Guatimozín y Hernán Cortés. Diálogo (Pi y Margall)

Guatimozín y Hernán Cortés
Diálogo

de Francisco Pi y Margall
1899


Sr. D. Luis de Madrazo.

Estimado amigo: Nos conocimos siendo jóvenes y simpatizamos. Nos separó después por muchos años la distinta dirección que emprendimos. Este verano nos volvimos a ver en el Monasterio de Piedra, en aquel delicioso retiro donde tan bien descansa mi fatigado espíritu. Viejos ya, usted no ha querido morir sin dejarme un recuerdo: un retrato, que, como obra de usted, es inapreciable joya. Tampoco he querido morir yo sin dejarle una memoria: un diálogo que tenía hace meses concebido, y acabo de escribir hurtando el tiempo a los negocios de la política y el foro. No vale ni con mucho el diálogo lo que el retrato; pero los iguala el común sentimiento que los produjo.

Me ha movido a escribir las cortas páginas que a usted envío la estatua erigida en México al último rey azteca, Quauhtemoc, conocido bajo el nombre de Guatimozín entre nuestros compatricios. Murió Quauhtemoc injusta muerte cuando apenas contaba veinticinco años; y ya por mi natural propensión a ponerme de par te de los vencidos, ya por creer noble defender la patria y nada noble invadir la ajena, al ver dibujado su monumento, consideré oportuno ponerle de nuevo delante de Cortés, bien que vio ya con otras armas que la idea y la palabra. Aferrome en mi pensamiento la ocasión que esto me ofrecía de dar a conocer en conjunto, así la civilización nahua coma la índole y el carácter de la conquista, apreciada, a mi juicio, poco imparcialmente por muchos de nuestros escritores. Los hechos en este diálogo consignados es bueno que sepa usted que son rigurosamente históricos.

Tal como concebí el plan lo he ejecutado; y tal como lo he ejecutado se lo dedico a usted y se lo entrego en propiedad absoluta. Sírvase usted aceptarlo como lo que es, como un simple recuerdo de su siempre afectísimo

F. PÍ Y MARGALL.


Lugar de la escena, el que cada lector escoja. Fecha, año 1893.


GUATIMOZÍN.- Maravillado estoy, Cortés, de veros aquí tan otro de lo que en la tierra fuisteis.

CORTÉS.- ¿Quién sois? ¿Sois, por ventura, aquel Guatemuz que fue el último rey de México?

GUATIMOZÍN.- Si, soy Quauhtemoc, el desventurado rey en cuyas manos pereció la patria.

CORTÉS.- ¿Os lo remuerde la conciencia?

GUATIMOZÍN.- ¡La conciencia! No mis actos, sino los traidores y las males artes de que os valisteis arruinaron el imperio.

CORTÉS.- ¿No atribuís vuestra derrota ni a mí ni a mis soldados?

GUATIMOZÍN.- Sin la defección de los acolhuas no habríais vencido.

CORTÉS.- ¿No vencimos solos a los tlaxcaltecas?

GUATIMOZÍN.- Con los tlaxealtecas vinisteis después a Tenochtitlán y hubisteis de abandonarlo. Lo debisteis abandonar precisamente cuando, vencedor de Narváez, habíais vuelto de Zempoallan con 500 españoles de refuerzo. Ni antes habíais tenido ni después tuvisteis tantas fuerzas propias.

CORTÉS.- Culpa fue de Alvarado. Ausente yo, hizo Alvarado la locura de pasar por simples sospechas a cuchillo en el patio del templo mayor a gentes sin armas, que, cubiertas de sus más ricas joyas, danzaban y cantaban en honor de sus dioses. Duramente se lo reprobé cuando lo supe.

GUATIMOZÍN.- Hicisteis mal: había seguido fielmente vuestra conducta. En Zempoallan, por simples sospechas, habíais hecho cortar las manos a 50 mensajeros de las villas limítrofes; en Cholollan, por simples sospechas, habíais dado muerte a más de 3.000 hombres indefensos que en nada os habían ofendido. En Acallan después por simples sospechas me ahorcasteis a mí y a Tatlepanquetzal, uno de los tres reyes de la Confederación Azteca.

CORTÉS.- ¡Por Dios, Guatemuz, por Dios! No enconéis mi herida.

GUATIMOZÍN.- ¿Os pesa de mi muerte?

CORTÉS.- De la vuestra y de la del rey de Tacuba. Ni los míos las aprobaron. ¡Ay! no tardó en nacer el remordimiento. ¡Qué de insomnios pasé! La caída que no lejos de allí tuve fue debida a la turbación de mi ánimo. Fueron borrándoos de mi memoria primeramente la necesidad de vencer las continuas dificultades que la expedición al golfo de Hibueras ofrecía, luego las delicias y la embriaguez del triunfo; pero habéis reaparecido para mi mayor suplicio aquí donde no llegan ni el rumor de las armas ni el estruendo de los aplausos. No bastaba veros en mi fantasía; os veo ahora por mis ojos.

GUATIMOZÍN.- ¿Será cierto lo que habláis? ¿No serán engañosas vuestras palabras como las que me dijisteis desde la caída de Tenochtitlán hasta la víspera de mi muerte? Cuando caí prisionero, os rogué que me mataseis con la daga que llevabais al cinto; me confortasteis ponderando mi valor y prometiéndome que mandaría como antes en el Anáhuac y sus provincias. Fui rey de nombre: fui aún menos rey que mi tío Moctehuzoma, a quien tuvisteis siempre en vuestra casa. Vos fuisteis el señor, y yo el vasallo. Debí por vuestra orden rehacer los caños de Chapultepec, las calzadas del lago, las calles de la ciudad, las viviendas de los barrios que os plugo concedernos. Aceptó luego a vuestra instancia la fe de Cristo, en quien adoré y adoro, y remaché mi servidumbre. Debía yo preferir a los intereses de mi patria, no sólo los del emperador D. Carlos, sino también los del rey de cielo y tierra. Queriendo o no, hube de acompañaros con Tetlepanquetzatl a lo que llamasteis las Hibueras; ya que entonces nos ahorcasteis, ¿no os habríais propuesto acabar con nosotros lejos de nuestras gentes para mejor afianzar vuestra conquista? No procurasteis ni consentisteis que nadie nos sucediera.

CORTÉS.- No os negaré, Guatemuz, que me aconsejara la política la extinción de vuestras casas reales. Desde que entró en vuestra nación concebí el firme propósito de unirla a la corona de España. No lo oculté en parte alguna: en todas hice requerir a los pueblos para que se reconociesen súbditos de D. Carlos. Por esto a los pocos días de haber llegado a Temixtitán puse a Muteczuma bajo mi guarda. Pero como jamás pensé en matar a Muteczuma, a quien tanto debía, jamás habría pensado en mataros a vos ni al rey de Tacuba, si no me hubiera dicho aquel infame delator de Mexicaltzinco que conspirabais contra mi vida. En empresas de tanto atrevimiento, como la mía es a veces el terror arma indispensable: no lo emplean nunca hombres bien nacidos castigando personas con quienes los unan más o menos fuertes vínculos. Con vos me unían meses de incesante batallar, la promesa de conservaros en el trono, servicios mutuos, relaciones íntimas, los lazos del bautismo; no la necesidad del terror, sino un lamentable arrebato me llevó a firmar las dos sentencias de muerte.

