Himno de la Creación para la mañana del día del gran ayuno

Odas, epístolas y tragedias
Himno de la Creación para la mañana del día del gran ayuno

de Marcelino Menéndez y Pelayo


Poema de Judah Levi, poeta hebraico-hispano del siglo XII

Dios
  
 ¿A quién, Señor, compararé tu alteza,
 Tu nombre y tu grandeza,
 Si no hay poder que a tu poder iguale?
 ¿Qué imagen buscaré, si toda forma
 Lleva estampado, por divina norma,
 Tu sello soberano?
 ¿Qué carro ascenderá donde tú moras,
 Sublime más que el alto pensamiento?
 ¿La palabra de quién te ha contenido?
 ¿Vives de algún mortal en el acento?
 ¿Qué corazón entre sus alas pudo
 Aprisionar tu veneranda esencia?
 ¿Quién hasta ti levantará los ojos?
 ¿Quién te dio su consejo, quién su ciencia?

 Inmenso testimonio
 De tu unidad pregona el ancho mundo;
 Ni hay otro antes que tú. Claro reflejo
 De tu sabiduría se discierne,
 Y en misterio profundo
 Las letras de tu nombre centellean.
   
 Antes que las montañas dominasen,
 Antes que erguidas en sus bases de oro
 Las columnas del cielo se elevasen,
 Tú en la sede divina te gozabas,
 Do no hay profundidad, do no hay altura.
 Llenas el universo y no te llena;
 Contienes toda cosa
 Y a ti ninguna contenerte puede;
 Quiere la mente ansiosa
 El arcano indagar, y rota cede.
 Cuando la voz en tu alabanza muevo,
 Al concepto la lengua se resiste;
 Y hasta el pensar del sabio y del prudente
 Y la meditación más diligente
 Enmudece ante ti. Si el himno se alza,
 Tan sólo El Venerando te apellida,
 Pero tu Ser te ensalza
 Sobre toda alabanza y toda vida.
   
 ¡Oh sumo en fortaleza!
 ¿Cómo es tu nombre ignoto,
 Si en todo cielo y toda tierra brilla?
 Es profundo... profundo
 Y a su profundidad ninguno llega.
 ¡Lejos está... muy lejos...
 Y toda vista ante su luz es ciega!
 Mas no tu ser, tus obras indagamos,
 Tu fe cual ascua viva,
 Que en medio de los santos arde y quema.
 Por tu ley sacrosanta te adoramos;
 Por tu justicia, de tu ley emblema;
 Por tu presencia, al penitente grata,
 Terrífica al perverso;
 Porque te ven sin luz y sin antorchas
 Las almas no manchadas,
 Y tus palabras oyen, extasiadas,
 Cuando yace dormido
 El corporal sentido,
 Y repiten en coro resonante:
 «Tres veces Santo, Vencedor y Eterno,
 Señor de los ejércitos triunfante.»


   
Los ángeles del cielo altísimo
  
 ¡Bendecid al Señor, ángeles suyos,
 De su palabra fieles mensajeros!
 ¡Señor de los guerreros!
 Es su nombre glorioso acá en la tierra;
 El Eterno y El Uno
 Sus nombres celestiales;
 Nadie contó la inmensa muchedumbre
 De espíritus que, en torno de su lumbre,
 Cantan sus alabanzas inmortales.
 Sus infinitos rostros reproducen
 La faz tremenda y la visible espalda.
 Él levantó del carro los pendones,
 En signo y testimonio de su gloria,
 Para mostrar que viene la victoria
 Del eterno Señor a las naciones.
 Son todos los espíritus sus siervos,
 De su palabra y su querer ministros;
 Se esconden a los ojos de las gentes,
 Mas de cerca o de lejos, tus videntes
 Oyen el blando ruido de sus alas.
 Y es su camino el caminar glorioso
 Que les trazó mi Dios, mi Rey, el Santo,
 Que con ellos estaba
 Allá en la cumbre del sagrado Sina.
 No obran jamás sin voluntad divina;
 Por eso, al escucharlos reverentes,
 Dicen los santos que por boca de ellos
 Tu eterna Majestad habla y fulmina.
 Desplegadas al viento las banderas
 De tu primera excelsa monarquía,
 Cubren las tiendas do tus fuertes moran,
 Y todos con tus armas se decoran
 Mostrando tu blasón en hierro y oro.
 De la luz el tesoro
 Pusiste entre ellos y la viva fuente.
 ¡Dichoso el que en la férvida corriente
 Pueda anegarse, y repetir con ellos
 En incesable canto, noche y día,
 Como David enfrente de tu carro:
 «¡Bendecid al Señor, ángeles suyos!»
   


