Hamlet (Inarco Celenio trad.)/Vida de William Shakespeare

Hamlet de William Shakespeare
Vida de William Shakespeare de Leandro Fernández de Moratín
Vida de William Shakespeare

Guillermo Shakespeare nació en Stratford, pueblo de Inglaterra, en el Condado de Warwick, año de 1564, de familia distinguida y pobre. Era su padre comerciante de lanas; y deseando que Guillermo, el mayor de diez hijos que tenía, llevase adelante el mismo tráfico, le dio una educación proporcionada a este fin, con exclusión absoluta de cualesquiera otros conocimientos, que pudieran haberle hecho mirar con disgusto la carrera a que le destinó. Así fue, que apenas había adquirido algunos principios de Latinidad en la escuela pública de Stratford, cuando aún no cumplidos los diecisiete años, le casó con la hija de un rico labrador y comenzó a ocuparle en el gobierno de la casa y en las operaciones de su comercio. Obligado de la necesidad venció Guillermo la repugnancia que tenía a tal profesión; y hubiera continuado en ella si un accidente imprevisto no le hubiese hecho salir de la oscuridad en que estaba, abriéndole el camino a la fortuna y a la gloria.

Acompañado Shakespeare con otros jóvenes mal educados e inquietos, dio en molestar a un caballero del país llamado Tomás Lucy, entrando en sus bosques y robándole algunos venados. Esta ofensa irritó en extremo el ánimo de aquel caballero, y por más que el joven Guillermo procuró templarle, arrepentido sinceramente de su exceso y ofreciéndole cuantas satisfacciones pidiese, todo fue en vano; el Señor Tomás Lucy era uno de aquellos hombres duros que no conocen el placer de perdonar. Sentido Shakespeare de tal obstinación, quiso vengarse en el modo que podía, escribiendo contra él algunos versos satíricos, los primeros que en su vida compuso; poniendo en ridículo a un hombre iracundo y poderoso, que a este nuevo agravio redobló sus esfuerzos, imploró todo el rigor de las leyes y le persiguió con tal empeño que al fin hubo de ceder como más débil, y no hallando seguridad sino en la fuga, abandonó su patria, y su familia, y se fue a Londres, solo, sin dinero, ni recomendaciones en aquella ciudad, ni arrimo alguno.

En aquel tiempo no iban los caballeros encerrados en los coches entre cristales y cortinas como hoy sucede; iban a caballo, y a la entrada de los teatros, de las iglesias, de los tribunales, y en otros parajes públicos, había muchos mozos que se encargaban de guardar las caballerías a los que no llevaban consigo criados que se las cuidasen. Tal fue la ocupación de Shakespeare en los primeros meses de su residencia en Londres; se ponía a la puerta de un teatro y servía de mozo de caballos a cuantos le llamaban, para adquirir algunos cuartos con que poder cenar en un bodegón. ¿Quién, al verle en aquel estado oscuro e infeliz, hubiera reconocido en él, el mejor Poeta Dramático de su nación, el que había de excitar la admiración de los sabios, el que había de merecer estatuas y templos?

La circunstancia de hallarse diariamente a la entrada del teatro, le facilitó el conocimiento de algunos cómicos, que viendo en él mucha viveza y buena disposición, se le hicieron amigos y en breve le determinaron a salir a la escena para desempeñar algunos papeles subalternos; pero no correspondieron los efectos a la esperanza que de él se había concebido. Rara vez la naturaleza prodiga sus dones, y casi nunca permite que un hombre sobresalga en dos facultades distintas; que tal es la limitación del talento humano. Dícese únicamente que Shakespeare desempeñaba muy bien el papel del muerto en la tragedia de Hamlet, elogio que puede considerarse como una prueba de su corta habilidad en la declamación.

Como quiera que sea, su admisión en el teatro despertó en él una inclinación decidida a la Poesía Dramática; le dio a conocer la mayor parte de las piezas que entonces se representaban, las estudió, más que como actor, como filósofo; examinó el gusto del público, y vio en la práctica por cuales medios la Poesía escénica suspende, conmueve, deleita los ánimos y domina con hechizo maravilloso en las opiniones y los afectos de la multitud.

