Granada, Córdoba, Sevilla

GRANADA, CORDOBA, SEVILLA


Arribamos a Gibraltar de mañana y desembarcamos en un buquecito a vapor. Preciosa la vista de las dos costas: la africana y la española, hoy inglesa.

La lluvia nos recibió en el puerto. Al desembarear pasamos por doble hilera de fortificaciones y, llevados por un cochecito ligerísimo, como silla de manos con ruedas y toldo, llegamos al hotel.

Empleamos esa tarde en recorrer la ciudad y el día siguiente en visitar el peñón, por dentro y por fuera. Ascendimos hasta donde es permitido, en medio de los jardines más bellos y gozando del panorama más vistoso que imaginarse pueda. La falda florida de la montaña, la ciudad con su edificación característica, inolvidable; el puerto lleno de transatlánticos; la costa africana al frente, el mar en medio.

A la tarde penetramos en el peñón, recorriendo las fortificaciones que taladran y agujerean la roca para dejar paso a los cañones poderosísimos que custodian la bahía.

Luego fuimos en coche hasta la punta de Europa, extremo en que el Mediterráneo y el Atlántico la baten, a cinco kilómetros de la ciudad, por entre jardines, al principio, y luego por entre tunas floridas, geranios y enredaderas cubiertas de flores moradas: nadie creería qué el invierno está ya avanzado. Parece verano. El césped verdísimo, las trepadoras, los rosales, las flores silvestres, cubren la montaña.

206 Y vamos orlando la bahía. Al frente se ve Algeeiras, ciudad española, blanca como bandada de palomas. Al llegar al cabo domínase la elevada eosta de Africa, vigilando el estrecho.

No tenía idea de que Gibraltar fuera tan hermoso. Su único inconveniente es el de no dejar de cañonçar ni un minuto: salvas y salvas avisan a España que el perro guardián, despierto, la acecha.

Las calles se ven llenas de andaluces, gitanos, marroquíes, con sus típicos atavíos; soldados ingleses vestidos de rojo como langostinos; mujeres de mantilla y pañolón; chicos curiosos.

El cónsul general de España y su señorita hija, en nombre de nuestro común amigo Manuel de Tolosa Latour, vinieron a saludarme gentiles y hospitalarios.

De Gibraltar fuimos a Algeciras, en buque, atravesando la bahía en media hora, y de Algeciras a Granada en doce horas de tren. Vale la pena: trayecto pintoresco, sol hermosísimo. Había llovido días antes torrencialmente, así es que ni pizca de tierra.

La montaña andaluza, tajeada por túneles, refresca los ojos y los oídos con sus cascadas; deslumbra y aterroriza con su panorama feérico; encanta con sus flores moradas y amarillas, con sus vegas fertilísimas, con sus caseríos blancos, blancos y coquetos, con sus habitantes donosos, parleros y campechanos.:

El regio hotel Casino Alhambra Palace, de Granada, nos hospedó. Llegamos al atardecer. No olvidaré la impresión de divino respeto que me dominó cuando, traspuesta la ciudad, penetró el coche bajo el morisco pórtico cuya leyenda decía: "Jardines de la Alhambra", Desde el balcón de mi pieza domino la ciudad, el río, la Sierra Nevada.

Bien de mañana, dejando de lado la catedral, cartuja, iglesias y ciudad, me bañé en belleza visitando la Alhambra. Primero fuí al Generalife, desde cuya torre se dominan los palacios del Alcázar. Sabía que la Alhambra, residencia real y fortaleza a un tiempo, no es bella por fuera. Con todo, penosa impresión me causó el conjunto de esas rojizas torres defendidas por murallones, derribados en parte. El amor, la adoración con que mis sueños de adolescente nutrieron las descripciones y leyendas que del Alcázar leía, la vida poética con que mi imaginación la había vestido, se resistían a admitir que aquello fuese la Alhambra idealizada.

A la tarde la visité sin más guía que mi intuición. Nos decimos civilizados y no produciremos ja—¹ más algo como aquello. Por dentro es de una belleza de encanto, de ensueño, de hadas. Las paredes, como encajes; los techos, como el de la sala de Embajadores, semejan cielo estrellado, pero un cielo divinamente hecho por el hombre al alcance de sus ojos, como el de la sala de las Dos Hermanas, parece el de preciosa gruta de estalactitas, donde nadie fuera osado a poner mano ; los azulejos, que corren como zócalos o recubren como tejados, brillan con metálica luz, irisados, vivientes; las ventanas y las puertas afiligranadas hacen dudar si son encajes superpuestos en artística perspectiva. ¡Y qué vistas se dominan!

Sierras cubiertas de nieve en manchas brillantes y puras; colinas rojizas dibujadas en verde por olivos, pinos y cipreses; la ciudad nuéva, el barrio viejo, las cuevas donde habitan gitanos, el río. Y ese ruido del agua, música que mejor acompaña y mece a esta belleza dormida; naranjos cuajados de fruta dorada, enredaderas floridas, mirtos, arrayanes, cipreses, olivos, viñas, pinos.

El perfume del verde, el de la tierra sana y rica y el del agua agradan sin marear. Todo en la Alhambra es harmonía, es belleza encarnada, es canto eterno a la sin par imaginación árabe. Conmueve tan dulce y profundamente la Alhambra dormida en soledad y abandono, en medio de esa vega desbordante de vida que, sin sentirlo, he llorado contemplando la divinamente feérica sucesión de arcadas de encaje tallado en la piedra que se domina desde el Patio de los Leones hacia el Mirador de Lindaraja.

