Gotas de sangre/Diálogo mundano

Diálogo mundano


-Estoy aterrada, amiga mía.

¿Has leído el telegrama de Epinal que publica el «Journal»?

¡Es atroz! Ya no está una segura en ninguna parte ¡Esa señorita, Luisa Claudel, de cuarenta y un años, terriblemente violada en pleno paseo, por un facineroso que surgió de una floresta!

-Terrible. Y dicen que desde anteayer el paseo está muy concurrido por señoritas que pasaron de los cuarenta.


-Madama Galtié... Pero ¿por qué se le ataca? Su perversidad felina en el crimen es encantadora. ¿No has leído la declaración de uno de los muchachos de los pensamientos de ella?

Le había llamado para que la ayudase a poner los sobres de las esquelas de defunción de su hermano, a quien envenenara ella misma. La escena pasó en una habitación próxima a la en que estaba el muerto, cuya lívida fisonomía, entre cirios, se alcanzaba a ver por la puerta entreabierta.

«Yo trabajaba al lado de madama Galtié -ha dicho el joven,- cuando ella se acercó a mí, besándome largamente. Sus besos me helaron de espanto».

-¡Habráse visto tontillo! Un novato en el conocimiento de salsas amorosas. Y él es de París y ella de un poblachón.

-Es que en París, como en Madrid, casi todo lo sensacional y «chic» es de provincias.

-El otoño se presenta mal para nuestro sexo, «ma chère». Madama Fougère asfixiada en Aix-les-Bains. Otra «fille», la Baduel, asesinada a navajazos.

-Cosas de rascacueros, según se dice. Nuestros compatriotas no gastan esos modos.

-Sin embargo, ese diputado de fuste que ayer dio un escandalazo en la estación de San Lázaro, apaleando a su ex-querida, no es extranjero.

-Cierto. Pero fijate en que ella hizo al diputado la más terrible de las ofensas.

-No caigo.

-¿Pues no sabes que le pidió dinero? ¡Si fuera él un extranjero! ¡Pero pedirle eso a un parisién!

-Sí que es abuso. Y él se vengó empezando por no quitarse el sombrero mientras la hablaba. Ella misma, que ya está «intervievada» y resulta interesantísima, lo ha dicho: «Yo le hice notar la incorrección en que incurría con tener puesto el sombrero mientras hablábamos en la calle».

-Es que llovía a chuzos, y él es calvo y catarroso.

-No le hace. Cuando un parisién habla con una mujer, aunque haya vivido con ella catorce años, tiene que estar todo el tiempo con el sombrero en la mano, aunque la conversación tenga lugar en Saint-Pierre y el Pelé vomite lava.

-En fin, esto va a ser un nuevo asunto político. Se anuncia una interpelación.

-Como que, lo mismo por parte de él que por parte de ella, es asunto de «coffre-fort...»


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Como no soy ministerial en Francia ni en otra parte, es claro que no tengo interés en defender el «caso» del diputado de la mayoría M. Merlou, cuyas relaciones, harto vulgares, en la sociedad parisiense y en todas las sociedades del mundo, con madama Addey, no merecían, por ningún concepto, salir del dominio privado de dichas personas. Un caballero que se permite el lujo de tener amante, y una amante que, despechada porque el caballero la dejó, con o sin motivo, le da el consabido escandalito, no puede ser una novedad, aunque el caballero sea diputado ministerial, o «blocard», como se dice ahora.

Pero obsérvese de paso con qué facilidad se transforman ciertas gentes en cuchillo de un Merlou, aunque hayan hecho o estén dispuestas a hacer lo mismo que él. Es decir, lo mismo, no; porque M. Merlou, después de sufragar durante varios años todos los gastos de madama Addey mientras fue querida de él, le pasaba, a título de retiro, 500 francos al mes.

«Poussé par son bon coeur» dicen los periódicos, y en verdad que ni cinco perras chicas merecía una madama que se coló furtivamente en el domicilio del ex amante para enterar a su familia de las relaciones que tenía con él.

-Yo soy la querida de su padre de usted, dijo a la hija de éste, chica de quince años.

Madama Addey, que, como hembra, debe pertenecer al surtido ordinario de las que se vengan de quien les hace el bien posible, es también de esas mujeres que involuntariamente hacen daño a las de su clase, porque los Merlou tienen que decirse lógicamente:

-Si por ser bueno me dan un disgusto, por ser malo me darán una satisfacción. Por lo menos, ahorraré 500 francos al mes.

Y dirán a sus antiguas amantes:

-Si quieres comer, hija mía, come alpiste.


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Como todo tiene reverso, la Julia Guillermo lo es de madama Addey. En este caso era ella quien pasaba una «pensión»... «Le» mantenía, y, además, «le» arrullaba la comida, cantándole «couplets», recogidos de todas partes mientras iba vendiendo amores por él, y, una noche, después de cantarle mucho, para arrullarle el sueño, él la mató, poniéndola como «Inri», una rosa de trapo entre los labios, mudos para siempre.

La mató porque sí; porque era demasiado buena para él; porque necesitaba vengarse del bien que le hacía; porque las almas débiles inspiran ganas de matarlas...


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¿Quién no recuerda el amoroso rapto de la señorita Le Play por el doctor Marcille? La señorita, toda vaporosa y de blanco vestida, cayendo en los brazos del doctor, quien, en compañía de dos amigos, la raptó vertiginosamente en automóvil. Luego, los amigos llevando el automóvil, mientras la señorita y el doctor se amaban en las más humildes posadas del tránsito. Y madama Bob-Walter, confidenta de estos amoríos, teniendo sensacionales interviús, algunas de las que, según se murmuró entonces, le valieron bonitos billetes de mil francos.

Fué un idilio. El público lo disculpó todo, el automóvil inclusive, por la pasión de los jóvenes enamorados. Además, el doctor Marcille iba con buen fin; puesto que su automóvil paró en la Vicaría.

Y he aquí que desde hace días corre insistentemente por París el rumor de que la señorita y el doctor van a divorciarse. ¡Adiós idilio! ¡Adiós recuerdos de amoríos, consumados en humildes ventorros del camino! ¡Adiós automóvil de una pasión demasiado violenta y precoz!

Y es de notar la ansiedad con que el público aguarda detalles de la desavenencia. conyugal, de los dimes y diretes entre enamorados que juráronse fidelidad eterna, de la ruptura final con todos sus cancanes y con todas sus acritudes, de un escándalo, en fin, muy parisién...

Los amigos que antaño llevaron el automóvil han desaparecido; madama Bob-Walter, que antes cobró por contar amoríos ahora cobra también por contar disgustos; el automóvil, polvoriento y derruido, está arrinconado en una cochera, y del hermoso y poético idilio no queda ya ni el olor en los humildes ventorros del camino.

¡Haberse querido tanto; haber echado nombre, reputación, pudores de sexo a la hoguera de un idilio: haberse comido los labios en las silenciosas horas de un amor insaciable, para salir luego con dos puñales envenenados a clavárselos en el corazón ante una vocinglera multitud de circo!

Muy triste. Aún más idiota que triste.