Capítulo IV

No transcurrieron muchos días después de esas sordas inquietudes, sin que una nueva emoción de sorpresa, casi de estupor, viniese a apoderarse de los ánimos en los mismos distritos de la costa. De esta vez, el hecho no podía ser más grave ni más terribles las consecuencias. Era aquello de que se trataba, una aventura sin ejemplo, a pesar de ofrecerlos muy notables, aunque de otra índole, la historia de las guerras de Artigas.

Súpose por distintos conductos, a propósito utilizados, que la empresa hasta entonces considerada imposible por exigir un esfuerzo gigantesco, había dado comienzo.

¿De qué manera?

Los antecedentes y detalles que se relataban eran motivo de asombro, a partir de que el gobierno argentino negaba todo su apoyo moral y material al movimiento. No obstante eso, se había producido. De ello tuvo bien pronto la certidumbre.

En los primeros días de ese mes, abril del año XXV, los emigrados prepararon dos gánguiles, barcas, de popa y proa iguales y cuyo aparejo consistía en un solo palo con vela latina en el centro.

Estos gánguiles o «chalanas», como las designaba en lenguaje la gente marinera, estaban a cargo de excelentes patrones cuyos verdaderos nombres aún no ha constatado la historia.

En uno de estos gánguiles, ayudoles más de una vez en sus faenas Andrés Echevest o Cheveste por corrupción, vasco animoso tan «baqueano» en los ríos como en la zona comprendida entre uno y otro arenal.

Esta circunstancia hizo que los promotores del movimiento escogiesen la «chalana» en que Cheveste había trabajado para la primera expedición, pues que el guía era inmejorable; y designado éste por «baqueano», encargaron sigilosamente el gánguil, con algunas carabinas, sables y pólvora.

En él se embarcaron doce hombres; dos oficiales y diez de tropa.

Se citaban sus nombres, con admiración, como de gente que estaban destinadas a morir dentro de breves horas.

Llamábanse los primeros Manuel Lavalleja y Atanasio Sierra; los últimos Juan y Ramón Ortiz, Santiago Ignacio Nievas, Francisco y Luciano Romero, Tiburcio Gómez, Carmelo Colmán, Juan Rozas, y Juan Acosta.

El vasco francés que los guiaba en el río y que debía acompañarlos en tierra firme, incorporado a la empresa por el hecho a la empresa constituía el número trece de la lista de expedicionarios.

Hinchada la pobre lona por brisas propicias, zarpó la «chalana» del puerto de Buenos Aires el día 5; cruzó el río sin llamar la atención más que una gaviota errabunda; y arribando a una playita solitaria que nadie visitaba, la de una isleta semi-anegadiza, apostadero de tigres, llamada, Brazolargo por su angostura, desembarcó su contingente.

Esta isleta, próxima a la ribera suspirada, facilitó el acceso de los expedicionarios a la estancia del patriota Gómez con quien habíanse convenido los medios de movilidad que tenía prontos, esperando la llegada del último refuerzo con los jefes.

Pero los días pasaron: dos semanas corrieron dentro del bosque siniestro, sobre un suelo de ciénaga hollado por alimañas, y como estas escondiéndose los hombres y procurándose el alimento a saltos en la espesura o arrastrando la res hasta la playa en tierra firme en medio de las sombras, derrengados, hoscosos, fieros, en su misma debilidad. La prueba no podía ser más ruda.

Los compañeros que debieron seguirlos sin demora, habían sufrido contrariedades serias, las que trae aparejadas todo plan que rompe con la monotonía de lo normal, desafía los vientos y las olas o descubre alguna malla de su tejido.

Notado el movimiento por las autoridades argentinas, celosas de su neutralidad, viéronse forzados los que quedaban a buscar puntos aislados en la costa que les sirviesen de salida en persecución de sus intentos temerarios. En ese afán constante, sin desfallecimientos, se agitaron durante once días llenos de fiebre. Al fin lograron reunirse en grupos, en sitios desiertos de la orilla. El tiempo se mostraba adverso, como los hombres. Un viento recio sacudía las aguas revolviéndolas en escarceos espumeantes. Tenían el peligro detrás, al frente, más allá, por todas partes los amagos del desastre. ¿Qué importaba? La resolución estaba hecha, el sacrificio ofrecido en aras de una pasión ferviente y quedaba el consuelo de morir, el postrer recurso de los fuertes cuando nadie los comprende ni los ampara en sus decisiones supremas.