Hallábase entonces el teatro inglés en aquel estado de rudeza y barbarie propio de una época tan inmediata a los siglos de ignorancia y ferocidad. La nueva aurora de las letras, que había comenzado a ilustrar a Italia mucho tiempo antes, no había llegado aún a los remotos Britanos, separados del orbe. Las grandes revoluciones que había sufrido aquella nación, el choque obstinado de opiniones y dogmas religiosos que por largo tiempo la agitaron, el establecimiento de una nueva creencia, la necesidad de resistir con la política y las armas a sus enemigos exteriores, mientras en lo interior duraban mal extinguidas las centellas de discordia civil, fueron causas capaces de retardar en aquel país los progresos de la ilustración, y por consiguiente los del teatro.

Pueden reducirse a tres clases las piezas que entonces se representaban en Inglaterra: Misterios, Moralidades y Farsas. Los Misterios no eran otra cosa que unos dramas donde se ponía en acción los hechos del Viejo y Nuevo Testamento, y aún se conservan en el Museo Británico los que se dice fueron representados en el año de 1600 intitulados: La caída de Luzbel, La Creación del Mundo, El Diluvio, La Adoración de los Reyes, La Degollación de los inocentes, La Cena, La Pasión, El Antechristo, El Juicio final y otros por el mismo gusto. En estas composiciones se veía una mezcla informe de sagrado y profano, en que se anunciaban las verdades de la Religión, entre puerilidades ridículas e indecentes que podrían llamarse escandalosas y sacrílegas; si la buena fe de sus autores y la ignorante sencillez del auditorio no fueran suficiente disculpa de tales desaciertos. En las Moralidades se agitaban cuestiones políticas y dogmáticas, se ridiculizaba la Iglesia Católica y se aplaudía (como es de creer) la nueva reforma. La falta de invención y artificio de tales obras era sin diferencia alguna como en los Misterios, con la única variedad de que en las Moralidades la fábula y los personajes eran alegóricos: la Virtud, la Superstición, los Cinco sentidos, la Fidelidad, el Valor, las Promesas de Dios, el Amor profano, la Conciencia, la Simonía, tales eran los entes metafísicos que hacían papel en estos dramas extravagantes. Las Farsas, composiciones desatinadas, obscenas, atrevidas, perjudiciales a las buenas costumbres y al honor de muchos particulares que ridiculizaban con escandalosa libertad, eran, no obstante, las que más se acercaban a la Tragedia y la Comedia; por cuanto en ellas, o se trataban hechos históricos, o se pintaban caracteres y costumbres, imitadas, aunque mal, de la vida civil.

Estas eran las piezas que durante el siglo XVI se representaban en Londres, siendo actores de muchas de ellas los músicos de la Capilla Real, los Coristas de S. Pablo, los Frailes de S. Francisco, y los Curas y Clerecía de las Parroquias; y tal fue el estado en que Shakespeare halló el teatro de su nación a fines del mismo siglo.

No había recibido en su educación, como ya se ha dicho, una instrucción capaz de conducirle por la carrera que emprendió; y los ejemplos que veía en su patria, lejos de formarle el gusto, podían solo contribuir a corrompérsele.

Italia era la única nación que en aquel tiempo tuviese piezas dramáticas escritas con arte, habiéndose introducido allí por la imitación de las obras célebres, que nos dejó la antigüedad. En España comenzaba entonces el teatro a deponer su original rudeza. Lope de Vega, contemporáneo de Shakespeare, con más estudio que el Poeta inglés, menos filosofía, igual talento, fácil y abundante vena, en que no tuvo semejante, enriquecía la escena nacional, dando a sus fábulas enredo, viveza, interés y aparato; abriendo el paso a los que le siguieron después, y fijando en el teatro español aquel carácter que le ha distinguido entre los demás de Europa.