GUATIMOZÍN.- Pocos días antes, ya casi en las fronteras de Acallan, sobre un ancho estero de seis brazas de fondo -cuatro de agua y dos de cieno,- os habíamos construido un puente por donde a sus anchas y sin riesgo habían podido pasar infantes y caballos. De maravilloso lo habíais calificado: tal y tan bueno os había parecido. Sin él imposible el paso, difícilísima, la vuelta, mortal el hambre según eran de escasos los bastimentos. Si hubiésemos querido atentar a vuestra vida y aun a la de vuestros españoles, ¿qué mejor coyuntura? ¿Es posible que lo olvidarais al oír la infame delación del de Mexicaltzinco?

CORTÉS.- En la guerra, Guatemuz, la falta de hoy borra los servicios de ayer, porque así lo exigen la suerte de las armas y la salud del ejército. No por los grandes servicios que de él y su padre había recibido, dejé de dar muerte al joven y bravo Xicotencatl, que, abierta ya mi segunda campaña contra los vuestros, se alzó con parte de los suyos y tomó la vuelta de Tlaxcala. A mi propio padre habría ahorcado en situación idéntica.

GUATIMOZÍN.- Sienta bien el rigor en el que defiende su patria, no en el que invade la ajena. ¿Con qué derecho pudisteis pretender de nosotros que nos reconociéramos vasallos de vuestro monarca? ¿Con qué razón os enfurecisteis contra las gentes que encontrasteis indóciles? En hora buena que hubieseis ido al Anáhuac en busca de amistosas relaciones; no éramos salvajes para no comprender y estimar los beneficios de vuestra superior cultura, ni rechazar lo que hubiese sido racional y justo. Mas para esto habríais debido presentaros de paz y no con aparato de guerra: no con gentes de a caballo, no con arcabuceros, no con tiros de artillería. Como dueños del mundo parecisteis ante nosotros: habríamos dado muestras de no ser hombres, si no os hubiésemos rechazado por todos los medios que el legítimo, amor a la independencia nos sugería.

CORTÉS.- Pudisteis pelear por rechazarnos y pudimos nosotros pelear por reduciros. ¿Me preguntáis con qué derecho? Con el de la fuerza, que regía en mi tiempo la tierra y es probable que la rija hasta la consumación de los siglos. Este derecho lo aplicabais también vosotros. Erais un pueblo conquistador y estaba aún fresca la sangre en que habíais empapado el territorio de Tlaxcala cuando nosotros lo pisamos.

Vosotros erais entonces los débiles; nosotros los fuertes. Era evidentemente vuestra raza inferior a la nuestra. Rayaba en la barbarie vuestra cultura. Disponíais de pobres medios. Carecíais de caballos, desconocíais las armas de fuego, llevabais por toda defensa cotas de enero aforradas de algodón, grebas y brazales de madera, escudos de caña: los capacetes, los petos y las rodelas de oro y plata no se los veía sino en los reyes y los primeros capitanes. Para la protección de vuestros lagos no teníais más que la canoa. Estabais divididos. Allá en un puñado de tierra había las capitales de tres reinos. Marchabais decididamente a la unidad política desde que subió al trono Muteczuma; pero distabais de haberla conseguido. Poco sólidas vuestras conquistas, abundaban las rebeliones e interrumpían a cada paso vuestro desarrollo.

Vosotros, los reyes, erais verdaderos tiranos. Nadie osaba mirar de frente a Muteczuma; nadie entrar a verle sino con la cabeza baja y los pies descalzos. Por dondequiera que fuese se lo había de barrar el camino y se la habían de humillar las gentes. No tenía poder que contrastase ni limitase el suyo.

Vivía la nación bajo otra tiranía peor, la de los dioses. Se les había de dar hombres en holocausto. Se les inmolaba, no sólo prisioneros de guerra, sino también mujeres y niños. Inmolados, se los devoraba en impíos y repugnantes banquetes. Sería inútil que me lo negaseis: erais caníbales. Databan de lejanos, días esos bárbaros sacrificios. Lejos de haber pensado en abolirlos, los habíais hecho frecuentes.

No habíais llegado aún a la edad de hierro; estabais en la de cobre. De piedra solíais tener los instrumentos de trabajo y aun el filo y la punta de las armas. No conocíais el arado. Tampoco la carreta ni ningún otro vehículo. Tampoco la brújula, ni el astrolabio, ni las embarcaciones de alto bordo. Faltos de tan indispensables medios, debíais hacer todos vuestros transportes por tierra en hombros de vuestros macehuales; todos vuestros trasportes por los ríos y el mar, en almadías y piraguas. Imposible de todo punto que os alejarais da las costas; poco menos que imposible, el comercio marítimo. Aun el terrestre se os hacía difícil por la falta de monedas de cuño.

No teníais tampoco escritura. Debíais suplirla por símbolos o por imágenes que nunca podían reproducir fielmente las ideas abstractas.

Vivíais, por fin, completamente aislados. Ni el mundo os conocía, ni vosotros conocíais el mundo.

Nuestra dominación se imponía. Era preciso poneros en contacto con el resto de la especie, haceros partícipes de los beneficios de una civilización debida a los perseverantes esfuerzos de la ciencia y la industria durante más de veinte siglos, abrir vuestra feracísima tierra al trabajo y al comercio de los demás hombres, arrancaros de las garras de vuestros falsos dioses, poner fin a vuestros sacrificios y llevaros a conocer al verdadero Dios, al Dios creador del cielo y de la tierra.

Nadie como los españoles para tan difícil empresa. La lucha con los árabes nos había hecho los soldados de Cristo. Fue desde entonces nuestro más acariciado ideal llevar a todas las gentes el Evangelio. Nos deparó el cielo la suerte de ser los primeros en cruzar el Océano y descubrir vuestro continente: en él vimos desde luego un campo en que explayar nuestro fervor religioso. No nos importaba la resistencia que pudiésemos encontrar en los indígenas: habíamos vencido la de más cultos y poderosos pueblos. Cuando pusimos el pie en Tabasco, habíamos ya medido ventajosamente nuestras armas con los italianos y los franceses; nuestro rey acababa de coronarse emperador de Alemania; Turquía empezaba a desasosegarse al ver nuestro creciente poderío. ¿Quién allá en América había de poder vencernos?

Muteczuma vio clara la situación y tuvo el buen acuerdo de declararse incontinenti vasallo del rey de Castilla. Si vos, dejándoos llevar más de los ímpetus de vuestra mocedad que de los consejos de la razón, no hubieseis adoptado otra política, ¡qué de males no habríais ahorrado a vuestras gentes! Habríais evitado la ruina de Temixtitán, la muerte de millares de mexicanos y las duras consecuencias de toda conquista por la fuerza.

GUATIMOZÍN.- Moctehuzoma, Cortés, no fue en lo que hizo después de vuestra llegada digno de aplauso. Al veros a vos y vuestros soldados por las pinturas que de la costa de Culhua le remitieron, entró en una preocupación que fue la causa de su ulterior conducta. Figuraba entre nuestros falsos dioses Quetzalcoatl, y de él se decía que al abandonar la tierra en Coatzaqualco había predicho a los jóvenes que de Cholollan habían bajado a despedirle que allá en los futuros tiempos arribarían a aquellas playas hombres venidos de Oriente, de blanco rostro y espesa barba como los que él tenía. Os creyó Moctehuzoma descendientes de Quetzalcoalt, y consideró inevitable vuestro predominio. Anduvo así vacilante y tímido precisamente cuando de más energía y resolución necesitaba.

