Hebaristo, el sauce que murió de amor

Hebaristo, el sauce que murió de amor (1917)
de Abraham Valdelomar


I


Inclinado al borde de la parcela colindante con el estéril yermo, rodeado de yerbas santas y llantenes, viendo correr entre sus raíces que vibraban en la corriente, el agua fría y turbia de la acequia, aquel árbol corpulento y lozano aún, debía llamarse Hebaristo y tener treinta años. Debía llamarse Hebaristo y tener treinta años, porque había el mismo aspecto cansino y pesimista, la misma catadura enfadosa y acre del joven farmacéutico de El amigo del pueblo, establecimiento de drogas que se hallaba en la esquina de la Plaza de Armas, junto al Concejo Provincial, en los bajos de la casa donde, en tiempos de la Independencia, pernoctara el coronel Marmanillo, lugarteniente del Gran Mariscal de Ayacucho, cuando, presionado por los realistas, se dirigiera a dar aquella singular batalla de la Macacona. Marmanillo era el héroe de la aldea de P. porque en ella había nacido, y, aunque a sus puertas se realizara una poco afortunada escaramuza, en la cual caballo y caballero salieron disparados al empuje de un puñado de chapetones, eso, a juicio de las gentes patriotas de P., no quitaba nada a su valor y merecimientos, pues era sabido que la tal escaramuza se perdió porque el capitán Crisóstomo Ramírez, dueño hasta el año 23 de un lagar y hecho capitán de patriotas por Marmanillo, no acudió con oportunidad al lugar del suceso. Los de P. guardaban por el coronel de milicias recuerdo venerado. La peluquería llamábase Salón Marmanillo; la encomendería de la calle Derecha, que después se llamó calle 28 de Julio tenía en letras rojas y gordas, sobre el extenso y monótono muro azul, el rótulo Al descanso de Marmanillo; y por fin en la sociedad Confederada de Socorros Mutuos, había un retrato al óleo, sobre el estrado de la "directiva", en el cual aparecía el héroe con su color de olla de barro, sus galones dorados y una mano en la cintura, fieles traductores de su gallardía miliciana.

Digo que el sauce era joven, de unos treinta años y se llamaba Hebaristo, porque como el farmacéutico tenía el aire taciturno y enlutado, y como él, aunque durante el día parecía alegrarse con la luz del sol, en llegando la tarde y sonando la oración, caía sobre ambos una tan manifiesta melancolía y un tan hondo dolor silencioso, que eran "de partir el alma", Al toque de ánimas Hebaristo y su homónimo el farmacéutico, corrían el mismo albur. Suspendía éste su charla en la botica, caía pesadamente sobre su cabeza semicalva el sombrero negro de paño, y sobre el sauce de la parcela posaba el de todos los días gallinazo negro y roncador. Luego la noche envolvía a ambos en el mismo misterio y, tan impenetrable era entonces la vida del boticario cuanto ignorada era la suerte de Hebaristo, el sauce...


II


Evaristo Mazuelos, el farmacéutico de P. y Hebaristo, el sauce fúnebre de la parcela, eran dos vidas paralelas; dos cuerdas de una misma arpa; dos ojos de una misma misteriosa y teórica cabeza; dos brazos de una misma desolada cruz; dos estrellas insignificantes de una misma constelación. Mazuelos era huérfano y guardaba, al igual que el sauce, un vago recuerdo de sus padres. Como el sauce era árbol que sólo servía para cobijar a los campesinos a la hora cálida del medio día, Mazuelos sólo servía en la aldea para escuchar la charla de quienes solían cobijarse en la botica; y así como el sauce daba una sombra indiferente a los gañanes mientras sus raíces rojas jugueteaban en el agua de la acequia, así él oía con desganada abnegación la charla de otros, mientras jugaba, el espíritu fijo en una idea lejana, con la cadena de su reloj, o hacía con su dedo índice gancho a la oreja de su botín de elástico, cruzadas, una sobre otra, las enjutas magras piernas.

Habíase enamorado Mazuelos de la hija del juez de primera instancia, una chiquilla de alegre catadura, esmirriada y raquítica, de ojos vivaces y labios anémicos, nariz respingada y cabello de achiote, vestida a pintitas blancas sobre una muselina azul de prusia, que pasó un mes y días en P. y allí los hubiera pasado todos si su padre el doctor Carrizales no hubiera caído mal al secretario de la subprefectura, un tal De la Haza, que era, aun tiempo, redactor de la La Voz Regionalista, singular decano de la prensa de P. El doctor Carrizales, magüer de su amistad con el jefe de la región, hubo de salir de P. y dejar la judicatura a raíz de un artículo editorial de La Voz Regionalista titulado "¿Hasta cuándo?", muy vibrante y tendencioso, en el cual se recordaban, entre otras cosas desagradables, ciertos asuntos sentimentales relacionados con el nombre, apellido y costumbres de su esposa, por esos días ya finada, desgraciadamente. La hija del juez había sido el único amor del farmacéutico cuyos treinta años se deslizaron esperando y presintiendo a la bienamada. Blanca Luz fue para Mazuelos la realización de un largo sueño de veinte años y la ilustración tangible y en carne de unos versos en los cuales había concretado Evaristo, toda su estética.

Los versos de Mazuelos era, como se verá, el presentido retrato de la hija del doctor Carrizales; y empezaban de esta manera:


Como una brisa para el caminante ha de ser
la dulce dama a quien mi amor entregue
quiera el fúnebre Destino que pronto llegue
a mis tristes brazos, que la están esperando, la dulce mujer...


