Las hilachas, más que pequeñas tradiciones, son, en puridad de verdad, apuntaciones históricas y chismografía de viejas. Hay en ellas cosas frívolas al lado de noticias curiosas. El autor ha deshilachado tela de algodón y tela de seda y formado un ovillo o pelota de hilachas.


I - Los caciques suicidas

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La provincia de Cotac-pampas (llano de mineros) estaba en los tiempos del último inca dividida en dos cacicazgos, cuyos límites marcaba la cordillera de Acca-cata.

El más importante de los cacicazgos era conocido con el nombre de Yanahuara y su vecino con el de Cotaneras. Aún existen, en ruinas, los dos palacios que habitaron los respectivos señores feudales.

El cacique de Yanahuara tenía ya reunida inmensa cantidad de oro para contribuir al rescate de Atahualpa, cuando recibió la noticia de que los españoles habían dado muerte al soberano. El cacique mandó construir entonces una escalera de piedra que le sirvió para transportar el tesoro a la empinada cueva de Pitic; luego hizo destruir la escala y se enterró vivo en aquella inaccesible altura.

Los naturales agregan que en ciertos aniversarios fúnebres se ve, en medio de las tinieblas de la noche, un ligero resplandor, que para ellos representa el espíritu de su cacique vagando en el espacio.

En la época de los incas se sacaba mucho oro de los terrenos auríferos de Cotac-pampas; y aún es fama que en 1640 trabajaban cuatro portugueses la mina Hierba uma con pingüe provecho. Una noche armose entre ellos grave pendencia, recurrieron a las armas, murieron tres, acudió la justicia, y el portugués que quedó con vida, para no caer preso acercó la lámpara a un barril de pólvora, cuya explosión ocasionó el derrumbe de la mina.

En el primer año de la fundación de Lima dispuso D. Francisco Pizarro que se trajesen en trahilla indios de los alrededores de la ciudad para que sirviesen de albañiles.

El cacique de Huansa y Carampoma se negó tenazmente a cumplir una orden que humillaba la dignidad de los suyos; y en la imposibilidad de oponer resistencia al despótico mandato, prefirió a ser testigo del envilecimiento de sus súbditos, enterrarse en una cueva, cuya boca hizo cubrir con una gran piedra labrada.

Hoy mismo, siempre que los indios de la provincia de Huarochirí celebran sus fiestas, llevan flores y provisiones que colocan sobre dicha piedra y consideran el nombre del cacique como el de un genio protector de la comarca.

II - Granos de trigo

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Doña Inés de Muñoz, que en primeras nupcias casó con Martín de Alcántara, hermano uterino de D. Francisco Pizarro, y que al enviudar contrajo matrimonio con el acaudalado D. Antonio de Rivera, caballero de Santiago, fue la primera dama española que hubo en Lima. Al fallecimiento de su segundo marido, que la dejó heredera de pingüe fortuna, consagró ésta a la fundación de un monasterio en el que entró monja, alcanzando al morir (en 1594) a la edad de ciento once años. ¡Vivir fue!

Cuentan de doña Inés (si bien no falta autor que haga a la viuda del capitán Chávez, que murió defendiendo a Pizarro, protagonista de esta historieta) que sus deudos de España, a quienes ella no olvidaba favorecer con gruesos donativos de dinero, la enviaban, siempre que oportunidad se presentaba y por vía de agradecido agasajo, tres o cuatro cajones conteniendo frutos escasos o desconocidos en el Perú.

Hallábase de visita en casa de ella el marqués gobernador, en momentos que a doña Inés entregaban una remesa llegada de Cádiz, y la amable dama invitó a su cuñado a comer, para el día siguiente, una olla podrida en que los garbanzos, judías, chorizo extremeño y demás artículos regalados campearían en el plato.

Hizo la casualidad que, al abrir uno de los cajones, se fijase doña Inés en unos pocos granos de trigo confundidos entre los garbanzos; y ella y sus criadas echáronse a tan minuciosa rebusca, que llegaron a juntar hasta cuarenta y cinco granos de trigo.

Doña Inés hizo con ellos un almácigo en el jardinillo de su casa, y a poco brotaron las espigas y tras ellas el grano.

Cuatro años después el almácigo había dado origen a muchos trigales en las huertas de los alrededores de Lima, estableciéndose por Pizarro un molino, y amasándose pan para el vecindario, que lo pagaba a medio real de plata la libra.

Y de Lima pasó el cultivo del trigo a los fértiles valles de Arequipa y Jauja, y últimamente a Chile, donde hoy constituye un productivo ramo de comercio.

III - Agustinos y franciscanos

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Entre los superiores de estos conventos existía por los años de 1608 personal desavenencia, que chismosos de oficio llegaron a convertir en profunda enemistad. Y como quien riñe con el rabadán riñe con su can, los frailes de ambas órdenes se creyeron obligados a negarse hasta el saludo, haciendo propios los agravios y quejas de sus respectivos superiores.

La cosa llegó a punto de que los porteros de ambos conventos recibieran orden de no permitir que pusiese pie dentro del claustro fraile alguno de comunidad contraria, y los cerveros andaban armados de gruesa tranca y muy decididos a romper crismas.

En vano el virrey y el arzobispo tomaron cartas en la querella, gastando saliva e influencia para restablecer la concordia. Tal maravilla vino a realizarla, después de muerto, San Francisco Solano.

Falleció este siervo de Dios el 14 de julio de 1610, y a su entierro en el templo de los padres seráficos concurrieron no sólo los personajes de la ciudad sino hasta el último plebeyo. No había en la vasta nave de la iglesia donde echar un grano de trigo.

Por supuesto que las comunidades, sin exceptuar la agustina, asistieron a la fúnebre ceremonia, y el virrey no quiso desperdiciar la oportunidad para poner término a la escandalosa inquina.

Con el pretexto de ir a besar la mortaja del difunto, levantose su excelencia, invitando a los dos adversarios a que lo acompañasen. Arrodillados los tres delante del ataúd, dijo el marqués de Montesclaros:

-¡Ea, padres! Basta de desórdenes, y por amor a este santo, que desde el cielo lee en el fondo de los corazones, déjense ustedes de quisquillas y dense un abrazo.

Los dos reverendos, como movidos por un resorte, cayeron el uno en brazos del otro, ejemplo que fue imitado por ambas comunidades.

El virrey se restregaba las manos satisfecho, y decía al oído a uno de sus amigos:

-Cuando las cosas se hacen en coyuntura aparente, tienen siempre éxito feliz. Aprovechar de la oportunidad es ganar media batalla.

Así terminó una desavenencia que duraba ya dos años, llevando aspecto de prolongarse hasta Dios sabe cuando.

Un mes después los dominicos daban un banquete a los reconciliados; pero ¡qué banquete! Hubo sopa teóloga, fritanga de menudillos, pavo relleno, carapulcra de conejo, estofado de carnero, pepián y locro de patitas, carne en adobo, San Pedro y San Pablo, y pastel de choclo, y un pericote por goloso se cayó dentro de una olla, y aquí da remate el cuento de Periquito Sarmiento.


IV - Lapsus linguæ episcopal

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Cuenta el autor de Los dos cuchillos que, en sus tiempos, apenas fallecía un obispo se apresuraban a heredarlo familiares y domésticos, y compruébalo con lo que pasó a la muerte del limeño D. Feliciano de la Vega, electo para el arzobispado de Méjico. A su ilustrísima lo despojaron hasta de los calzoncillos.

El Ilmo. Sr. D. Manuel Jerónimo Romaní, natural de Huamanga, desempeñaba en 1765 el obispado del Cuzco, cuando una noche, agravada la dolencia de que padecía, quedose exánime; y hasta el médico, teniéndolo ya por difunto, dijo a los familiares:

-¡Ea, amigos, amortajen a su ilustrísima!

Los canónigos, que esperaban noticias en la sala, derramaron unas cuantas lágrimas de cocodrilo, enjugáronselas luego con el dorso de la mano, y dijeron:

-Pues señor, sede vacante y a trabajar por ella, que a camarón que se duerme se lo lleva la corriente.

Uno de los familiares quiso tener prenda de su ilustrísima, y enamorose de un cuadrito de la Virgen que, con marco de oro, tenía el difunto a la cabecera del lecho. Para descolgarlo tuvo necesidad de encaramarse, y sin respeto al cadáver apoyó la rodilla sobre el estómago de éste. El muerto se estremeció, lanzó un gemido y arrojó una apostema, que era el mal que lo llevaba a la tumba.

El enamorado, no sé si del marco o de la pintura, echó a correr, gritando como loco:

-¡Milagro! ¡Milagro! ¡Su ilustrísima resucita!

El obispo Romaní entró en convalecencia y gobernó su diócesis por dos años más, gracias al ladronzuelo que, sin quererlo, hizo por él lo que no lograron médicos ni remedios de botica.

Los canónigos fueron en corporación a visitarlo, y le dijeron:

-Damos gracias a Dios, dispensador de todo bien, por habernos conservado la preciosa existencia de su señoría ilustrísima, evitándonos que pasemos por el dolor de proclamar la iglesia del Cuzco en sede vacante.

El Sr. Romaní, que era un poquito tartamudo, contestó sonriendo:

-¡Gracias! ¡Gracias! Se han escapado ustedes de entrar en sede rapante.

¿Fue esto un lapsus linguæ, o quiso el señor obispo decirles que se les había frustrado el plan de andar a la rebatiña por la mitra?

V - Las tres misas de finados

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En el tomo XLIX de Papeles varios de la Biblioteca de Lima se encuentra, con el título de Discurso teológico, un memorial que D. fray Bernardino de Cárdenas, obispo del Paraguay, dirigió al Papa Alejandro VII.