Pero en Inglaterra se ignoraba el mérito respectivo de los italianos y españoles, y por lo que hace al teatro francés, ¿qué podría adelantar ninguno con la lectura de sus dramas groseros e insípidos? Chocquet, Greban, Jodelle, Garnier, Chretien y otros de esta clase, ¿qué podían enseñar a Shakespeare, aun cuando hubiera querido estudiarlos? Así fue, que careciendo de principios y ejemplos, sin otra lectura que la de la Historia nacional, algunas traducciones de autores latinos y algunas novelas; sin más objeto que el de dar a su compañía piezas nuevas, sin otro maestro, ni otros auxilios que los de su extraordinario talento, comenzó a escribir, y apenas se vieron sus obras en el teatro, cuando, a pesar de los muchos defectos de ellas, su interés y el aplauso del público le estimularon a seguir adelante.

Y ¿cómo era posible que no incurriese en descuidos los más absurdos un escritor que ignoraba absolutamente el arte? Con paz sea dicho de aquella nación que enamorada de las muchas bellezas de este autor, no sufre tal vez en el entusiasmo de su pasión que la crítica imparcial le examine y rebaje mucho de los elogios que a manos llenas le prodigan sus panegiristas.

Shakespeare no supo componer una buena fábula dramática; obra difícil, por cierto, en que nada se admite inútil, nada repetido, nada inoportuno, donde se exige la más prudente economía en los personajes, en las situaciones, en los ornatos y episodios. Trama urdida sin violencia ni confusión, caracteres imitados con maestría de la naturaleza, costumbres nacionales, sentencia, pureza, elegancia y facilidad en el lenguaje y en el estilo, agitación de afectos, accidentes imprevistos, éxito dudoso, progreso rápido, desenlace pronto y verosímil, un fin moral desempeñado por estos medios; en suma y donde todo aparezca natural, conveniente y fácil; y el arte, que todo lo dirige, no se descubra.

Léanse sus obras, y en ellas se verán personajes, situaciones, episodios inoportunos e inconexos; el objeto principal confundido entre los accesorios, el progreso de la acción unas veces perezoso y otras atropellado y confuso, incierto el fin de instrucción que se propone, incierto el carácter que quiere exponer a los ojos del espectador, para la imitación o el escarmiento. Errores clásicos de Geografía, Cronología, Historia y costumbres. El lugar de la escena alterado continuamente, sin verosimilitud, ni utilidad, y la unidad de tiempo, ninguna, o pocas veces observada. Desorden confuso en los afectos y estilo de sus personajes, que unas veces abundan en expresiones sublimes, máximas de sabiduría, sostenidas con elegante y robusta dicción, otras hablan un lenguaje hinchado y gongorino, lleno de alusiones violentas, metáforas oscuras, ideas extravagantes, conceptos falsos y pueriles; otras, en medio de las pasiones trágicas, mezclan chocarrerías vulgares y bambochadas ridículas de entremés, excitando así, de un momento en otro, la admiración, el deleite, la risa, el terror, el fastidio y el llanto.

Esta oposición mal combinada de luces y sombras, no podía menos de destruir el efecto general de sus cuadros, y tal vez conociendo el error, pensó corregirle con otro, no menos culpable. Lo cierto, lo posible, lo ideal, como fuese maravilloso y nuevo, todo era materia digna de su pluma, satisfecho de sorprender los sentidos, ya que no de ilustrar y convencer la razón. A este fin su feroz Melpómene inundó el teatro con sangre, y le llenó de cadáveres en batallas reñidas a este fin, multiplicó los espectáculos horribles de entierros, sepulturas y calaveras; a este fin adulando la estúpida ignorancia del vulgo, hizo salir a la escena Magos y Hechiceras, pintó sus conciliábulos y sus conjuros, dio cuerpo y voz a los genios malos y buenos, haciéndolos girar por los aires, habitar los troncos, o mezclarse invisibles entre los hombres, rompió las puertas del Purgatorio y del Infierno, puso en el teatro las almas indignadas de los difuntos, y resonaron en él sus gemidos tristes.

