LXVIII

Siempre se emborrachaba y se dormía

en los más degradantes bodegones;

y al despuntar el resplandor del día,

llena de mudas aflicciones,

vino al bodegonero le pedía.


Y acercando la copa al labio yerto,

sin placer apuraba un vino impuro;

y, con la triste palidez de un muerto,

en la pared del bodegón obscuro

fijaba el ojo de mirar incierto.


Las rameras lo amaban; en la orgía

quizás era entre todos el primero:

porque a veces cantaba, se reía,

improvisaba versos y sabía

regalarles a aquéllas su dinero.


Pero el monstruo implacable del hastío,

lo halló en su senda, y en el alma mustia

le clavó el diente venenoso y frío;

y se llenó su corazón de angustia, cual se llena de sombras el vacío.


Sus amigos decíanle: –¡Detente!

(ebrio al mirarlo y triste y silencioso)

rodando vas por desigual pendiente.

Pero él todo lo oía indiferente.

¡Meditaba en un algo tenebroso!


Todo fue en vano: al fin, una mañana,

entre viejos toneles de cerveza,

dobló la mustia faz, antes lozana,

y se rompió de un tiro la cabeza,

dando así fin a su existencia vana.