XCVII

Sus ojos se entornaron; sobre los blancos hielos

de las altivas cumbres agonizaba el sol;

y de las densas brumas, tras de los amplios velos,

quedó flotando, a solas, inmóvil, en los cielos,

el lívido cadáver del último arrebol.


La luna, como un arco de nívea luz cuajada,

subió con lento paso de lo infinito en pos;

y entonces, reclinando la frente inmaculada sobre mi pecho –¡mira!– me dijo mi adorada–

¡qué barca tan hermosa para bogar los dos!


Hoy... ¡ella ya no existe! Bajo un rosal florido

descansa la que un día me dio luz y calor;

mas desde aquella tarde contemplo entristecido

la luna, cuando sola, como un bajel perdido

en el azul derrama su gélido fulgor.