Pensador tan ilustre como las Casas y Palafox, y más erudito que éstos, es incuestionablemente el franciscano Cárdenas uno de los hombres más notables de su época. Nacido en Chuquiabo (La Paz) educose en el convento seráfico de Lima. Obispo del Paraguay, y más tarde de la provincia de su nacimiento, donde falleció en 1667, sostuvo durante un cuarto de siglo guerra sin cuartel con los jesuitas, que hartos quebraderos de cabeza le dieron. Pero no es mi objeto escribir una biografía, que el curioso lector encontrará, y muy circunstanciada, en el Diccionario del Sr. de Mendiburu, sino ocuparme de su entusiasmo por el santo sacrificio de la misa.

En la Lima limata, del dominico Haroldo, se lee que el obispo del Paraguay celebró por el espacio de quince años dos misas diarias, y no satisfecho con esto elevó el memorial a que me he referido, y que por entonces fue desatendido por Roma.

En 1722, medio siglo después de enterrado fray Bernardino, el rey de España e Indias D. Felipe V gestionó sobre la pretensión del Discurso teológico, y Benedicto XIV expidió en 1748 bula autorizando a los sacerdotes para decir tres misas el día 2 de noviembre.

Hemos apuntado esta concesión, no tanto por ser una curiosidad histórica, sino para que conste que fue un obispo peruano el primero en solicitarla.

Institución limense es también la llamada Escuela de Cristo, que se ha generalizado en el orbe católico y que fue reconocida por bula de Alejandro VII.

VI - Entre santa y santo, pared de cal y canto

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A fray Miguel Romero, religioso agustino del convento de Lima y que murió en 1646 a los setenta años de edad, llamábanlo el padre loco; y a fe que si todas sus locuras fueron como las frases que la tradición y el cronista Flores nos han transmitido, digo que su paternidad estuvo siempre en sus cabales, y que muchos cuerdos envidiarían su agudeza.

El padre Romero pecaba por falta de aseo en hábito y persona: era un Diógenes con tonsura, y acaso por eso, más que por sus acciones y palabras, conquistó fama de loco. Un día reuniose la comunidad para ir a palacio al besamanos del nuevo virrey, y ya en la portería fijose el prior en que el calzado de fray Miguel iba provocando la hilaridad de sus compañeros.

-Padre maestro -le dijo el prelado,- ¿por qué trae su paternidad los zapatos desorejados como si fueran ladrones?

-Para que no puedan andar en malos pasos -contestó el loco.

La respuesta no admitía réplica, y el prior le dijo sonriéndose:

-Tiene razón que le sobra su paternidad.

Pero la gran agudeza del padre loco, pasando por alto otras, es la siguiente que refiere el ya citado cronista agustino.

Entre sus confesadas había una vieja, madre de una muchacha tan devota como agraciada de figura. La vieja confió al confesor que entre sus visitantes había un joven que confesaba y comulgaba jueves y domingo y que mantenía con su hija largas pláticas sobre puntos teológicos.

-¿Y nada más?

-Nada más, padre.

-Pues cierra la puerta de tu casa a ese mancebo, que por religioso que sea, siempre es bueno poner entre santa y santo pared de cal y canto.

La beata no se llevó del consejo, diciendo para su sayo: «chocheces de padre loco», y se ausentó del confesonario.

Así pasaron meses, hasta cinco, cuando una mañana presentose la vieja en la portería del convento e hizo llamar al padre Romero. Acudió éste, y la pobre señora se echó a gimotear.

-¿Qué te pasa, hija? A ver, desahoga ese pecho.

-¡Ay, padre! ¿Quién lo hubiera creído? Lo que me sucede no se ha visto nunca.

-Eso es grave. ¿Cosa nunca vista, dices? Desembucha, que me tienes el alma en vilo.

-Sí, padre; porque ese joven a quien me aconsejaba su paternidad que no admitiese nunca en casa...

-¡Ah, ya caigo! No prosigas, hermana. ¿Conque ese jovencito está embarazado? ¿Conque al fin remaneció preñado el devoto, el santito, el bienaventurado?

-No, padre, mi hija es la que está encinta.

-Pues eso nada tiene de nunca visto, sino de muy natural; que al cabo en preñez tenían que parar tantas pláticas devotas. Lo nunca visto habría sido que el galán resultase con el embuchado. Ve con Dios, hija; y dejándote de candideces, acude a la justicia para que remedie el daño, si puede y quiere, que los frailes no servimos para el caso. Anda, boba, que a tiempo te dije que «entre santa y santo pared de cal y canto».

VII - Un emplazamiento

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Entre el padre fray Agustín Fajardo, lector en teología y pico de oro o gran predicador, el padre provincial fray Bartolomé Barba y el prior fray Alonso de Ayala, los tres del convento agustiniano de Santa Fe de Bogotá, existía por los años de 1630, y motivado por querellas del último capítulo, pronunciado enojo del primero para con los otros.

Era el padre Fajardo un guipuzcoano de gran energía de carácter y extremado en sus pasiones. No amaba ni aborrecía a medias, sino por entero.

Enfermose de gravedad, y el físico del convento dispuso que se le administrase. Con tal motivo prior y provincial acordaron hacerle una visita en su celda y reconciliarse con él, fiados en que también el moribundo, listo como estaba para el supremo trance, echaría pelillos al agua y les daría un abrazo de perdón y despedida.

Llegaron los visitantes, sentáronse frente al lecho del enfermo, hablose de generalidades, y al tratarse de la dolencia que aquejaba al padre Fajardo dijo éste:

-Padre provincial, si su paternidad no pone óbice, desearía que me otorgara licencia para emprender un viaje.

-Concedida, hermano, concedida.

-Si no fuere abusar de su bondad, padre provincial, también le suplicaría me acordase por compañeros de viaje a los dos religiosos que yo elija.

Suponiendo siempre el provincial que se trataba de un viaje de convalecencia en alguno de los pueblecitos vecinos a la ciudad, le contestó:

-Con mucho gusto. Eso y más que su paternidad desee, delo por otorgado.

Y quedaron en silencio por algunos minutos, hasta que el prior, movido por la curiosidad, se aventuró a preguntar:

-¿Y adónde es el viaje y quiénes son los compañeros?

Entonces el enfermo, incorporándose sobre las almohadas, dijo con voz terrorífica:

¡Padres! Mi viaje es mañana para la eternidad, y los dos religiosos que han de acompañarme son vuesas paternidades. Tenemos los tres cuentas que arreglar ante el supremo tribunal de Dios.

Yo no habría hecho de este suceso tema para una tradición, si el formal y verídico cronista en cuyo libro la he leído no añadiera: «¡Juicios misteriosos de Dios! Los tres murieron en plazo menor de treinta días».

VIII - Brazo de plata

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El Excmo. Sr. D. Melchor Portocarrero Laso de la Vega, conde de la Monclova y virrey de estos reinos del Perú y Chile, era hombre con quien cargaba una legión de diablos, siempre que llegaba a sus oídos el apodo con que lo bautizara el zumbón pueblo de Lima; no embargante que el tal apodo más tenía de honorífico que de ridículo, pues tengo para mí que enaltece a un guerrero el resultar lisiado en el campo de batalla. Su excelencia había quedado manco en la batalla de Arras, y reemplazó el brazo de carne, músculos y huesos con otro de filigrana de plata, verdadera maravilla de artífices romanos.

Aunque D. Melchor ocultaba la apócrifa siniestra bajo un guante de gamuza o piel de perro, no por eso dejaron de aplicarle el mote de Mano de plata, apodo que a su excelencia antojósele considerar como insulto a su honrada y esclarecida persona.

Fue el caso que, a pesar de sus diciembres, a su excelencia se le encandilaban los ojos cada vez que por esas calles tropezaba con una de aquellas hembras hechas de azúcar y canela, vulgo mulatas, manjar apetitoso para libertinos y hombres gastados. Las mulatas de Lima eran, como las de la Habana, el non plus ultra del género.

«Quien dijere que Venus
ha sido blanca,
de fijo no hizo estudios
en Salamanca».


Algún resbalón debió dar su excelencia, en amor y compaña con una de esas caritativas vasallas, e hízose pública la largueza del galán en recompensar amorosas complacencias, pues los traviesos limeños lo sacaron esta copla que a guisa de pasquín y escrita con carbón apareció una mañana en la blanca pared de uno de los pasadizos de palacio:

«Al conde de la Monclova
le dicen Mano de plata;
pero tiene mano de oro
cuando corteja mulatas».


No fue su excelencia como los marqueses de Cañete y de Castelfuerte, ni como Amat y otros virreyes, que a pasquines en verso contestaron también en el lenguaje de las musas, dándoseles un pepinillo de conceptos y murmuraciones anónimas. El de la Monclova no entendía de chilindrinas, y la más sosa e insignificante revestía para él la seriedad del papel sellado. Hizo borrar la copla de la pared; pero no alcanzó a borrarla de la memoria del pueblo.

Añaden, sí, que desde entonces no volvió el virrey a tener aventurillas con mozuelas del medio pelo.

IX - ¡Arre, borrico! Quien nació para pobre no ha de ser rico

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Unos dicen que fue en Potosí y otros en Lima donde tuvo origen este popular refrán. Sea de ello lo que fuere, ahí va tal como me lo contaron.

Por los años de 1630 había en la provincia de Huarochirí (voz que significa calzones para el frío, pues el inca que conquistó esos pueblos pidió semejante abrigo) un indio poseedor de una recua de burros con los que hacía frecuentes viajes a Lima, trayendo papas y quesos para vender en el mercado.

En uno de sus viajes encontrose una piedra que era rosicler o plata maciza. Trájola a Lima, enseñola a varios españoles, y éstos, maravillados de la riqueza de la piedra, hicieron mil agasajos y propuestas al indio para que les revelase su secreto. Éste se puso retrechero y se obstinó en no decir dónde se encontraba la mina de que el azar lo había hecho descubridor.

