LXXIV

Cuando el artista puso la vigorosa mano

sobre las teclas, todos enmudecieron... luego,

de las entrañas frías y trémulas del piano

surgió la risa, el llanto, la imprecación y el ruego.


Después... al recio empuje terrible y soberano

del Músico, volaron en torbellino ciego,

arrullos y sollozos y gritos de oceano

en notas perfumadas y en hálitos de fuego.


Se incorporó el artista, de pronto, y una ola

de entusiasmo inaudito lo envolvió en un instante.

Su frente ya ceñía la inmortal aureola.

Sólo su novia, muda, y en un rincón distante,


al pensar que la Gloria le quitaba su amante,

y, que, al fin, quedaría desconsolada y sola

inclinó la cabeza como frágil corola...

y rodó por el suelo... tembloroso diamante.