Un norte dominante, que los antiguos habrían llamado aciago, de augurio funesto, azotó las pequeñas velas al extremo de ser arriadas más de una vez, para volver al casco su equilibrio.

Fue así como, después de rudas vicisitudes en todo lo ancho del río, los expedicionarios se reunieron a los que aguardaban en la isleta.

Este encuentro tan deseado, entonando la fibra, afianzó en aquellos varones el pacto de su arrojo con la suerte.

Los que llegaban y habían sido el tema de hondas ansiedades, eran Juan Antonio Lavalleja, jefe de la invasión; Manuel Oribe, segundo en el mando; Pablo Zufriategui, Santiago Gadea, Manuel Freire, Basilio Araujo, Jacinto Trapani, Simón del Pino, Manuel Meléndez, Gregorio Sanabria, Pantaleón Artigas, oficiales, Andrés Spikermann, cadete; Juan Spikermann, Andrés Areguati, sargentos; Celedonio Rojas, cabo primero; soldados Joaquín Artigas, José Leguizamón, Avelino Miranda, Dionisio Oribe y Felipe Carapé.

Los compañeros los condujeron al sitio oculto en que ardían dos fogones rodeados de asadores improvisados con ramas gruesas, y donde circulaba el mate como una infusión necesaria al temple de la fibra.

El lugar era aparente, circuido de vegetación arbórea por todos lados, de manera que hubiera sido difícil descubrir desde el río resplandor alguno.

Cheveste y dos más de los forzados isleños en la noche anterior, habían cruzado el río en una canoa, y carneado en la costa una vaca, que transportaron a su escondrijo.

De esa vaca se alimentaron; y de ella seguían comiendo, en el momento de la reunión de los demás expedicionarios.

Estos traían fatiga y hambre, y la cena fue de hermanos. Se cantaron décimas glosadas, se dio suelta al buen humor, y risas homéricas hicieron olvidar las amarguras pasadas a bordo del gánguil.

En aquel lugar desierto rodeado por las aguas con su verde cortinaje de arbustos y malezas a todos rumbos, raro era el aspecto que presentaba el grupo de hombres audaces.

Los había entre ellos de todas razas, de distintos colores como el «quillango» indígena, blancos, cobrizos, negros, piel de «yaguareté» terminada en colmillos y garras; el militar de escuela junto al «montonero», el ideal culto en connubio con el instinto bravío, el ciudadano libre en fraternidad con el liberto.

Algunas figuras resaltaban por sus formas de Alcides cabelludos; mucho músculo, pocas palabras, duro el gesto, el mirar sombrío. Las vestimentas añadían rasgos singulares al conjunto. Casacas de húsares, calzado de granadero, pantalones amplios, chambergos de ala floja, chiripaes de tejido crudo, botas de cuero de potro, ponchos de grandes haldas, nazarenas trinadoras, complementado todo por el arreo ofensivo de largas dagas, trabucos de hierro, carabinas de cazoleta, pistolas de cinto y sables corvos.

La diversidad de tipos guardaba así armonía con la de las armas. Prueba de que había sido una espontaneidad impetuosa la que había producido aquel acercamiento y aquella unión, que debía aumentar su fuerza a medida qua se fueran abriendo las válvulas a los instintos propulsores en el mismo médium nativo. El aroma de la tierra, que había adobado las fibras, debía ponerlas en vibración. De allí se percibía ya el ambiente, que incendiaba la sangre, y todo dolor pasado era espuela punzadora.

Para muchos de ellos ¿qué concepción podía ser la de la patria? ¡Difícil explicarlo! Al mirar hacia la ribera oriental parecía que algo entreveían en las sombras con los ojos de alma, Acaso el pago; el pago era la patria. La patria en pequeño con su terrón conocido con su fragmento de cielo, con sus horizontes visibles, con su arroyo fecundante, con sus lomas pintorescas, con sus bosques solitarios. Algunas viviendas primitivas construidas con el tronco, el lodo y la masiega, dispersas como asilos de una hora de razas vagabundas; el potro recorriendo el llano con la crin revuelta, el «ñandú» con el alón tendido en la ladera, el «carancho» junto a la blanca osamenta, el jinete errante hiriendo el aire con el ruido de sus espuelas o con los ecos de una trova de «enramada»: ese era el pago.