Ni se decidió nuestro buen monarca a combatiros como debía viendo que os presentabais con el carácter de embajador y sin embargo ibais con gente armada; ni se atrevió a franquearos con las debidas precauciones las puertas del Imperio antes de que os pudierais aliar con sus enemigos. Quiso evitar que llegarais a su corte; pero sin recurrir a los medios oportunos. Se limitaba a rogaros una y otra vez que no fuerais, ya enviándoos ricos presentes, ya encareciéndoos las dificultades del camino, ya poniéndoos por delante los muchos pueblos del tránsito que no lo obedecían, ya forjando cándidamente escollos en que tropezarais. Afirmáronle en su preocupación, par una parte lo inútil de estas medidas, por otra vuestra tenacidad en no retroceder, los combates que en Tlaxcallan habíais librado y los crímenes que en Cholollan habíais cometido; y perdió toda su antigua virilidad, todo su antiguo aliento.

Supongo que no habréis olvidado cómo os recibió en Tenochtitlán. Nunca había desplegado mayor pompa ni mayor fausto. Jamás había dispensado a huésped alguno tan señaladas honras. Os salió al encuentro en una de las calzadas, os entregó dos collares con camarones de oro a cambio de los cuales le pusisteis al cuello un collar de margaritas y diamantes de vidrio, os llevó por las calles de la ciudad, vos del brazo de Cuitlahuatzín, su hermano, él del de Cacamatzín, rey de Tetzcuco, y os alojó con toda vuestra gente en el palacio donde había vivido Axayácatl, su padre. Por su propia mano os condujo a una de las salas del palacio; y allí, dejándose llevar como siempre de su preocupación funesta, tuvo la debilidad de deciros que reconocía por señor natural a vuestro rey y estaba dispuesto a cumplir lo que mandarais. ¿Os habíais atrevido a esperar tanto en vuestros más locas sueños? No se consideró ya Moctohuzoma dueño de sí mismo y accedió a cuanto quisisteis. Toleró que convirtierais vuestro palacio en fortaleza, y permitió que vos y vuestras capitanes entrarais con armas en sus aposentos. Se inmutó al oír de vuestros labios que Quaulipopocatzin por su orden había dado muerte en Nauhhtlán a dos españoles; y no sólo ordenó que prendieran desde luego al matador y sus cómplices, sino que también se dejó prender él mismo, llevando la bajeza hasta el punto de calmar y acallar la justa irritación del pueblo. A los pocos días os hizo juez de Quaulipoporatzín, de un hijo suyo y de otros quince varones principales, y consintió que públicamente los quemarais y a él privadamente le echarais grillos. A vuestra instancia convocó por fin a los grandes del reino, y bien que con lágrimas, los dijo que debían reconocer por su señor al rey de España y poner en vuestras manos los tributos.

Acostumbrado el pueblo a la sumisión, no se atrevía a contrariar las órdenes de Moctehuzoma. Recibíalas con verdadero enojo la nobleza, pero tampoco osaba rebelarse: temía afrontar a la vez vuestras iras y el desagrado de su monarca. Sólo Cacamatzín tuvo entonces el valor de combatiros. Moctehuzoma os le entregó valiéndose de las discordias de Tetzcuco, y allí acabó al parecer todo conato de rebelión y de protesta.

Acomodose Moctehuzoma a la servidumbre en que le teníais, y hasta os lo premió con innumerables larguezas. Os llenó de oro, de joyas, de finísimas telas, de plumas y de cuantos objetos de lujo la ciudad contenía; hizo que os viniera de todas partes oro en abundancia; y quiso daros por mujer a la más bella de sus hijas. La Nación en cambio, parte por vuestra altanería, parte por ver deshechas una tras otra las esperanzas que se lo había hecho concebir de que saldríais del reino, sentía cierto disgusto que cada vez se fue acentuando y se convirtió al fin en odio. Vino la matanza de la fiesta Toxcatl, y eso odio estalló en abierta rebelión y decidida guerra. De poco sirvió entonces que de Zempoallan, donde acababais de vencer a Narváez, volarais a Tenochtitlán; la insurrección pudo más que vuestras armas y sucumbisteis. Los resultados fueron desastrosos. Moctehuzoma perdió la vida queriendo arengar al pueblo desde el pretil de vuestro palacio, y vos hubisteis de recurrir de noche a la fuga, perdiendo en ella vuestros tesoros y gran parte de vuestros soldados.

¿Fui acaso yo el que indujo el pueblo a la guerra? ¿Era después de este fracaso Moctohuzoma el espejo en que podía mirarme? Ami juicio Moctehuzoma y vos anduvisteis desacertados. Os precipitasteis el uno en bajar, el otro en subir, y provocasteis la catástrofe. Caísteis sobre todo en el error de que la Nación, sin haber sido derrotada, podía continuar siendo en vuestras manos una masa inerte y blanda, susceptible de la forma que mejor os pareciere.

Muerto Moctehuzoma, subió al trono de México Cuitlahuatzín su hermano. Cuitlahuatzín adoptó desde luego otra política. Pensó, como debía, en la defensa del imperio, principalmente cuando supo que los tlaxcaltecas, temerosos de nuestra venganza, os habían persuadido a que os quedarais en su tierra y prepararais contra nosotros otra campaña. Se procuró no sólo armas sino también amistades: trabajó por que Tetzcuco, que había perdido a su rey Cacamatzin en vuestra retirada, nombrase sucesor que nos fuese adicto. Logró que nombrasen a Cohuanacoxtzín, que estuvo con nosotros hasta su muerte.

Murió Cuitlahuatzin a los pocos días de haberse ceñido el copilli, y yo no hice más que proseguir su obra. Afirmé las mal seguras relaciones con los reinos vecinos, especialmente con el de Michoacán, el más poderoso, y me esforcé cuanto pude por atraerme a los tlaxcaltecas, base y cimiento de vuestra conquista. ¡En cuán poco estuvo que lo consiguiera! Xicotencatl estimó en mucho mis razones y mis ofrecimientos, y habría ganado indudablemente a los demás señores sin la fe que ya en Cristo tenían.

Por esos tlaxcaltecas y los acolhuas, no lo dudéis, triunfasteis en México. Por los tlaxcaltecas os ganasteis a los vecinos chololtecas y los huexotzincas, y con los soldados de los tres pueblos os apoderasteis de las provincias de Tepeyacac, Itzocán y Quauhliliquechólac. Entro los acolhuas de Tetzcuco seguían las discordias que habían sobrevenido a la muerte de Netzahuilpilli. Estaban contra Cohuanacoxtzín sus hermanos, y éstos por boca de Ixtlilxochitl os fueron a ofrecer en Tlaxcallan sus servicios, os aseguraron que tendríais por vuestra su capital en cuanto llegaseis a los lagos, y por vuestra la tuvisteis.

La suerte no se os podía presentar más favorable. En Tlaxcallan labrasteis con toda seguridad las piezas de vuestros proyectados bergantines e hicisteis los acopios para armarlos; en Tetzcuco las ensamblasteis sin resistencia; y por un canal que los acolhuas os abrieron os introdujisteis en nuestras aguas. ¿Quién os los transportó y defendió de Tlaxcallan a Tetzcuco? Veinte mil tlaxcaltecas. Sin su favor y el de los acolhuas, ¿qué habríais hecho?

Decíais los españoles que los acolhuas y los tlaxcaltecas valían poco. Valdrían poco contra vuestros soldados, no contra los nuestros. Ellos y nosotros, ¿no éramos acaso de la misma raza, de esa raza que considerabais inferior a la vuestra? Actos de bravura hicieron por otra parte tlaxcaltecas y acolhuas que igualaron, si no superaron, los de vuestros mejores capitanes. Ixtlilxochitl, a quien yo habría sacrificado sin vacilar como traidor a la patria, valía tanto como vos en el consejo y en la guerra.

