XXX

De noche, cuando voy al camposanto,

pongo el oído en las obscuras grietas

que abre el tiempo en el duro calicanto

de las tumbas, y en tanto

que, agudas cual saetas,

los búhos me prodigan indiscretas

miradas llenas de profundo espanto,

oigo vagos ruidos

allá en el fondo de las negras cajas,

donde duermen los muertos ateridos,

envueltos en sus fúnebres mortajas.


Y, entonces, confundido,

en busca de mi madre corro al punto,

y después de contarle lo que he oído,

ansioso le pregunto:

–¿No crees que ese ruido

de las tumbas indica

que entran allí las auras y retozan?

Y mi madre al instante me replica:

–No es eso; son los muertos que sollozan.