Vuelto a su pueblo, el gobernador, que era un mestizo muy ladino y compadre del indio, le armó la zancadilla.

-Mira, compadre -le dijo,- tú no puedes trabajar la mina sin que los viracochas te maten para quitártela. Denunciémosla entre los dos, que conmigo vas seguro, pues soy autoridad y amigos tengo en palacio.

Tanta era la confianza del indio en la lealtad del compadre, que aceptó el partido; pero como el infeliz no sabía leer ni escribir, encargose el mestizo de organizar el expediente, haciéndole creer como artículo de fe que en los decretos de amparo y posesión figuraba el nombre de ambos socios.

Así las cosas, amaneció un día el gobernador con gana de adueñarse del tesoro y le dio un puntapié al indio. Este llevó su queja por todas partes sin encontrar valedores; porque el mestizo se defendía exhibiendo títulos en los que, según hemos dicho, sólo él resultaba propietario. El pastel había sido bien amasado, que el gobernador era uno de aquellos pícaros que no dejan resquicio ni callejuela por donde ser atrapados. Era de los que bailan un trompo en la uña y luego dicen que es bromo y no pajita.

Como último recurso aconsejaron almas piadosas al tan traidoramente despojado que se apersonase con su querella ante el virrey del Perú, que lo era entonces el señor conde de Chinchón; y una mañana, apeándose del burro, que dejó en la puerta de palacio, colose nuestro indio por los corredores de la casa de gobierno, y como «quien boca tiene a Roma llega», encamináronlo hasta avistarse con su excelencia, que a la sazón se encontraba en el jardinillo, acompañado de su esposa.

Expuso ante él su queja y el virrey lo oyó media hora sin interrumpirlo, silencio que el indio creía de buen agüero. Al fin el conde le dio la estocada de muerte, diciéndole: que aunque en la conciencia pública estaba que el mestizo lo había burlado, no había forma legal para despojar a éste, que comprobaba su derecho con documentos en regla. Y terminó el virrey despidiéndole cariñosamente con estas palabras:

-Resígnate, hijo, y vete con la música a otra parte.

Apurado este desengaño, retirose mohíno el querellante, montó en su asno, y espoleándolo con los talones, exclamó:

«¡Arre, borrico! Quien nació para pobre no ha de ser rico».

X - Las campanas de Eten

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Magdalena de Eten es en el Perú uno de los pueblos que más han llamado la atención de los viajeros; pues a alguno se le ocurrió, en comprobación del origen asiático de la América, afirmar que los etanos, como ellos se dicen, o etenanos, como más generalmente se les llama, hablan la misma lengua que los hijos del Celeste Imperio. Tal fábula llegó a ser tomada como realidad por todos los que no han querido hacer una seria investigación.

La verdad es que los etanos son hoy los depositarios de la lengua y tradiciones de los antiguos yungas y que cifran su orgullo en permanecer leales a su origen. Aunque la lengua yunga era en un tiempo hablada por numerosos pueblos, así los conquistadores cuzqueños como los españoles se empeñaron en hacerla desaparecer. Por lo demás, no hay semejanza entre el yunga y el chino.

Magdalena de Eten es un pueblecito de pescadores y tejedores de sombreros, petaquillas y otros artefactos de paja. Hállase situado en un arenal, y en una época de amagos piráticos el virrey ordenó a sus habitantes que abandonasen la plaza para no ser forzados a proporcionar víveres a los enemigos o víctimas de alguna violencia. En ningún cronista hemos visto comprobada la noticia que en su Diccionario Geográfico da el señor Paz Soldán de haber sido destruida esa población por la arena.

En 1649, gobernando el Perú el virrey conde de Salvatierra, aconteció en Eten un prodigio, sobre el que se levantó sumaria información, que Córdova y Salinas copia en su crónica franciscana.

Fue el caso que la víspera de Corpus el cura fray Jerónimo de Silva Manrique y las quinientas almas que formaban el vecindario de Eten vieron en la Hostia divina la imagen de un niño muy rubio con una tuniquilla morada.

D. Andrés García de Zurita, obispo de Huamanga y a la sazón electo para Trujillo, ordenó se conservase la Hostia en la Custodia hasta que él pudiera ir a Eten y celebrar suntuosa fiesta.

En uno de los cerros de arena o médanos de Eten vense dos grandes piedras que, golpeadas con un martillo, tienen la vibración de las campanas. Los etanos, para encarecer más el prodigio de la aparición del Niño, dicen que cuando ésta se verificó los ángeles repicaron en dichas piedras, imprimiéndolas el sonido metálico que hasta hoy tienen.

Las dos piedras son conocidas con el nombre de las campanas de Eten.

XI - Los gobiernos del Perú

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Perdone D. Modesto de La Fuente; pero lo que él da en sus chispeantes capilladas como coloquio entre Santa Teresa y Cristo, se lo oí referir a mi abuela la tuerta como pasado entre Santa Rosa de Lima y el Rey de cielos y tierra. Fray Gerundio cuenta la escena con el aticismo que le es propio; mas no por eso he de privarme de contar, a mi manera, historieta que en mi tierra es tradicional. Si hay plagio en ello, como alguna vez se me dijo, decídalo el buen criterio del lector.

Un día en que estaba el buen Dios dispuesto a prodigar mercedes, tuvo con él un coloquio Santa Rosa de Lima. Mi paisana, que al vuelo conoció la benévola disposición de ánimo del Señor, aprovechó la coyuntura para pedirle gracias, no para ella (que harta tuvo con nacer predestinada para los altares), sino para esta su patria.

-¡Señor! Haz que la benignidad del clima de mi tierra llegue a ser proverbial.

-Concedido, Rosa. No habrá en Lima exceso de calor ni de frío, lluvia ni tempestades.

-Ruégote, Señor, que hagas del Perú un país muy rico.

-Corriente, Rosa, corriente. Si no bastasen la feracidad del terrenó, la abundancia de producciones y los tesoros de las minas, le daré, cuando llegue la oportunidad, guano y salitre.

-Pídote, Señor, que des belleza y virtud a las mujeres de Lima y a los hombres clara inteligencia.

Como se ve, la santa se despachaba a su gusto.

La pretensión era gorda, y el Señor empezó a ponerse de mal humor.

Era ya mucho pedir; pero, en fin, después de meditarlo un segundo, contestó sin sonreírse:

-Está bien, Rosa, está bien.

A la pedigüeña le faltó tacto para conocer que con tanto pedir se iba haciendo empalagosa. Al fin mujer. Así son todas. Les da usted la mano y quieren hasta el codo.

El Señor hizo un movimiento para retirarse, pero la santa se interpuso:

-¡Señor! ¡Señor!

-¡Cómo! ¡Qué! ¿Todavía quieres más?

-Sí, Señor. Dale a mi patria buen gobierno.

Aquí, amoscado el buen Dios, la volvió la espalda diciendo:

-¡Rosita! ¡Rosita! ¿Quieres irte a freír buñuelos?

Y cata por qué el Perú anda siempre mal gobernado, que otro gallo nos cantara si la santa hubiera comenzado a pedir por donde concluyó.

XII - Apocalíptica

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Y aquel día lo hicieron los hombres al Señor una que le llegó a la pepita del alma; y hastiada ya de soportar iniquidades y perrerías humanas, dijo Su Divina Majestad a un angelito mofletudo que cerca de su persona revoloteaba:

-Ve, chico, más que de prisa y dile a Vicente Ferrer que lo espero en el valle de Josafat... ¡Ah! Y dile que no deje olvidada la trompeta.

Y Vicente Ferrer que, como ustedes saben, fue sobre la tierra político revolucionario y orador tribunicio, lo que no obstó para que Roma lo matriculase de santo, se presentó, trompeta en mano, en el valle de la cita.

-Ya no aguanto más a esa canalla ingrata que sólo me proporciona desazones. Convoca, hijo, a Juicio Final.

Y Vicente Ferrer, tras hacer buen acopio de aire en los pulmones, largó un trompetazo que repercutió en ambos polos.

Y de todas partes, más o menos presurosos, acudían los muertos, abandonando sus sepulturas, a la universal convocatoria. Pero corrían las horas y el Juicio no tenía cuando principiar, y Vicente, falto ya de fuerzas, apenas hacía resonar el instrumento. Al fin dijo:

-Señor, no puedo soplar más.

Y la trompeta se le cayó de la mano.

-Haz un esfuerzo, Vicente, y sigue tocando llamada y llamada. El Juicio Final no puede comenzar, porque todavía falta un pueblo. ¡Vaya una gente para remolona y perezosa! -murmuró el Supremo Juez.

-Si no es indiscreta la pregunta, ¿puede saberse, Señor, qué pueblo es ese?

-El de Lima, Vicente, el de Lima.

-¡Ah, Señor! Si lo esperas, ya tienes para rato. Ese pueblo no despierta de su sueño ni a cañonazos. Los limeños no se levantan.

-Pues entonces, declaro abierta la sesión.

Y cata que, si la profecía no marra, los limeños seremos los únicos humanos sobre los que no caerá premio ni castigo en la hora suprema del gran Juicio. ¡Válganos Santa Pereza!

XIII - Órdenes para el infierno

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Nada más frecuente que tropezar por esas calles con un amigo que, tras la empuñada de manos y obligadas frases de saludo, nos dice:

-Chico, órdenes para París.

-Feliz viaje, grata residencia por allá, que escribas en llegando, y pronto regreso. ¡Abur!

Pero lo que a nadie se le pasa por las mientes es que haya habido prójimo capaz de pedir órdenes para el infierno; y esto precisamente es lo que, comprobado con el testimonio de un cronista de convento, antojáseme hoy sacar a plaza.

D. Olegario Fernández era por los años de 1720 un honrado andaluz, vecino del Cuzco. Tesonero para el trabajo y ajeno a vicios, acosábale tan aviesa fortuna que, no embargante vivir echando el quilo de ocho a seis, maldito si medrar conseguía con la presteza que él deseara.