Ixtlilxochitl fue el que de acuerdo con vos obligó a Cohuanacoxtzín a recogerse en Tenochtitlán con la gente que pudo; él quien os entregó la ciudad de Tetzcuco. Puso en lugar del fugitivo Cohuanacoxtzín a Tecocotl su hermano, y asumió el mando del ejército. El daño que nos causó es indecible; la ira que en mí encendieron sus actos, tremenda. No podía yo ver con calma que tanto valor y tanta pericia se empleasen en pro de nuestro común enemigo.

En vuestro poder Tetzcuco, nuestra situación era dificilísima. Tetzcuco era una ciudad grande, culta, bien fortificada, y abastecida, cabeza de un reino reducido, mas de grandes y numerosos pueblos: podía ser, como fue para vos, centro de operaciones, semillero de soldados, arsenal, puerto de retirada y de refugio. Para nosotros no había de ser sino un peligro, cuando no un azote.

Tenochtitlán no desmayó, sin embargo. Tenía fe en su valor y su fortuna. Como os había arrojado de su seno, esperaba rechazaros de sus puertas. De no conseguirlo, estaba resuelto a perecer antes que rendirse. Temía vuestra venganza, como Tlaxcallan temía la nuestra.

No se arredró Tenochtitlán ni cuando ganasteis a vuestra amistad los pueblos de los acolhuas; ni cuando recibisteis de Oriente y Mediodía multitud de gentes; ni cuando os apoderasteis de las ciudades de los lagos; ni cuando en Tetzcuco hicisteis alarde de más de 100000 hombres, los distribuisteis en tres cuerpos, establecisteis uno en Coyohuacán y otro en Tlacopan y reservasteis el tercero para acudir adonde lo exigiera el mayor peligro; ni cuando echasteis en nuestras aguas los trece bergantines, ni cuando os decidisteis a entrar por uno de los caminos de la ciudad rompiendo albarradas y cegando puentes. Entrasteis y salisteis uno y otro días: los nuestros os esperaron siempre a pie firme, y al retiraros cargaban sobre vosotros sin que los detuviera ni el revolver de vuestros caballos ni el hierro de vuestras lanzas. Adelantabais, pero ¡en cuán poco estuvo que no sucumbierais! Acordaos de lo que os sucedió en Xochimileo: por milagro escapasteis de la muerte.

Aquel descalabro os hizo más cruel de lo que habíais sido. Entrasteis quemando las casas y los palacios de las calles que ganabais, sin exceptuar siquiera el que meses antes os había dado Moctehuzoma por alojamiento. No perdonasteis medio de acabar con nosotros: recurristeis a las más pérfidas artes. A más de 50000 hombres disteis u ocasionasteis la muerte en los últimos días de tan espantoso asedio. Ni a mujeres ni a niños respetasteis. Os quisisteis adelantar al hambre, que ya entonces llevaba sobre 50000 víctimas.

La paz por que me rogabais no la quería nadie. Al principio peleaban y morían los nuestros por la patria; al fin peleaban y morían por no sobrevivir a sus deudos. Buscaban ya todos en la muerte el término de sus desventuras. «Matadnos -os decían,- para que dejemos de sufrir y vayamos a nuestro dios Huitzilopochtli, a los esplendorosos palacios del sol, morada de los guerreros que mueren en combate.» Seguía yo los impulsos de mi pueblo, y consideraba indecoroso rendirme donde tantos héroes habían combatido hasta perder la vida. Ganasteis así, no una ciudad, sino sus escombros; no una población, sino su cadáver.

Pretendéis decorar vuestra conducta suponiendo que os propusisteis civilizarnos. Al pisar nuestro territorio no llevabais otro objeto que rescatar oro y recoger cautivos para venderlos. Después que os enterasteis de que existíamos, concebisteis más altos pensamientos y no vacilasteis en quebrantar la fe que por un contrato debíais a Velázquez. Fundasteis una colonia y establecisteis un Ayuntamiento con el principal fin de que os nombrasen jefe de las fuerzas que os acompañaban; y ya con este generalato emprendisteis vuestra marcha a lo interior del reino, asegurando falsamente que erais portador de una embajada de vuestro rey para Moctehuzoma. Temisteis que no os desconcertaran los amigos de Velázquez el plan que os habíais trazado; y, para quitarles toda idea de volverse, antes de partir disteis al través con vuestras naves.

No abandonasteis, con todo, vuestro primitivo intento. De Tabasco a Tenochtitlán recibisteis varios mensajes de Moctehuzoma: rechazasteis siempre los ruegos y las proposiciones que os hacía, nunca el oro que os enviaba. Ya en Tenochtitlán, le sonsacasteis toda la riqueza que pudisteis. Al ir a repartirlo entre vos y vuestros camaradas, por lo codicioso que os mostrasteis hubisteis de sostener grandes altercados y oír no pocas injurias. El deseo de salvar el botín ¡a cuántos de vosotros no ocasionó la muerte en la retirada de la noche triste! En vuestra segunda campaña, sobre todo desde que llegasteis a la orilla de los lagos, el robo fue compañero inseparable del incendio. Es imposible encarecer la manera cómo saquearon nuestra ciudad así la gente de vuestros bergantines como la de tierra. Vencido, me preguntabais con ahínco por mis riquezas y las de mis mayores; y porque hube de contestar siempre que en vuestras manos habían desaparecido o estaban en el fondo del lago, cometisteis la iniquidad de darme tormento. Me lo disteis a mí y a mi deudo, el rey de Tlacopan, que en todo parecía destinado a compartir mi negra suerte.

No por esto opino que la codicia fuese el solo móvil de vuestros actos. Lo fueron también el instinto de conquista y el afán de gloria. También el deseo de llevarnos a la fe de Cristo. No porque fuerais cruel, dejabais de ser religioso. Creíais firmemente en Dios, y a él volvíais con frecuencia el corazón y los ojos. Más de una vez os imaginasteis dirigido y salvado por la Providencia. Plantabais en todas partes la cruz y estabais siempre dispuesto a platicar sobre la excelencia del cristianismo y combatir la idolatría. Pecabais en este punto más por exceso que por defecto.

Vuestro fervor religioso os hizo intolerante y nada prudente. En hora buena que no hubieseis perdonado medio de abolir nuestros sacrificios; no debisteis nunca por vuestra propia mano arrojar, como arrojasteis, del templo las imágenes de nuestros dioses. No lograsteis con esto sino escandalizar al pueblo y espantar a Moctehuzoma. Lo hicisteis con el propósito de demostrarnos que se podía derribar impunemente nuestros ídolos; mas sin prever que en días no lejanos podrían los nuestros arrancar, como arrancaron, del mismo templo las imágenes de Cristo y de la Virgen sin que tampoco se desquiciara el orbe. Repetisteis el acto durante el cerco de Tenochtitlán, y no sabéis hasta qué punto enconasteis contra vos y los vuestros el odio de los mexicas. Éramos nosotros, como decís, conquistadores: jamás nos atrevimos a poner las manos en los dioses de los vencidos.

No se apagó vuestro fervor religioso después de nuestra caída. Sentíais impaciencia por vernos cristianos, y pedíais ahincadamente a vuestro César que os enviara misioneros. Las conversiones fueron numerosas y rápidas, pero ¡cuán poco sólidas! Eran debidas unas al temor, otras a la falsa idea de que reconocer a Cristo no era sino añadir un dios más a los antiguos dioses. Cambiar las creencias de los pueblos no fue jamás cosa fácil; imponerlas fue siempre poco eficaz y peligroso. Un siglo después vivían aún en México bajo la superficie cristiana la teogonía y el culto de nuestros aztecas.

