Nota: Se respeta la ortografía original de la época

II

GRANDEZA DE DIOS[1]



¡Bendice, oh alma mía,
Bendice de tu Dios la omnipotencia,
Y difunde con ecos de alegría
Su sabia providencia!
Es ¡oh Señor! la inmensidad tu asiento;
La luz tu vestidura;
Tarima de tus pies el firmamento;
De tu querer el universo hechura.
Las brillantes estrellas
Son de tus pasos luminosas huellas;
Tus ministros los fúlgidos querubes;
Tus agentes los puros elementos;
Tus carrozas las nubes;
Tus corceles los vientos.

Tu mano abrió las puertas de la aurora;
Tu dedo al sol le señaló carrera,
Haciendo que su luz germinadora
La vida difundiera;

Y al eco de tu acento sacrosanto
La noche triste y grave
Acudió envuelta en majestuoso manto,
Brindando al mundo con su paz süave.

Mandaste al mar que fuera,
Y el mar se alzó rugiente
Cual si á los astros apagar quisiera;
Mas allí do tu diestra omnipotente
De arena humilde le trazó barrera.
Allí rompe los ímpetus pujantes,
Y con ronco gemir rinde obediente
Sus olas espumantes.
Por la ecuórea llanura
Nadan seres sin cuento,
Que hallan albergues en su sima oscura
Y en sus salobres ondas alimento;
Mientras las surca lento,
Alzando al resollar chorros de espumas
El gran monstruo marino
Que reina entre las olas y las brumas;
Y naves arrogantes
Tendiendo al aire su turgente lino,
Hacia playas distantes
Se abren entre ellas líquido camino.

Tú alzaste las montañas;
Tú extendiste los llanos;
Tú henchiste de la tierra las entrañas

Con preciosos metales;
Tú la cubriste de árboles lozanos,
Plantas medicinales,
Salutíferas hierbas que sustentan
A brutos numerosos,
Flores fragantes, que á la par que ostentan
Matices primorosos,
Con que á los campos esmaltar te plugo,
Le brindan en sus senos virginales
A la industriosa abeja el grato jugo
Que convierte en dulcísimos panales.

Tú haces, en fin, que la fecunda tierra,
Que tesoros encierra,
Cumpliendo tus designios soberanos,
Brote, cual madre amante,
El pan del hombre en suculentos granos;
Y aun más próvida y rica.
El vino —que restaura y fortifica—
En los racimos de la vid flotante.

Tú haces correr las fuentes
Por los valles umbríos;
Tú señalas el curso de los ríos
Regando las campiñas; Tú despeñas
En sonoras cascadas los torrentes,
Y hasta del centro de las rudas peñas
Desatas manantiales
En que apagan sn sed los animales,

Y á cuyo placidísimo murmullo
Desde su nido, que en la roca esconde,
La enamorada tórtola responde
Con querelloso arrullo.

En lóbregas honduras
El topo sabe procurarse asilo;
Trepa ligero el corzo á las alturas;
Busca albergue tranquilo
La liebre temerosa entre las breñas;
En los ásperos montes el venado;
El cuervo en agujeros de las peñas:
Y al ejército alado
Le anuncian la estación de los amores
Bandadas de cigüeñas,
Que antes que broten las primeras flores
Van á dejar sus nidos
De las ramas del cedro suspendidos.

Cuando la noche espesa
Envuelve al mundo en lúgubres crespones,
Demandando su presa
Se lanzan de sus- grutas los leones:
Mas cuando el alba pura
Se asoma por las puertas del Oriente,
La caterva rugiente
Torna en tropel á su guarida oscura;
Y sin recelo el hombre
Que al trabajo condenas,

Sale á emprender sus útiles faenas,
Bendiciendo tu nombre.

¡Cómo brilla tu sabia providencia
En tus obras sublimes,
Y cómo el sello de tu gran clemencia
En todas ellas poderoso imprimes!
¡Tú eres, mi Dios, Tú eres
El padre universal! Todos los seres
Claman á Ti, por su alimento, y vano
Nunca fué su clamor. Tú abres la mano
Y se sacian de bienes,
Que para todos preparados tienes;
Mas si de ellos se aleja tu mirada,
Túrbanse al punto con pavor profundo;
Y si retiras tu hálito fecundo
Se vuelven á la nada.
Que es tu soplo la vida;
Tu voluntad la ley del Universo;
Y tu bondad —que del insecto cuida—
Ni aun del hombre perverso
Que tu poder desconoció, se olvida.

¡Mas huyan los ingratos!
¡Disípense cual humo los impíos!
Y tú ¡Fe santa! con mayores bríos,
De la esperanza á los acentos gratos,
Por cuanto alumbra el sol y el mar abarca
Tiende las alas con que al cielo subes,

Clamando:— "¡Gloria al inmortal Monarca
Cuyos agentes son los elementos;
Sus ministros los fúlgidos querubes,
Sus carrozas las nubes,
Sus corceles los vientos!
¡Gloria al Rey de la altura,
Cuyas sagradas huellas
Son lucientes estrellas;
La luz su vestidura;
La inmensidad su asiento;
Tarima de sus pies el firmamento;
De su querer el universo hechura!"

Gertrudis G. de Avellaneda.

  1. Imitación del Salmo CIII