Pisto a pisto y gastando paciencia y fuerzas, llegó al cabo de años a ver juntos cinco mil duros. Creyendo con ellos asegurada su vejez, resolvió abandonar el Perú y trasladarse a España, con la firme decisión de dar descanso a sus huesos en el rincón de Andalucía donde naciera.

D. Olegario vio las dificultades que se le ofrecían para transportar hasta Lima y de allí a la metrópoli zurrones con moneda, y decidió comprar dos barras de plata.

Era la época en que los receptores del Cuzco, después de cobrada la contribución, acostumbraban remitir a Lima, convertido en barras, el sudor de los pobres indios contribuyentes. La remesa se hacía a lomo de mula tucumana y con crecida escolta de soldados.

El andaluz quiso aprovechar de la oportunidad, y entre las cuarenta mulas conductoras de barras marcadas con la R, inicial que indicaba ser ellas propiedad del real tesoro, iba la cargada con las dos barritas de Fernández.

Púsose la comitiva en viaje, y éste durante muchos días fue completamente próspero.

Una mañana dispusiéronse los conductores a pasar el peligroso puente del Apurimac, que a la sazón traía gran caudal de agua. El puente es de los conocidos con el nombre de colgantes y formado por palos y mimbres entretejidos.

Los viajeros iban con el credo en la boca, que el respetable Apurimac no soporta bufonadas. El puente oscilaba como una hamaca suspendida sobre un abismo. De pronto lanzaron todos un grito espantoso que repercutió en las concavidades de los cerros.

Una de las mulas había pisado en falso y caído en el precipicio. Viósela rebotar sobre las peñas y luego ser arrastrada por la terrible corriente.

D. Olegario se puso pálido como un cadáver. La mula perdida era la que conducía su fortuna, el fruto de toda una existencia de fatigas y privaciones.

En un minuto vio el infeliz desvanecidas sus ilusiones de pasar la vejez sin miedo a los horrores de la mendicidad. Considerose ya sin fuerzas para ganar el pan y seguir peleando la batalla de la vida: la fe lo abandonó; la desesperación hizo presa en su espíritu, borrando en él las consoladoras creencias del cristiano, y volviéndose a sus compañeros de viaje les dijo:

-Caballeros, órdenes para el infierno.

Y el andaluz se precipitó en el abismo.


XIV - Palabras sacan palabras

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Es D. Bernardino Velasco y Pimentel, duque de Frías y conde de Peñaranda, el autor que en su entretenido libro Deleite de la discreción me proporciona el asunto de la tradicioncita que va a leerse. Hágolo constar por lo que potest.

Tuvo el Cuzco allá en el pasado siglo un obispo de pobre meollo, pero muy ensimismado, y que al más guapo le plantaba una fresca en sus peinadas barbas si era lego, o una púa en el cerviguillo si era tonsurado. Y con tanto se quedaba el agraviado; porque ¿quién iba a atreverse, en esos tiempos, a contestar con otra fresca a todo un mitrado? Él tenía a gala faltar al respeto a todos, sin recordar que existe un refrán que dice: «razones sacan razones».

Vacó en cierta ocasión una canonjía, y un cura que se creía con antigüedad, títulos y ciencia y suficiencia para obtenerla, fuese al obispo y manifestole cortésmente y sin muchos rodeos su pretensión. Su ilustrísima, que había amanecido malhumorado o a quien no fue simpático el prójimo, le contestó con tono agrio:

-No se le puede recomendar: váyase y déjeme en paz.

-¿Tengo acaso inconveniente canónico, ilustrísimo señor? ¿Por qué no se me puede recomendar? -insistió el agraviado.

-Porque no me da la gana, señor majadero, y lárguese, que más claro no canta un gallo.

La injusticia y la tosquedad de la respuesta empezaron a sulfurar al pretendiente. Revistiéndose, sin embargo, de calma, repuso:

-Aflígeme, ilustrísimo señor, que esa no sea razón para desairarme.

El obispo era de aquellos engreídos que no toleran réplica, por moderada que ella sea, y levantándose del sillón se encaminó a su dormitorio.

La nueva grosería acabó de irritar al cura, quien se le interpuso diciéndole:

-Atiéndame, señor obispo, que su deber es escucharme.

El obispo lo miró de arriba abajo y le dijo bufando de cólera:

-Paso libre a su prelado, monigote atrevido, y sépase que aunque lluevan canonjías no le ha de tocar ninguna.

El cura se hizo a un lado para dejar libre el paso, y con voz calmada contestó:

-Gracias a Dios, señor obispo, que si llueven albardas no escapa su señoría ilustrísima de que lo toque alguna.

El obispo se había encontrado, al fin, con la horma de su zapato. Dio un portazo y se encerró en el dormitorio.

XV - Un asesinato justificado

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Alcalde de corte en 1752 era el licenciado D. Gonzalo de Vallés.

Una mañana encaminose a la cárcel de la Pescadería para despachar con destino al presidio de Chagres trece condenados a expiar allí sus delitos durante quince años.

Habíase permitido a los deudos de esos infelices que para despedirse de ellos penetrasen en el patio de la cárcel, y son para imaginadas más que para descritas las dolorosas escenas que allí se realizaron.

Despidiéndose de uno de los reos, sentenciado por ladrón y asesino, hallábase su hermana, una bellísima mulata, la que se arrojó a los pies de D. Gonzalo pidiéndole la libertad del pez. El demonio de la lujuria mordió los sentidos del licenciado, y a trueque de los apetitosos favores de la muchacha, convino en sacrificar sus deberes de juez y su conciencia de hombre.

Pero presentábase una pequeña dificultad. Siendo trece los condenados, había que arbitrar la manera de no cambiar el fatal número.

El Sr. de Vallés mandó poner preso al primer pobre diablo que pasara por la calle, y haciéndose sordo a sus protestas lo envió, poco después de oraciones, al Callao en trahilla con los doce pícaros. El buque que debía transportarlos al presidio zarpó aquella misma noche.

El sustituto del hermano de la que por su belleza pasar podía por tentación encarnada, era un honradísimo leñador, que dejaba mujer e hijos, ignorantes del cruel destino que le había cabido.

Quince años pasó el infeliz en Chagres devorando en silencio su amargura, pero acariciando un pensamiento de legítima venganza.

En 1767 ocupaba ya D. Gonzalo de Vallés plaza de oidor en la Real Audiencia de Lima; y una tarde en que regresaba de su cotidiano paseo por la Alameda, al pasar bajo el arco del Puente arrojose sobre él un hombre, y clavándole un puñal en el pecho, le dijo:

-Yo soy Tomás el leñador, a quien tuvo su señoría quince años en el presidio.

Y empapándose las manos (dice el proceso que extractamos) en la sangre caliente que a borbotones salía de la herida, y bañándose con ella la cabeza, exclamó con una espantosa carcajada:

-¡Ya me lavé las canas que me salieron en el presidio de Chagres!

Pero en el acto Tomás fue sentenciado a horca, cortándole antes el verdugo la mano derecha. Y habríase cumplido la terrible sentencia a no existir en la escolta del virrey Amat un soldado, hijo del leñador, quien puso en antecedentes a su excelencia.

A pesar del empeño de los oidores por vengar la muerte de su compañero, el justificado Amat envió la causa a España, y en 1769 volvió ésta con el real y definitivo fallo.

Su majestad declaraba que el oidor Vallés había sido muerto en buena ley, y que de sus bienes se pagara a Tomás durante su vida una pensión de diez pesos fuertes al mes.

Los documentos que comprueban este rápido relato se hallan en uno de los códices del Archivo Nacional; advirtiendo que hemos cambiado el nombre del oidor por motivo fácil de adivinar.

XVI - La calle de la Manita

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Al costado del colegio del Espíritu Santo, donde hoy se educan soldados para esta patria bullanguera, hay una calle completamente deshabitada, pues en ninguna de sus aceras se ve casa ni covachuela. Si ahora la tal calle, a pesar del gas, tiene de noche algo de fatídica, imagínense ustedes lo que sería a mediados del siglo pasado, cuando aún no se había establecido en Lima ni siquiera el alumbrado vergonzante que en 1778 vino a hacer menos densa la lobreguez de la ciudad.

Yo recuerdo que antes que se hubiera generalizado en Lima el uso de los fósforos, necesitábase, para encender una vela, de eslabón, yesca y de la mecha azufrada conocida con el nombre de pajuela. Y como no siempre se encontraban a mano estos utensilios, era general costumbre en las casas de Lima que al anochecer fuese un criado a encender la primera velita de sebo en la pulpería de la esquina. Inherente al cargo de pulpero era la obligación de proporcionar lumbre al vecindario; así es que desde el toque de oración hasta las siete de la noche era cada pulpería un jubileo de gente que decía: «Vengo a encender una velita». ¡Benditos sean los fósforos que han venido a ahorrar trajín a los pulperos!

Rara era, sin embargo, la calle donde no lucía en la pared la imagen de un santo o santa alumbrada por lamparillas de aceite, a las que algún devoto vecino cuidaba de dar alimento, y en aquella a que me refiero había uno de esos nichos con farolillo pendiente de una cuerda sujeta a un gancho de hierro.

De repente cundió en Lima la novedad de que en la blanca pared que daba marco al nicho se veía una mano negra, peluda y con garras, que llamaba a los transeuntes, y durante meses y meses no hubo guapo que entrada la noche se aventurase a pasar por la calle. Aun los que cruzaban por la esquina hacíanlo volviendo el rostro al lado opuesto; y hembras y hasta barbudos hubo acometidos de soponcio o erizamiento de pelo, porque una pícara curiosidad los había forzado a mirar hacia el nicho. ¡Bien hecho! ¿Quién los metía a averiguar lo que no les interesaba? Cuchillito que no corta, ¿qué te importa? Eso está bueno para un tradicionista, un gacetillero o cualquier otro pájaro de pluma, inclusive un escribano.

