la fundación habían hecho piadosa violencia al padre López para no dejarle salir de su país, viendo llegar con su nueva misión al padre Segura, dos recibieron con las más sinceras demostraciones de veneración y de ternura. Pasaron aquí ayudando al padre Diego López el resto de la cuaresma; y celebrados devotísimamente con grande fruto de conversiones los misterios de nuestra redención, se —18→ hicieron a la vela, y después de una breve detención en Puerto Rico, llegaron con felicidad al puerto de San Agustín a los 19 de junio de 68. Vino luego de la Habana el padre Rogel, quien como el adelantado tuvo la mortificación de ver arruinados todos sus proyectos. El presidio de Tacobaga, al Oeste de Santa Elena y 50 leguas del Carlos, estaba todo por tierra, muertos los presidiarios. En el Teguexta, irritados los indios de la violenta muerte que habían dado los españoles a un tío del principal cacique, habían desahogado su furia contra las cruces, habían quemado sus chozas, y apartándose monte a dentro, donde impedidos los conductos por donde venía la agua al presidio, reducidas a los últimos extremos la guarnición, fue necesario pasarla a mejor sitio en el de Santa Lucía, donde habían quedado trescientos hombres, fueron todos consumidos de la hambre, viéndose, como sabemos por algunas relaciones, (aunque no las más propicias a la corona de España) reducidos a la durísima necesidad de alimentarse de las carnes de sus compañeros, manjar infame y mucho más aborrecible que la hambre y que la muerte misma. Lo mismo había acontecido en San Mateo. Solo habían quedado en pie los presidios de San Agustín y de Carlos. Presentáronse al general los soldados todavía en algún número; pero pálidos, flacos, desnudos, al rigor de la hambre y del frío, y que muy en breve hubieran tenido el triste fin de sus compañeros. Aplicáronse los padres a procurarles todo el consuelo que pedía su necesidad, se les proveyó de vestido y de alimento, y atraídos con estos temporales beneficios, fue fácil hacerles conocer la mano del Señor que los afligía, y volverse a su Majestad por medio de la confesión con que se dispusieron todos para ganar el Jubileo que se promulgó inmediatamente.

[Parte el padre Segura con sus compañeros a la Habana] Dados con tanta gloria del Señor y provecho de las almas, estos primeros pasos, reconoció el vice-provincial, así por su propia experiencia, como por los informes del padre Juan Rogel que no podía perseverar allí tanto número de misioneros, sin ser sumamente gravosos a los españoles o a los indios amigos que apenas tenían lo necesario para su sustento. Determinó, pues, partir a la Habana a disponer allí mejor las cosas, dejando en Sutariva, pueblo de indios amigos, cercano a Santa Elena, al hermano Domingo Agustín para aprender la lengua, y en su compañía al joven pretendiente Pedro Ruiz de Salvatierra. Nada parecía más conveniente al padre Juan Bautista de Segura que procurar algún establecimiento a la Compañía en la Habana. La —19→ vecindad a la Florida, la frecuencia con que llegan a aquel puerto armadas de la Nueva-España, de las costas de Tierra Firme, y de todas las islas de Barlovento; la multitud de los españoles e isleños cristianos y cultos que poblaron aquel país, y el grande número de esclavos que allí llegan frecuentemente de la Etiopia, y lo principal, la comodidad de tener allí un seminario o colegio para educar en letras y costumbres cristianas a los hijos de los caciques floridanos, abrían un campo dilatado en que emplearse muchos sujetos con mucha gloria del Señor. El pensamiento era muy del gusto del adelantado, que prometió concurrir de su parte para que Su Majestad aprobase y aun concurriese de su real erario a la fundación del colegio. Ínterin la piedad de aquellos ciudadanos había proveído a los padres de casa en que vivir, aunque con estrechura, vecina a la iglesia de San Juan, que se les concedió también para sus saludables ministerios.

