Grito de gloria/VI
Capítulo VI
Concluido el desarme de los brasileños, y hecho el alistamiento de los orientales, el jefe de la invasión y el comandante general, de campaña se reunieron en un rancho de las inmediaciones, para hablar de asuntos relativos, al hecho consumado.
Se decía en el campamento que de esa conferencia, solicitada por el prisionero, debía resultar algo importante y decisivo.
Bajo tan excelentes auspicios, y agigantadas las esperanzas del grupo con las adhesiones que se iban sucediendo, fue esa tarde cada vivac un concierto de voces de júbilo, cuya nota dominante -la de la patria libre- hacía palpitar de entusiasmo los pechos varoniles. Los tañidos de guitarras de trecho en trecho en los fogones acompañaban a cánticos llenos de unión profética. A las décimas del trovador de pago se unían las risas sonoras, las voces estruendosas, los gritos pujantes de barbudos colosos; y en medio de este torbellino de ecos y palabras, de cantos y tañidos revueltos en una atmósfera plácida, radiante de luz, se alzaba el relincho poderoso de los redomones contagiados de la fiebre de pelea a modo de bocina de aquella música de centauros. Esto duró más de dos horas.
Bien luego, un rumor lisonjero recorrió los vivacs.
La entrevista había terminado: Rivera adhería al movimiento compartiendo el mando con Lavalleja. Agregose que Oribe ponía sello a este acuerdo renunciando por su parte al derecho que pudiera asistirle por razón de iniciativa, y subordinándose como antes a las decisiones del segundo.
Momentos después de esta primera impresión, la noticia se confirma en la orden del día, y el regocijo se colma. Habíase cumplido una de las bases del pacto de los buenos, la del «perdón de los hermanos extraviados».
Cuando Lavalleja recorría al paso de su caballo el campamento, disponiendo lo necesario para la marcha, Luis María le oyó decir con sencilla expansión, dirigiéndose a Oribe, que caminaba a su lado:
-¡Convenía a la causa un «brigadeiro»!
A Berón le intrigó la frase.
-En rigor, tenemos ahora tres jefes -se dijo-. Uno que se impone por el mando, un segundo que aspira a lo mismo por el prestigio, otro que en realidad impera por la superioridad moral...
Los examinó en el pensamiento; hizo análisis de antecedentes y aptitudes; escarbó en el terreno del pasado, en busca de elementos de juicio; exhibióselos a sí mismo tales cuales eran, para ratificar su criterio al respecto.
¿Cómo surgieron en el agitado escenario, cuáles eran sus méritos relativos a donde iban arrastrados por el impulso inicial de la aventura?
Voluntario consciente, resuelto, bien definido en sus convicciones y tendencias, él estaba obligado a reflexionar sobre todas estas cosas, y a la observación prolija de los actos de los que mandaban. El amor a su causa inducíalo a escudriñar propensiones y fines. Se rebelaba ante la idea de servir a otros que a aquellos que constituían sus ardientes ideales de juventud.
Bien veía él que los directores de la empresa no se identificaban por el carácter, por las luces de inteligencia y por la pericia militar; pero creía de buena fe que coincidían en la pasión por la tierra, en la alteza del sentimiento patriótico y en la enérgica voluntad de redimir al país, del yugo extranjero. En lo moral, como en lo físico, esas personalidades ya culminantes habían sido fundidas en moldes muy distintos, aunque únicos tal vez por el vigor de la fibra, la tenacidad en el propósito y la grandeza del esfuerzo. Una ligera observación le había sido bastante para persuadirse de que el espíritu de Lavalleja no había recibido luces vivas, sino nociones, de vida práctica; que estaba nutrido de sentimientos nobles, de ideas de niño y genialidades de valiente. En ciertos rasgos aislados, personalísimos, pudo notar cómo la voluntad primaba y ponía de relieve al varón temible para quién empresa alguna fuera difícil, ni el mayor peligro razón de miedo. Corazón de grandes alientos; cerebro tardo en concebir; criterio adverso al raciocinio frío y calculado.