De suponer es si el terror tomaría creces y si ello sería tema obligado de conversación, en una sociedad en que no se agitaban los ánimos sino cuando se trataba de elecciones de abadesa o prelado de convento, o cuando llegaba el cajón de España con cartas y gacetas de Madrid. Hoy el mayor suceso envejece a las veinticuatro horas; mas entonces se mantenía fresquito y chorreando leche durante un año por lo menos.

Pero a riesgo de despoetizar a la calle de la Manita, propia de suyo para citas y reconcomios de enamorados y cuchilladas de zafios, o para que en ella dejen al prójimo más liviano de ropa que lo que anduvo Adán antes de que se le indigestase la manzana, diré que maldito si hubo nada de maravilloso en lo que la superstición de nuestros abuelos abultó tanto.

La cosa fue de lo más trivial que cabe, y aflígeme explicarla, porque despoetizando a la calle suprimo argumento para un drama romántico patibulario.

Roto uno de los cristales del farolillo, el económico devoto lo reemplazó con una hoja de papel. El remiendo no debió ser hecho muy en conciencia, porque a poco se desprendió un trozo; y al oscilar, movida por el viento, la cuerda de que pendía el farolillo, sucedía que por intervalos proyectaba en la pared la sombra más o menos caprichosa del papel.

Un miedoso creyó ver en esta sombra la forma de una mano; otro que tal la vio peluda, y un tercero la descubrió las garras. Y tanto se habló de esto, que todo el vecindario de Lima, nemine discrepante, se persuadió de que el diablo andaba suelto y haciendo de las suyas por la que desde entonces se conoce con el nombre de calle de la Manita.

XVII - La calle de las aldabas

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A la hora en que acaeció el terremoto de 1746, hallábanse congregados algunos fieles, en junta de hermandad o cofradía, en la iglesia parroquial de San Marcelo. La puerta principal del templo estaba con cerrojo, y sólo el postigo permanecía abierto.

La confusión y espanto que el temblor produjo entre los del concurso fueron tales, y tanta la prisa por alcanzar al postigo, que el primero que lo consiguió, sin darse cuenta de lo que hacía, trájoselo tras sí cerrando de golpe. No hubo forma de abrirlo.

Por fortuna no se derrumbó pared ni cayó viga, y apenas hubo dos o tres cabezas magulladas por los pedazos de torta que del techo se desprendieron. La catástrofe pudo ser mayor.

Pero entre nosotros, así hoy como en tiempos del rey, la policía acude siempre con irreprochable puntualidad al lugar donde se ha cometido un robo, un asesinato u otra fechoría... cuando ya no se la necesita. Y lo que digo de la policía lo aplico también a las medidas precautorias. Siempre son tardías: después de caído medio techo, se nos ocurre apuntalar lo que queda. Fue preciso el peligro de morir aplastados en que se vieron los cofrades de San Marcelo, para que el virrey y el arzobispo y el Cabildo cayeran en la cuenta de que era conveniente en todos los templos remachar aldabas en la parte interior de las puertas. Así, aunque se cerrasen de golpe, con sólo tirar del aldabón se abrirían.

Contratose la fabricación de aldabas con un famoso discípulo de Vulcano, cuya fragua estaba situada en un solar que forma el ángulo opuesto a las esquinas de Beytia y Melchor Malo.

El herrero adornó su puerta, por vía de muestra, de aviso o de reclamo, como hogaño decimos, con varias aldabas, y desde entonces quedó bautizada esa calle con el nombre con que la conocemos.


XVIII - Como San Jinojo

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Nadie como el padre Urbano Rodríguez, natural de Huancavelica, pudo decir con más propiedad: «Si se me antoja, vuelo; si se me antoja, nado».

Jesuita y profeso de tercer voto fue, allá por los años de 1759, juzgado por sus superiores en el Perú y expulsado de la Compañía, y gracias que no le dieron chocolate. Carácter atrabiliario debió tener Rodríguez, pues en un paquete de cartas que entre los papeles relativos a los jesuitas existen en el Archivo Nacional, hemos leído una, firmada por él, en la que colma de injurias a otro padre, habla de haber sufrido a pan y agua muchos meses de encierro, y de que, desesperado, apuró un veneno, salvándolo de sus efectos lo vigoroso de su constitución. Entre las Cartas annuas de la Compañía, que manuscritas se encuentran en la Biblioteca, hay una en la que se enumera al padre Urbano entre los sacerdotes turbulentos. Las Cartas annuas son informes personales que los superiores en Lima y Méjico pasaban al general de la orden en Roma. Lástima es que la colección de Cartas annuas no esté completa, pues faltan no pocas.

Sigamos con el padre Urbano. Él no hizo gran caso de la sentencia, y con traje de clérigo continuó viviendo en Huancavelica, donde su familia disfrutaba de cómodo pasar.

Pero el general de la Compañía desaprobó la expulsión y dispuso que la oveja volviese al aprisco, a lo que el padre Urbano decía: «Tanto da, ni gano ni pierdo».

Entre si cumplo o no cumplo estaba el superior del convento de Huancavelica, cuando aconteció la expulsión de los jesuitas.

El padre Rodríguez se llamó entonces a clérigo. «¿Qué me va ni qué me viene -decía- con los jesuitas? ¡Maldito si tengo concomitancia con ellos!»

Pero el gobierno no lo entendió así; y por si era o no era jesuita, lo empaquetaron en el navío Brillante, y marchó a Europa, bajo partida de registro, con sus demás compañeros de infortunio que durante la navegación lo mascaban y no lo tragaban. Era jesuita para el castigo, y no lo era para el espíritu de cuerpo.

Pero al llegar a Europa diose el padre Urbano tales trazas, que a poco consiguió real licencia para regresar a América, pues su majestad lo consideraba como extraño a la Compañía de Jesús.

Ésta gestionó en Roma, y sostuvo que si el padre Urbano había estado a las maduras, debía también estar a las duras: que siendo profeso de tercer voto, no podía desligarse sin incurrir en apostasía, y que debía regresar a seguir la misma suerte de sus hermanos en Cristo. Parece que estas razones hicieron fuerza en el ánimo del Padre Santo y aun en el del monarca español; porque al cabo de un año de estar Rodríguez en la patria, recibió el virrey orden para volverlo a enviar a España.

El pobre padre se encontraba como el alma de Garibay o como San Jinojo, entre este mundo y el otro, entre el cielo y el infierno. Era y no era jesuita. Y para colmo de desdicha se veía amenazado de vivir yendo y viniendo como el cerrojo; y su paternidad, viejo ya y achacoso, no estaba para esos trotes. No le quedaba más camino de salvación que morirse, y eso fue precisamente lo que hizo.

Tal es la historia del único jesuita que regresó al Perú después de la expulsión de su orden en el siglo pasado.

XIX - Carencia de medias y abundancia de medios

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A principios de 1788 recibió el excelentísimo señor virrey D. Teodoro de Croix comunicaciones reservadas de la corona, en las que se le prevenía pusiese al país en estado de defensa, por ser probable una ruptura de relaciones con Inglaterra. A pesar del misterio con que su excelencia quiso manejarse, no hubo de ser éste tan guardado que no lo traslucieran algunos del alto comercio, como hoy se dice, para sacar partido en provecho propio.

Al año siguiente, y después de algunos meses en que no fondeaba en el Callao buque con procedencia de España, llegó la Santa Rufina, fragata salida de Cádiz con valioso cargamento y que milagrosamente había escapado de caer en poder de los cruceros ingleses.

Entre las mercaderías venían consignadas a D. Silvestre Amenabar, del comercio de Lima, dos cajones con doscientos cuarenta pares de medias de mujeres de la banda; pero los empleados de aduana las declararon contrabando; pues, según su leal saber y entender, no eran salidas de fábrica española.

Amenabar entabló reclamación; se nombró para nuevo reconocimiento a dos de los comerciantes más notables; y éstos, después de prestar juramento y de examinar hilo, tejido, marcas y contramarcas, fallaron contra la opinión de los aduaneros.

El virrey resolvió entonces que se depositasen los dos cajones en la aduana y que con copia del expediente se enviasen muestras a España para que Carlos III sentenciase; e igual medida se adoptó con otros cuatro cajones, conteniendo quinientos setenta y seis pares, consignados a don Manuel Zaldívar, almacenero del portal de Escribanos.

Corrieron diez meses en estas y las otras, y las limeñas estaban dadas a la diabla. No iban a bailes, ni a visitas, ni a procesiones, ni al teatro, porque no podían presentarse con medias zurcidas o con las de acuchillados de pajarito.

Empeños van y empeños vienen, y su excelencia cada día más erre que erre. Las limeñas se pusieron en plena rebelión contra los hombres, que eran unos tetelememes; pues se aguantaban sin hacer revolución contra un gobernante tan poco amable con el bello sexo.

¡Digo si había motivo, y sobrado, hasta para ahorcar a su excelencia! ¡Privar a las limeñas de un artículo de primera necesidad! ¡Por menos tendríamos hoy crisis ministerial! Ya se ve. Como el virrey no era casado ni mujeriego, no entendía de exigencias femeniles.

Al fin, los comerciantes, recelando que las limeñas, cansadas de guerra de lengua, se alzasen a mayores, propusieron dejar en las reales cajas, por vía de fianza, diez mil pesos mientras llegaba el fallo del monarca, propuesta a que el virrey se avino. Y cesó así un conflicto que de otra manera no habría tenido término sino en 1790, que fue cuando volvió la causa resuelta en favor de los comerciantes. De fijo que estos sujetos fueron agripinos o nacidos de pies, condición que diz que trae dicha futura.

Este proceso ha servido de tema a mi amigo Manuel Concha para uno de sus más espirituales artículos.