[Su ocupación en esta ciudad] Aquí entregados en lo interior de su pobre casa a todos los ejercicios de la perfección religiosa, llenaron muy en breve toda la ciudad del suave olor de sus virtudes. No se veían en público sino trabajando en la santificación de sus próximos. A unos encargó el padre vice-provincial la escuela e instrucción de los niños, principalmente indios hijos de los caciques de todas las islas vecinas, en cuya compañía no se desdeñaban los españoles de fiar los suyos a la dirección de nuestros hermanos. Otros se dedicaron a explicar el catolicismo, e instruir en la doctrina cristiana a los negros esclavos, trabajo obscuro a los ojos del mundo, pero de un sumo provecho y de un sumo mérito. Unos predicaban en las plazas públicas, después de haber corrido las calles cantando con los niños la doctrina. Otros se encargaron de predicar algunos días seguidos en los cuarteles de los soldados, y después en las cárceles, ni dejaban por eso de asistir en los hospitales. El padre Segura, como en la dignidad, así en la humildad y en el trabajo excedía a todos, y hubiera muy luego perdido la salud a los excesos de su actividad y de su celo, si el ilustrísimo señor don Juan del Castillo, dignísimo obispo de aquella diócesis, no hubiera moderado su fervor, mandándole solo se encargase de los sermones de la parroquial. El fruto de estos piadosos sudores, no podemos explicarlo mejor que con las palabras mismas de la carta anual de 69, en que se dice así a San Francisco de Borja, entonces general. «Si todo lo que resultó del empleo de los nuestros en la Habana, se hubiera de referir por menudo, pedirla, propia historia y larga relación, y aunque —20→ fuera contándolo con límite, parecería superior a todo crédito. Solo diré a vuestro padre maestro reverendo que había ya personas tan aficionadas al trato con Dios y a la oración mental, examen de conciencia y ejercicios, de mortificación, que en cuasi todas las cosas se guiaban por las campanas de la Compañía, ajustando en cuanto podían su modo de vivir con el nuestro».

Por mucho que signifique esta sencilla expresión el provecho espiritual que se hacía en los españoles, era incomparablemente mayor el de los indios. Era un espectáculo de mucho consuelo, y que arrancaba a los circunstantes dulcísimas lágrimas ver en las principales solemnidades del año de ciento en ciento los catecúmenos, que instruidos cumplidamente de los misterios de nuestra santa fe, y apadrinados de los sujetos más distinguidos de la ciudad, lavaban por medio del bautismo las manchas de la gentilidad en la sangre del Cordero. Habíase encomendado al hermano Juan Carrera la instrucción de tres jóvenes hijos de principales caciques de las islas vecinas: eran los tres de vivo ingenio, y dotados de una amable sinceridad acompañada de una suavidad y señorío, que hacía sentir muy bien, aun en medio de su bárbara educación, la nobleza de su origen. A poco tiempo suficientemente doctrinados, instaron a los padres, empeñándolos con el señor obispo, para ser admitidos al bautismo. Quiso examinarlos por sí mismo el ilustrísimo, y hallándolos muy capaces, señaló la festividad más cercana en que su señoría pretendía autorizar la función echándoles el agua. El plazo pareció muy largo a los fervorosos catecúmenos. Instaron, lloraron, no dejaron persona alguna de respeto que no empeñasen para que se les abreviase el término. Causó esto alguna sospecha al prudente prelado, y de acuerdo con el gobernador y los padres, determinó probar la sinceridad de su fervor mandando que en un barco que estaba pronto a salir a dichas islas, embarcasen repentinamente a los tres jóvenes. Ejecutose puntualmente la orden; pero fueron tan tiernas las quejas, tan sinceras las lágrimas, tal la divina elocuencia y energía de espíritu de Dios con que hablaron y suplicaron a los enviados del señor obispo, que enternecido este, conoció la gracia poderosa que obraba en aquellos devotos mancebos, que dentro de muy pocos días, siendo padrinos el gobernador, y dos de las personas más distinguidas de la ciudad, los bautizó por su propia mano con grande pompa, edificación y espiritual consuelo de todos los que asistieron a este devotísimo espectáculo.