Hacia la luz lejana
Hasta el retiro donde, en laboriosas vigilias, cincelo, con paciente amor de orífice mis gemadas custodias, mis cálices, combados armónicamente, como la cadera de Calixto, mis joyantes copones -para contener el vino purpúreo de mi corazón, en la celeste misa diaria celebrada en la silla del Arte- me llega vuestra voz, vuestra fina voz colmada de juvenil ternura, anunciando que, una vez más, la falange apolínea se lanza, a golpes de ala de Pegaso y Clavileño, como nuevos cruzados, a la conquista de la jerosilimitana ciudad de la Gloria, donde erige sus cúpulas, de mórbidas curvaturas de senos jóvenes, la catedral del Verso.
Y vuestra pura voz de adolescentes líricos, trae a mi juventud, inclinada en gesto meditativo, la visión intacta de aquellas horas primeras de la iniciación, cuando paseaba por los claustros del Colegio mi gesto indolente de prematuro melancólico y desmadejaba, en el Gimnasio, mis melenas de tinta, anubarradas en mi frente donde los ensueños recién nacidos ensayaban su vuelo, con las débiles alas de las estrofas primogénitas.
No es, en verdad, la hora propicia para que el Cisne -símbolo de la Belleza Pura- fíe al eco de los bosques dormidos la música, llorosa o letífica, de sus crepusculares cantos; Calibán atisba en la sombra espesa; y los soñadores inútilmente esperan ver salir, con el nuevo sol de la mañana, al invicto Caballero, al loco divino, que esgrimiendo «la lanza en ristre todo corazón», liberte a la Princesa Poesía prisionera, por malsines y follones, en hermética torre de almenado castillo inaccesible.
Pero, vosotros, jóvenes amigos, tenéis la fe -que derribó las murallas de la ciudad de Jericó, según el texto de los sagrados libros, y que salva al héroe, al místico y al santo: ella os salve.
Vosotros venís escudados de primaveras, millonarios de entusiasmo, vibrantes de anhelos fervorosos, sonrientes y alocados y canoros, como una bandada de gorriones; sois, en los labios de la Patria envejecida, paupérrima y desangrada, como una luminosa sonrisa prometedora; os nutrís de conocimiento y aún no tenéis el corazón envenenado por los vinos ponzoñosos de los viñedos de la Vida.
Cantad, cantad como carillones de oro que estremece la brisa de Primavera; decid los cantos nuevos, las nuevas palabras reveladoras; marchad de espaldas a la sombra, en armonioso grupo, unánimes, como los efebos dionisíacos de las metopas, como las canéforas de los bajos relieves, o las vírgenes de rostros magnolinos en la procesión de las Grandes Panateneas; y, como la divinidad helénica, cortadle a la trágica Medusa del Odio la cabeza horripilante y clavadla en el bronce argentino de vuestros escudos.
Que sea vuestra guía la Atenea Promakos, que, desde la áurea colina, presidió los destinos de la metrópoli griega y señalaba a las generaciones de hombres sabios y bellos la ruta solar -el camino de la gloria hacia el Futuro- con el extremo chispeante de su lanza de oro.
El espíritu de Ariel presida, con su invisible, pero cierta presencia, vuestra lírica guerra; sed altos, sed nobles, sed puros; haceos diamantinos, por la claridad y la firmeza, y acordaos que las almas excelentes, como las piedras preciosas, deben multiplicar en infinitas irradiaciones, la luz que reciben.
Grabad en vuestros blasones, como divisa, el alejandrino de Rubén:
- Adelante, en el vasto azur; siempre adelante.
Y, si el amigo que estas frases os dice, tiene algún sitio en vuestros corazones, puros de la purísima claridad del alba, sólo os ruega que le recordéis con cariño como a un hermano mayor, como aquel que, liberado ya de las disciplinas paternales, añora el cordial fuego de la casona familiar y vuelve los ojos nostálgicos al dulce asilo de sueños primeros, allí donde escuchó, en horas de revelación, ¡la voz de miel de la sirena del Ideal!
¡Que Apolo y las nuevas fraternas inspiradoras os asistan!