Capítulo XXX

Íbase en efecto por el camino real al paso del Durazno, en medio del cual, a cierta hora, se mandó hacer alto y echar pie a tierra.

Luis María e Ismael supieron entonces por Cuaró, incorporado recién, después de repetidos viajes, que Lavalleja venía a marchas forzadas desde La Cruz, y que había ordenado a Oribe lo esperase en la carretera, precisamente a esas horas. No debía demorar sino momentos, porque él lo acababa de dejar a corta distancia.

Bentos Gonzalves bajaba hacia el Yi con su columna en busca de Bentos Manuel, que a su vez iba a su encuentro, tras una marcha hábil y rapidísima.

De este modo en contadas horas estarían a la vista, unidos y fuertes y bien previsto este hecho, se había dado orden al brigadier Rivera para que, abandonando la posición que ocupaba en la zona de Mercedes, viniese a situarse con su división en la noche en las vertientes del arroyo Sarandí, sitio escogido para la conjunción de todas las fuerzas revolucionarias.

Inmóviles a un costado del camino, Luis María, que acababa de cumplir una orden, dijo a su jefe:

-Por lo visto, comandante, se trata de librar mañana un combate de caballería contra caballería.

-Un combate, exactamente -contestó Oribe- como en Junin, el combate silencioso. En Junin sólo lucharon caballerías; la batalla, en riguroso tecnicismo, requiere la acción de las tres armas, y ni en Junin sucedió eso, ni sucederá, hoy por hoy, entre nosotros mientras no dispongamos de infantería y artillería. Sin embargo, en mi opinión hay combates que valen más que batallas por sus efectos; y si se libra el que anhelamos, los resultados serán los mismos dadas las condiciones actuales de la lucha. El número de combatientes de una y otra parte, será el que en Junin, más o menos.

-De todos modos, el general Lecor ha conseguido su deseo de que sean elementos similares, como él los cree, los que vengan con nosotros al choque.

-Eso opinó él al principio de la lucha; pero ahora su manera de ver las cosas era distinta, y aprestaba infantería y caballería para robustecer a Ribeiro. Según parece, contra los buenos consejos del cauto portugués, éste jefe ha partido de extramuros inopinadamente en su impaciencia de ganar el lauro.

Respecto al día de mañana, acaso fuese el del combate. Algunos vecinos me han informado que Ribeiro, a su paso, llegó a decir que siendo el de mañana 12 de octubre, aniversario de su emperador don Pedro, ansiaba llegar a las manos con «os revoltosos».

-¡Cuanto antes mejor!

-Veremos.

Luego, Oribe se apartó del sitio sin más compañía que el clarín de órdenes.

A los pocos momentos circuló la voz de la llegada de Lavalleja e inmediatamente se emprendió la marcha hacia el arroyo de Sarandí punto designado para la reunión con las fuerzas del coronel Rivera.

Esa marcha fue dura. Cuando se hizo alto al amanecer en la vertiente misma de Sarandí, donde ya se encontraban aquellas fuerzas, las descubiertas anunciaron la aproximación del enemigo, que venía en dirección al punto escogido y se hallaba apenas a una legua de distancia.

Se mandó entonces cambiar caballos y poner las divisiones en orden de pelea.

En medio de esta agitación, precursora del combate tan ansiado, Esteban, apartado un tanto de la línea y al caer a un bajo al trote, dio con los carretones del convoy, que se habían estacionado en la ladera.

Al contrario de los demás, Jacinta había desenganchado sus dos caballos del vehículo, que era bastante liviano, y aderezado bien uno de ellos, que tenía sujeto del cabestro a una rueda.

Jacinta estaba junto a un fogón que acababa de encender, y en el que, con la destreza y diligencia que le eran peculiares, calentaba el agua para el «mate» y asaba un pedazo de carne de novillo.

En rededor del vehículo veíanse una porción de botellas y botijos vacíos, pequeños cajones destrozados y otros desechos de vivac.

