Beaujean


Beaujean. Veinte años. Pequeño de estatura, raquítico de complexión. Todo un insignificante si no llevara la muerte en los ojos, cenagosos como el fondo de un remanso, surcados por estrías sanguinolentas.

-¿La profesión de usted? -preguntó el presidente. Y el acusado, con tranquilidad: -¿Mi profesión?... ¡Souteneur!

Merodeando en Batignolles y Clichy, vivía de mujeres, del juego, del robo, y de dar de vez en cuando una puñaladita. Vivía bien, de valiente, comiendo con buen apetito y durmiendo a pierna suelta. La Silher, moza de rompe y rasga, tenía un rencor, una estalactita de la envidia que le manaba del corazón. El rencor era la Dolbeau, a quien quería matar... Pero para matar a la Dolbeau necesitaba la Silher un verdugo barato, y Beaujean lo fue por gusto, por matar... el tiempo, tal vez por vocación, o «¡por hacer un servicio», como dijo él repetidas veces en la vista de ayer.

La destrozaron. Y Beaujean, que observó, al ser detenido por la policía, dos días después del asesinato, que tenía una mancha de sangre en un puño de la camisa, quiso borrar la huella dándola un lengüetazo.


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Levantándose tranquilamente el acusado, dijo con voz serena: -La noche era horrible. El camino, sombrío y solitario. La Silher llevaba en la mano un pañuelo para amordazar a la Dolbeau. Varias veces, durante el trayecto, le hice señas de que era necesario amordazarla para que no gritara. Pero la Silher no hacía nada, permaneciendo inactiva, «como una tonta», con el pañuelo en la mano. Entonces salté bruscamente sobre la Dolbeau para hacerle presa en la garganta. Se volvió y me quitó la acción; pero le metí los dedos en la boca para retorcerle la lengua e impedir que gritara. Luchó y me los mordió. Conseguí al fin agarrársela y retorcérsela.

Con la otra mano le apreté la garganta y la eché a tierra. Me puse de rodillas en su tripa, y mientras la amordazaba la Silher, yo la estrangulé con las dos manos. Sus ojos moribundos se revolvieron con espanto. Continué apretándole la garganta unos cinco minutos más. La Dolbeau saltaba toda... Cuando cesaron las convulsiones, cesé yo de apretar.

Sin embargo..., como movía un poco los músculos del cuello, la di, para rematarla, una gran patada en la cara. Quise luego echar el cuerpo en el cementerio. Pesaba mucho, y la tapia era alta. La Silher cogió los pies de la muerta; yo cogí la cabeza. ¡A la una! ¡A las dos!... La echamos al aire y el cuerpo quedó colgando del muro. Conseguí, con mucho trabajo, hacer que rodase por la tapia hasta caer al otro lado del campo. Cuando me lavé las manos, sucias de la labor, sonaban las tres de la madrugada en el reloj de la Prefectura de Saint-Ouen.


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Y el acusado se sentó, con la misma tranquilidad con que se puso en pie, mirando con sus ojos de mochuelo, turbios y fosforescentes, el espanto que se reflejaba en la lividez del auditorio.

«Lo único que siento -añadió, a guisa de postdata- es que, al volver a casa de la Silher, ella se acostó en el suelo; yo en la cama. No dormimos juntos.» La fisonomía del público habíase alargado desmesuradamente. ¡Todos parecíamos ocarinas! Y luego, al salir;

-¿Qué le ha parecido a usted ese cafre?

-¡Un hombre en bruto! Lástima que le hayan condenado a muerte, porque merecía exhibirse en Chicago.


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El presidente Carnot negó el indulto a Beaujean y lo otorgó a la Silher, porque en este país hay marcadísima repugnancia a guillotinar mujeres; y Beaujean subió al patíbulo alardeando de un valor inconmensurable, con el valor de los héroes que sucumben en los campos de batalla y con el de los mártires que mueren por la buena causa. Le vi en el tribunal, en la prisión, en marcha para el patíbulo, en la báscula...; y puedo decir que en ningún tiempo perdió su inaudita serenidad.

-Mañana, mañana, me matan -dijo la víspera de la ejecución.- Voy a jugar baraja y deseo que no me distraigan.

Despertado a las cuatro de la madrugada para hacerle la lúgubre «toilette», dijo tranquilamente: -No hay que recomendarme que tenga valor. Yo aseguro que no me faltará.

Y habló alegremente con el sacerdote, con los guardianes de la prisión, con el mismo verdugo. - ¿No me conoces? -le preguntó.- ¿No recuerdas que cuando guillotinaste a Kaps, yo te grité desde la plaza de la Roquette: «¡Viejo cojitranco!» y tú me respondiste: «Cuida tu piel si no quieres caer un día entre mis manos.»

Al acercarse a la guillotina observó:

-Pero yo no veo la cuchilla. ¿Dónde diablos está?

Y cuando acertó a verla: -¡Ah...! ¡Héla ahí! Ya conocía yo de vista esta máquina. ¡Y ahora vamos a vernos las caras!

El verdugo Deibler estaba estupefacto. Beaujean le dijo momentos antes de morir:

-Y bien, «mi viejo», decid que todo va a concluir para mí dentro de dos segundos...!

Dió un abrazo al sacerdote; y sereno, regocijado, sin perder nada de su buen color, puso el cuello en la fatal media luna. Un copioso chorro de sangre brotó al separarse la cabeza del cuerpo, y un perro, que fue llevado por un oficial del ejército, acudió presuroso a olfatear el cesto que había recogido la ensangrentada cabeza.

Beaujean tenía veintidós años... -Mi único sentimiento al morir -dijo- es que la Silher, que me ofreció ser mía si la ayudaba a matar a la Dobleau, no quiso luego cumplir su promesa. Yo creo que mi «trabajo» valía la pena de que hubiéramos dormido juntos...

La Silher, que hizo matar a la Dobleau porque vivía maritalmente con el marido de ésta, no tuvo el menor recuerdo para el hombre que llevó a la guillotina, Y ¡detalle monstruoso! ahora se trata de casar a la Silher con el viudo Dobleau, para que éste pueda acompañarla a Nueva Caledonia.

-Es cierto -ha dicho Dobleau- que la Silher mató a mi mujer; pero «la pobre chica» lo hizo porque me ama, y yo deseo reparar, en la medida de lo posible, el mal que he hecho...