Juzgue el que tenga algún conocimiento del arte, si son estos los medios de que un Poeta dramático debe valerse para producir deleite y enseñanza. Las figuras del teatro no han de bajar del cielo, ni han de sacarse del abismo, ni han de inventarse a placer por una fantasía destemplada y ardiente. Toda ficción dramática inverosímil es absurda, lo que no es creíble, ni conmueve ni admira. Si es el teatro la escuela de las costumbres, si en él han de imitarse los vicios y virtudes para enseñanza nuestra, ¿a qué fin llenarle de espectros y fantasmas y entes quiméricos que nadie ha visto, ni puede concebir? Píntese al hombre en todos los estados y situaciones de la vida, háganse patentes los ocultos movimientos de su corazón, el origen y el progreso de sus errores y sus vicios, el término a que le conducen los extravíos de su razón o el desenfreno de sus pasiones; y entonces la fábula, siendo verosímil, será maravillosa, instructiva y bella. Pero Shakespeare, a quien con demasiada ligereza suelen dar algunos el título de Maestro, estaba muy lejos de conocer estas delicadezas del arte, y repitió en sus composiciones el triste ejemplo, de que la más fecunda imaginación es incapaz por sí sola de producir una obra perfecta; si los preceptos que dictaron la observación y el buen gusto, no la moderan y la conducen.

Si el teatro inglés se halla tan atrasado todavía, a pesar de los buenos ingenios que han cultivado la Poesía escénica en aquella nación, atribúyase al magisterio concedido a Shakespeare y a la supersticiosa ceguedad con que se venera cuanto salió de su pluma. Si en España no hubiese combatido la crítica moderna el ponderado mérito de muchos autores líricos y dramáticos, célebres corruptores del buen gusto en uno y otro género, todavía se ocuparían nuestros Poetas en ajustar acrósticos y enredar laberintos; todavía se llamaría sublimidad y agudeza la oscuridad, la hinchazón, los equívocos, las paranomasias y retruécanos; y todavía saldrían a hacer papel en nuestros teatros la Iglesia Católica, el Rey David, las tres Potencias del alma, la Primavera, el Diablo y el Cordero Pascual.

Pero dirán, si tales son los dramas de Shakespeare, ¿cómo es que toda una nación, no menos respetable por su cultura, que por su opulencia y su poder, no sólo le admira y le considera superior a cuantos Poetas han enriquecido su teatro; sino que ufana de poseerle, tal vez imagina imposible que nadie le oscurezca ni le compita? No es difícil hallar la solución de este problema si se advierte que en las obras de ingenio, el ingenio es lo más, y que en las dramáticas no hay defecto más intolerable que la frialdad y languidez. Represéntese, por ejemplo, el menos frío de los insípidos diálogos que de algunos años a esta parte se han impreso en España con nombre de Tragedias, y cualquiera de las monstruosas fábulas cómico-heroicas de Candamo, Solís o Calderón; el concurso dormirá profundamente con el primero de estos espectáculos y aplaudirá el segundo. Porque si es cierto que para formar un drama excelente se necesitan un talento superior y un profundo conocimiento del arte, también lo es que, hallando separadas estas dos prendas, el público preferirá con razón el talento criador al arte que nada produce; y una composición ingeniosa, fecunda en accidentes, capaces de conmoverle y deleitarle, a una regularidad narcótica que te empalague y te adormezca. Agrada, pues, Shakespeare y agradará mientras no aparezca otro hombre que dotado de igual sensibilidad y fantasía, de más delicado gusto y mayor instrucción (cosa difícil en verdad, aunque no imposible) dé nueva forma a aquel teatro, verificando en Inglaterra, la revolución feliz que hizo en Francia el inmortal Corneille.

