Manifiesto de Montán (1882)
de Miguel Iglesias

Manifiesto de Montán

(31 de agosto de 1882)

Miguel Iglesias a sus conciudadanos

Nunca un funcionario público se ha visto colocado en situación tan amarga, difícil y decisiva, como la que arrostro en estos instantes. Apenas bastan los alientos de mi patriotismo para mantenerme en ella.

La mano inflexible de la desventura, que durante tres años y medio ha venido pesando sobre el Perú, parece hoy únicamente suspendida sobre mi corazón.

Es preciso, pues, acudir a todas mis fuerzas en este trance supremo y con el auxilio de la Providencia, que jamás abandona a los que le confían su buena causa, buscar, una vez por todas y por la senda más recta, la inmediata solución del problema de vida o muerte para nuestra patria agonizante.

No me engaño, no puedo engañarme en cuanto a la bondad y oportuna práctica del paso que la necesidad me inspira.

Siempre he creído que no es el Perú la nación vencida, humillada, escarnecida y vejada por las huestes de Chile insaciable. El Perú no ha combatido. La guerra, la debilidad y el vencimiento, han sido provocados por las pasiones, las miserias y los crímenes de una parte, no más, de sus degenerados hijos.

Y es preciso, de todo punto preciso, que la nacionalidad peruana se levante, al fin, sobre los escombros de su clamoroso pasado, para fundar la escuela redentora de su porvenir.

Cuando el grito de alarma nos sorprendió en la calma aparente del mayor desconcierto político, yo, como otros muchos, todo lo olvidé para mirar tan sólo los peligros del momento, y sin apreciarlos bastante, sin calcular nuestras fuerzas, ni prever todas las consecuencias de la partida que afrontábamos – pues tampoco las previeron nuestros gobernantes, cuya misión era- ofrecí mi corazón y mi brazo, y con ellos toda mi sangre y la de mis hijos, a la sagrada defensa de mi patria.

Luché como soldado y mantuve el puesto que se me confió en el campo de batalla, hasta donde fue posible mantenerlo. Testigos me son el cielo y la generación que me escucha, de que no intenté en el augusto momento de la prueba, reservar una gota siquiera de esa sangre tan sinceramente ofrecida, y si el sacrificio personal no me levantó a la altura de los héroes, nada me dice la conciencia que hice por evitarlo.

Más feliz que yo y suspirando el nombre de su patria, cayó a mi lado rindiendo una vida llena de esperanzas, el hijo de mis complacencias. Los tremendos, irreparables desastres sufridos a las puertas de Lima, conmovieron profundamente mi espíritu. Entonces pude ver hasta en su fondo el horrible abismo por cuya pendiente rodábamos arrastrando a nuestra patria infeliz entre la confusión más espantosa. Cayó la venda de la ofuscación y la verdad descarnada se presentó a los ojos de la razón ya fría. ¡Estábamos perdidos, perdidos y quizá sin remedio!

Pero aún era tiempo. Siempre es tiempo de reparar de algún modo las faltas que cometemos, si nos animan sentimientos puros y voluntad decidida para alcanzarlo.

Quiso la suerte que después de la batalla de Chorrillos y antes de la de Miraflores, prisionero del enemigo, se me condujese por breves instantes al campo nuestro y ya allí, pronuncié por vez primera, franca y noblemente, ante el Supremo Jefe del Estado, la palabra de paz, como único medio de conjurar los descalabros sin cuento a que una loca obstinación iba a precipitarnos.

No se dio a mi indicación toda la decisiva importancia que en aquellos momentos merecía, quizá porque se tuvo la esperanza de un milagro del patriotismo, pero los resultados quisieron concederme la razón, con la más triste de nuestras caídas.