El tránsito de nuestra religión a la vuestra no habría sido del todo difícil, si se hubiesen llevado las cosas con prudencia y tino. Quetzalcoatl era por una de nuestras tradiciones hijo de una virgen. Había pasado por el mundo dando ejemplo de austeridad y penitencia. Aborrecía los sacrificios humanos: no oía hablar de sangre que no volviese la cabeza o se tapase los oídos. Él era el que había establecido entre nosotros el bautismo, la confesión, el ayuno, el celibato sacerdotal, las comunidades religiosas de ambos sexos. Había sido primeramente rey de Tollan, después de Cholollan; y a pesar de no haber derramado sino el bien por sus pueblos, había sufrido la persecución de otros cultos y había debido abandonar la tierra. ¡Qué precedente no era ese Quetzalcoalt para el cristianismo!

Observad ahora las analogías entre vuestro bautismo y el nuestro. Nosotros con el agua purificábamos también los corazones de las manchas que en nuestro sentir traían desde antes del principio del mundo: veíamos en el agua un principio de regeneración y de vida, y con ella mojábamos primero los labios, después el pecho y por fin la cabeza y el cuerpo del recién nacido. Practicados estos ritos, no tardábamos en ofrecerlo a los dioses.

Tenéis aún hoy una falsa idea de lo que fue la religión azteca. Poned a un lado sus sacrificios y sus extravagancias. Llenaba el fin social tan bien o mejor que la vuestra. Unía a los hombres y los acostumbraba de niños a la obediencia y la disciplina. Por sus numerosas y brillantes fiestas, a que concurría todo el pueblo, los mantenía en la paz y la concordia, y por algunos de sus preceptos los hacía contribuir a la limpieza y a la hermosura de la ciudad, ya barriendo las plazas, ya recomponiendo los caminos y los caños por donde corrían las aguas. Partiendo, además, del carácter invasor de nuestra raza, a la guerra nos consagraba y con destino a la guerra nos educaba y nos instruía. Ésta, nos decía al bautizarnos, no es sino tu alojamiento; tu tierra es el campo de batalla.

La religión lo era todo en nuestra monarquía. Nos tomaba el sacerdote a los cinco años y no nos dejaba sino a los diez y ocho. Educaba e instruía al príncipe como príncipe, al noble como noble y al plebeyo como plebeyo; mas nos adiestraba a todos en el manejo de las armas y nos sometía a los trabajos de la guerra. Por esto veíais brotar de todas partes soldados, pudo Ixtlixochitl organizaros en días un ejército de 50000 hombres y hubisteis de pelear en Tenochtitlán con enemigos que incesantemente se renovaban. Sacerdocio y milicia estaban estrechamente unidos. Moctehuzoma y yo antes que reyes fuimos sacerdotes de Huitzilopochtli.

No os hablaré ahora de la profundidad de ciertos dogmas. Muchas casas a vuestros ojos absurdas tenían para nosotros honda significación y alto sentido. Constituían una verdadera red teológica nuestras ceremonias y nuestros ritos. ¿A qué hablaros de ellos cuando reconocí y reconozco la superioridad de vuestra sencilla teodicea y vuestra liturgia? En Tenochtitlán fui de los primeros que abrazaron la religión cristiana: víctima de vuestra crueldad, ratifiqué mi creencia al pie del patíbulo.

Nuestro sabor no era tampoco igual al vuestro. Habíamos no obstante medido con tanta o más precisión que vosotros el curso del sol, la luna y otros astros, y teníamos una cronología que en nada era inferior a las de Europa. Nos regíamos por un sistema de numeración cuya base era el veinte. Conocíamos las leyes de la Geometría y las aplicábamos a las artes de construcción, en las que sobresalíamos desde remotos tiempos. No nos arredraba la edificación fuera de terreno firme: en medio de un lago habíamos establecido la capital azteca.

Admiraban los monumentos del Anáhuac por lo sólidos, lo bien labrados y lo grandes. No hay quien no encarezca las pirámides de Cholollan, Papantla y Xochicalco. Vos mismo no hallabais palabras con que transmitir a vuestro emperador las impresiones que os produjo el templo mayor de Tenochtitlán. ¿Qué no dijisteis de los palacios y los jardines de Moctehuzoma? Adonde quiera que fuisteis hallasteis con sorpresa casa en que alojaros con toda vuestra gente.

Carecíamos, efectivamente, de escritura y no podíamos fijar el pensamiento sino por medio de jeroglíficos que, a excepción de los simbólicos y algunos de los figurativos, no eran sino ayuda de la memoria. Gracias, no obstante, al hábito, que todo lo facilita y lo allana, leíamos nosotros en aquellas pinturas los principales sucesos de nuestra historia, el lugar y la fecha en que ocurrieron y los personajes que en ellos figuraron; la sucesión de los días, los meses, los años, los cielos y las edades en que habíamos dividido el tiempo; los tributos que había de satisfacer o los servicios que había de prestar cada una de nuestras ciudades; cuántas eran y cómo estaban distribuidas las tropas del reino, las lindes de las tierras, el estado de las industrias, las penas de los delincuentes, las costumbres.

Suplíase también la escritura por la enseñanza oral, que transmitía de generación en generación los conocimientos. La enseñanza y la educación no estaban allí circunscritas a determinadas clases: dábalas el sacerdocio, según os he dicho, a los hombres todos, que sus padres quisieran, que no quisieran; y la transmisión de los pensamientos, como la de los buenos modales, no era fácil que se interrumpiese.

Esa generalidad de instrucción y educación había hecho de nosotros un pueblo culto. Nos distinguíamos de los demás por el gusto y la delicadeza. Claramente los revelaban la hermosura y el aseo de nuestras poblaciones, nuestras casas de Tenochtitlán con sus azoteas y sus dobles jardines, la esplendidez de las fiestas que se celebraba en honor de los dioses y los reyes, nuestro amor a los adornos, los perfumes y las flores.

Hasta la plebe era allí más instruida y culta que vuestros ignorantes y groseros soldados. Había recibido sobra todo lo necesario para la vida lecciones prácticas; y así entendía de las labores del campo, como de levantar una tienda o construir una casa. No confundía las plantas ni los animales. No desconocía tampoco a nuestros héroes: los cantaba frecuentemente en los patios de los templos.

No íbamos desnudos. De paz, nos cubrían el cuerpo el maxtli y el manto; de guerra, la armadura de cuero. No iban más vestidos en vuestra antigüedad pueblos muy civilizados.

En medios de vida ¿quién nos aventajaba? Ponderasteis vos mismo la grandeza y la abundancia de nuestros mercados. «Aquí se vende -decíais- de cuanto hay en la tierra; aquí hay todo linaje de vituallas y mantenimiento.» Carecíamos de trigo; pero teníamos en cambio el maíz, del que sacábamos pan, miel y vino.

La agricultura se hallaba en estado floreciente: con cercas las heredados, rectos los surcos, altos los camellones, prolija la labor, serpenteando por todas partes el agua, tal vez conducida par largas atarjeas. Gozo daba ver nuestros maizales, nuestros algodonales, nuestros cacahuales, huertas como la de Huaxtepec y jardines como los de Tenochtitlán y Tetzcozcinco. No era menos floreciente el estado de nuestras artes. Lo confesasteis vos mismo y aun la encarecisteis. Excelentes os parecieron nuestros artículos de barro, sobre todo nuestra loza, ordinariamente pintada, que podía resistir la acción del fuego, según visteis por los braserillos que debajo de cada plato poníamos en invierno a fin de que las comidas no se enfriaran. De nuestros tejidos llegasteis a decir «que no se los podía hacer ni mejores ni tan buenos en parte alguna del mundo, como no fuesen de seda, ya se considerara lo fino de su labor, ya la brillantez y la variedad de sus colores.» No hablasteis con menos entusiasmo de las delicadas ropas que componíamos con las vistosas plumas de nuestras aves, trabajo realmente sin par en la tierra. «Ni en bordado ni en cera -escribisteis- cabría cosa mejor.» Os fijasteis hasta en las esteras que nos servían, ya de cama, ya de asiento, ya de abrigo o adorno en los estrados, y las ponderasteis por lo vario de su color y de su forma.