Los ángeles del segundo cielo y los planetas
  
 Inferior a este cielo soberano
 Otro segundo cielo se dilata
 Y otro ejército allí. Bestias enormes,
 Las que del carro de Ezequiel tiraban,
 Mostrando van en círculo perfecto,
 Henchida de ojos, la candente espalda,
 Hasta que, dominando las esferas,
 Sobre el mundo inferior su tienda plantan,
 Y del Señor adoran la presencia
 Con la voz de sus ruedas inflamadas.
 Millares y millares de legiones,
 Que ciencia profundísima realza,
 Moviendo van la esfera de la luna
 Y la del sol que lo inferior arrastra.
 Ellos rigen y mueven las estrellas
 Dominadoras de la suerte humana,
 Y el ejército inmenso de las noches,
 Y sobre el cielo las tendidas aguas.
 Y cada cual anhela con sus obras
 Dar fin cumplido a la inmortal palabra,
 Que no se tuerce ni quebranta nunca,
 Que nunca cede ni tropieza en nada;
 Todos concordes a una voz se alegran
 Y el nombre del Señor en himnos cantan:
 «¡Bendecid al Señor, legiones suyas!»
 Que el gran cantor de salmos invocaba.
   


La tierra
  
 Es el reino tercero cuanto encierra
 En su ámbito la tierra,
 Y cuanto, circundándola, se extiende.
 Es la generación del aire y fuego;
 Son del ingente mar las crespas olas,
 El tesoro de Dios, de donde salen
 La nieve, la tormenta y el granizo,
 Y el viento proceloso
 Que a cumplir sus palabras se desata,
 Y los arroyos que en bullente plata
 Hace correr su dedo generoso,
 Y los cedros del Líbano altaneros
 Que levantó su mano,
 Hierbas y plantas mil que fructifican
 Para el sustento humano.
 Y Dios manda crecer en copia grande
 Los peces de la mar y las ballenas,
 Y poblando la selva y las arenas
 De innúmeras feroces alimañas,
 Hace que dé la tierra a aves y fieras
 El fruto bienhechor de sus entrañas.
 Y todo al hombre se somete luego,
 Al hombre, tu legado, a quien alzaste
 Por señor de las obras de tu diestra,
 Para sacar un día
 De su semilla al rey y al sacerdote,
 Y al pueblo de tu ley, que parecía
 De ángeles campo, reino de profetas.
 Y por glorificar tu augusto nombre,
 Porque suene continua tu alabanza,
 Firmaste el pacto y la perpetua alianza,
 Y en la boca de niños y lactantes
 Pusiste la verdad de tus promesas.
 Magnificado sea
 De región en región tu nombre santo,
 Y de tus mensajeros
 Por edades sin fin resuene el canto,
 Que el hombre de los cánticos suaves
 A su Hacedor decía:
 «Bendecid al Señor, sus obras todas.»
   


Israel
  
 Bendecid al Eterno,
 Por toda tierra que su imperio abarca.
 No hay en el universo otro monarca,
 Ni otro eterno más que Él. Por Él salía
 El noble Jesurún de servidumbre.
 Y en medio de las ondas eritreas
 La mano de Moisés le conducía.
 Hizo bajar la gloria de su trono
 Hasta el santuario do sus pies estampa,
 Y levantó al profeta hasta las nubes,
 Donde su faz de resplandores vela.
 El germen esparció de profecía
 Sobre los pechos a su luz abiertos,
 Y derramó su espíritu en las almas
 Atentas a los célicos conciertos.
 Y su culto ordenó firme y estable,
 Imagen de su reino perdurable.
 Los ángeles del alto ministerio
 Su nombre santifican,
 Y en su pecho las iras dulcifican.
 Es blanco su vestido
 Como el del serafín o el del profeta,
 E iguala su figura
 Del ámbar y el topacio la hermosura.
 Y corren, se apresuran y congregan,
 Y cuando a ti se llegan,
 Medran en gloria y en saber y en lumbre;
 Se visten de temor y se avergüenzan,
 Mas luego les infundes nuevo aliento
 Para cumplir solícitos tus obras,
 Y en las alas del viento
 Triplican la alabanza al Dios que reina,
 Temido en el congreso de sus santos.



El Alma
  
I
  
 Bendice, ¡oh alma mía! derivada
 Del puro aliento de la santa boca,
 El nombre del Magnífico, temido
 De serafines en el alto coro.
   
II
  
 ¡Oh tú, que de la fuente de pureza
 Espléndida y hermosa procediste;
 Tú que delante de Él doblas la frente,
 Y en su divino nombre eres bendita,
 Bendice a Aquél que te estampó su sello,
 Porque siguieses firme su camino!
   
III
  
 Bendice, ¡oh alma mía!, manifiesta
 A las miradas de interior sentido,
 Mas no a los ojos de la carne ciega,
 El nombre de Elohim el invisible,
 El fiel ensalzador de tu flaqueza.
 ¿Qué boca expresará sus alabanzas?
 Sublimes son las obras de su mente.
   