Después de Miraflores, sofocados los impulsos de un orgullo criminal, tendiendo la vista por el inmenso territorio que habíamos perdido palmo a palmo al oír los desesperados lamentos de tantos infelices, cuyas gargantas hollaba el pie del invasor, hasta en nuestra propia capital, ya no hemos debido, sin provocar mayor expiación, pensar en otra cosa que en el ajuste de la paz, de la paz como necesidad presente y esperanza única de futuro desagravio.

La excepcional condición en que me encontré colocado, como consecuencia de mi actitud en el fragor de la batalla, me trajo poco después, casi en la condición de un inválido, a mi hogar. Imposibilitado de servir a la causa de la guerra; firmemente persuadido de que la guerra era imposible con buen éxito.

Sucesos incomprensibles vinieron a colmar nuestra desgracia y nuestra vergüenza. Lejos de aplacarse los odios fratricidas, se levantaron con mayor encono cuando humeaba todavía la generosa sangre inútilmente derramada. Bajo la coyunda del invasor y arrastrándose a sus plantas, unos hombres incalificables, so pretexto de alcanzar la paz posible y destruyendo la posibilidad de la paz misma que invocaban, atentaron en Lima contra la unidad nacional. Se proclamó y se hizo la guerra civil, dando al mundo el más desgarrador de los espectáculos y matando la postrera esperanza de conjurar unidos el peligro inminente que amenazaba a nuestra nacionalidad.

Durante diez meses se prolongó esa lucha en que los malos instintos pudieron saciarse sin coto. No podría sin violentarme demasiado en estos instantes perentorios, hacer la historia de ese combate tenebroso, sordo, tenaz, aniquilador, cuyo resultado, fuese el que fuese, serviría únicamente a los intereses del enemigo común, quien poco tuvo que hacer para azuzarlo.

La gran masa nacional, descreída, indiferente, extenuada, ni tomó parte en la lucha, ni quiso ponerle término recobrando sus fueros. Tan relajados estaban los vínculos sociales, tantos y tan grandes eran los agravios recientes que los pueblos tenían recibidos de los hombres públicos que se disputaban el honor de dar a la patria el golpe de gracia, que puede decirse, miraban con una especie de indolente satisfacción, desencadenarse a cada hora más horrenda, la tormenta en que ellos mismos podían naufragar. ¡Consecuencia fatal de sesenta años de abominable corrupción política!

Hubo, sin embargo, un momento, en que todo pareció contribuir a que se cambiase la negra faz de nuestros destinos. La guerra civil, por una serie de rápidos acontecimientos, puso la suerte de la República en manos de un hombre que se exhibió desde luego, dispuesto a romper con las tradiciones de la intriga y de la deslealtad, y a fundar una nueva era política, reuniendo bajo una sola enseña a todos los peruanos, hasta dar inmediata solución a los conflictos de que pendían la libertad y el bienestar del país. Fue aquella una coyuntura digna de ser bien aprovechada.

Como prenda de conciliación y de propósitos honrados, el general Montero invocó mi patriotismo para que me decidiera a aceptar el gobierno superior de los departamentos del norte.

Era necesario afianzar a toda costa la unificación nacional. ¿A quién no seducen juramentos que halagan sus más ardientes deseos y la esperanza de contribuir en alta escala a la restauración de su patria?.

No trepidé un instante, pero mi aceptación resultó de un compromiso, muchas veces ratificado, cuyas bases principales fueron, a saber, dar a los pueblos una representación legítima, ajustar la paz exterior y destruir hasta en su último germen esa ponzoña que, con el título de partidos políticos, corroía las entrañas de la patria.

Bajo estas expresas condiciones y no queriendo que se me echase en cara un egoísmo que jamás he sentido, di a la nación mi manifiesto de 1 de abril, con declaraciones amplísimas; documento que, para más afirmarme en mis propósitos, fue recibido con general aplauso.

El general Montero marchó inmediatamente al centro de la República, con el fin aparente de asegurar el mejor éxito de sus determinaciones, pero en realidad para echarse en brazos del círculo que ha trabajado con el mayor tesón por la ruina nacional.