¡Bien podían ellos estarlo contemplando, como un miraje esbozado en sus cerebros!

Los espíritus elevados, que eran los menos, iban más allá de esos horizontes...

Por eso, en la hora de que hablamos, aquellos hombres, los que mandaban y obedecían, formaban una sola familia sin más afectos que un ideal común; todos aspiraban al mismo fin; las necesidades, los apetitos, los groseros sensualismos de la existencia ordinaria, ni asomaban como efervescencias del grupo, entidad compleja de heroísmos, no era más que para dar mayor encanto a la idea del sacrificio.

Limpiaron las armas con cariño, hasta verlas relucir, prepararon los cartuchos de carabina en paquetes que envolvieron en pañuelos, e hicieron líos con el resto para cargarlos a modo de mochilas con los abrigos y «recados».

Con reses transportadas hasta allí desde la costa, ocultos en la espesura, celebraron su última cena, condimentada con la salsa de su denuedo; y se dispusieron a marchar.

En esa noche brillaban pocas estrellas; había murmullo en las playas y un ligero viento zumbaba entre los sauces. En la orilla oriental ardía una hoguera.

Al narrar estos detalles, no faltó entonces quien dijese que en este punto las cosas, del fondo de la isleta, acaso de algún «camalote» detenido en los recodos de la costa, llegó de pronto un bramido de un tigre hambriento, que tal vez alumbraba con sus fosfóricas pupilas el rastro de la presa; a cuyo bramido respondió uno riendo:

-¡Ya vamos!

Como si ésta hubiese sido una voz de mando, todos empezaron a moverse en las sombras con el menor ruido posible.

Minutos después, bajaban en grupo a la pequeña playa, siempre en silencio, apenas interrumpido por el roce de los sables, los acentos bajos de prevención, y los ludimientos secos de culatas.

Las «chalanas» se encontraban en el centro de una como herradura formada por la vegetación de las orillas, casi rozando con sus fondos la arena.

Cada uno de los expedicionarios llevaba consigo arreo doble.

El embarque se hizo rápidamente, entrándose los hombres al agua hasta media pierna, sin desorden, dividiéndose el grupo en partes iguales.

Las «chalanas» largaron. El viento favorable empezó a empujarlas con fuerza.

Al frente, en el enorme cauce, no se veía luz alguna, a no ser una que otra pateada arista, reflejo del pálido fulgor de las alturas; las riberas aparecían como grandes manchas negras formadas por el hueco de los barrancos y una cresta de árboles hirsutos que servían de agreste festín a sus bordes enhiestos tajados a pique.

Allá muy lejos, un resplandor, quizás el del incendio de maleza en algún islote anegadizo, dibujaba en el horizonte una luna color sangre que pareciera surgir recién abriéndose paso entre doseles de crespón.

Del suelo nativo no llegaba ningún eco.

Pero cerca de la playa, la hoguera seguía ardiendo. Era un fuego de escasas proporciones, aunque muy visible, que de vez en cuando mostraba sus lengüetas por encima de su disco de brasas, semejante, a distancia, a una enorme «alúa» posada en lo hondo de la selva.

En el grupo que navegaba delante, varios hombres hablaban en voz muy baja.

-Será una guardia -decía uno extendiendo la mano hacia las fogatas-. ¡Vamos a estrecharnos pronto!

-A la fija nos esperan con la tercerola al brazo -agregaba otra voz ronca y enérgica-. Han cenado de lo ajeno, y quieren enlucernarnos antes que pisemos tierra.

-La «fariña» habrá andado en los bocados -murmuró un tercero-. Estos tiñosos se cuidan bien, por miedo, de hacer cueros de epidemia.

Oyose cerca una nueva voz, que decía:

-No, compañeros. Esa fogata que parece luminaria de brujas la ha encendido un amigo. Los hermanos Ruiz viven ahí, junto a la costa. Anoche estuvieron con ellos el comandante Oribe y el capitán Manuel, viendo que Gómez no contestaba a las señales, ni podía haberlas contestado, porque ha días lo corrieron, haciéndolo pasar a Entre-Ríos. La cruzada debió ser el 7, y hoy estamos a 19. Los Ruiz quedaron en que harían fogón como aviso. Vamos derecho a desmontar de éste redomón bufador.