IV
  
 Bendice, alma sutil, que sin apoyo
 Llevas el cuerpo, el nombre del que tiene
 Suspendidas sus tiendas en la nada,
 Del que al hijo de Adán dio el intelecto,
 Fiel mensajero de verdad y ciencia.
   
V
  
 Bendice, oh tú que por asirte luchas
 A la flotante fimbria de su veste,
 Y por llegar al escabel sagrado
 Donde sus pies en el santuario asienta,
 El nombre del que ensalza a quien se abate,
 Y entre los serafines le numera.
   
VI
  
 Bendice, ¡oh alma mía! destinada
 A hacer sapiente el corazón del hombre,
 Al Justo que te infunde en la materia,
 Para mover la carne perezosa,
 Para vivificar la sangre hirviente
 Que pierden su color, si te retiras,
 Y se deshacen como el humo al viento;
 Mas sobre ti despuntará florido
 El tallo que germina del Eterno.
   
VII
  
 ¡Oh tú, que en las tinieblas resplandeces,
 Bendice al esplendor de la justicia,
 Que levantó la puerta de los cielos!
   
VIII
  
 Bendice, ¡oh alma viva! encarcelada
 En cosas muertas, al viviente eterno
 Que con la llama de la gracia alumbra
 Al que en la Ley su espíritu apacienta.
   
IX
  
 ¡Oh tú, que a la substancia de los cielos
 Etérea, inmaculada, sobrepujas,
 Bendice a quien formó para su gloria
 Al patriarca que en su nombre espera,
 Y con la voz de inmensos beneficios
 Le preparó a gustar de sus arcanos!
   
X
  
 ¡Tú, que al Perfecto en ciencia conociste,
 Bendice al sabedor de tus deseos,
 Que cumple los anhelos inmortales,
 Y del perdón desatará las aguas
 Si penitente a sus senderos vuelves!
   
XI
  
 ¡Bendice, hija del Rey, hija querida,
 El nombre del Potente que ha enseñado
 No arcana ley, difícil ni remota:
 «¡Harás misericordia, harás justicia;
 Que en la equidad el Verbo se deleita!»
   
XII
  
 Bendice, ¡oh tú, que te conservas santa
 En deleznable y pasajero cuerpo!
 A quien de santidad su frente ciñe,
 Y ante quien los espíritus se avezan
 A repetir por siempre su alabanza,
 Sin consumirse en el sagrado fuego.
   
XIII
  
 No hay alabanza que su nombre agote;
 Mas bendícele tú, que tan de cerca
 Puedes glorificarle y bendecirle
 En el augusto templo de tu mente.
   
XIV
  
 Tú, que enfrente del Rey sales erguida,
 Para cumplir sus obras en la tierra,
 Bendice a quien te mira desde el trono,
 Y bélica armadura da a su pueblo.
   
XV
  
 Bendice, ¡oh alma mía! que los miembros
 Sostienes del espíritu en las alas,
 El nombre de tu Dios, que en las columnas
 De saber inmortal mantiene el mundo,
 Sobre las almas justas cimentado.
   
XVI
  
 Tú, que serás de gloria circundada,
 Y de radiante majestad vestida,
 Bendice a Aquél que cuanto ordena cumple,
 De quien tiemblan los impíos confundidos,
 Y cuyo auxilio al vencedor alegra.
   
XVII
  
 Bendice al Hacedor, ¡oh margarita!
 Que de tu Dios alumbras los senderos,
 Del Dios que tus plegarias acogiera,
 Cuando corriste a demandarle ayuda.
   
XVIII
  
 Bendice a Dios, ¡oh forma intelectiva
 Que en el nombre tus huellas estampaste!
 Dios es la Roca en que se apoya el orbe;
 La Justicia y la Fe le llaman justo.
   
XIX
  
 Bendice, ¡oh Santa! al Dios Omnipotente
 Cuya visión tendrás, santificado
 Por innúmeros vates y profetas.
   
XX
  
 Bendice, ¡oh tú que la justicia sigues!
 Al que en su carro el firmamento cruza,
 Para salvar a su abatida plebe:
 «Dios (así clamarán los poderosos)
 Sobre todas las gentes es excelso.»
   
XXI
  
 Tú, que en casa de fango te cobijas,
 Mas de los cielos tu raíz procede,
 Bendice el nombre que resuena en medio
 De siete purísimas legiones,
 De toda mancha y toda culpa netas.
   
XXII
  
 Bendice, ¡oh tú, que de su diestra pendes,
 Como pupila suya muy amada!
 El nombre del Perfecto bendecido
 En todo corazón y en toda lengua,
 Del que a par de la luz formó las almas,
 Al primer son de la palabra suya.