Gotas de sangre/El amor...

El amor...


El amor en París, el amor pintado a brochazos por Goron, ex-prefecto de la policía francesa: amoríos de meretrices y chulapones asesinos, de degeneradas aristócratas y horteras de almacenes, de señoras burguesas a caza de transeúnte, de viejos sádicos y niñas incipientes, el amor monstruoso de los Eyraud, el amor inmundo de los Kat, el amor unisexual de las Siller, el perfumado amor de los palacios y el pringoso amor de las bohardillas, toda la lira del amor parisien, vibrando y culebreando sin cortapisas en el folletín de un periódico que lee todo el mundo. Y París podría exclamar si quisiera: -¡Ay Goron, cómo me has puesto!...

Una sola vez he visto a Goron, y le vi en el apogeo de su fama de policía a lo Javert, cuando se refería de sus ojos de lince que escudriñaban las entrañas de cualquier criminal, por negras y profundas que fuesen; y en verdad que me pareció, por lo que toca al físico, tan pequeñín como anodino.

Como escritor, es uno de tantos franceses artistas en saber narrar, noveladores por temperamento, que tienen el arte de amenizar los hechos más prosaicos de la vida. Su obra es interesante, y se la arrebatan lectores y lectoras, así la princesa altiva como la que pesca en ruin barca del Sena.

Pero en la obra de Goron, a juzgar por los folletones que van publicados, hay una trampa, que importa señalar, y que consiste en dar por amorosos ciertos procesos que no tienen que ver con el amor en París, o que, caso de tenerlo, se refieren muy por incidente al amor mismo. Claro que en todos los hechos de la vida hay que buscar la mujer, porque siendo ésta mucho mejó que er comé, según se decía en una parodia de Don Juan Tenorio, no hay guisado de liebre sin liebre. Pero las narraciones de Goron estarían mucho más en punto de caramelo si haciendo él caso omiso de historias e historietas que sólo per accidens se relacionan, cuando se relacionan, con el amor, hubiérase limitado a discurrir sobre las que per se refieren el amor, como elemento esencialísimo de las mismas, en cuyo caso no se halla ni con mucho el crimen de Eyraud y Gabriela Bompard.

De paso en París para Southompton, a cuyo puerto fuí a embarcarme, no recuerdo con qué fin, aunque no llevaba ningún muerto en el equipaje, presencié la profundísima impresión que se apoderó de París por la siniestra novedad de que un asesino hubiese metido un cadáver en un baúl. Rehecho éste con los pedazos del mismo, encontrados en un campo de los alrededores de Lyon, fue imitado por orden de Goron; el baúl imitado se expuso en la Morgue, a donde fue procesionalmente, a ver si lo reconocía, todo París, y yo mismo, aunque enemigo de tales espectáculos, entré en el anfiteatro, a empujones por entre una muralla de carne humana, para llevarme el gran susto, porque el baúl se daba un aire de familia a otro que yo había visto en casa de uno de mis parientes.

Por entonces se admiraba el «valor» de Eyraud y de Gabriela, y esas admiraciones malsanas han renacido en el pintoresco relato que Goron hace de aquel crimen, cuya esencia no fue el amor, como tampoco fue el amor la causa determinante del crimen de Anastay, aunque Goron lo incluye en los crímenes por amor.

Sobre este último crimen puedo precisar más que sobre el crimen de Eyraud y Gabriela Bompard, porque quiso la casualidad que yo conociera y tratara a Magdalena González, querida de Anastay, a la que fuí presentado por mi amigo Arzubialde, hallándonos reunidos en el despacho telegráfico del Grand Hôtel.

-¿Ve usted esa mujer? Puede serle útil para una crónica. Es Magdalena González, exquerida de Anastay. ¿Quiere usted que se la presente?

-Y al asesino también, si usted quiere -le contesté.

Un rato de charla en el café de la Paix, y Arzubialde se marchó «para que yo confesara a Magdalena.» La confesé y... la absolví.

Con los interesantísimos detalles que me dio Magdalena hice una crónica para un popular periódico de Madrid, el cual no la publicó, porque mientras un Goron abre las más recónditas alcobas en el folletón de un periódico tan popular como el Journal, el escritor español que hubiera deseado escribir del crimen de Anastay, habría tenido que hacerlo en estos términos:

«Corre o no corre el rumor de que se ha cometido o no se ha cometido en París un crimen, que acaso no lo resulte, perpetrado por un tal Anastay, de quien se asegura, sin que nosotros nos hagamos responsables de la noticia, que tiene relaciones non sanctas con una compatriota nuestra que se llama, según se dice, Magdalena González, o no Magdalena González».

En dicha crónica referí que ni Magdalena González había estado enamorada de Anastay, ni Anastay de Magdalena, habiendo servido ésta de ocasión para que el asesino desarrollase las cualidades que su cerebro enfermo guardaba en estado embrionario.

Aparte del indicado reparo, que me parece muy justo, el Amor en París es, por más de un concepto, obra notable, que revela talento literario en el autor, como también que si es cierto, según dijo un poeta, que duerme un cerdo en el corazón de cada hombre, no es menos verdad, en la generalidad de los casos, como lo prueba el creciente interés demostrado por el público, que duerme un Eyraud en el cerebro de cada hombre y una Gabriela en el corazón de cada mujer...

Yo hablaba anoche con una rubia que iba al baile de la Ópera, rubia idealmente rubia, belleza de nieve y aurora, carita de biscuit, campo de lilial blancura iluminada por el grisáceo fulgor de los ojos, que son como los de Wanda de Boncza; aprisionadas las turbadoras formas en raso azul pálido, guarnecido de lentejuelas de plata, con ramo de violetas haciendo zig-zag sobre el corazón; como perlas de moda, las que se descubrían por entre los rojos labios; como corona de oro, la cabellera rubia... Y hablando de cosas indiferentes, la seráfica criatura, que parece un angelito, me dijo de pronto:

-¡Pero qué interesante Gabriela Bompard!...

Y me despedí cortésmente, porque no me seduce la idea de que me lleven a Lyon metido en un baúl.