Lo que el joven voluntario sabía de él y de los otros, lo autorizaba a comparar y a distinguir. El teatro era reducido, los actores muy limitados. A veces en desnivel, por la calidad.
En igualdad de condiciones y aptitudes militares, sin escuela teórica ni mayor cultura aunque con ese fondo moral en que se refundían la simplicidad y la rudeza con las virtudes del tipo héroe, Lavalleja había asomado como Rivera en la época de Artigas a la vida turbulenta. En su viril mocedad no había tenido al igual que aquel como escuela del valor y de emulaciones diarias, la intimidad y la ejemplaridad de los «matreros»; avezados en la pelea sin cuartel.
Honesto y trabajador, en cuanto se podía serlo en tiempos tan atrasados, la industria de transportes había sido su ocupación preferente. Guió carretas tiradas por bueyes en sus mejores años; y en el manejo de la «picana» no llegó a desmerecer ciertamente como hombre de bríos del paralelo con aquellos antiguos paladines que labraban la tierra o cuidaban rebaños o se ejercitaban desde niños con salsa negra.
Con antecedentes tan humildes y tan sano corazón, guardaba así su rica naturaleza de hombre entero las cualidades necesarias para imponerse en la lucha por el denuedo, aunque en esa lucha se tratara de uno contra diez; y de ahí que su brazo fuera desde el primer momento temido y su voz la nota más vibrante en los entreveros gloriosos.
Proezas admirables habían sido sus primeros pasos en la lucha y desde que alcanzara el grado de capitán, habíase crecido en amor propio y chocado con su igual el capitán Rivera.
Fue esta una contienda entre la valentía del león y la astucia del zorro, que Artigas mismo no pudo nunca dar por concluida a pesar de sus buenos esfuerzos y que debía prolongarse con idénticos caracteres de acritud y de violencia en el espacio y en el tiempo.
En cierto modo, el uno complementaba al otro; sin que jamás pudieran avenirse. ¡La diferencia, estaba en el fondo moral!
Al contrario de Lavalleja, y también de Rivera, Manuel Oribe era un hombre de instrucción y preparación habituado al roce con otros de reconocida cultura y elevada categoría, del doble punto de vista social y político.
Aparte de lo que traía desde la cuna, de sus antecedentes, de familia y de las nociones recogidas en buena escuela, alcanzó en la vida práctica -todavía muy joven- a formar su carácter y dar sello propio a su personalidad como número distinguido en la generación militante de aquellas épocas tumultuosas.
Como Lavalleja era un varón de ímpetus, de arrojo imponderable, de celos embravecidos; pero, no tenía su prestigio en las masas, ese prestigio que se forma en las intimidades de los instintos de las fierezas en las proezas del músculo contra hombres y alimañas y en la tolerancia de ciertos hechos licenciosos que aumentaban la pasión por el caudillo, y lo hacían dueño de voluntades y de vidas.
Lavalleja era caudillo desde los tiempos de Artigas.
Oribe había sido uno de los oficiales de infantería más reputados del primer campeón de nuestras luchas; empero, no uno de los más consecuentes.
De aquí esa su falta de prestigio en el médium nativo.
La organización misma y disciplina de su arma -aunque para las tres era apto- estaban en pugna con la irregularidad manifiesta de las milicias de a caballo. Mandaba soldados sometidos al rigor de la regla; Lavalleja encabezaba grupos audaces que no conocían la represión severa. Identificado con la hueste, este último había seguido al archi-caudillo cuando Oribe lo abandonó; había peleado bravamente y aumentado su renombre, hasta que prisionero, fue a padecer por su causa en una de las fortalezas de Río Janeiro. El rey Juan VI había tenido para él frases de admiración.
