Historia de Roma (Mommsen)/LibroI:CapI
INTRODUCCION
editarHISTORIA ANTIGUA
editarEl Mar Interior tiene muchos brazos que penetran hasta muy adentro en el continente, y que hacen que sea el más vasto de los golfos oceánicos. Se recoge y estrecha entre las islas o las puntas opuestas de los salientes promontorios, y luego se ensancha y extiende a manera de una sábana inmensa, sirviendo a la vez de límite y de lazo de unión entre las tres partes del mundo antiguo. Alrededor de este gran golfo han venido a establecerse pueblos de diversas razas, si se los considera solo desde el punto de vista de su lengua y de su procedencia, pero que, históricamente hablando, no constituyen más que un solo sistema. La civilización de los pueblos que habitaron las costas del Mediterráneo en ese período llamado impropiamente historia antigua hace pasar ante nuestras miradas, dividida en cuatro grandes períodos, la historia de la raza copta o egipcia, al sur; la de la nación aramea o siriaca, que ocupa la parte oriental y penetra en el interior del Asia hasta las orillas del Eufrates y del Tigris, y, finalmente, la historia de esos dos pueblos gemelos, los helenos y los italiotas, situados en las riberas europeas del referido mar. Cada una de ellas tuvo sin duda su principio en otros ciclos históricos, en otros campos de estudio, pero muy pronto emprendieron su camino y lo siguieron separadamente. En cuanto a las naciones de razas extrañas o emparentadas con las anteriores que aparecen diseminadas alrededor de este golfo extenso, como los bereberes y negros, en África; árabes, persas e indios, en Asia; y celtas y germanos, en Europa, han venido a chocar muchas veces con los pueblos mediterráneos, aunque sin dar ni recibir de ellos los caracteres de sus progresos respectivos. Y, si bien es verdad que el ciclo de una civilización jamás acaba por completo, no puede negarse el mérito de una perfecta unidad a aquella en que brillaron frente a frente los nombres de Tebas y de Cartago, de Atenas y de Roma. Hay aquí cuatro pueblos que, no contentos con haber terminado cada uno de por sí su grandiosa carrera, se transmitieron los elementos más ricos y vivos de la cultura humana, y los perfeccionaron día tras día hasta realizar por completo la revolución de sus destinos. Se levantaron entonces nuevas familias, que aún no habían llegado a las fértiles regiones mediterráneas sino como las olas que vienen a morir sobre la playa, y se extendieron por ambas riberas. En este momento la costa sur se separó de la del norte en los hechos de la historia y la civilización cambió de centro, al abandonar el Mar Interior para trasladarse a las inmediaciones del Atlántico. De esta forma termina la historia antigua y comienza la moderna, pero no solo en el orden de los accidentes y de las fechas; se abre una época muy distinta de la civilización, que todavía permanece unida por muchos puntos con la que ha desaparecido o está en decadencia en los Estados mediterráneos (así como esta se había enlazado, en otro tiempo, con la antigua cultura indogermánica). Esta nueva civilización tendrá también su propia carrera y sus destinos propios, y hará que experimenten los pueblos felicidades y sufrimientos. Con ella franquearán las edades del crecimiento, de la madurez y de la decrepitud; los trabajos y las alegrías del alumbramiento en religión, en política y en arte; con ella gozarán de sus riquezas adquiridas, así en el orden material como en el orden moral, hasta que lleguen también, quizás al día siguiente de cumplido su cometido, el agotamiento de la savia fecunda y la languidez de la saciedad. No importa: este fin no es, en sí mismo, más que un período breve de descanso. Ni aun cuando ha recorrido ya todo su círculo, por más grande que este sea, la humanidad se detiene: se la cree al fin de su carrera, cuando en verdad ya la están solicitando una idea más elevada y nuevos y más extensos horizontes, y es entonces que vuelve a abrirse ante ella su misión primitiva.