En la cuestión los que verdaderamente ganaron, y gordo, fueron los mercaderes. Cada par de medias se vendió en dos onzas de oro, y en ocho días estuvo realizado el cargamento.

XX - ¡Mata! ¡Mata! ¡Mata!

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D. Alonso González del Valle, creado por Fernando VI en 1753 primer marqués de Campoameno, poseía una hacienda de viña, tenida por la más valiosa de Ica. Ochocientas piezas de ébano y azabache, vulgo esclavos, estaban de seis a seis en la pampa y en el lagar, dando al amo anualmente una ganancia líquida de cuarenta mil duretes.

Si la hacienda hubiera contado con abundancia de riego, habrían sido incalculables los provechos del dueño; pero, desgraciadamente para él, en la época de escasez de agua había que disputar ésta y andar a balazos con los demás agricultores de la comarca, cosa que hoy mismo sucede con frecuencia en la costa del Perú, donde las lluvias son escasas y los ríos tacaños.

Parece cuento; pero por causa del agua han ido muchos prójimos a ver la cara a Dios sin ayuda de médico ni boticario.

En uno de esos años calamitosos quiso el marqués apropiarse algunos riegos a que sus vecinos se creían con perfecto derecho. Armáronse éstos, fueron una noche a la toma y soltaron el agua. Acudieron los ochocientos negros del marqués, acaudillados por el mayordomo Juan Pastrana, y trabose descomunal batalla.

El mismo marqués, caballero en un brioso alazán, metiose entre los suyos, alentándolos con este grito: «¡Mata! ¡Mata! ¡Mata!»

Ocho o diez muertos y doble número de heridos resultaron de esta zinguizarra, y a no venir el alba y con ella el corregidor, Dios sabe si habría quedado vivo combatiente que contase el lance. Eso fue más serio que batalla de clubes en tiempo de elecciones democráticas.

La autoridad procedió a levantar una sumaria información; y de ella, si bien no resultaba muy claro que el marqués hubiera sido el provocador del alboroto, en cambio no quedaba pizca de duda que había azuzado a su gente; pues doscientos testigos, libres de tacha legal, declaraban haberlo visto a caballo y oídolo gritar sin descanso: «¡Mata! ¡Mata! ¡Mata!»

Llamado el marqués a declarar, dijo que era cierto que se había encontrado en medio del barullo; pero que, lejos de echar leña a la hoguera, no había hecho más que llamar a su mayordomo para ordenarle que aquietase los ánimos.

-Mala manera de aquietar -arguyó el juez- empleaba su señoría gritando ¡mata! ¡mata!

-Es claro, señor juez, yo llamaba a mi mayordomo.

-¡Para mi santiguada! ¿No es Juan Pastrana el mayordomo de su señoría?

-Exacto, señor juez, exacto. Juan de Mata Pastrana..., ¡un buen muchacho por mi fe!..., y lo mismo da para mí llamarlo por su apellido que por cualquiera de los nombres. No es culpa mía que los negros hayan confundido con una orden lo que no era sino un llamamiento.

-¡Hum! ¡Hum! -murmuró el juez rascándose la punta de la nariz. Y volviéndose al escribano, le dijo:

-¿Qué le parece a usted, D. Radegundo?

-Me parece... me parece... contestó con voz gangosa el cartulario -que hay que poner auto de sobreseimiento, que el descargo que da mi Sr. D. Alonso es más que suficiente para que la justicia se dé por satisfecha.

Despidiose el acusado, dio la mano al juez y al cartulario, y es fama que, al estrechar la de éste, le dejó entre las uñas un cartuchito de peluconas.

Y no se volvió a hablar más de proceso.

Y los muertos fueron al hoyo, los heridos al hospital, y D. Alonso González del Valle, primer marqués de Campoameno, siguió en la hacienda sacando el quilo a los negros y echando más barriga que fraile con manejo de rentas conventuales.

XXI - La casa de las penas

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Hasta 1840 había en la parroquia de Santa Ana una casa que nadie quería habitar por miedo a duendes y ánimas del otro mundo que se habían posesionado de ella. Contaba el vecindario que a media noche oíanse en el interior ruido de cadenas, golpes y gemidos.

La autoridad de policía sospechó en una época que el destartalado edificio era albergue, si no de monederos falsos, por lo menos de conspiradores, y en consecuencia practicó minucioso registro. Tiempo y trabajo perdidos. La casa de las penas continuó con su mala fama hasta que el propietario tuvo a bien darla gratis por cinco años a un francés, hombre de pelo en pecho, quien probablemente les metió el resuello a los duendes, porque de entonces acá no han vuelto a asustar a nadie.

Pero como toda hablilla es hija de algo, he aquí la verídica historia que hemos alcanzado a saber.

A fines del pasado siglo era arrendatario de la casa un clérigo a quien la gente del barrio veía salir con regularidad por la mañana y regresar a las cinco de la tarde. La puerta de calle estaba siempre cerrada, y sólo se abría para dar paso a un negro viejo, que seguido de un perro se encaminaba al mercado o a la pulpería de la esquina en busca de provisiones. Después de ellos, alma viviente no transpuso nunca el dintel de la puerta.

Por mucho que aguzaron el ingenio los curiosos vecinos, jamás pudieron sacar del fámulo palabra que viniese a dar un rayo de luz sobre el misterio de la casa.

Al cabo de tres años, una noche, después de las doce, creyó una vieja de la vecindad oír llanto de mujer, gritos de socorro y misericordia, y más tarde los aullidos lastimeros de un perro. Al día siguiente charló sobre el caso con las comadres del barrio, y creció la alarma al afirmar el pulpero que en esa mañana no se había abierto la puerta de la casa, ni salido el negro a comprar pan, ni vístose la sotana del clérigo.

A las seis de la tarde no se hablaba de otra cosa entre los habitantes de la feligresía de Santa Ana; y tanto hubo de cundir la alharaca, que llegó a oídos del alcalde de barrio, quien, seguido de alguaciles, dirigiose a la casa, y cansado de golpear, mandó romper la puerta.

Horrible fue el espectáculo que se ofreció a su vista.

Una mujer joven, y en quien la muerte no había aún destruido signos de belleza, yacía en el suelo acribillada a puñaladas.

La justicia se echó, como era natural, a hacer averiguaciones, y todo lo que pudo sacar en limpio fue que hacía tres años había sido robada de la Casa de huérfanos una bonita muchacha de diez y ocho abriles.

En cuanto al asesino y al motivo que lo impulsara al crimen nada pudo descubrirse. El clérigo y su criado desaparecieron, sin que volviera a tenerse noticia de ellos.

Desde ese día, y casi por medio siglo, permaneció deshabitada la casa que fuera teatro de tan misteriosa tragedia, y el supersticioso pueblo la bautizó con el nombre de casa de las penas.

XXII - Una lección en regla

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Pocos meses antes de la batalla del Portete de Tarqui encontrábase el ejército peruano acantonado en Tambo-grande, hacienda del departamento de Piura.

Habíanse improvisado cuarteles o canchones para la tropa, y la oficialidad ocupaba ranchos construidos con estacas de algarrobo, estera y mimbres.

El presidente de la República hallábase a la cabeza del ejército, compuesto en su mayoría de los vencedores en Junín y Ayacucho.

En la vida de campaña, sin los goces que proporciona la permanencia en las grandes ciudades, el juego es la única distracción del militar.

En vano el mandatario, para extinguir ese vicio, amonestaba a la oficialidad, imponía arrestos y severos castigos, promulgaba órdenes generales y recomendaba a los jefes de cuerpo rigurosa vigilancia. Éstos eran también desenfrenados jugadores, y por lo tanto indulgentes con el pecador.

La tienda del comandante X... era un pequeño espacio de tres varas cuadradas, en cuyo centro levantábase una tosca mesita, formada de una tabla puesta sobre cuatro puntales enterrados en el suelo.

Una bujía de sebo, colocada en una bayoneta, alumbraba a veinte oficiales allí reunidos y cuya vida toda estaba reconcentrada en el par de dados que evolucionaban sobre el verde tapete.

Por aquellos tiempos las pagas eran escasas, y los pobres militares no podían hacer paradas mayores de dos o cuatro pesos. Juego roñoso y de chingana.

Hubo un momento en que el juego tomó calor. Tratábase de veinte pesos, la mayor posta de la noche, y los dados andaban remolones para decidirse por las facetas del azar o de la suerte.

La ansiedad era unánime, y todas las respiraciones estaban en suspenso.

De repente oyose una voz que dijo: «¡Más!»

Y sobre el grupo de apiñadas cabezas dejose ver un brazo, en cuya manga relucían los entorchados de general, y una mano que puso sobre el tapete una onza de oro. Los jugadores se quedaron petrificados.

Aquel nuevo y rumboso jugador era el excelentísimo señor gran mariscal don José de La-Mar, primer presidente constitucional del Perú.

El sagaz y prudente jefe recogió luego su moneda, y sin pronunciar una palabra de reconvención se retiró de la tienda.

La lección fue más eficaz para aquellos bravos y pundonorosos soldados de la patria vieja, que una resma de órdenes generales y que todos los artículos de la ordenanza. Desde ese día no se volvió a jugar en el ejército que hizo la heroica aunque por mil motivos desgraciada campaña de Colombia.

XXIII - Un marido feroz

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Funestísima cosa es tener por media naranja complementaria mujer celosa que lo saque a uno de sus casillas haciéndole perder los estribos del juicio y cometer una barbaridad de las gordas. Y para que no digan ustedes que he fulminado un aforismo autoritario, voy en comprobación a contarles algo acaecido en Arequipa por los años de 1835, si bien en cuanto a nombres me veo en el caso de cambiarlos.

Domitila era para Radegundo todo lo que había que ser de celosa, y aquel hogar ardía y andaba dado a mil demonios. Valgan verdades, Radegundo no jugaba limpio; pues aunque papel quemado, no olvidaba sus viejas mañas de soltero, y andaba siempre tras las faldas como gato tras el bacalao truchuela y oliscón.