En cambio de la influencia sobre la hueste, así adquirida, Manuel Oribe era un soldado organizador, activo, dominante, maniobrista de aplomo en el terreno versado en la estrategia, que había estudiado en los libros, y cuando era preciso, por la desigualdad en el número y en la calidad de los combatientes, acometedor e intrépido.
Tenía sobre Lavalleja y sobre Rivera además de la noción clara de la milicia y de la aplicación oportuna de las reglas, la ventaja del valor disciplinado. Sus pruebas, desde que entró a la vida de la acción, fueron siempre brillantes.
Lavalleja, organismo de acero y gran jinete, lo libraba todo al choque heroico; y al cargar ceñudo con el sable bajo, más fácil le era destrozar regimientos enteros con una oleada de audacia homérica, que batir por plan metódico y fijo. Con la carga improvisaba la victoria. Rivera lo aventajaba en astucia, y en artería, más no en decisión.
Oribe combinaba, y aprovechaba de los detalles sobre el terreno, en cuanto lo permitía, la pericia de la tropa a su mando.
De esta superioridad, sin embargo, no hacia él uso, como se ve en la tremenda aventura que se incubó en el saladero de Costa; la pasión patriótica que lo alentaba le había impuesto el deber de declinar ese derecho, para honor de sí mismo y de la cruzada.
Hombre de acción adaptable perfectamente al médium, si se había de tener en cuenta la índole propia y las propensiones ingénitas de la clase campesina, Juan Antonio Lavalleja era la entidad llamada a reemplazar al archi-caudillo en la escena política, por su prestigio y por la fuerza misma de la tradición reciente.
La masa popular de las campañas lo había formado y nutrido a su manera genial, como a otros caudillos, dándole con sus arrebatos y vehemencias la terquedad del pago y el rigor de sus instintos. Era un fruto legítimo bien maduro del clima y de las energías indómitas, que encarnaba decirse puede, las pasiones locales en toda su intensidad bravía. El suelo privilegiado, que encierran y al que forman marco gigantescos ríos y el océano, de modo que lo oreen las poderosas alas del pampero que a él llega rugiente y entre sus límites acaba, podía enorgullecerse de su hechura. Excedíase del nivel común lo suficiente para el mando. Sus aptitudes mentales no eran superiores a las del médium, pero si su poder de iniciativa y su osadía romancesca, para la aventura belicosa; como que era en medio del peligro y del conflicto que este hombre sentía ensanchársele la vida, sin ser por ello sanguinario, cruel o implacable. Había adobado su personalidad con sus virtudes; su soberbia, si alguna tenía, nacía de la conciencia de ser hijo de sus obras. Miraba sin enojo que otros lucieran sus talentos; pero no toleraba que se dijese de alguien que podía igualarle en valor.
No dudaba de los intrépidos, más confiaba en sí mismo como en una lanza aquiliana. Innata en él la bravura, no precisaba haberse nutrido con médula de fieras; su corazón fuerte se hubiese asfixiado bajo de una coraza. Esa bravura contagiaba todas las filas cuando daba cara al plomo y al hierro; arrastraba con imperio y destruía con ímpetu, rebasando el obstáculo como una onda arrolladora.
Acaso, por sus hechos anteriores y por su influencia sobre ciertos pagos, Fructuoso Rivera hubiera podido ser el caudillo de la empresa; pero había servido al dominador y recibido de él grados y empleos. Por otra parte; ¿tal pensamiento hubiera salido del fondo moral de Rivera, tan apegado al terruño, y tan reacio al proyecto de una patria libre y altiva? Había tenido razón de dudar. Audaz y emprendedor, astuto y artero, de acción rápida, oportuno y hábil como caudillo de división volante, Rivera había descollado en las primeras guerras venciendo las más de las veces sucesivamente en combates parciales contra los españoles, argentinos y portugueses. Su conocimiento completo del terreno y la confianza que sabía inspirar a sus hombres, preparáronle siempre el éxito, aunque de él no aprovechara nunca sino en favor de su primacía personal, fuera cual fuese la situación que los sucesos le crearan. Dúctil y maleable como pocos caudillos, de sus mismos reveses había sacado provecho. Lo mismo había sabido asegurar su supervivencia en la victoria que en la derrota, a partir de que su objetivo dominante era perdurar en la escena; lo mismo influía sobre ella como «montonero» que como «brigadeiro», bien persuadido de que su prestigio en las huestes dependía de su presencia y de su acción constante sobre ellas, de modo que no dudasen de su amor a la tierra y de su identificación absoluta con las pasiones locales.