LA ITALIA
editarEl objeto de esta obra es el último acto del drama de la historia general de la antigüedad. Vamos a exponer en ella la historia de la península situada entie las otras dos prolongaciones del continente septentrional que se adelantan por entre las aguas del Mediterráneo. Está formada la Italia por una poderosa cordillera que parte del estribo de los Alpes occidentales, y se dirige hacia el sur. El Apenino (tal es su nombre) corre primero hacia el sudeste entre dos golfos del Mar Interior, uno más ancho al oeste y otro más estrecho al este, y se encuentra en las riberas de este último golfo con el macizo montañoso de los Abruzos, en donde alcanza su mayor altura y se eleva casi a la línea de nieves perpetuas. Después de los Abruzos, la cadena se dirige, siempre única y elevada, hacia el sur. Luego se deprime y desparrama en un macizo compuesto de colinas cónicas que se separa en dos eslabones, poco elevado el que se dirige hacia el sudeste; más escarpado el otro, que va derecho al sur, y termina por ambos lados en dos estrechas penínsulas. Las llanuras del norte, entre los Alpes y el Apenino, continúan hasta los Abruzos. Geográficamente hablando, y hasta muy tarde en lo tocante a la historia, no pertenecen dichas llanuras al sistema de ese país de montañas y colinas, a esa Italia propiamente dicha, cuyos destinos vamos a referir. En efecto, hasta el siglo VII de la fundación de Roma no fue incorporada al territorio de la República la parte situada entre Sinigaglia y Rímini;[1]el valle del Po no fue conquistado hasta el siglo VIII. La antigua frontera de Italia no eran por el norte los Alpes, sino el Apenino. Este no forma en ninguna parte una arista pelada y alta, sino que cubre, por el contrario, todo el país con su ancho macizo. Sus valles y sus mesetas se enlazan por pasos apacibles y ofrecen así a la población un terreno cómodo. En cuanto a las faldas y llanuras que hay delante de la montaña, tanto al sur y al este, como al oeste, su disposición es aún más favorable. Al oriente, sin embargo, forma una excepción la Apulia, con su suelo aplanado, uniforme y árido; con su playa sin golfos, cerrada al norte por las montañas de los Abruzos e interrumpida además por el pelado islote del monte Gárgano.[2] Pero entre las dos penínsulas en que termina al sur la cadena del Apenino, se extiende, hasta el vértice de su ángulo, un país bajo, húmedo y fértil, si bien termina en una costa en que son muy raros los puertos. Por último, la costa occidental se enlaza a un país ancho que surcan importantes ríos, como el Tíber, por ejemplo, que se han disputado desde tiempo inmemorial las olas y los volcanes. Allí se encuentran numerosas colinas y valles, puertos e islas. Allí están la Etruria, el Lacio y la Campania, ese núcleo de la Italia; después, al sur de la Campania, desaparece la playa, y la montaña termina en el mar Tirreno como cortada a pico. Por último, así como la Grecia tiene su Peloponeso, la Italia posee también a la Sicilia, la más bella y grande de las islas del Mediterráneo, montañosa y a veces estéril en el interior, pero rodeada, por el sur y el este especialmente, por una ancha y rica zona de tierras casi enteramente volcánicas. Y así como sus montañas son la continuación de la cadena del Apenino, de la que solo la separa un estrecho (ρηγίον, la fractura, Rhegium o Reggio), así ha desempeñado un papel importante en la historia de la Italia. De igual manera el Peloponeso formó parte de la Grecia y sirvió de arena a las revoluciones de las razas helénicas, y su civilización fue un día allí tan esplendente como en la Grecia septentrional.
La península itálica goza de un clima sano y templado, semejante al de la Grecia; el aire es puro en sus montañas y en casi todos sus valles y llanuras, pero sus costas no están dispuestas tan felizmente, no limitan con un mar poblado de islas, como el que hizo de los helenos un pueblo de marinos. La Italia, sin embargo, la aventaja al poseer extensas llanuras surcadas de ríos. Los estribos y laderas de sus montañas son más fértiles, están siempre cubiertos de verdor y se prestan mejor a la agricultura y a la cría de ganados. Es, en fin, semejante a la Grecia, por ser una bella región propicia siempre a la actividad del hombre y a brindarle recompensas por su trabajo, a abrir lejanas y fáciles salidas para el espíritu aventurero y a dar también satisfacciones sencillas y duraderas a los menos ambiciosos. Pero mientras que la península griega tiene vuelta su vista hacia el Oriente, la Italia mira hacia el Occidente. Las riberas menos importantes del Epiro y de la Acarnania son a la Grecia lo que a la Italia las costas de la Apulia y la Mesapia. Allí, el Ática y la Macedonia, esos dos nobles campos de la historia, se dirigen hacia el este; aquí, la Etruria, el Lacio y la Campania están situados al oeste. Así pues, estos dos países vecinos y hermanos se vuelven recíprocamente la espalda. Y aunque a simple vista pueden percibirse desde Otranto los montes Acroceraunios, no es en el mar Adriático, que baña sus riberas fronterizas, donde se han encontrado estos dos pueblos; sus relaciones se han establecido y concentrado en otro camino muy diferente. ¡Nueva e incontrastable prueba de la influencia de la constitución física del suelo sobre la vocación ulterior de los pueblos! Las dos grandes razas que han producido la civilización del mundo antiguo han proyectado sus sombras y esparcido sus semillas en opuestas direcciones.
En nuestra obra, no solamente vamos a narrar la historia de Roma, sino la de toda la Italia. Consultando solo las apariencias del derecho político externo, parece que la ciudad de Roma conquistó primero la Italia y después el mundo. No sucede lo mismo cuando se penetra hasta el fondo de los secretos de la historia. Lo que se llama la dominación de Roma sobre la Italia es más bien la reunión en un solo Estado de todas las razas itálicas, entre las que los romanos son, sin duda, los más poderosos, pero sin dejar de ser por esto una rama del tronco primitivo común. La historia itálica se divide en dos grandes períodos: el que llega hasta la unión de todos los italianos bajo la hegemonía de la raza latina, es decir la historia itálica interior, y el de la dominación de la Italia sobre el mundo. Debemos, pues, referir el establecimiento de los pueblos itálicos en la península: los peligros que corrió su existencia nacional y política, su parcial sujeción a pueblos de otro origen y de otra civilización, tales como los griegos y los etruscos; sus insurrecciones contra el extranjero y el aniquilamiento o la sumisión de este. Por último, la lucha de las dos razas principales, latina y samnita, por el dominio de la Italia y la victoria de los latinos a fines del siglo IV o V antes de Jesucristo, y de la fundación de Roma. Estos acontecimientos ocuparán los dos primeros libros de esta historia. Las guerras púnicas abren el segundo período, que comprende los rápidos e irresistibles progresos de la dominación romana hasta las fronteras naturales de la Italia, primero, y luego mucho más allá de estas fronteras. Por último, después del largo statu quo del Imperio, viene la caída de aquel colosal edificio. Los libros tercero y siguientes estarán consagrados al relato de estos grandiosos acontecimientos.