Un día desapareció del cofre de Domitila un precioso anillo de brillantes, y como ella conocía las uvas de su majuelo, no necesitó consultar adivina para saber que el tunante del marido había hecho emigrar la alhaja para regalarla a alguna de sus concurbitáceas, como decía una vieja de mi barrio. Y por causa del maldito anillo se armaba todos los días la tremenda en el matrimonio, y él zurraba a ella la badana, y ella le convertía a él la cara en mapamundi a fuerza de araños.

Una noche en que Radegundo se recogió, como de costumbre, con la cabeza no muy firme al domicilio conyugal, asaltolo furiosa su costilla con la acusación de que ya sabía en manos de cuya persona estaba su anillo, y que iba a hacer y a tornar, y que traca y que barraca, y qué sé yo. El marido, que era de los que dicen primero muerto que confeso, negó hasta la pared del frente; pero tuvo que arriar bandera cuando Domitila le dijo:

-Yo lo he visto en mano de la Carmela.

-¿Con qué ojos, mujer?

-Con estos que Dios me dio y que no tienen cataratas.

-Pues te juro que con esos ojos no volverás a ver.

Y el malvado cumplió aquella misma noche su juramento.

Aprovechando del profundo sueño de su mujer, la ató con una cuerda al lecho, y con una cuchilla la sacó los ojos.

La justicia logró al fin apoderarse del delincuente y lo aposentó en la cárcel.

Este crimen dio tela a los poetas de Arequipa para hilvanar yaravíes y zurcir romances. Impreso hemos leído uno, del que sólo recordamos estos versos:

«Cerca de Santa Teresa,
mató la luz de unos ojos
el que llamarse debía
antes verdugo que esposo».


Los tribunales condenaron a muerte a Radegundo, e iba ya en camino de ejecutarse la sentencia, cuando estalló por causa política uno de los escandalosos bochinches populares que son frecuente comidilla entre los hijos del Misti. Resultado inmediato del barullo fue la evasión de todos los reos que en la cárcel estaban.

Radegundo dio con su humanidad en Cochabamba, donde, agobiado por el remordimiento y la miseria, murió en un hospital a fines de 1842.

XXIV - Un tiburón

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«Conózcase en Ayacucho
que si gran ladrón fue Caco,
no sirve ni para taco,
comparado con Perucho».


Esta redondilla era popular en Guamanga, allá por los años 1841 a 1843, años de mesa revuelta y anarquía perenne, en que tuvimos más presidentes que cosquillas: Menéndez, Torrico, Vidal, Vivanco, Elías, LaFuente, Nieto, Castilla, y qué sé yo cuántos más. Todo el que quería, con tal que tuviese cuatro soldados y un cabo a su disposición, se proclamaba presidente.

Pero ¿quién era Perucho, el de la copla? A eso vamos. Era un capitán que más mentía que comía, y que si comía era para seguir mintiendo. Ítem, tenía más uñas que un gato, y como oficial documentario levantaba batallones con la pluma... y no con hombres.

Al pasar por Ayacucho uno de tantos presidentes con el patriótico propósito de echar abajo al otro, Perucho se puso en facha de hacer el bien del país y a la vez el suyo propio. Presentose al caudillo, y éste lo nombró gobernador de un pueblo, autorizándolo para que, si llegaba a ser preciso meter el resuello a algunos demagogos, y armase hasta una compañía de voluntarios... por fuerza.

En el pueblo no se movía una paja ni se ocupaba nadie de partidos. Los vecinos eran de la mismísima pasta del que dijo en un romance:

«Ni cura que me trasquile,
ni señorón que me mande,
ni verdugo que me azote,
jamás habrán de faltarme».


En esta conformidad, tanto se les daba del presidente Tiquis como del presidente Miquis. ¡Viva el que venza! Pero a Perucho no le hacía esto cuenta, y armó hasta quince soldados y puso ciento en las listas de revista.

A pocos días volvió a pasar el caudillo por el pueblo, y después de oír con cachaza un adulatorio speech o discurso que le espetó Perucho, le preguntó:

-¿Y cuántos hombres tiene la guarnición, señor capitán?

-Ciento quince, mi general -contestó con mucho aplomo el interrogado.

-Pues, Perucho, te pagaremos los quince del pico, y me voy largo, que tú tienes más años de tiburón que de servicios.

Y el general espoleó su caballo, dejando aliquebrado al tiburón.

XXV - El judío errante en el Cuzco

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En 1856 el tifus hizo estragos en el departamento del Cuzco. Calcúlase en más de cien mil el número de los que sucumbieron víctimas de la epidemia. El gobierno envió desde Lima una comisión de médicos, a órdenes del doctor Garviso, bien provistos botiquines, dinero y cuanto auxilio pudieran necesitar los epidemiados.

A la sazón era lectura muy popular en el Perú la novela de Eugenio Sue, titulada El Judío Errante, y alguna casa editorial de Madrid o Barcelona había hecho una edición económica que con profusión circulaba en el país; amén de que El Comercio, de Lima, en su folletín publicara pocos años antes la famosa novela.

Según el escritor francés, el terrible flagelo conocido por cólera asiático es obligado compañero en la eterna peregrinación del zapatero de Jerusalén, a quien los pueblos españoles no llaman Ashaverus, sino Juan Espera en Dios, viajero que, ateniéndonos a los cuentos de viejas, recorre el mundo llevando en el bolsillo una moneda romana equivalente a real y medio, capital tan inagotable para el infeliz judío como para nuestros bancos de emisión la fábrica de billetes, a pesar de las incineraciones y demás trampantojos fiduciarios.

A muchos de los habitantes del Cuzco se los encajó entre ceja y ceja que aquella espantosa cifra de mortalidad no era producida por el tifus, sino por la presencia del huésped que llevaba a cuestas la maldición del Divino Maestro.

Una mañana presentose en el pueblo de Zurite, a ocho o diez leguas de la ciudad del Cuzco, un extranjero, ante cuyo aspecto púsoso en conmoción el vecindario. Era un hombre pálido, enjuto, apergaminado y de ceja tan espesa que casi parecía una raya negra sobre los ojos. Las señas eran fatales. El hombre era el retrato del Judío tan pintorescamente descrito por Eugenio Sue.

Alborotáronse los vecinos de Zurite y el viajero fue a la cárcel, mientras sumariamente se resolvía lo que con él sería oportuno hacer.

En vano el infeliz dijo que era español, que se llamaba Francisco Anselmo de Mendoza, que había estado en Jauja convaleciendo de una afección pulmonar y que, restablecido ya, no quería abandonar la sierra sin visitar antes los monumentos de la imperial ciudad de los incas.

-¿A nosotros con esas? -dijeron los de Zurite.- ¡No somos tan bobos! Maldita la falta que nos hacía su visita. Ya quedará usted escarmentado, compadre, y pagará por junto las que ha hecho en el mundo.

Y tanto por castigar al que fue despiadado para con Cristo en el camino al Gólgota, cuanto por vengarse del que creían portador de la peste, encendieron una hoguera en la plaza y achicharraron en ella al desventurado chápiro. Con esto los de Zurite creyeron haberse conquistado la gratitud del universo-mundo.

En seguida repicaron campanas, quemaron cohetes, se entregaron a grandes festejos y el gobernador o alcalde pasó oficio a la autoridad, en el cual los de Zurite felicitaban al departamento porque, gracias a la energía de tan cristianos vecinos, la peste iba a desaparecer.

Y en efecto. ¡Vean ustedes lo que hace la casualidad!

Desde que los de Zurite quemaron al Judío Errante no volvió a ocurrir en el departamento un solo caso de peste.

XXVI - El primer buque de vapor

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D. Martín Fernández de Navarrete publicó en Madrid en 1825 dos volúmenes de una importantísima obra sobre América. Según él, Blasco de Garay, capitán de mar, presentó al emperador Carlos V en 1543 una máquina por medio de la cual embarcaciones del mayor porte pudieran navegar sin ayuda de remos ni de velas. No obstante la oposición que encontró este proyecto, el emperador, aleccionado con la que experimentó Colón en tiempo de la católica reina, resolvió que se hiciera un ensayo, como en efecto se realizó con buen éxito en el puerto de Barcelona el 17 de junio de 1513.

Garay nunca dio a conocer los detalles de su máquina; pero al tiempo de hacerse el experimento, se observó que consistía en una gran caldera de agua hirviendo y una rueda movible puesta a cada lado del buque.

El ensayo se hizo sobre un barco de doscientas toneladas, llamado La Trinidad, cuyo capitán se nombraba Pedro de Scarsa.

Por orden de Carlos V y de su hijo el príncipe D. Felipe, estuvieron presentes D. Enrique de Toledo y otros magnates, que aplaudieron la máquina y especialmente la facilidad con que viraba el buque.

El tesorero Rávago, enemigo del proyecto, dijo que sólo andaría el buque dos leguas en tres horas, que la máquina era muy costosa y complicada, y que ofrecía el constante riesgo de reventar la caldera.

Acabado el experimento, Garay quitó del buque su máquina, y habiendo depositado en el arsenal de Barcelona las piezas de madera, guardó él mismo las restantes, que acaso eran las principales.

No obstante las dificultades y oposición de Rávago, la invención fue aprobada; y si no se hubiera malogrado la expedición en que por entonces estaba ocupado Carlos V, sin duda que la hubiera favorecido. Sin embargo, ascendió a Garay, le dio en dinero doscientos mil maravedises, e hizo pagar por su tesorería todos los gastos del invento.

Hasta aquí las noticias que nos proporciona la citada obra del Sr. Fernández de Navarrete, quien asegura haberlas adquirido en los códices y registros originales conservados en el archivo de Simancas, entre los documentos públicos de Cataluña correspondientes al año de 1543.