Os maravillaron nuestras joyas, y más aún que nuestras joyas, las reproducciones de seres vivos que, en oro, plata, pedrería y plumas ostentaban los jardines de Moctehuzoma. No acertabais a comprender con qué instrumentos se las había podido hacer tan perfectas, ni vacilabais en afirmar que habíamos sobrepujado a los plateros de Europa. «No es posible -añadíais- que príncipe alguno haya nunca tenido tan nuevas, tan raras ni tan portentosas prendas.» Os regaló un día Moctehuzoma unas cerbatanas con una red de oro para los bodoques. Os sorprendieron, no sólo sus brocales, de oro labrado, sino también sus cañas, en que, con bellos colores y atinados matices, venían figuradas muchas y muy diversas aves y plantas.

Si con carecer de hierro obramos, Cortés, tales maravillas, calculad lo que habríamos hecho si lo hubiéramos tenido. Se cae en grande error cuando se cree que sólo por marcadas sendas ya a su perfección el hombre; se las abre nuevas todo pueblo que vive aislado de los demás, siempre que la necesidad le aguijonea.

El comercio no era entre nosotros tan limitado como a primera vista pudo pareceres. Al Mediodía se extendió siempre más allá de las fronteras. Cuando vosotros vinisteis, cambiaba nuestros productos con los pueblos mayas. De antiguo organizaba grandes expediciones que, trocando no pocas veces por las armas los báculos de viaje, mantenía violentamente sus fueros y daba ocasión a guerras y conquistas. No eran entre nosotros objeto de animadversión los mercaderes: constituían una de las clases del Estado, gozaban de inmunidades y privilegios y rivalizaban con la nobleza.

La importancia del comercio interior la pudisteis apreciar por vuestros mismos ojos. En nuestra plaza de Tlatolulco, dos veces mayor que la mayor de España, visteis todos los días comprando y vendiendo hasta sesenta mil almas. No teníamos pesas ni medidas, tampoco moneda acuñada; pero sí almendras de cacao que las supliesen, amén de ciertos canutillos de oro que facilitaban los cambios. No por esto el tráfico se nos hacía difícil. Nos lo hacía mucho más difícil la absoluta privación de bestias de carga. Culpa nuestra no fue; no nos las daba la naturaleza. El comercio marítimo, el de altura, ese nos fue realmente vedado. No nos llevó el genio nacional por las industrias navales. Dependió, a mi juicio, no sólo de haber ignorado la existencia de otro continente, sino también de no haber tenido a la distancia que vosotros islas importantes. De habernos llevado el genio nacional por las artes de la navegación como por tantas otras, ¿quién sabe si nosotros y no vosotros habríamos sido los descubridores, si habríamos nosotros descubierto la Europa, como vosotros descubristeis la América?

Asómbrame que de cosa tan eventual hayáis vosotros hecho título de ocupación y de dominio. Llega Colón a las costas de Guanahaní, enarbola al poner el pie en tierra la bandera de Castilla, y por ante escribano toma en nombre de sus reyes posesión de la isla. Lo seguís los que tras él vinisteis; y en vuestro loco afán por dominarlo todo, llegasteis a tomar posesión ante escribano público del mar que llamasteis del Sur y hoy lleva el nombre de Océano Pacífico. Vosotros, que tanto blasonabais da juristas, ¿por qué principio de derecho pudisteis nunca apropiaros lo que descubristeis? Concibo que lo hicierais con islas desiertas, no con territorios poblados de seres tan hombres como vosotros.

Para con nosotros, los mexicas, no invocasteis como título el descubrimiento, mas tampoco lo adujisteis mejor. ¿Con qué razón ni justicia pretendisteis que rindiéramos homenaje y tributo a vuestro D. Carlos? Ni lo conocíamos ni él nos conocía; no teníamos para con él ni él para con nosotros motivo alguno de hostilidad ni de queja; vivíamos separados de él y él de nosotros nada menos que por el color, la raza, la lengua, las costumbres y un mar inmenso que ni aun con vuestras naves cabía cruzar en días. ¿Nos habíamos atravesado ni nos podíamos atravesar en su camino? Tenía allá en Europa hartas naciones enemigas en que satisfacer su espíritu de engrandecimiento y explayar su ambición y su soberbia.

Habéis confesado paladinamente que obrasteis por el derecho de la fuerza, y con el fin de cohonestar vuestra conducta me habéis echado en cara que también nosotros lo aplicábamos. Jamás a vuestro modo. No hicimos nunca nosotros la guerra sino provocados por las vecinas gentes. Si las vencíamos, nos limitábamos a imponerles tributos en especies y en sangre; no les quitábamos jamás ni sus leyes ni su gobierno. Vosotros, por lo contrario, acabasteis pronto con nuestros reyes: ni a los de Tetzcuco conservasteis. Años después labraban algunos la tierra por sus manos; otros, hambrientos y haraposos, os las tendían en demanda de una limosna. Me refiero ahora no sólo a los reyes de los lagos, sino también a los señores y caciques de los demás pueblos.

Duros y crueles fuimos nosotros con los prisioneros de guerra, frecuentemente inmolados en aras de los dioses; nunca a par de vosotros con las gentes de las naciones vencidas. No se nos ocurrió jamás hacer esos inicuos repartos de hombres, que vosotros designasteis con el nombre de encomiendas; jamás poner con fuego marcas indelebles en las espaldas de los que contra nosotros se hubiesen levantado en armas. Como a los caballos los herrabais vosotros.

Si algo puede abonar las conquistas, es el buen trato de los conquistadores. ¿Fue bueno el que vosotros nos disteis? Jamás gimió pueblo alguno bajo tan horrenda servidumbre; jamás cayó sobre ninguna nación vencida tan esposa lluvia de males. Lo confiesan vuestros mismos historiadores, y cuando no lo confesaran, lo dirían en alta voz los hechos. En México fuisteis vos el que inició los repartos de hombres: los iniciasteis con el fin de remunerar a vuestros soldados. Se los hizo después para todo género de servicios, especialmente el de las minas, objeto principal y constante de la codicia de vuestros compatriotas. Por centenares caían allí aquellos infelices siervos del trabajo. A lo rudo de la labor se añadía la ruda e impía condición del que los mandaba. Esa ruda condición existía por desgracia en los más de los encomenderos.

Os apresurasteis a difundir el cristianismo; mas ¿quién lo había de considerar religión de paz y de amor viendo la dureza de vuestros corazones? «Si tan humano es vuestro Dios -os preguntaban,- ¿cómo se explica que bajo vuestro poder hayamos perdido la libertad y la ventura en que vivíamos al amparo de nuestros dioses?» Carecían vuestros conmilitones, no sólo de caridad para con los vencidos, sino también de respeto para con los mismos prelados de la Iglesia. Llevados del demonio de la lujuria y el de la codicia, llegaron a prohibir a nuestros indígenas toda relación con vuestros sacerdotes. Querían el freno de la religión para las pasiones de los demás, no para las suyas. No habréis olvidado, supongo, los escándalos que entonces hubo: de parte de esos escándalos fuisteis vos testigo y acaso víctima. ¿Era así como se debía ni se podía derramar por aquellas regiones el Evangelio?

