Granada la bella: 01

Granada la bella
de Ángel Ganivet
I
II


Puntos de vista

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Voy a hablar de Granada, o mejor dicho, voy a escribir sobre Granada unos cuantos artículos para exponer ideas viejas con espíritu nuevo, y acaso ideas nuevas con viejo espíritu; pero desde el comienzo dése por sentado que mi intención no es cantar bellezas reales, sino bellezas ideales, imaginarias. Mi Granada no es la de hoy: es la que pudiera y debiera ser, la que ignoro si algún día será. Que por grandes que sean nuestras esperanzas, nuestra fe en la fuerza inconsciente de las cosas, por tan torcidos caminos marchamos las personas, que cuanto atañe al porvenir se presta ahora menos que nunca a los arranques proféticos.

Esas ideas que, sin orden preconcebido, y pudiera decir con desorden sistemático, irán saliendo como buenamente puedan, tienen el mérito, que sospecho es el único, de no pertenecer a ninguna de las ciencias o artes conocidas hasta el día y clasificadas con mejor o peor acierto por los sabios de oficio; son, como si dijéramos, ideas sueltas, que están esperando su genio correspondiente que las ate o las líe con los lazos de la Lógica; las bautice con un nombre raro, extraído de algún lexicón latino o griego, y las lance a la publicidad con toques previos de bombo y platillo, según es de ritual en estos tiempos fatigados en que la gente no sabe ya lo que las cosas son mientras los interesados no se toman la molestia de colocarles un gran rótulo que lo declare. Para entendernos, diré sólo que este arte nonnato puede ser definido provisionalmente como un arte que se propone el embellecimiento de las ciudades por medio de la vida bella, culta y noble de los seres que las habitan.

Los artistas de aguja y tijera saben perfectamente que la elegancia no está en el traje, sino en la persona que lo lleva; y el principal talento de una modista o de un sastre, más que en afinar el corte, está en recargar las cuentas, para desembarazarse de la gente de medio pelo. Así también una ciudad material -los edificios- es tanto más hermosa cuanto mayor es la nobleza y distinción de la ciudad viviente -los habitantes-. Para embellecer una ciudad no basta crear una comisión, estudiar reformas y formar presupuestos; hay que afinar al público, hay que tener criterio estético, hay que gastar ideas.

Si un campesino os pregunta qué medios debe emplear para llevar guantes sin que la gente se ría de él, le contestaréis: «Amigo, la Naturaleza, en su alta sabiduría, valiéndose del aire libre de los campos, le ha endurecido a usted de tal manera el cutis, que el uso de guantes viene a ser, como quien dice, albarda sobre albarda. Pero si el empeño es irrevocable, no le queda a usted otro camino que venirse a vivir a la ciudad, andar entre cristales, romperse las esquinas y redondearse los ángulos con el trato social, y esperar tranquilo que algún día los guantes le vayan como una seda. En una palabra: sea usted caballero antes de usar ese y otros atributos anejos a la moderna, pacífica y vulgar caballería.»

Resulta, pues, de lo dicho que mi plan de campaña es baratísimo; mis reformas estarán muy en armonía con el estado de nuestra Hacienda. Nada de enarbolar instrumentos destructores para echar abajo lo que no sabemos cuándo ni cómo ha de ser reconstruido; ni tampoco proponer nuevas construcciones, sabiendo, como sabemos todos, que no hay dinero, y lo que es peor, que no hay buen gusto. Quedémonos en la dulce interinidad en que vivimos, y aprovechemos este reposo para ver claro, para orientarnos, para tantear nuestras fuerzas, para disponernos a esta obra espiritual, regeneradora y precursora.

Porque una ciudad está en constante evolución, e insensiblemente va tomando el carácter de las generaciones que pasan. Sin contar las reformas artificiales y violentas, hay una reforma natural, lenta, invisible, que resulta de hechos que nadie inventa y que muy pocos perciben. Y ahí es donde la acción oculta de la sociedad entera determina las transformaciones transcendentales. Tal pueblo sin historia, sin personalidad, se cambia en ciudad artística y se erige en metrópoli intelectual; tal otro, de brillante abolengo, cargado de viejos pergaminos, degenera en poblachón vulgar y adocenado; y en aquello como en esto no interviene nadie, porque intervienen todos. ¿Cómo? Resolviendo asuntos de detalle, de esos que se resuelven todos los días en cualquiera ciudad, en reunión de familia, en el café, en los centros administrativos.

Un hecho tan corriente como el cambio de trazado de una calle o la apertura de una nueva vía, pone en movimiento la atención de todo el mundo.