No quiero detenerme en vanas lamentaciones.

Una vez en Huaraz y variando radicalmente de conducta, dictó Montero una medida violenta contra los redactores de La Reacción, periódico que se editaba en la capital de este departamento y que difundía con entusiasmo la patriótica doctrina de regeneración y paz, siendo este proceder tanto más notable, cuanto que el mismo general había aplaudido y ofrecido solemnemente a los señores Frías y Hernández, como a mí, que gobernaría con los pueblos y para los pueblos, que en la voluntad nacional fundaba el origen de su gobierno y que estaba resuelto a romper todos los lazos que quisieran sujetarle a intereses de bandería.

Al mismo tiempo, cerraba la puerta a todo avenimiento con el enemigo, contestando al discurso del Ministro americano Trescot, que no trataría de arreglos con Chile sino se salvaban íntegros el honor, el territorio y los intereses de las naciones aliadas.

Fracasó, porque debía fracasar, el negocio indecente de la intervención extranjera, y el general Montero, lejos de convocar una representación nacional con poderes bastantes para resolver sobre la situación del país, uno de los más graves cargos que a los señores Hernández y Frías hizo fue el de sediciosos, por haber iniciado la idea de los comicios provinciales. Entonces declaró ya terminantemente que la legitimidad de su gobierno derivaba del Congreso de Chorrillos y que no era otra cosa que el sucesor y continuador de la farsa criminal que tuvo origen en la Magdalena.

Indignado por tales procedimientos, que destruían todas las esperanzas concebidas y probaban, cuando menos, la falta de carácter en el hombre a cuyas protestas de honor me atuve, y teniendo al frente dos provincias sublevadas con el pretexto de que querían la guerra a todo trance, no podía ser mi situación más cruel. La lealtad, empero, dictó mi conducta: siempre me ha repugnado la traición y por ningún motivo hubiera aprovechado de la autoridad que en estos departamentos ejercía para romper la unidad política interna, al frente del enemigo que necesitábamos afrontar estrechamente ligados.

Elevé mi renuncia de la jefatura superior al gobierno de Huaraz, previniendo al general Montero que solo por mi propia dignidad e interés nacional daría cima a la pacificación de Chota y Hualgayoc, pero que, cumplida tan enojosa misión, dejaría el puesto al sucesor cuyo nombramiento irrevocablemente exigí.

No obstante mi categórica declaración el general Montero quiso prolongar con satisfacciones personales una situación insostenible y, sin resolverla en definitiva, efectuó su violenta traslación a Arequipa, sólo, después de disolver su ministerio y despojándose a sí mismo de todo carácter de autoridad suprema; rompiendo de hecho su comunicación con el norte, cabalmente cuando fuerzas de Chile, salvando el límite en que hasta entonces se habían mantenido, invadieron San Pablo y Cajamarca.

¿A quién podía entregar el puesto en circunstancias tan estrechas?

Ni tenía instrucciones a que sujetar mi conducta ni facultades de los pueblos para imponerles mi voluntad. Responsable del legado forzoso de un caudillo cuyo programa había cambiado y no era ya conforme con el mío; con un puñado de hombres de armas a mis órdenes, pero insuficientes para resistir al invasor, sin recursos y teniendo que empeñar mi crédito personal para dar pan al soldado, pues las repetidas contribuciones ordinarias y extraordinarias cobradas durante un año a los pacientes pueblos los habían reducido a la mayor miseria ¿cómo salvar el inminente conflicto?

Quise ganar algún tiempo retirándome a la provincia de Chota, pero desgraciadamente el pueblo inexperto, exaltado por el ultraje que de una pequeña porción del enemigo recibía, exigió combatir y se ensangrentaron las alturas de San Pablo.

¡Cuán caro se ha pagado el estéril triunfo de un instante!