Pero sin las luces de la buena crítica, las artes no se perfeccionan, y es mal medio de procurar el acierto en ninguna de ellas, proponer a la juventud por modelos de imitación, producciones desarregladas en que, no sin razón, se duda si el número de las bellezas iguala o excede al de los defectos. Tales obras, aunque contengan pedazos excelentes, servirán sólo de perpetuar la corrupción del gusto; y si llega a admitirse la máxima de que el ingenio no debe sujetarse a los preceptos científicos, y que no es lícito examinar a aquellos grandes hombres, discípulos de la naturaleza, fecundos e incultos como el original que imitaron, no hay medio, esta opinión acreditada una vez, será la ruina de las artes.

No es, pues, el gran Shakespeare el ejemplar que ha de proponerse a quien siga la carrera del teatro; cualquier elogio, cualquier título que le quieran dar podrá convenirle, pero el de Maestro no. El talento no se aprende; se adquiere sólo el modo de usar el talento, y no es apto para enseñar a los demás el que sobresalió únicamente en aquello que no se puede aprender.

Si esto se concede, si se le considera como un autor, falto de principios, de modelos que imitar, de competidores que vencer, obligado a escribir por necesidad más que por elección, arrastrado del mal ejemplo de su siglo, y destinado a dar espectáculos a un pueblo grosero e ignorante, a quien quiso agradar, más que instruir; admírense, en buen hora, aquellos felices rasgos del ingenio que brillan entre la barbarie, la indecencia, la extravagancia y ferocidad de sus dramas. Su genio observador, su entendimiento despejado y robusto, su exquisita sensibilidad, su fantasía fecundísima, llenaron de bellezas plausibles aquellas mismas obras en que tantos errores abundan; bellezas originales, porque él de nadie imitó; bellezas de todos géneros, porque a todos se atrevió con igual osadía; bellezas, en fin, que han podido asegurar su gloria, por espacio de dos siglos, en el concepto de toda una nación.

Él supo evitar mucha parte de los defectos que halló en el teatro inglés, abriendo una senda hasta entonces no practicada, o poco seguida. Conoció cuán difícilmente pueden sostenerse en la escena las fábulas alegóricas, advirtió que los misterios de la religión no debían profanarse a los ojos del público, por medio de ficciones no menos ridículas que incapaces de añadir pruebas a la fe, cuya esencia consiste en persuadirnos de aquellas verdades sublimes, que ni los sentidos ni la razón alcanzan. Abandonó uno y otro género, y eligió el único que era capaz de perfección no ignorando que en la pintura de los caracteres y defectos humanos, ingeniosamente dispuesta, se hallaría instrucción más útil que cuanta podía esperarse de las cuestiones dogmáticas de los Misterios, ni del caos metafísico de las Moralidades. La ambición del mando, los horrores de la tiranía, el entusiasmo de libertad, la lisonja infame compañera del poder, la ingratitud, el orgullo, la ternura filial, la fe conyugal, la pasión terrible de los celos, la virtud infeliz, las discordias civiles, el trastorno de los grandes imperios, los castigos de la Providencia; todo en su pluma recibió forma y vida. Cuando acierta en la pintura de un carácter, se reconoce la robusta mano de aquel artífice que no nació para imitar, cuando acierta con una situación patética, no hiere levemente los ánimos de la multitud; la suspende, la enajena, conturba el corazón, inunda los ojos en lágrimas. Trató muchas veces los puntos más delicados de política y moral con grande inteligencia, dando lecciones a los hombres en el teatro, que no las oyeran más útiles en la Academia o en el Pórtico. Llenó sus dramas de interés, movimiento, variedad y pompa, vertiendo en ellos todas las gracias del lenguaje, versificación y estilo; y aun cuando apartándose de la verdadera elegancia, degenera en afectado y gigantesco, aquellas mismas sutilezas, aquel tono enfático, dan un no sé qué de brillante y sublime a la locución, que aunque repugne a los inteligentes, halaga los oídos del vulgo, que siente y no examina. Estas obras, representadas a los ojos de una nación, en que la crítica aplicada al teatro no ha hecho hasta ahora los mayores progresos, para quien todo lo natural es bello, todo lo enérgico y extraordinario, sublime y admirable, reflexiva, melancólica, libre (o persuadida de que lo es) llena de patriotismo que toca en orgullo, de energía que es rudeza tal vez, producen efectos maravillosos; allí triunfa todavía Shakespeare, y allí es necesario juzgarle.

