XXIII

¡Oh, tú, la más hermosa de todas las mujeres!

Tú, que clavaste tantos agudos alfileres

en esta mariposa que llaman corazón.

En esta mariposa que destrozaste, y luego

pedazo por pedazo la fuiste echando al fuego

candente de tu loca y efímera pasión.


Recoge las cenizas de sus dolientes alas,

devuélvele sus brillos, devuélvele sus galas,

devuélvele la vida... y enséñala a volar.

Y mátala mil veces, si así lo necesitas,

con tal que le vuelvas la vida que le quitas

en tantas veces cuantas la acabes de matar.


Sabiendo tus perfidias y extraños devaneos,

aquella mariposa ceñida a tus deseos

irá a donde tú vayas... sin miedo de morir:

porque sabrá ya entonces que aunque la despedaces,

recobrará la vida, tras términos fugaces,

con verte un solo instante llorar o sonreír.