La América, periódico interesantísimo que en 1857 publicaba en Madrid el poeta D. Eduardo Asquerino, registra un erudito artículo de don Antonio Ferrer del Río, en el cual, con gran copia de razones, sostiene este distinguido escritor que Blasco de Garay estuvo muy lejos de aplicar el vapor a la navegación, y que su invento se redujo a un barco con ruedas, a las que se daba impulso por medio de vigas y cilindros. Añade también que por documentos que existen en el archivo de Simancas, consta que en 1539 elevó Blasco de Garay a Carlos V un memorial en el cual ofrecía: « l.º Sacar buques de debajo del agua, aun cuando estuviesen sumergidos a cien brazas de profundidad, con solo el auxilio de dos hombres. 2.º Un aparato para que cualquiera pudiera estar sumergido bajo el agua todo el tiempo que le conviniese. 3.º Otro aparato para descubrir con la simple vista objetos en el fondo del mar. 4.º La manera de mantener bajo el agua una luz encendida. 5.º El medio de convertir en dulce el agua salobre». Convengamos en que si Blasco de Garay hubiera alcanzado a cumplir la mitad de las maravillas que en el memorial prometía, habría hecho más que el moderno Erickson, a quien tantos prodigios se atribuyen.

En otro número de La América, correspondiente a febrero de 1858, se lee un artículo firmado por el jefe de marina D. Miguel Lobo, quien apoya las noticias dadas por Fernández de Navarrete y refuta a Ferrer del Río.

Dejemos, pues, el punto en tela de juicio. Otros decidan si fue Blasco de Garay el primero en aplicar el vapor a la navegación.

El drama de Balzac Les resources de Quinola pinta las fatigas y contrariedades de que fue víctima Blasco de Garay. Presumo que el gran novelista francés tendría ocasión de consultar documentos relativos al maravilloso invento.

Después de Blasco de Garay, Salomón Caus hizo en Francia en 1615 una aplicación del vapor. Parece que fue desatendido, y murió loco en Bicetre.

Fue en 1807 cuando Roberto Fulton, natural de Lancaster en los Estados Unidos, construyó el Clermont, vaporcito que navegó desde Nueva York hasta Albany; y en 1814 un inglés, Jorge Stepheson, creó la locomotora, de la cual sólo en 1830 vino a hacerse aplicación práctica.

En cuanto a la hélice que ha sustituido a las ruedas de los antiguos vapores, fue invención de Federico Sauvage, francés que murió de miseria y medio loco en París el año 1857.

Generalmente se cree que los primeros vapores que han venido al Pacífico fueron el Chile y el Perú en 1840. Combatiendo este error de los contemporáneos, he aquí, en extracto, lo que refiere mi camarada Simón Camacho en su curioso libro El Ferrocarril de Arequipa.

El primer vapor que llegó a las costas del Perú fue el Telica, capitán Metrovitch, cuyo buque hizo viaje a la vela de Europa a Guayaquil; y allí recibió máquina, bandera colombiana y pasajeros.

Fue esto por los años de 1828 a 1830.

El Telica salió de Guayaquil con dirección al Callao; pero retardado en su viaje por causa de las nieblas, falto de combustible, exasperado el capitán por las quejas de los que a bordo venían, y más que todo por los desdenes de una bellísima pasajera, resolvió poner trágico fin a sus angustias. El Telica tuvo que arribar al puertecito de Huarmey, y apenas fondeado, los pasajeros se trasbordaron con sus equipajes a las canoas de los indios pescadores, dirigiéndose inmediatamente a tierra. Hallábanse ya almorzando en el tambo de Huarmey, cuando Metrovitch disparó un pistoletazo sobre un barril de pólvora e hizo volar el vapor, salvándose sólo el marinero Tomás Jump, que a nado pudo llegar a la playa. D. Tomás Jump era en 1845 uno de los más ricos comerciantes del Callao.

La relación de Camacho nos ha sido ratificada después por D. Santiago Freundt, comerciante del Callao, que fue uno de los pasajeros del Telica y testigo, por consiguiente, de la catástrofe. En ella, y en el desdeñado amorío del capitán, puede hallar vasto tema la fantasía de un novelista.

XXVII - Un fanático

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El subprefecto de Casma D. José María Terry pasó a la autoridad superior, con fecha 18 de abril de 1848, un oficio que, impreso, se encuentra en El Comercio, de Lima, correspondiente al sábado 6 de mayo. Sobre tan irrecusable documento basamos este articulejo.

Era la cuaresma del año 1848.

En todos los pueblos del departamento de Huaraz los curas predicaron sobre el pecado y el infierno y sus horrores sermones tan estupendos, que a los indios sus feligreses se les ponían los pelos de punta. La raza indígena es de suyo propensa a creer en los suplicios materiales con que diz que son afligidos en el otro mundo los que no anduvieron derechitos en este de lágrimas y zanguaraña. Además, el indio es eminentemente fanático. En punto a religión tiene la fe del carbonero, y acoge como verdad evangélica cuanta paparrucha sale de los labios, no siempre bien inspirados, del taita cura.

Tal fue el efecto de las pláticas en aquella cuaresma, que apenas si se daban abasto los párrocos para confesar penitentes, y unir con el lazo del matrimonio a muchas medias naranjas que estaban en camino de pudrirse y servir de almuerzo al diablo. Con amén, amén, se gana el Edén.

Ocurriole una tarde al cura de Yaután predicar sobre San Lorenzo y su martirio, e hízolo con tanta unción y elocuencia, que a uno de sus oyentes se le enclavó la convicción de que sólo muriendo como el santo de las parrillas, iría sin pasar por más trámites, aduanas ni antesalas, vía directa y como por ferrocarril a la gloria eterna.

Era el tal un mocetón de treinta años, que en los arrabales de Yaután habitaba una choza próxima a un bosquecillo. Oído el sermón, fuese paso a paso a su albergue, sacó una cruz de madera que allí tenía, y con ella a cuestas dirigiose al bosque.

Algunos de sus vecinos que lo tenían en concepto de maniático, lo siguieron por curiosidad, y ocultos entre las ramas del bosque pusiéronse a espiarlo. Después de clavar la cruz en el suelo, empezó el mocetón a hacinar leña, prendiola fuego, dobló rodillas y estuvo gran rato en oración De repente, y cuando la llamarada era más activa, se puso de pie y se precipitó en la hoguera, exclamando: «¡San Lorenzo me valga!»

Los curiosos vecinos corrieron a libertarlo. Llegaron tarde. El pobre fanático había conseguido morir achicharrado como San Lorenzo.

XXVIII - Truenos en Lima

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El lunes 31 de diciembre de 1877, los habitantes de Lima gozaron de un espectáculo nuevo para la gente de la generación actual que no ha tenido oportunidad para salir fuera del radio de la ciudad.

Desde las cuatro de la tarde empezó la atmósfera a cubrirse de espesas nubes, y a las cinco desprendiose sobre la ciudad una gruesa lluvia, acompañada de relámpagos, seguidos de la detonación de cuatro truenos.

Para Lima, la población excepcional en donde la lluvia no pasa de una ligera garúa, la ciudad cuyo sereno cielo no ennegrece jamás la tempestad, era verdaderamente aterrador el espectáculo que ofrecía la naturaleza en la tarde del 31 de diciembre de 1877. El año se despedía de una manera siniestra.

Con tal motivo, y para satisfacer la curiosidad de un periodista, compilamos los datos que contiene la siguiente carta:

«Me pregunta usted, amigo mío, si entre las antiguallas que registro he encontrado noticia de que el fenómeno atmosférico del lunes se hubiera, en otra época, presentado en Lima. Desde que se fundó la ciudad (1535) hasta 1803, y bajo el gobierno del virrey Avilés, creíase generalmente que no se había oído en Lima la detonación del trueno. Errónea creencia, como verá usted más adelante.

En la noche del 19 de abril de 1803 -dice un cronista- se experimentó en Lima una tempestad, con ocho o nueve truenos, de los cuales el más fuerte se dejó sentir a las once y media. Lo insólito de semejante fenómeno asustó mucho al vecindario. En noviembre se repitieron los truenos. Hubo en ese año algunos temblores, precursores de un estío muy rígido, deduciéndose de esto que el calor, la electricidad y los vientos pueden producir una tempestad en parajes donde nunca se ha visto».

Córdova y Urrutia, en sus Tres épocas, consigna también esta noticia, aunque sin avanzar en pormenores.

D. Hipólito Unanue, en su importante obra sobre el clima de Lima, da algunos detalles sobre la tempestad del 19 de abril. Dice que los relámpagos cruzaron tan próximamente a la ciudad que iluminaron las habitaciones. Notose que cesó la lluvia en la sierra, y hubo tan abundantes garúas en la costa, que las lomas se cubrieron de pasto.

D. Gabriel Moreno, en su Almanaque para 1804, después de disertar sobre las causas y efectos de la tempestad del año anterior, dice que el 13 de julio de 1552, a las ocho de la noche, se oyó en Lima un trueno fuerte y se vieron dos relámpagos, y que igual fenómeno se repitió en 1720 y en 1747. Añade que el calor en 1803 fue excesivo; pero que la salubridad pública, lejos de sufrir, mejoró notablemente.

Varios cronistas de convento hablan, a la ligera, de la tempestad del año 1552. En cuanto a las de los años 1720 y 1747 sólo las hemos visto consignadas en algunas efemérides.

El primer trueno del 19 de abril fue producido a legua y cuarto de la ciudad, y el último sobre la misma. Tan grande fue la alarma y consternación del pueblo, que al día siguiente hubo procesión de rogativa, y penitencia.

Resumen. La del lunes 31 de diciembre ha sido la quinta tempestad que ha caído sobre Lima en los trescientos cuarenta y dos años que lleva de existencia. Y no sé más sobre el asunto.