Haz bien sin mirar a quién (Romualdo Nogués)
Haz bien sin mirar a quién
Una pobre viuda tenía un hijo muy hermoso. No lo podía mantener, y le aconsejó se marchase a probar fortuna. Le dio muchos besos, unas alforjas, un pan, y le encargó que nunca olvidase la máxima «Haz bien sin mirar a quién».
Anda que anda, el chico llegó a la orilla de un ancho y cristalino río; se sentó, comió un pedazo de pan, y le echó unas miguitas a un pájaro muy mono. El bonito animal se le acercó sin temor, el muchacho lo cogió, lo metió vivo en las alforjas, y pensó:
-Me lo comeré asado cuando se me acabe el pan que me dió mi madre.
En el momento recordó lo que ésta le había encargado:
-Haz bien sin mirar a quién.
Y soltó la avecilla, que voló cantando de alegría.
El chico se durmió sobre la mullida hierba, se levantó con el sol al día siguiente, y continuó su marcha río abajo. Con el fresco de la mañana tuvo hambre, sacó el pan que le sobró la tarde anterior, caminaba y comía. Al beber en el río, vio junto a la orilla a un barbito precioso, y le arrojó el pedacito de pan que le quedaba; el pez se descuidó, y el rapaz lo pescó. Pero lo volvió a tirar enseguida al agua, diciendo para sí:
-Haz bien sin mirar a quién.
El barbo, libre, desapareció, saltando de contento.
Poco antes de anochecer, entró el chico en una gran ciudad. No conocía a nadie, no tenía dinero ni albergue; al pedir limosna en la puerta de un palacio, salían a pasear una señora rodeada de sus hijos, tan bellos y buenos, que parecían angeles, los cuales se compadecieron del muchacho; rogaron a su madre, y consiguieron que lo admitiese de criado para que los acompañara en sus juegos y diversiones.
El chicuelo se hizo querer de todos; era muy listo, respetuoso, trabajador incansable, siempre estaba alegre, a nada ponía reparo, y llegó a tener fama de ejecutar bien y pronto los encargos más difíciles.
La mencionada señora, bañándose en el río, perdió la sortija de diamantes y esmeraldas que su marido la regaló al casarse. Creía en la necedad de que si no recuperaba alhaja tan estimada, infinitas desgracias caerían sobre su familia. Para que se la buscase, amenazó al pobre criadito que lo despediría, si no se valía de su talento y se la presentaba antes de veinticuatro horas.
El infeliz chico miraba desconsolado correr el agua del río, cuando vio, conoció y llamó, al barbo con quien partió su pan y después de haberlo pescado se arrepintió y salvó la vida. Refirió sus penas al animal. Al oírlas (era un buen pez), se hundió rápidamente en lo más profundo del agua, y apareció enseguida con la perdida sortija en la boca.
La entregó al niño y éste a la señora, que, loca de alegría, le colmó de regalos. Al año, de tan sorprendente suceso, enfermó una niña, que la señora quería más que a las de sus ojos. Los médicos aseguraron que moriría sin remedio, si no tomaba una píldora de gran virtud, que sólo sabía fabricar un boticario medio brujo, que habitaba en una ciudad sitiada por numerosos ejércitos de descomunales salvajes antropófagos, que degollaban y devoraban a cuantos trataban de penetrar en ella.
-Vete de esta casa, y no vuelvas hasta que traigas la píldora que han recetado a mi idolatrada hija. -dijo la señora al criadito.
Éste, desesperado, salió al campo; se arrimó acongojado al tronco de un frondoso árbol donde revoloteaba el pájaro de brillante plumaje al cual le echó miguitas y después de cazarlo le puso en libertad. Lo llamó, contó sus cuitas, y el avecilla desapareció. Voló a la ciudad sitiada, entró en el laboratorio del boticario por la ventana, mientras el brujo limpiaba los anteojos con el pañuelo, y le robó la maravillosa píldora. Hendió los aires con la rapidez del rayo, y puso el remedio en la mano del muchacho, moviendo las alas en señal de alegría y reconocimiento. ¡Era un buen pájaro!
La niña tomó la medicina, y sanó. Cargó el chico un carro con el dinero y dulces que le dieron, regresó a su pueblo, abrazó a su madre, y vivió dichoso, en premio de no haber hecho daño a los animales que Dios crió, ni olvidado la máxima cristiana: «Haz bien sin mirar a quién».