Los pocos abnegados voluntarios que me acompañan, no son, ni con mucho, bastantes para oponer seria resistencia a las formidables fuerzas invasoras que asolan en estos momentos, ansiosas de venganza y exterminio, el noble departamento de Cajamarca; conducirlos a un sacrificio estéril provocando mayores iras de parte de un enemigo que las descarga sobre vecindarios indefensos, sería imperdonable; y me he visto precisado, sofocando los impulsos del corazón, a emprender con ellos una retirada tristísima, impuesta por la necesidad más absoluta, en tanto que las familias abandonan sus hogares, que las llamas devoran ciudades enteras y que pesan los horrores de una guerra sin ejemplo sobre seres inermes y desvalidos.

Esta es la condición a que se ven reducidos los departamentos del norte y su gobernante, por consecuencia de los errores, de la falta de energía, de constancia y de elevado espíritu, en el caudillo que va a probar fortuna dentro de los muros de Arequipa.

Mi determinación está tomada. Ni aún tratándose del general Montero quiero ser un rebelde. Pero como no es posible que pueda continuar contra mis convicciones y sin derecho, el ejercicio de una autoridad discrecional, la entregaré a los pueblos.

Quiero dar el primer paso honrado en favor del país, provocando un movimiento nacional pacífico, que coloque en los pueblos mismos el expediente de su salvación.

Ya que no me es posible de toda la República, convoco una Asamblea parcial de Representantes de los siete departamentos que me obedecen.

Ante esa Asamblea depondré mi autoridad para ajustar a sus decisiones mi conducta de ciudadano.

En nada, absolutamente en nada, peligra la unidad nacional por el paso franco en que me empeño.

Las relaciones fraternales con el centro y sur se conservarán fielmente, y si en aquellas regiones se procede como en ésta, podremos arribar a la reunión de una gran Asamblea General, con derecho para decidir de la suerte de la República.

Mientras tanto, no pueden por menos que traicionar a la patria, todos los que pretenden imponerle, sea cual fuere, su voluntad individual arbitraria.

Aprovechar de las angustias nacionales para conservar una autoridad punible, para seguir fomentando los odios de facción y explotando la sangre del pueblo, es horroroso.

Inténtese, alguna vez, con fe y sinceridad, la concordia de la familia peruana.

Depónganse las pasiones mezquinas, siquiera sea para salvar unidos del común peligro.

No me he cuidado de cubrir con un velo engañoso el triste estado del país por mucho que los especuladores de farsas censuren mi conducta.

Creo que han perdido al Perú los engaños de que constantemente le han hecho víctima sus hombres públicos.

Con seguridades, siempre fallidas al día siguiente, le han mantenido la fiebre de una guerra activa, o a la esperanza de una paz ventajosa, imposibles de todo punto, después de nuestros repetidos descalabros.

Se habla de una especie de honor que impide los arreglos pacíficos cediendo un pedazo de terreno y por no ceder ese pedazo de terreno que representa un puñado de oro, fuente de nuestra pasada corrupción, permitimos que el pabellón enemigo se levante indefinidamente sobre nuestras más altas torres, desde el Tumbes al Loa; que se saqueen e incendien nuestros hogares, que se profanen nuestros templos, que se insulte a nuestras madres, esposas e hijas.

Por mantener ese falso honor, el látigo chileno alcanza a nuestros hermanos inermes; por ese falso honor, viudas y huérfanos de los que cayeron en el campo de batalla, hoy desamparados y a merced del enemigo, le extienden la mano en demanda de un mendrugo...

¡Ah! Guerreros de gabinete, patriotas de taberna, zurcidores de intrigas infernales! ¡Cobardes, mil veces cobardes, autores de la catástrofe nacional!.

¡Basta!

Que no me lleve el corazón demasiado lejos.

He creído de mi deber explicar a los pueblos la razón de la conducta que voy a seguir.

Ya lo he hecho.

Ahora solo me resta proceder, y que el presente y la posteridad me juzguen.