-Hay que «dar trabajo a los obreros»- dicen algunos que, con fervor filantrópico, serían capaces de echar abajo la Catedral para repartir algunos jornales, sin parar mientes en el estado deplorable de las alcantarillas. -Lo primordial es la salud- dicen los devotos de la higiene. -La estadística demográfica comparada -añaden con tono entre doctoral y compungido- pone los pelos de punta. Hay que adoptar «grandes medidas de saneamiento», comenzando por el «pavoroso problema de las aguas potables». -Señores, lo esencial es comer -replican los representantes de la industria-, y aquí lo que falta es actividad, medios fáciles de comunicación, abrir grandes arterias para el tráfico interior de la ciudad, «mover los capitales», pensar, en fin, que somos una ciudad moderna y que debemos abrirnos de par en par a todos los «adelantos del progreso». -Pero hay que tener en cuenta los «intereses creados» -agregan los comerciantes-. Si la nueva calle cambia el rumbo de la circulación y nos perjudica; si con el nuevo trazado desaparece mi establecimiento, en el que desde hace un siglo o medio de padres a hijos vamos buscándonos la vida, ¿dónde está la justa indemnización de estos daños? -¿Y los «intereses del arte», dónde los dejamos? -observa algún artista con timidez, como conociendo la flaqueza de su causa-. ¿Porque tal o cual calle tenga una vara más de anchura o porque sea recta y no angulosa -cuestiones de detalle, -vamos a sacrificar aquella antigua y venerable iglesia, este rincón pintoresco, estotro monumento arqueológico? -¡Y las cuestiones técnicas! -exclaman los principales actores del sacrificio callejero-. ¿En una «cuestión del orden arquitectónico», a quién sino a los arquitectos toca decidir con arreglo a los principios de la ciencia (y pudieran añadir, sin hacer caso de la tradición artística local)?

Y así, en esa jerga tan lindamente puesta en solfa por nuestro gran Pérez Galdós en muchos de sus tipos, empezando por el ilustre Torquemada, el mejor modelado de todos, continúa la discusión, en la que cada cual echa su cuarto a espadas, y que se termina casi siempre por el providencial «no hay dinero», la tabla de salvación de nuestra patria en el siglo actual. Porque tengo para mí -y lo declaro en secreto- que en medio de esta oleada de vulgaridades que ha pasado y aun pasa sobre nosotros, si hubiéramos tenido dinero abundante para dar forma duradera a nuestras concepciones (para realizar nuestra esencia, que se dijo años atrás), hubiéramos dejado a nuestros descendientes motivos sobrados para que nos despreciaran.

Pero a veces ¡oh dolor! hay dinero. Y entonces, sin preocuparse por conciliar los diversos puntos de vista suscitados por las ideas de reforma; sin examinar lo que debe hacerse, atendiendo a la conveniencia de la comunidad, formada no sólo por los que viven, sino también por los que murieron y por los que nacerán, el capital, guiado por un impulso momentáneo, se lanza a ciega, a salga lo que saliere. Porque las ciudades, donde falta el contrapeso de las ideas, son como los desiertos: un día en silencio mortal, y otro agitados por los más violentos huracanes. En España han arrancado muchos árboles y muchas ideas, y así estamos de continuo amenazados por las inundaciones: inundaciones de agua, que arrasan nuestros campos, e inundaciones de... ¿cómo diré para ser suave?... de cosas nuevas que arrasan los sentimientos españoles, de quien aún los conserva.

Muchas veces, al volver a Granada después de largas ausencias, he notado en mí, al ponerme en contacto con el aire natal, cierta alegría espontánea, corpórea, que me ha hecho pensar que no era yo quien me alegraba, sino mis átomos al reconocerse; ellos, con una sensibilidad propia, aún no vista de los «hombres del microscopio», en medio de sus antiguos amigos, de sus parientes más o menos cercanos. ¿Quién sabe si el amor patrio no será en el porvenir una fórmula química representada por la suma de los diversos grupos atómicos locales, que forman la personalidad en cada momento, y si no se llegará definitivamente a la fraternidad humana por medio de la insuflación de aires extranjeros? Por lo pronto yo me figuro que cuando viajo llevo conmigo mucho de mi ciudad natal, y algo de todas las que he ido conociendo, y que de ese al parecer monstruoso conjunto, brotan sentimientos de armonía hasta cierto punto involuntarios. Hay quien recorre media Europa, y vuelve a España decidido a «implantar» un tranvía de nuevo sistema, un nuevo aparato para regar las calles o alguna curiosidad burocrática con que perfeccionar nuestra complicada administración. A mí no me ocurre «eso».

Admiro muchas cosas, y las respeto todas en lo que tienen de respetable; pero jamás me da la idea de cambiarlas de sitio. Dos cosas diferentes o contrarias pueden ser buenas y bellas en diferentes lugares: mudémoslas de lugar, y acaso pierdan su mérito. Lo que sí se debe hacer es compararlas mentalmente y ver cómo la una puede ser completada por algo de la otra; de suerte que subsistiendo ambas para mayor variedad, agrado, distracción y goce de nuestros sentidos, se embellezcan con todas aquellas perfecciones que concuerdan con su modo de ser natural, y que por esto no se vea ni pueda decirse que son imitadas.

Con este modo de ver las cosas, voy a pasar revista a las encontradas aspiraciones que luchan en el grave problema de la transformación de las ciudades, refiriéndome en particular a Granada. El problema es heroico, y como yo no soy un héroe, claro está que no me prometo dar la solución. Me limitaré, si se me permite la llaneza del concepto, a pasarle la mano por encima.