Como uno de los signos de nuestra inferioridad habéis citado la carencia de unidad política. Cuando pusisteis el pie en México, ¿teníais esa unidad en la Península? Según oí de boca de vuestros capitanes, quedaba aún independiente un reino, y lo eran no hacía cuarenta años Aragón y Castilla. Tres reyes había en el valle de Anáhuac, pero los tres confederados hacía dos siglos. Desde la caída de Azcaputzalco deliberaban juntos los tres sobre sus comunes intereses; separadamente y cada uno de por sí sobre los propios. Tenía esta confederación antecedentes en nuestra historia: doce siglos atrás, en el periodo tolteca, la había habido entre los señores de Colhuacán, Otompan y Tollan. Renovada entre los de México, Tlacopan y Tetzcuco, subsistía cuando entrasteis en Tabasco, a pesar del predominio que observasteis en el de México.

¿Por contrario a la unidad tenéis este régimen? ¿No la establece acaso, sin mengua de la libertad de cada reino, la común deliberación y resolución de los comunes negocios? Ese régimen, notadlo bien, lo han adoptado las más de las naciones de América al emanciparse de Europa: ¿dejan por esto de ser unas? ¿dejan de ser consideradas como unidades por los demás pueblos?

Sin el predominio de Moctehuzoma os habría sido mucho más difícil la conquista. No habríais podido ahogar en germen, como ahogasteis, la rebelión de Cacamatzín, rey de Tetzcuco. No habríais logrado introducir, como introdujisteis, la discordia en el palacio de los acolhuas, base, como os he dicho, de vuestra segunda expedición a los lagos. No la división del Anáhuac en tras reinos, sino la tendencia a la unidad que tan importante estimáis, fue una de las causas de nuestra ruina.

¡Ah, Cortés! Pretendéis en vano justificar vuestra conquista. Nada hubo que la autorizase; nada vino después a legitimarla. Abundosos y tempranos fueron sus males; escasos y tardíos sus bienes. Esclavo quedó México en cuanto lo vencisteis, y esclavo permaneció durante siglos. Cuando llegó la hora de que se redimiera, ¡qué de restos no subsistían aún de su bárbara servidumbre!

CORTÉS.- No temáis, querido Guatemuz, que me queje de vuestros apasionados juicios. Sois aún aquel fogoso espíritu que os llevó a defender vuestra ciudad, aun viéndoos reducido a la plaza de Tlatelulco. Inspira vuestras palabras el noble sentimiento de la patria y merecéis aplauso. Principalmente por este alto sentimiento os hice yo la guerra. Poco me parecía el mundo entero para extender los dominios de Castilla. No bien vi en vosotros un dilatado reino, os lo he dicho ya, entré en vivas ansias de ganarlo y no perdoné medio de conseguirlo. La empresa fue grande, temeraria, loca: la acometí viendo que, si eran inferiores mis fuerzas, eran superiores mis armas. Confié también en Dios, tenedlo por seguro: yo era fervoroso creyente, por más que, siguiendo la general costumbre, procurase compaginar mi religión con mis deseos y aun con mis pasiones. El soldado ¿por qué no decirlo? prevalecía en mí sobre el cristiano.

Ya empeñado en la conquista, ¿qué queríais que hiciera? A cada paso veía crecer las dificultades y los peligros. Más que la idea de imponerme por el terror, el instinto de conservación, no pocas veces ciego, me condujo a los actos de crueldad que tan de relieve habéis puesto. Decís que en mi primera expedición me precipité, y quizá la razón os sobre; mas yo, no bien vi vuestra ciudad en medio de un lago con puentes levadizos en las calzadas que la unían con la tierra firme, con azoteas en las casas, con elevadísimas torres por templos, con gentes sinnúmero, conocí el riesgo en que me ponía y me desviví por prevenirlo. Fue aún el instinto de conservación el que a los pocos días hizo que pusiera bajo mi poder a Muteczuma. Caso de muerte se me hacía toda tardanza en sustraerle a la sugestión de sus consejeros y quitarle la libertad y los medios de conjurarse en mi daño.

Vos, querido Guatemuz, fuisteis, como yo, hombre de guerra. Me inculpáis sin razón por los actos de mi segunda campaña. Yo, no tenéis derecho a quejaros de que yo tiñese en sangre a Temixtitán y la convirtiese en ruinas. Vos lo quisisteis. Os brindé, no una, sino muchas veces, con la paz, y os puedo jurar que la habría aceptado bajo las condiciones que más honrosas os hubieran parecido. Hasta a veros conmigo os negasteis. En situación tal, ¿había de levantar el cerco? No lo consentían ni mi honor ni el de España. No lo permitía la fe jurada a los que se habían reunido bajo mi bandera. No lo aconsejaban ni aun vuestros intereses. Con retirarme os habría dejado a todos envueltos en las más sangrientas discordias civiles. De no alzar el cerco, ¿cómo no había de proporcionar la acción a la resistencia? Quemé cuando vi que desde las azoteas, atestadas de gente, caía sobre nosotros, así a la entrada como a la salida, un turbión de dardos y flechas, y habíamos de renovar todos los días la pelea en las mismas calles y plazas.

Añadís que me adelanté al hambre. Antes que hubiera acabado el hambre con vosotros, habrían podido ir gentes en vuestra ayuda. Fuera de algunas ciudades de los lagos, ¿qué teníamos nosotros al Occidente de México?

No hablaré más de los actos de la conquista. La guerra es un hecho anormal, y todo es anormal en la guerra. La razón la dirige, pero la pasión la ejerce: las furias la acompañan. No sé que en parte alguna haya dejado de producir horrores como los que lamentamos. Llena está de horribles matanzas la historia; lleno de ruinas el mundo.

Más aún que por sus actos, por su origen os parece deplorable mi conquista; pero tampoco estáis en lo justo. Ley es de la humanidad que los pueblos más cultos absorban a los de menor cultura; sólo cuando los más cultos se corrompen y caen en la atonía suelo ocurrir que la barbarie vaya a despertarlos y regenerarlos. Habéis hecho de vuestra civilización una fiel y brillante pintura, pero sin poder demostrar que nos igualarais ni en el conocimiento de Dios, ni en el de la naturaleza, ni en el de los medios más eficaces para el progreso. Justificada viene por este solo hecho mi conquista. Más cultos que vosotros éramos los españoles mucho antes de la venida de Cristo, y no pudimos evitar ni que nos invadiera Cartago ni que nos dominara Roma.

«¿En qué os habíamos ofendido?,» preguntáis cándidamente. ¿En qué habían ofendido a la Macedonia los pueblos del Asia sometidos por Alejandro? ¿En qué a la Arabia los pueblos de África y España, sojuzgados por los descendientes del Profeta? ¿En qué nuestra España a las repúblicas de Roma y de Cartago? No creéis, a lo que parece, justificadas las guerras sino por motivos inmediatos y directos. Al ávido de conquistas, ¡qué pocas veces lo faltan! Los busca; y cuando no los encuentra, los provoca. Esto hacíais aun vosotros, según se infiere de vuestras propias palabras. Esos mercaderes que en extraños países trocaban el báculo de viaje por las armas, ¿qué eran sino agentes vuestros, enviados a promover cuestiones que dieran motivo a la guerra y a la conquista?