Por otra parte, -pensaba Luis María,- ¿cómo afianzar su lealtad, tantas veces descalabrada en la prueba? Cuando Lavalleja y Oribe, aceptando el apoyo del general Álvaro de Costa, que procuraba retirarse con sus voluntarios reales a Europa, sostenían las pretensiones del cabildo «a una independencia absoluta», Rivera se alistaba en las filas del imperio, bajo las órdenes de Lecor, aceptaba honores y resistía activamente, con su valimiento y prestigio a una tendencia nacional acentuada, que era un anhelo vivo, constante en los hombres de corazón.
Ahora, la fatalidad de los sucesos envolvíalo en un movimiento análogo que él no había preparado; que lo arrastraba en sus remolinos violentos y que debía conducirlo más lejos de lo que él mismo hubiera previsto; enredándolo en sus propias mañas y amoldándolo por fuerza a un modo de ser y temperamento que pugnaban con su sistema de caudillaje exclusivo y sus miras hacia el futuro de supervivencia prepotente.
De todos modos, en el desarrollo de los sucesos que tan extraños y fuera de lo común se presentaban, tendría él oportunidad de descubrir sus afinidades si había doblez en su actitud del momento. ¡Acaso fuese sincero!... ¿Quién podía leer con claridad en aquel rostro movible, lleno de reflejos vivaces o de sombras según las circunstancias; ni adivinar la intención en las frases cortadas o ingeniosas que solían escaparse de sus labios gruesos, como muestras de espíritu travieso y perfectamente adaptable a todos los caprichos de la suerte?
Por otra parte, él había asegurado una posición que debía mantener sin mella su prestigio.
Berón experimentó cierta sacudida nerviosa, cuando le vio llegar departiendo con Lavalleja.
Ya no era el mismo de horas antes. Traía el semblante encendido, sonriente, y accionaba, con aire de hombre que ha recuperado su dominio. Hacía como que escuchaba con gran atención a su interlocutor, inclinada la cabeza, y el mirar de soslayo con cierta expresión socarrona, para asumir luego un aspecto grave de mesura que transformaba su gesto en una mueca de máscara. Pareciole al joven que en aquellos párpados semi-caídos y en la mirada de flanco, casi dormida, había algo del «aguará» que explora y husmea. Calcaba sus palabras en las de Lavalleja, en perfecto acuerdo, y acompañábale en la risa con otra retozona y contigiosa que daba inflexión a sus mejillas, de un moreno coloreado por sangre robusta. Se encogía con frecuencia de hombros y enarcaba las cejas negras, echándose sobre el cuello del caballo, cuya clin poníase a peinar con los dedos. Esta caricia de «matrero», solía venir aparejada con su risa zumbona, llena de malicia, y alguna ocurrencia picante.
¿De qué hablaban? Sin duda del plan estratégico a observarse con respecto al enemigo, ignorante de lo que pasaba. Lavalleja expedía con vehemencia. Su voz recia, amontonando roncas exclamaciones, semejaba un redoble.
Luis María llegó a oír esto, que decía Rivera:
-La «armada» es grande; pero no ha de escapar ninguno... Todo está en marchar sin detenerse, en lo oscuro y gambeteando.