De Caza


El movimiento de veraneantes se va agotando en las noticias de los periódicos. Quedan, sin embargo, por montes y vallados, en castillos y palacios campestres, gentes selectas, por el abolengo y la fortuna, que dedican sus ocios al deporte de la caza. La Prensa narra las fiestas que dan los privilegiados del otoño, que fueron también los privilegiados del verano y serán asimismo los privilegiados del invierno... Y publica extensas listas de Príncipes y aristócratas y de sus comitivas principescas y aristocráticas en las sangrientas fiestas de la caza.

Hay, sin embargo, un personaje que tiene un séquito mucho más numeroso que las comitivas de los Príncipes y aristócratas cazadores. No habita castillo ni palacio. No envía a la sección de noticias de la Prensa listas de nombres altisonantes y de trajes suntuosos. No busca el reclamo, ni siquiera la publicidad; antes bien, pide alrededor de él silencio y olvido. Pero el público le sigue, espiando sus salidas, sus menores movimientos; la Prensa habla diariamente de él, y, en todo París, no hay, en estos días, personalidad más popular que la suya ni que más hondamente preocupe a la opinión pública.

Ese personaje es el verdugo Deibler. ¡También él prepara una cacería, una fiestecilla sangrienta!... ¡También él tiene comitiva, ojeadores, instrumentos de muerte!... ¡Y convidados a la fiesta!.. Sólo que no se apresta a cazar un jabalí, sino a cazar un Soleilland.

El verdugo de París no es el personaje astroso y repugnante que antaño cobró 48 libras por cocer un malhechor en aceite hirviendo, 28 libras por desollar un hombre, 10 libras por cortar una lengua, unas orejas o una nariz, y muy poca cosa por dar tortura.

El verdugo de París es un funcionario como otro cualquiera, respetado y respetable, que tiene familia, vecindad, amistades, una casita propia, en cuyo balcón toma el sol fumando una pipa, un café conocido, donde hace carambolas después de tomar el aperitivo. Viste levita cerrada, como la de Thiers, gasta chistera, como un magistrado, y distribuye apretones de manos en su barrio.

El día de una ejecución pública, la mujer le llama diligentemente, si él se ha quedado dormido, como la mujer del cazador llama a éste para que vaya al campo.

Las noches anteriores ha habido tertulia en la casa, y al amor de la lumbre, en el hogar honesto, se han recordado, entre buenos amigos y vecinos, incidentes de otras ejecuciones, y el día de la faena, pasada ésta, hay en la casa una comida de amigos, y de sobremesa describe el verdugo la instalación de la guillotina, el acto de recibir al reo, su última toilette, su actitud al marchar hacia el suplicio, cómo le echó en la báscula y el ruido que hizo el tajo al caer sobre el cogote, que replegó el espanto.

Los comensales, interesadísimos, están como pegados a sus asientos, y la velada se prolongaría demasiado si la mujer del verdugo, más excitada y amorosa que de ordinario, no le recordase, con insistencia y entre ternuras, que ya es hora de acostarse a procrear como Dios manda...