¡Cuantas veces he vuelto a ti, hada morisca, ultrajada por prejuicios fanáticos, a vivir tu pasado, a saturarme de tu hermosura, a oir tu poético y místico lenguaje, a admirarte sin palabras, a vivir por los ojos a udales, a ensanchar el alma, a idealizar la imaginación!

El ingeniero director de las obras de reconstrucción de la Alhambra, presentado por nuestra común amiga, doña Ana María Solo de Zaldívar, nos acompañaba, a veces, cuando visitábamos los fosos y torreones, los caminos subterráneos secretos, las dependencias en reparación. Y, como español cortés y galante, llenaba nuestras manos de frescas flores, jazmines y mosquetas, lirios, rosas reventonas y humildes violetas, que en esos jardines del Alcázar abren en pleno invierno mirando, graciosas y coquetas, el blanco eterno de la Sierra Nevada y la ondulada y siempre verde vega granadina.

Mi amigo, el médico sevillano Joaquín Decref, me recomendó visitara las escuelas del Ave María, que dirige el padre Manjón en el barrio gitano; al aire libre, entre valles y colinas, que son jardines pintorescamente irrigados, niños de ambos sexos aprenden instintiva y naturalmente, llenos de alegría rebosantes de salud.

Bien escoltada por guardias civiles, me interné en las casas cuevas de los gitanos. Cavadas en la peña como grutas, blanqueadas y limpitas, se adornan con lámparas colgantes, braseros, sartenes, pailas y toda clase de utensilios repujados en bronce por una raza industriosa y artística, aun en su estado nómade y casi bárbaro. En la cueva del capitán de los gitanos, una joven tan bella y graciosa como los rojos claveles que prendían el negro y rizoso moño, más viva que la luz, me dijo la buenaventura. Claro está que mi suerte era tan grande, tan grande, que fué preciso fijarla con una moneda de oro en la palna de la mano y, luego, para destruir el mal presagio, fué preciso colocar otra cerca de la muñeca.

Acabada la lectura de mi porvenir, no pude tocar más esas monedas a trueque de obligar a la fortuna veleidosa a tornarme las espaldas.

Dejé a Granada con pena tanta, que debí jurarme a mi misma volver al Alcázar de ensueño, a pasar en sus jardines una primavera o un otoño.

Sevilla no debe visitarse después de Granada.

Todo lo monumental que ella ofrece, excepción hecha del interior de su catedral, es tosco, barroso, de imitación árabe burda y grosera. Vista la Alhambra, a qué deslucir esa impresión sobrehumana mirando el Alcázar sevillano? Sevilla vale su fama por sus patios y por sus callejas. Pero está en una llanura soleada y monótona, mientras que Granada está entre sierras, cruzada por ríos y arroyos, y encierra la maravilla de las maravillas: la Alhambra. Sevilla es más grande, más poblada, más ciudad. No tiene caIleja, casa ni patio que no sea una decoración de teatro, por lo imprevisto, original, desbordante de color local. Pero, edificada en el llano, no ofrece la feérica perspectiva de Granada.

Córdoba, en cambio, sin ser bella entre bellezas como la Perla Arabe, encierra joya de inestimable precio, la mezquita morisca en mal hora contrahecha en catedral. Es única en el mundo: imaginen un bosque de columnas de mármoles preciosos—casi mil columnas sosteniendo doble arcada roja y blanca a listones, la que a su vez soporta ojivado techo, blanco hasta deslumbrar. Antes abríase la mezquita al aire libre, sobre jardines, en todas direcciones. El fanatismo hispano la amuralló, convirtiendo en obscuras bóvedas lo que eran arcadas orientales hacia la luz. Dispusieron los árabes ese bosque de columnas con pespectiva tal, que, en cualquier sitio que el espectador admirado se colocara, abrían las arcadassimétricam rte bellas, en todas direcciones. El fanatismo hispano abofeteó esa maravilla, colocando en su centro un altar monumental estilo renacimiento, que interrumpe la perspectiva de la mezquita, cualquiera que sea el punto de la mira elegido. Nada respetó España de la belleza mora. Incapaz de comprenderla la entregó a gitanos trashumantes, que convirtieron en sucias pocilgas los alhajares en que el príncipe árabe guardaba a sus favoritas. Así, la Alhambra, donde aun se ve la grosera mano de cal y de hirientes pinturas recubriendo paredes afiligranadas por el artista decorador y antes bella y vivamente pintadas; donde aun se ve la señal del fogón que calcinó las paredes; donde aun están las divisiones de madera empotradas en los artísticos muros, las gráciles ventanas y aéreos miradores ocultos por tosca pared de adobes, los azulejos inimitados, rotos o desaparccidos casi en su totalidad; los mosaicos admirables que tapizaban las salas destruídas a golpes de pico para rebuscar tesoros o colocar piso de rústica madera. Nada, ni los jardines árabes fueron respetados. El fanatismo religioso, la pasión, cuyas consecuencias son más fieramente inhumanas, se vengó entregando esa belleza sin igual al pillaje de inmundas tribus gitanas.

Hoy España llora su pecado. Por fortuna, une a las lágrimas de sincero aunque tardío arrepentimiento, el buen deseo de reparar, en la mínima parte posible, el crimen perpetrado. Y una comisión de artistas y de sabios dirige la obra de lenta resurrección del arte árabe.