-¡Ahora caigo, caneja. Bien haiga el bicho de luz!

-¡A ver si se callan! -dijo alguien con tono de mando.

Los murmullos cesaron de súbito.

También se iba extinguiendo la llamarada y amenguándose el foco rojizo, como si una mano apartase sus ascuas o las recubriera de arena. Destacábase en las tinieblas una gran mancha más negra, en plano bajo, que era el monte enmarañado, difuso, torciéndose en espiral o ensanchándose en el llano con todo el vigor de la savia comprimida. Este cancel inmenso llegó a ocultar por completo la hoguera, se navegaba en la zona tenebrosa, casi rasando la base del barranco, y como el viento soplaba leve en esos momentos, se hacía uso del remo.

Los murmullos recomenzaron.

-Allá en el largo, veo una lucecita que se me hace un farol - susurró uno al oído de otro, señalando hacia adelante.

-No le des a la «sin hueso» -dijo el compañero-. Parece que andan muchas lanchas en el río jugando a la que menos ha de topar, como los becerros en el bajo cuando hay un toro cerca. Por atrás se columna la otra parejita a un ojo de lechuza.

El que primero había hablado volvió la cabeza, y alcanzó, a percibir en el fondo del cauce, fija, y siniestra, una luz amarillosa.

Era de temer una andanada de cañón de crujía.

-A la cuenta es otra barca cargada de «mamelucos». Lindo sería aguantarla aquí al reparo de los «sarandíes».

En ese instante, los remos dejaron de hundirse en el agua y las «chalanas» siguieron su marcha lenta, empujadas apenas por ráfagas tardías.

Las claridades lejanas, pero sospechosas que se distinguían a proa y a popa, concluyeron por desaparecer entro el laberinto ramoso de las costas, cuyas entradas y recodos sin duda se inspeccionaban. A intervalos, volvían a relucir, distantes, a modo de luciérnagas sin rumbo abatiéndose sobre el haz de las aguas dormidas.

Eran altas horas, cuando las proas, surcando la canal enderezaron hacia una ensenada que hacía más tenebroso el bosque de «talas» y de «molles», desplegado en su fondo como una gruesa columna en batalla.

Esa ensenada, a cuyo flanco desliza su hilo de agua un humilde tributario, forma una curva sensible rematada en dos ligeros recodos, y da acceso hasta la orilla sólo a embarcaciones pequeñas. La corriente deriva hacia esa costa cuyos veriles ha ahondado en su base empujando los residuos, a una playa hermosa cubierta de densas arenas donde la planta se hunde y asoma su enriscada «roseta» la espina de la cruz.

En este sitio del Arenal grande, arriaron vela las «chalanas» y tomaron tierra los invasores.

Apartados aquéllas de la ribera por el peligro de tumbarse o varar en las dunas, el desembarco fue penoso, con el agua a la cintura, en cuya diligencia los marineros y los mismos patrones con sus cuerpos semi-hundidos en el río, sirvieron de jalones por largo rato al tránsito de las armas y monturas.

Diseñábanse en el cielo, detrás de las altas colinas verdes que rodean en anfiteatro el cúmulo de arenas, los primeros albores del día 19.

Sábese ya que no debió ser éste el del desembarco, sino el 7 del mismo mes. El patriota Tomás Gómez, de acuerdo con sus amigos de causa, y comprometido a tener dispuestos los elementos de movilidad necesarios para montar el contingente en la fecha indicada, cumplió, esperando a aquél con un número caballos que mantuvo ocultos en las islas. Pero, el tiempo pasó en angustiosa incertidumbre. Los brasileños, ya inquietos ante ciertos movimientos inusitados, hicieron recaer sus sospechas sobre Gómez y ordenaron perseguirle. El patriota viose entonces obligado a abandonarlo todo, y atravesando el Uruguay, buscó refugio en la Argentina.

