Hacia un ocaso radiante
caminaba el sol de estío,
y era, entre nubes de fuego, una trompeta gigante,
tras de los álamos verdes de las márgenes del río.
Dentro de un olmo sonaba la sempiterna tijera
de la cigarra cantora, el monorritmo jovial,
entre metal y madera,
que es la canción estival.
En una huerta sombría,
giraban los cangilones de la noria soñolienta.
Bajo las ramas oscuras el son del agua se oía.
Era una tarde de julio, luminosa y polvorienta.
Yo iba haciendo mi camino,
absorto en el solitario crepúsculo campesino.
Y pensaba: “¡Hermosa tarde, nota de la lira inmensa
toda desdén y armonía;
hermosa tarde, tú curas la pobre melancolía
de este rincón vanidoso, oscuro rincón que piensa!”
Pasaba el agua rizada bajo los ojos del puente.
Lejos la ciudad dormía,
como cubierta de un mago fanal de oro trasparente.
Bajo los arcos de piedra el agua clara corría.
Los últimos arreboles coronaban las colinas
manchadas de olivos grises y de negruzcas encinas.
Yo caminaba cansado,
sintiendo la vieja angustia que hace el corazón pesado.
El agua en sombra pasaba tan melancólicamente,
bajo los arcos del puente,
como si al pasar dijera:
”Apenas desamarrada
la pobre barca, viajero, del árbol de la ribera,
se canta: no somos nada.
Donde acaba el pobre río la inmensa mar nos espera.”
Bajo los ojos del puente pasaba el agua sombría.
(Yo pensaba: ¡el alma mía!)
Y me detuve un momento,
en la tarde, a meditar...
¿Qué es esta gota en el viento
que grita al mar: soy el mar?
Vibraba el aire asordado
por los élitros cantores que hacen el campo sonoro,
cual si estuviera sembrado
de campanitas de oro.
En el azul fulguraba
un lucero diamantino.
Cálido viento soplaba
alborotando el camino.
Yo, en la tarde polvorienta,
hacia la ciudad volvía.
Sonaban los cangilones de la noria soñolienta.
Bajo las ramas oscuras caer el agua se oía.