Pero si aún es tan grande el entusiasmo con que se admiran sus obras, ¿cuál sería el que debieron excitar cuando por la primera vez se vieron en los teatros de Inglaterra? La corte y el público, haciendo justicia al mérito superior que en ellas encontraban, olvidaron las antiguas, y de allí en adelante nada sufrían que no imitase el carácter original del nuevo autor. Aclamado, pues, entre los suyos por padre de la escena inglesa y el mayor Poeta de su siglo, ¿qué estímulos no sentiría para dedicarse a merecer y asegurarse en el concepto universal dictados tan gloriosos, por más de veinte años que permaneció en el teatro, ya como actor, ya como interesado en el gobierno y utilidades de su Compañía? Las piezas cómicas o trágicas de este escritor, que hoy existen y se reconocen por suyas, llegan a treinta y dos, con otras diez más que se le atribuyen, acerca de las cuales son varias las opiniones de los eruditos; se cree también que hubiese compuesto otras, y que en las de algunos Poetas de su tiempo, especialmente en las de Johnson, hay muchas escenas y planes suyos.

La Reina Isabel, aquella gran Princesa cuyo nombre no se repite en los fastos de su nación sin agradecimiento y elogio, tal vez alivió los cuidados del gobierno, asistiendo a la representación de las obras de Shakespeare, que oía con singular deleite, colmando al autor de honores y recompensas. Los Señores de la corte imitaron la beneficencia de aquella Soberana, y entre ellos el Lord Pembroke, el célebre y desdichado Conde de Essex, el de Montgomeri, y el de Southampton fueron los que más se distinguieron en favorecerle, y no cesó con la muerte de Isabel la fortuna de Shakespeare; Jacobo I le miró siempre con aquella predilección a que le habían hecho acreedor, no menos sus virtudes, que su talento.

Pero apenas había cumplido los 47 años de su edad, cuando superior a toda idea de ambición, sordo al favor de tan ilustres protectores, modesto en medio de tantos aplausos, y deseoso únicamente de gozar aquel reposo, aquella paz del corazón, recompensa de las almas justas, por la que había suspirado largo tiempo, se retiró a su patria para vivir en ella el resto de sus días, oscuro y feliz. Cómoda habitación, parca mesa, jardín sombrío, pocos amigos, pero dignos de él, pocos y doctos libros; estos fueron los placeres que halló, y los únicos capaces de procurarle verdadero contento. Allí manifestó aquella simplicidad de costumbres que había sabido conservar entre la relajación del teatro y los peligros de una capital inmensa; y allí, huyendo de su gloria, vivió retirado, tranquilo, amado de cuantos le conocieron practicó en silencio la virtud, cultivó sus campos y aprendió a familiarizarse con las ideas de la muerte, sin desearla ni temerla. Falleció el día 23 de Abril de 1616, y fue enterrado en la Iglesia mayor de Stratford, donde hoy se conserva su sepulcro.

Siete años después de su muerte se publicó la primera colección de sus obras, que han sido impresas en diferentes épocas. Rowe, Pope, Warburton y Theobald, Hanmer, Jonhson, Sewell Grey, Malone y otros eruditos las han ilustrado con prólogos, notas y comentos, dando de ellas magníficas ediciones, que diariamente se multiplican. La pintura ha formado en Londres una copiosa galería de cuadros, representando en ellos las principales situaciones de sus dramas, que el grabado ha repetido en exquisitas láminas. La escultura ha esparcido su retrato por toda Inglaterra en estatuas y bustos. Garrik le consagró un templo a orillas del Támesis. En las del Avon, que baña los muros de Stratford, se celebra su memoria con himnos y fiestas; y en la Iglesia de Westminster, donde reposan las cenizas de los Monarcas, de los Héroes y los Sabios de aquella nación, Shakespeare tiene entre ellos digno monumento.