Apenas recibisteis las aguas del bautismo, recordadlo bien, Guatamuz, cobrasteis horror a los sacrificios humanos. Sin mi conquista, ¿habríais podido fácilmente desterrarlos de vuestros altares? En mi primera expedición había logrado que Muteczuma los suprimiera: no bien me arrojasteis de la ciudad, los restablecisteis. Durante mi segunda campaña, en el desbarate de Tlatelulco me cogisteis vivos 60 soldados. Al son de vuestros fúnebres tambores los llevasteis desnudos en procesión a lo alto del templo del dios de la Guerra, los tendisteis de espaldas sobre la piedra de los holocaustos, los abristeis el pecho, les arrancasteis el corazón, lo ofrecisteis aún bullente al horrible numen y con el pie arrojasteis gradas abajo los cadáveres. Hecatombes como esa abundaban entre vosotros. Cuando llegué a los lagos, recordaban aún muchos la que se había hecho treinta y dos años atrás con millares de cautivos. Poner fin a tan bárbaras ofrendas, ¿creéis que no legitimaba mi conquista? Salvé con mi guerra los fueros de la humanidad, por vosotros tan indignamente ultrajada y envilecida.

Que después de la victoria se desencadenasen en nosotros las pasiones y no admitiesen la ambición y la codicia ni aun el freno de la Iglesia, es desgraciadamente cierto. Cada uno de mis soldados se tenía por un conquistador, y exigía la recompensa de sus servicios. El oro que nos dio Muteczuma lo perdimos casi todo en la retirada de la noche triste. El que recogimos durante el cerco fue poco, y aun ese lo llevaron en gran parte los tlaxcaltecas y los acolhuas. Según lo escaso que fue el botín debisteis de cumplir las amenazas que nos teníais hechas, debisteis de arrojar al lago vuestros tesoros. Crecieron de día en día los clamores de mis camaradas, y queriendo o no, hube de recurrir a los repartos de tierras y hombres que calificáis de inicuos. No tenía yo allí a mano las cajas del emperador, y había de sacar del país vencido todos mis recursos. Había de sacar recursos para él y para mí; y yo, no satisfecho con haberle dado una nación como la vuestra, hice, como no ignoráis, armada sobra armada a fin de aumentar sus dominios.

Que herré esclavos, decís. Fuera de herrarlos no llevé las cosas más allá de lo que otros conquistadores y vosotros mismos las llevasteis. En el trayecto de Veracruz a Temixtitán recibí frecuentemente entre otras dádivas la de esclavos y esclavas. Existía la esclavitud entra vosotros, y la que de la guerra procedía llevaba consigo el derecho de vida y muerte.

No es propio ni digno de un hombre como vos, Guatemuz, censurar agriamente los desórdenes que a la conquista subsiguieron. Los hubo después de todas las conquistas, y los hubo de haber mayores después de la de México. No había sido allí el rey quien había promovido ni dirigido la guerra, sino uno de sus capitanes. El rey vivía a dos mil leguas de distancia: recibía él tarde mis noticias y yo tarde sus instrucciones y sus órdenes. Para colmo de mal tenía yo cerca del rey irreconciliables enemigos, y él se regía por un Consejo que interesadamente los oía. Ni el Consejo ni él podían fácilmente hacerse cargo ni de la índole de la conquista, ni de las condiciones de la tierra conquistada, ni de la respectiva situación de los vencidos y los vencedores. Los despachos que de España recibíamos, lejos de calmar los ánimos, los exaltaban, y lo que era peor, comprometían la dominación conseguida a costa de tantos esfuerzos. ¿Qué no habría podido suceder si, cuando acababa de reducir a la obediencia pueblos rebeldes, me hubiese dejado relevar por Cristóbal de Tapia, a quien había encargado el rey la gobernación de México, sabe Dios por qué motivos?

Me acusáis, Guatemuz, de muchas cosas de que no soy responsable. Lo habría sido de haberme coronado emperador de México; mas esto ni era lo fácil que muchos han creído, ni me lo consentía la lealtad que siempre quise guardar a mis reyes. Tras la espada fue la toga, y la toga hizo buena la espada. Los oidores en los primeros años de la Audiencia fueron aún más codiciosos que mis soldados.

Como quiera que fuese, si no vos, vuestra nación salió ganando. Hallose de repente con el rico caudal de ideas y medios que habían atesorado Europa y Asia. Tuvo una fácil y precisa escritura en que traducir sus pensamientos y caracteres y prensas con que difundirlos a todos los ámbitos del mundo. Dispuso para los transportes por tierra de la bestia de carga; para los transportes por mar de la brújula y la nave de alto bordo.

GUATIMOZÍN.- No prosigáis, Cortés, que si todo esto es de inestimable valor para el hombre libre, no para el que vive en la servidumbre. Hizo la conquista esclavo, no sólo el cuerpo, sino también el alma. ¡Ay del que no pensara con vosotros! ¡Ay del que volviera los ojos a los antiguos dioses! ¡Ay del que siguiera prácticas que vosotros tuvierais por supersticiosas! ¡Ay del que se atreviera a levantar, la voz contra vuestros reyes o vuestros virreyes! Hicieron quemar vuestros sacerdotes los libros de nuestra cronología y nuestra historia sólo porque erróneamente los consideraron fomento de superstición y obra del diablo.

Habláis con mucha insistencia de los beneficios que nos produjo la religión de Cristo. ¡Cuán bella y dulce es en las páginas del Evangelio! ¡Cuán feroz y terrible no fue en muchos de los que os encargasteis de difundirla! Tal era la contradicción entre vuestras palabras y vuestras obras, que sin la gracia de Dios habríamos difícilmente doblado la cabeza sobre la pila del bautismo. No quería Jesucristo ni el exterminio, ni la guerra, ni la humillación de nuestros semejantes; quería que nos amásemos los unos a los otros como él nos había amado. No quería tampoco que fuéramos a orar donde nos vieran; quería que orásemos en nuestro cuarto, cerrada la puerta. Tampoco quería que la adorásemos en determinado lugar ni en determinado templo; en espíritu y en verdad quería que le adoráramos. Por los buenos actos hacía al hombre merecedor del cielo: «será cortado y echado al fuego -decía- todo árbol que no dé buen fruto.» ¿Acomodasteis nunca a esta santa doctrina vuestras acciones? ¿No veníais a ser, por lo contrario, dentro del cristianismo la imagen de esos hipócritas fariseos que tan dura y justamente censuraba Cristo?

Tan grave fue el mal, Cortés, que en realidad no sustituisteis una religión a otra religión, sino una idolatría a otra idolatría. Fanáticos y supersticiosos eran realmente mis súbditos; fanáticos y supersticiosos continuaron siendo. Cesaron los sacrificios: ésta fue la única ventaja.

CORTÉS.- ¿La reconocéis? Me basta. No me enorgullece tanto haberos sometido a España, como haber desterrado de vuestra nación los sacrificios. Los fines que conseguí borran las faltas que pude cometer durante la conquista y después de la conquista. Así lo han reconocido todas las generaciones que tras la mía se han sucedido en la tierra. Todas me han enaltecido: todas me han puesto entre los mejores capitanes y los más hábiles políticos.

GUATIMOZÍN.- Ved, sin embargo, vuestra obra. La nación que a España sometisteis sacudió hace más de sesenta años vuestro yugo y es hoy una república. Recientemente ha vuelto los ojos a la lucha que vos y yo sostuvimos. No a vos que me vencisteis, sino a mí, que sostuve hasta el último trance la independencia de la patria, ha levantado un monumento. Miradlo. De la plaza Mayor de México parte un hermoso paseo que llaman de la Reforma. Hay en él dos glorietas: en la una, la estatua de Colón; en la otra, la mía. La mía está sobre un elegante pedestal azteca.

CORTÉS.- Tengo yo un pedestal mejor: el de la cristiandad agradecida.

GUATIMOZÍN.- Cristianos son los que me han erigido la estatua.

CORTÉS.- ¡Ingratos!


FIN