Bien cierto es que Mazuelos desvirtuaba un poco la técnica en su poesía; que hablando de sus brazos en el tercer pie del verso les llama "tristes" cosa que no es aceptable dentro de un concepto estricto de la poética; que la frase "que la están esperando" está íntegramente demás en el último verso, pero ha de considerarse que sin este aditamento, la composición carecería de la idea fundamental que es la idea de espera, y, que el pobre Evaristo, había pasado veinte años de su vida en este ripio sentimental: esperando.

Blanca Luz era pues, al par, un anhelo de farmacéutico. Era el ideal hecho carne, el verso hecho verdad, el sueño transformado en vigilia, la ilusión que, súbitamente, se presentaba a Evaristo, con unos ojos vivaces, una nariz respingada, una cabellera de achiote; en suma: Blanca Luz era, para el farmacéutico de El amigo del pueblo, el amor vestido con una falda de muselina azul con pintitas blancas y unas pantorrillas, con medias mercerizadas, aceptables desde todo punto de vista...


III


Hebaristo, el melancólico sauce de la parcela, no fue, como son la mayoría de los sauces, hijo de una necesidad agrícola; no. El sauce solitario fue hijo del azar, del capricho, de la sin razón. Era el fruto arbitrario del Destino. Si aquel sauce en vez de ser plantado en las afueras de P., hubiera sido sembrado como era lógico, en los grandes saucedales de las pequeñas pertenencias, su vida no resultara tan solitaria y trágica. Aquel sauce, como el farmacéutico de El Amigo del pueblo, sentía, desde muchos años atrás, la necesidad de un afecto, el dulce beso de una hembra, la caricia perfumada de una unión indispensable. Cada caricia del viento, cada ave que venía a posarse en sus ramas florecidas hacía vibrar todo el espíritu y cuerpo del sauce de la parcela. Hebaristo, que tenía sus ramas en un florecimiento núbil, sabía que en las alas de la brisa o en el pico de los colibrís, o en las alas de los chucracos debían venir el polen de su amor, pero los sauces que el destino le deparaba debían estar muy lejos, porque pasó la primavera y el beso del dorado polen no llegó hasta sus ramas florecidas.

Hebaristo, el sauce de la parcela, comenzó a secarse, del mismo modo que el joven y achacoso farmacéutico de El Amigo del Pueblo. Bajo el cielo de P., donde antes latía la esperanza, cernió sus alas fúnebres y estériles la desilusión.


IV


Envejeció Evaristo, el enamorado boticario, sin tener noticia de Blanca Luz. Envejeció Hebaristo, el sauce de la parcela viendo secarse, estériles, sus flores en cada primavera. Solía, por instinto, Mazuelos, hacer una excursión crepuscular hasta el remoto sitio donde el sauce, al borde del arroyo, enflaquecía. Sentábase bajo las ramas estériles del sauce, y allí veía caer la noche. El árbol amigo que quizás comprendía la tragedia de esa vida paralela, dejaba caer sus hojas sobre el cansino y encorvado cuerpo del farmacéutico.

Un día el sauce, familiarizado ya con la compañía doliente de Mazuelos, esperó y esperó en vano. Mazuelos no vino. Aquella misma tarde un hombre, el carpintero de P. llegó con tremenda hacha e hizo temblar de presentimientos al sauce triste, enamorado y joven. El del hacha cortó el hermoso tronco de Hebaristo, ya seco, despojándolo de las ramas lo llevó al lomo de su burro hacia la aldea, mientras el agua del arroyo lloraba, lloraba, lloraba: y el tronco rígido, sobre el lomo del asno, se perdía en los baches y lodazales de la Calle Derecha, para detenerse en la Carpintería y confección de ataúdes de Rueda e hijos


V


Por la misma calle volvían ya juntos, Mazuelos y Hebaristo. El tronco del sauce sirvió para el cajón del farmacéutico. La Voz Regionalista, cuyo editorial "¿Hasta Cuándo?", fuera la causa de la muerte prematura, lloraba ahora la desaparición del "amigo noble y caballeroso, empleado cumplidor y ciudadano integérrimo", cuyo recuerdo no moriría entre los que tuvieron la fortuna de tratarlo y sobre cuya tumba, (el joven de la Haza) ponía las siemprevivas, etc.

El alcalde municipal señor Unzueta, que era a un tiempo propietario de El amigo del pueblo, tomó la palabra en el cementerio y su discurso, que se publicó más tarde en La Voz Regionalista, empezaba: "Aunque no tengo las dotes oratorias que otros, agradezco el honroso encargo que la Sociedad de Socorros Mutuos ha depositado en mí, para dar el último adiós al amigo noble y caballeroso, al empleado cumplidor y al ciudadano integérrimo, que en este ataúd de duro roble"... y concluía: "¡Mazuelos! Tú no has muerto. Tu memoria vive entre nosotros. Descansa en paz"


VI


Al día siguiente el dueño de la Carpintería y confección de ataúdes de Rueda e hijos, llevaba al señor Unzueta una factura:

El señor N. Unzueta a Rueda e hijos... Debe... por un ataúd de roble... soles 18.70.

–Pero si no era de roble –arguyó Unzueta– Era de sauce...

–Es cierto –repuso la firma comercial Rueda e hijos– es cierto; pero entonces ponga Ud. sauce en su discurso... y borre el duro roble...

–Sería una lástima –dijo Unzueta pagando– sería una lástima; habría que quitar toda la frase: "al ciudadano integérrimo que en este ataúd de duro roble"... Y eso ha quedado muy bien, lo digo sin modestia... ¿no es verdad Rueda?

–Cierto, señor Alcalde –respondió la voz comercial Rueda e hijos.