Guapeza valenciana/I
Buenos parroquianos tuvo aquella mañana el cafetín del Cubano. La flor de la guapeza, los valientes más valientes que campaban en Valencia por sus propios méritos; todos cuantos vivían a su estilo de caballero andante por la fuerza de su brazo, los que formaban la guardia de puertas en las timbas, los que llevaban la parte de tenor en la banca, los que iban a tiros o cuchilladas en las calles, sin tropezar nunca, en virtud de secretas inmunidades, con la puerta del presidio, estaban allí, bebiendo a sorbos la copita matinal de aguardiente, con la gravedad de buenos burgueses que van a sus negocios.
El dueño del cafetín les servía con solicitud de admirador entusiasta, mirando de reojo todas aquellas caras famosas, y no faltaban chicuelos de la vecindad que asomaban curiosos, a la puerta, señalando con el dedo a los más conocidos.
La baraja estaba completa. ¡Vive Dios! Que era un verdadero acontecimiento ver reunidos en una sola familia bebiendo amigablemente, a todos los guapos que días antes tenían alarmada la ciudad y cada dos noches andaban a tiros por Pescadores o la calle de las Barcas, para provecho de los periódicos noticieros, mayor trabajo de las Casas de Socorro y no menos fatiga de la Policía, que echaba a correr a los primeros rugidos de aquellos leones que se disputaban el privilegio de vivir a costa de un valor más o menos reconocido.
Allí estaban todos. Los cinco hermanos Bandullos, una dinastía que al mamar llevaba ya cuchillo; que se educó degollando reses en el Matadero, y con una estrecha solidaridad lograba que cada uno valiera por cinco y el prestigio de la familia fuese indiscutible.. Allí Pepet, un valentón rústico que usaba zapatos por la primera vez en su vida y había sido extraído de la Ribera por un dueño de timba, para colocarlo frente a los terribles Bandullos, que le molestaban con sus exigencias y continuos tributos; y en tomo de estas eminencias de la profesión, hasta una docena de valientes de segunda magnitud, gente que pasaba la vida pensando por no trabajar; guardianes de casas de juego que estaban de vigilancia en la puerta desde el mediodía hasta el amanecer, por ganarse tres pesetas; lobos que no habían hecho aún más que morder a algún señorito enclenque o asustar los municipales; maestros de cuchillo que poseían golpes secretos e irresistibles, a pesar de lo cual habían perdido la cuenta de las bofetadas y palos recibidos en esta vida.
Aquello era una fiesta importantísima, digna de que la voceasen por la noche los vendedores de La Correspondencia a falta de «¡El crimen de hoy!»
Iban todos a comerse una paella en el camino de Burjasot para solemnizar dignamente las paces entre los Bandullos y Pepet.
Los hombres cuanto más hombres, más serios para ganarse la vida.
¿Qué se iba adelantando con hacerse la guerra sin cuartel y reñir batalla todas las noches? Nada; que se asustaran los tontos y rieran los listos; pero, en resumen, ni una peseta, y los padres de familia expuestos a ir a presidio.
Valencia era grande y había pan para todos. Pepet no se metería para nada con la timba que tenían los Bandullos, y éstos le dejarían con mucha complacencia que gozase en paz lo que sacara de las otras.
Y en cuanto a quiénes eran más valientes, si los unos o el otro, eso quedaba en alto y no había que mentarlo: todos eran valientes y se iban rectos al bulto: la prueba estaba en que después de un mes de buscarse, de emprenderse a tiros o cuchillo en mano, entre sustos de los transeúntes, corridas y cierres de puertas no se habían hecho el más ligero rasguño.
Había que respetarse, caballeros, y campar cada uno como pudiera.
Y mediando por ambas partes excelentes amigos se llegó al arreglo.
Aquella buena armonía alegraba el alma, y los satélites de ambos bandos conmovíanse en el cafetín del Cubano al ver cómo los Bandullos mayores, hombres sesudos, carianchos y cuidadosamente afeitados con cierto aire monacal, distinguían a Pepet y le ofrecían copas y cigarros; finezas a las que respondía con gruñidos de satisfacción aquel gañán ribereño, negro, apretado de cejas, enjuto y como cohibido al no verse con alpargatas, manta y retaco al brazo, tal como iba en su pueblo a ejecutar las órdenes del cacique. De su nuevo aspecto sólo le causaba satisfacción la gruesa cadena de reloj y un par de sortijas con enormes culos de vaso, distintivos de su fortuna que le producían infantil alegría.
El único que en la respetable reunión podía meter la pata era el menor de los Bandullos, un chiquillo fisgón e insultadorcillo que abusaba del prestigio de la familia, sin más historia ni méritos que romper el capote a los municipales o patear el farolillo de algún sereno siempre que se emborrachaba, hazañas que obligaban a sus poderosos hermanos a echar mano de las influencias, pidiendo a este y al otro que tapasen tales tonterías a cambio de sus buenos servicios en las elecciones.
Él era el único que se había opuesto a las paces con Pepet, y no mostraba ahora en su día de concordia y olvido la buena crianza de sus hermanos. Pero ya se encargarían éstos de meter en cintura aquel bicho ruin que no valía una bofetada y quería perder a los hombres de mérito.
Salieron todos del cafetín formando grupo, por el centro del arroyo, con aire de superioridad, como si la ciudad entera fuese suya; saludados con sonriente respeto por las parejas de agentes que estaban en las esquinas.
Vaya una partida. Marchaban graves, como si la costumbre de hacer miedo les impidiese sonreír; hablaban lentamente, escupiendo a cada instante, con voz fosca y forzada, cual si la sacaran de los talones, y se llevaban las manos a las sienes, atusándose los bucles y torciendo el morro con compasivo desprecio a todo cuanto los rodeaba.
Por un contraste caprichoso, aquellos buenos mozos malcarados exhibían como gala el pie pequeño, usaban botas de tacón alto adornado con pespuntes, lo que les daba cierto aire de afeminamiento, así como los pantalones estrechos y las chaquetas ajustadas, marcando protuberancias musculosas o miseros armazones de piel y huesos en que los nervios suplían a la robustez.
Los había que empuñaban escandalosos garrotes o barras de hierro forradas de piel, golpeando con estrépito los adoquines, como si quisieran anunciar el paso de la fiera; pero otros usaban bastoncillos endebles o no se apoyaban en nada, pues bastante compañía llevaban sobre las caderas, con el cuchillo como un machete y la pistola del quince, más segura que el revólver.
Aquel desfile de guapos detúvose en todos los cafetines del tránsito para refrescar con medias libras de aguardiente, convidando a los policías conocidos que encontraban al paso, y cerca de las doce llegaron a la alquería del camino de Burjasot, donde la paella burbujeaba ya sobre los sarmientos, faltando sólo que le echasen el arroz.
Cuando se sentaron a comer estaban medio borrachos; mas no por esto perdieron su fúnebre y despreciativa gravedad.