Gotas de sangre/Locos de remate
Locos de remate
Por fin tenemos un drama que no es «bien parisiense», sino bien ruso, o bien yanqui, o bien ruso-yanqui, y, por tanto, envuelto en las nieblas del misterio novelesco, que tanto gusto da a los lectores de folletines.
Actores: un joven ruso, M. Rydzewsky, y una joven americana, la señora Ellen Gore, divorciada de su esposo. Cantante el joven, cantante la joven, llegados ambos a París a cultivar el dúo del amor, que estaba indicado para estas dos almas cantantes.
Muy distinguido por su casa el ruso: hijo de una dama de la Corte y de un general que asaltó una fortaleza; sobrino de un político que asaltó una cartera de ministro; antiguo paje en el cuerpo de pajes de Petersburgo, de grandes duquesas y de la misma Emperatriz de todas las Rusias, y, en fin, oficial del regimiento de Preobrajensky, cuyo coronel es el mismísimo Zar, nada menos.
En suma, un personaje que se dedicó al canto porque, según parece, en Rusia todos los personajes cantan un poco, y después de asaltar una fortaleza, cubriéndose de gloria y de cicatrices, se dedica uno a cantar La Traviata.
álzate la bata, etc., etc
¡Qué tiempos aquellos en que yo también cantaba estas cosas, sin haber asaltado ninguna fortaleza!...
De la americana Gore no dicen los datos recogidos hasta hoy que fuese paje o paja de Mac-Kinley, ni que descendiera de algún asaltador de fortalezas; pero se sabe que era persona de mucha distinción por su casa y personalmente.
A París vino recomendada a mi amigo el inteligente artista Vicente Toledo, que se salvó de buenas o de que el celoso ruso lo «suicidase». Precisamente el día de la defunción de la señora Gore, que según ha dicho Toledo a L'Eclair, «era encantadora (Vicentito...), admirable (¡Vicentito!...) y trabajaba con ardor (¡¡¡Vicentito!!!)», dicha señora le había citado para que la acompañase al teatro.
La ha acompañado a la Morgue, que no es lo mismo. Armado de sus butacas la estaba esperando, tomando café, cuando apareció la casta diva muerta en la cama del Sñr. Rydzewsky.
¿Qué había ocurrido? Ni el mismo Vargas lo averigua. ¿Fué homicidio por imprudencia?... ¿Suicidio?... ¿Fué otra cosa, que no me atrevo a decir de un ruso visitado por las notabilidades rusas de París y defendido por la Prensa, que no pierde ocasión de rendir homenaje a la alianza francorrusa?
Misterio aparte, no hay motivo para que estos periódicos se muestren sorprendidos de tal desenlace entre dos personas de tanta alcurnia.
Ruso él, yanqui ella, artistas ambos, ambos locos de remate.
Pero admiremos, ¡oh cielos!, las extrañas conjunciones de los seres. Salir de Petersburgo un caballero y de San Francisco de California una dama a cantar en París el dúo de La Traviata, interrumpido, ¡ay!, por un tiro de revólver.