Gotas de sangre/¡Cómo está la sociedad!
¡Cómo está la sociedad!
¡Soleilland!...
No, no tema el lector que, añadiendo nuevas consideraciones a las que expuse cuando el cadáver de la niña Marta, violada y estrangulada se encontró entre piltrafas de reses en una estación, vuelva a escarbar con la pluma el repugnante crimen de Soleilland, cuyos émulos aumentan diariamente así en París como en provincias.
Mi propósito hoy es otro, y se ha de reducir a transcribir, de dos de los principales periódicos parisienses, la mentalidad del público femenino en el proceso de Soleilland, para que se vea «cómo está la sociedad».
De Le Matin:
«Asisten pocos hombres. Pero ¡cuántas mujeres bonitas y cuántas toilettes frescas! Allí están todas, las célebres y las sencillas, y algunas actrices que estaban veraneando vinieron a París nada más que a ver a Soleilland. Hay algo así como un sacrilegio en la proximidad de los pretenciosos perifollos de esas damas a los pobres trapitos ensangrentados de Marta, expuestos en una mesa como piezas de convicción.»
«El procesado es objeto de todas las curiosidades femeninas. Helo ahí, en plena luz. El monstruo, el sátiro, es muy joven, bien formado, de cara que inspiraría simpatía si no se recordase su crimen, de rasgos regulares, casi bellos, con la nariz recta, la boca bonitamente dibujada bajo el arco de juvenil bigote rubio, la cabellera bien puesta, el peinado correcto, elegante casi. Hasta su singular estrabismo, la divergencia crómica de sus ojos, verde el uno, negro el otro, añade algo al singular encanto del personaje. En el público femenino, encantado y decepcionado a un tiempo mismo, hay un murmullo de asombro y un escalofrío chocante.»
«A veces, durante la audiencia, se destaca el grado de resistencia que ha alcanzado en nuestra sociedad moderna el antiguo pudor tradicional del sexo opuesto al nuestro. Las damas de la concurrencia no se han cubierto siquiera con la hipocresía del abanico. No se pensó en que la vista pudiese ser a puerta cerrada. ¡Y eso que se dijeron cosas de mucha punta! Pero no molestaron al público femenino, quien se limitó a subrayar con risas, apenas discretas, las enormidades que oía. Sólo los hombres mostraban cierto embarazo y bajaban discretamente los ojos, temiendo encontrar las miradas de las mujeres.»
De Le Journal:
«Estaban allí señoras de magistrados, señoras de altos funcionarios, señoritas, actrices: la señora Pierrat, de la Comedia Francesa; Margarita Caron, del Vaudevillle; Magdalena Carlier, del Odeon: Addey, absuelta en el asunto Merlou; las señoritas Ritter, Ivonne, Maellec, Milo d'Arcylle, Lucienne Guett, Ivonne Deroy, etc.»
Como el letrado defensor hablara de la locura de Soleilland, el abogado general hizo una frase que produjo una explosión de risas:
¡Aquí -dijo- todos somos locos!...»
... Recordémoslo:
Sólo los hombres mostraban cierto embarazo y bajaban discretamente los ojos, temiendo encontrar las miradas de las mujeres.
Inconvenientes de dedicarse los hombres a ir al mercado, aderezar la ensalada y sacudir el polvo con los zorros, mientras las mujeres, pletóricas de iniciativa y de energía, trabajan los negocios públicos.
Al paso que van, serán ellas quienes digan:
-¡A Berlín!... ¡A Berlín!
De «indecentes exhibiciones judiciales» califica Le Gaulois, con todo de ser tan comedido de lenguaje, los espectáculos que el público -que siendo él mismo sádico pide castigo para el sadismo- ha dado en la vista de procesos como el de la Merelli y el de Soleilland, y en todos los periódicos, que al fin y al cabo se acuerdan del deber profesional, el lector halla las mismas frases de censura acre: «sadismo especial», «falta de pudor», «ausencia de vergüenza», etc.
El citado Le Gaulois dice:
«Todos los periodistas consagrados allí sentimos enrojecer nuestras frentes de hombres al ver que mujeres jóvenes oían entre sonrisas y como encantadas tantas ignominias...»
Le Matin, metido ahora a moralista -después de haber publicado las memorias del padre Delarue, las de su concubina, las de María Audo y toda clase de memorias sádicas-, más severo que Le Gaulois, dice:
«Sea lícito indignarse ante tanto cinismo, ante tal ausencia de veraecundia en seres cuyos ojos tienen reflejos de inocencia. ¡Quién dirá el horror de este contraste: miradas candorosas... y cuando silba la palabra escabrosa, las bocas perversas torciéndose por un rictus de vicio!»
Y el mismo periódico habla de «promiscuidades sospechosas» en la Audiencia, de faldas a horcajadas en la balaustrada, descubriendo espumosos bajos, de «sugestivos arremangos que provocan risas», de «pugilatos entre damas que tienen repentinas rivalidades».
Rivalidades de amor. ¿Por quién? ¡Tal vez por Soleilland!...
¡Y luego la horrible escena de la mujer de Soleilland, cuando, después de haberse leído la sentencia de muerte, le llamó miserable boñiga, quiso matarle con sus propias manos, y con ellas a poco estrangula, en plena audiencia, a la infeliz criatura que tuvo de sus amores con el monstruo!
¡Ah, señores periodistas!... Eso no data de ayer, eso data de larga fecha. Las admiradoras de Soleilland son renuevos de las admiradoras de Prado, cuya piel sirvió para hacer guantes de refinadas cocotas; de las admiradoras de Pranzini, cuya magnitud viril fue exaltada en todos los bulevares, y los admiradores de la Merelli son renuevos de los que hicieron una formidable ovación a Gabriela Bompard cuando fue llevada de París a Lyon para que reconociese los restos de Gouffé...
Y ese «rictus de vicio», ese «sadismo especial», ha salido de los periódicos y de los libros parisienses. La crítica, que censuró injusta y neciamente las sanas crudezas de los Zola y Mirbeau, tuvo halagos para los refinados desmayos de los Lorrain y Mendés, y de eso que se llama con deleite «literatura refinada, perversa», perturbadora de mentalidades fofas, nacieron los baroncitos de Aldesward y las «flores de lujo», como las llama Le Matin, que dejan venenosos perfumes en las audiencias de las Merelli y de los Soleilland. ¿Con qué derecho las fustigan los mismos que recomiendan la lectura del libro Du Mariage, que, sobre ser tonto, implica la prostitución de la mujer, otorgándola de soltera toda la clase de licencias, y sentando la doctrina de que los hijos que tuviera en libérrimos ayuntamientos deberían ser considerados por el marido, cuando, harta de amores, se casase, como hijos de un primer matrimonio?
Estas literaturas no se detienen ya en Francia, y pasan las fronteras. Ayer mismo, en la vista del proceso de Karl Hau, tan admirado sádicamente por las alemanas de Calsruhe, se leyó una carta de su señora, que se suicidó por celos de su hermana Olga, en la que es de notarse esta frase:
«Olga nos provee de libros franceses de un carácter demasiado lascivo. Ella tiene gustos perversos...»
Las Olgas de todas partes brotan de esa literatura, como brotan de los pudrideros algunas flores, bonitas por fuera...