Jacinta había dado salida a todos sus artículos de comercio ambulante, al menor precio, para sentirse ágil y pronta a las consecuencias.

En cuanto vio a Esteban, le dijo:

-¡Ni llamao con corneta! Aquí tiene una mitad de «churrasco» para su oficial, y le pido se lo lleve porque ha de precisar de juerzas hoy más que nunca... Digale que yo se lo asé.

¡Y V. sírvase de un mate, si gusta!

-¡Gracias! Ya tocan a formar y falta tiempo -contestó el liberto, desmontándose con rapidez.- No venía más que a un encargo de mi señor, doña Jacinta. Él me dijo que le estaba a V. muy agradecido por tanta voluntad en servirlo, pero que no era regular que no la ayudase cuando podía; y que pudiéndolo hacer ahora, fuese V. servida de aceptar esto, nada más que para reponer en el carretón lo mucho consumido por su mercé en la campaña desde que comenzó el sitio.

Y el liberto, con muy buen modo, le alargó un pañuelo en que estaban atadas las monedas que Luis María le había destinado.

La criolla se encogió de hombros, con un gesto de soberbia.

-¡Güeno, aura así que está lindo! -exclamó.- ¿Para qué preciso yo eso? Cuando doy por puro gusto, me chafan, y cuando vendo por ganancia, me pijotean. ¡Guárdese eso, no más! Y dígale a su señor que le agradezco, pero que yo no soy Agapita, que se muere por una amarilla, aunque venga del mesmo Calderón.

-No se resienta, doña Jacinta, que nunca ha sido intención de mi señor ofenderla ni en la punta de un pelo.

-No me salga, con quiebros, que asina ha de ser para pior. Jacinta Lunarejo es de otra laya a la que se piensa; no es animal de cáscara como otros para no dolerse cuando la hincan con una espina. Y vaya mirando que la gente se forma y apronta, y que allá en el otro campo se mueven como hormigas.

-¡Ya veo! Pero...

-No hay pero que más valga, ni breva madura. Tome el «churrasco» que le dije a que lo coma calientito todavía, sazonao en ceniza... Aura váyase, sin cirimonia, con su plata y todo, que yo tengo también que levantar estos trastes para dirme en ese mancarrón.

-Bueno, me voy -dijo Esteban montando.- A la fija no ha de tardar mucho que toquen a degüello. La gente está que arde por echarse encima de los «mamelucos».

Y guardándose en el cinto el pañuelo anudado que rechazase con tanta obstinación y enojo la criolla, se afirmó en los estribos, añadiendo:

-Ahí se acerca a esta loma la reserva, con los húsares. Ya a la izquierda de la línea han formado los dragones del brigadier Rivera, al centro la división de mi jefe... A la derecha se tiende en ala el comandante Zufriategui. ¡Lindo va a estar el baile! Adiós, doña Jacinta.

-¡Que Dios lo ayude!

Esteban picó espuelas.

La mañana abría esplendorosa.

En ese momento Lavalleja recorría las filas arengando las tropas; un gran murmullo se sentía de extremo a extremo de la línea alternando por vítores ruidosos; y delante, en el llano extenso, como a veinticinco cuadras, veíase mover otra línea oscura de dos mil cuatrocientos jinetes enemigos que a su vez alzaban las carabinas por arriba de sus cabezas entre aclamaciones repetidas al imperio y a don Pedro de Braganza.

El arroyo culebreaba al flanco y se escondía en las colinas hasta perderse en el Yi. Los campos que formaban la zona cubierta no podían ser más a propósito para la maniobra de los regimientos, de fáciles declives y valles sin tropiezos, nutridos de verdes y blandas hierbas.

La atmósfera apetecía límpida y serena, y por ella corría sonora y sin descanso la nota del clarín, como un grito prolongado de guerra que sólo debiera terminar con la batalla.