De esta manera al pisar el suelo nativo, los invasores hallaron condenados a una inacción que podía serles fatal. Ninguno, a pesar de tan grande contrariedad, manifestó su disgusto. Y bien debió esperarse que murmuraran, pues que llevaban largos días de privaciones y sufrimientos. Los cuerpos estaban postrados; esfuerzos sin descanso, noches de insomnio, alimentación deficiente, vigilancia continua por una parte, y por otra la sucesión de emociones violentas que en lo moral coincidían con la faena sin tregua del músculo, eran causas sobradas para predisponer los espíritus al desaliento. No sucedió así. En el grupo taciturno algún vínculo de tracción aferraba las voluntades, porque todos se movían de consuno y obedecían sin réplica. Todavía en las tinieblas, amontonados, con la amenaza allí, de donde venían, con el peligro inminente en el terreno que pisaban, desmontados en tierra de centauros, solos en su pasión ardiente, parecía, sin embargo, circular entre ellos como un aura de entusiasmo viril que ahogaba en sus gargantas el descontento. Se habría dicho con razón que la madre tierra devolvíales las fuerzas como al titán de la ficción.

Subíanse en color las rosas del oriente orladas de escarlata, y difundíase una suave claridad en el llano arenoso, cuando se alzó una voz enérgica mandando formar.

Había premura en apartárse de allí y poner la selva por medio. Después se atendería a los medios de movilidad.

Un pequeño grupo de vecinos del pago presenciaba la escena desde el pie de la colina, dominando con sus miradas el arenal por un abra extensa del bosque.

Estrechose fila en el acto, terciadas así carabinas y desnudos los aceros.

Pasose lista con rapidez.

Eran treinta tres hombres de jefe a soldado.

Lavalleja recorrió la fila con el sable en la diestra, y en izquierda desplegada una bandera que tenía en su centro una inscripción de grandes caracteres.

¿Qué lema era aquél?

En el escudo primitivo de campo blanco, con un sol arriba y debajo un brazo robusto sosteniendo una balanza símbolo de la justicia, se leía este mote: con libertad, ni ofendo ni temo.

En la bandera de tres fajas: blanca, azul y roja, emblema esta última de la sangre vertida, la inscripción consagraba el mote o leyenda del escudo: era la suprema aspiración de Artigas, allí estampada con signos perdurables.

Bajo el sol brillante, que bañara de intensa vida el desierto y al soplo del «pampero» que henchía la soledad de rumores, en otro tiempo habían germinado y crecido los instintos al igual de los cardos espinosos; el amor de la tierra enroscó sus raíces absorbentes en el corazón, bravío, la pasión del valor endureció el nervio en las crudezas de la vida semi-salvaje; y la voluntad del más fuerte, el carácter más tenaz y vigoroso, fue el prestigio de todas las voluntades, fue el tipo de todos los caracteres dominando con su acción y el encanto del éxito aquel conjunto de instintos y de pasiones, capaces de impulsar los ideales de la clase culta hacia el triunfo de señalados destinos, una vez que se expandieran soberbios en la vasta escena del drama revolucionario.

Con esos amores locales -tan necesarios a los hombres de los campos como el aire y la luz,- con esos fanatismos de pago llenos, de indómita fiereza, había Artigas formado las huestes que en obstinada lucha arrastrados por la impulsión inicial de un movimiento poderoso, a la vez que por la violencia de sus propias propensiones, concurrieron eficazmente a derribar con el edificio de la costumbre.

En aquel período turbulento el esfuerzo, aunque tenaz y heroico, no revistió formas definidas, ni trazó planes luminosos; pero abrió nuevos rumbos.

Era el esfuerzo anónimo, a veces ciego, que se obstina en la tendencia evolucionaria, y en el secreto va tejiendo las nacionalidades hasta exonerarlas de atributos propios y carácter típico.

En aquella bandera desplegada por Lavalleja estaba el símbolo de ese esfuerzo, y a su vista los brazos se levantaron y todos los instintos rugieron.

Lavalleja sacudió el paño con firme mano y señalándolo con la punta de su acero resumió una corta arenga en este grito de pujante brío:

-¡LIBERTAD O MUERTE!

Treinta y dos voces lo repitieron, tendidos los sables, deshecha la fila por una conmoción profunda, puesta por algunos en tierra la rodilla, y sellado por otros el suelo con el labio, y por un momento el eco formidable al devolver ufano el juramento, pareció ruido de cadenas que se trozaban con estrépito.

No pudo echarse diana, pero la diana de redención se escuchaba en todos los espíritus.

¡El sol nacía, y resurgía la vida, en el bosque estremecido por el marcial rumor, cual si en su espesura alentara la autonomía de los pagos y se agitasen las almas de aquellos fieros caudillos que todo lo sacrificaron a sus adustos y terribles amores!