Gorgias (Roig de Lluis tr.)

​Gorgias​ de Platón
o de la retórica

Interlocutores

  • CALLICLES
  • SÓCRATES
  • CHAIREFON
  • GORGIAS
  • POLOS


CALLICLES.- Dícese, Sócrates, que en la guerra y en el combate es donde hay que encontrarse a tiempo.

SÓCRATES.- ¿Venimos entonces, según se dice, a la fiesta y retrasados?

CALLICLES.- Sí, y a una fiesta deliciosa, porque Gorgias nos ha dicho hace un momento una infinidad de cosas a cuál más bella.

SÓCRATES.- Chairefon, a quien aquí ves, es el causante de este retraso, Callicles; nos obligó a detenernos en la plaza.

CHAIREFON.- Nada malo hay en ello, Sócrates; en todo caso remediaré mi culpa. Gorgias es amigo mío, y nos repetirá las mismas cosas que acaba de decir, si quieres, y si lo prefieres lo dejará para otra vez.

CALLICLES.- ¿Qué dices, Chairefon? ¿No tiene Sócrates deseos de escuchar a Gorgias?

CHAIREFON.- A esto expresamente hemos venido.

CALLICLES.- Si queréis ir conmigo a mi casa, donde se aloja Gorgias, os expondrá su doctrina.

SÓCRATES.- Te quedo muy reconocido, Callicles, pero ¿tendrá ganas de conversar con nosotros? Quisiera oír de sus labios qué virtud tiene el arte que profesa, qué es lo que promete y qué enseña. Lo demás lo expondrá, como dices, otro día.

CALLICLES.- Lo mejor será interrogarle, porque este tema es uno de los que acaba de tratar con nosotros. Decía hace un momento a todos los allí presentes que le interrogaran acerca de la materia que les placiera, alardeando de poder contestar a todas.

SÓCRATES.- Eso me agrada. Interrógale, Chairefon.

CHAIREFON.- ¿Qué le preguntaré?

SÓCRATES.- Lo que es.

CHAIREFON.- ¿Qué quieres decir?

SÓCRATES.- Si su oficio fuera hacer zapatos te contestaría que zapatero. ¿Comprendes lo que pienso?

CHAIREFON.- Lo comprendo y voy a interrogarle. Dime: ¿es cierto lo que asegura Callicles, de que eres capaz de contestar a todas las preguntas que te puedan hacer?

GORGIAS.- Sí, Chairefon; así lo he declarado hace un momento, y añado que desde hace muchos años nadie me ha hecho una pregunta que me fuera desconocida.

CHAIREFON.- Siendo así, contestarás con mucha facilidad.

GORGIAS.- De ti depende el hacer la prueba.

POLOS.- Es cierto, pero hazla conmigo, si te parece bien, Chairefon, porque me parece que Gorgias está cansado, pues acaba de hablarnos de muchas cosas.

CHAIREFON.- ¿Qué es esto, Polos? ¿Te haces ilusiones de contestar mejor que Gorgias?

POLOS.- ¿Qué importa con tal de que conteste bastante bien para ti?

CHAIREFON.- Nada importa. Contéstame, pues, ya que así lo quieres.

POLOS.- Pregunta.

CHAIREFON.- Es lo que voy a hacer. Si Gorgias fuera hábil en el arte que ejerce su hermano Herodico, ¿qué nombre le daríamos con razón? El mismo que a Herodico, ¿verdad?

POLOS.- Sin duda.

CHAIREFON.- Entonces, con razón, le podríamos llamar médico.

POLOS.- Sí.

CHAIREFON.- Y si estuviera versado en el mismo arte que Aristofon, hijo de Agaofon, o que su hermano, ¿qué nombre habría que darle?

POLOS.- El de pintor, evidentemente.

CHAIREFON.- Puesto que es muy hábil en cierto arte, ¿qué nombre será el más a propósito para designarle?

POLOS.- Hay, Chairefon, entre los hombres una porción de artes cuyo descubrimiento ha sido debido a una serie de experiencias, porque la experiencia hace que nuestra vida marche según las reglas del Arte, mientras que la inexperiencia la obliga a marchar al azar. Unos están versados en un arte, otros en otro, cada uno a su manera; las artes mejores son patrimonio de los mejores. Gorgias es uno de éstos y el arte que posee la más bella de todas.

SÓCRATES Me parece, Gorgias, que Polos está muy acostumbrado a discurrir, pero no cumple la palabra que ha dado a Chairefon.

GORGIAS.- ¿Por qué, Sócrates?

SÓCRATES.- No contesta, me parece, a lo que se le pregunta.

GORGIAS.- Si te parece bien, interrógale tú mismo.

SÓCRATES.- No; pero si le pluguiera responderme, le interrogaría de buena gana, tanto más cuanto que por lo que he podido oír a Polos es evidente que se ha dedicado más a lo que se llama la retórica que al arte de conversar.

POLOS.- ¿Por qué razón, Sócrates?

SÓCRATES.- Por la razón, Polos, de que habiéndote preguntado Chairefon en qué arte es Gorgias hábil, haces el elogio de su arte, como si alguien lo menospreciara, pero no dices cuál es.

POLOS.- ¿No te he dicho que es la más bella de todas las artes?

SÓCRATES.- Convengo en ello; pero nadie te interroga acerca de las cualidades del arte de Gorgias. Se te pregunta solamente qué arte es y qué debe decirse de Gorgias. Chairefon te ha puesto en camino por medio de ejemplos, y tú al principio le respondiste bien y concisamente. Dime ahora de igual modo qué arte profesa Gorgias y qué nombre es el que a éste tenemos que darle. O mejor aún: dinos tú mismo, Gorgias, qué calificativo hay que darte y qué arte profesas.

GORGIAS.- La retórica, Sócrates.

SÓCRATES.- Entonces ¿hay que llamarte retórico?

GORGIAS.- Y buen retórico, Sócrates, si quieres llamar me lo que me glorifico de ser, para servirme de la expresión de Homero.

SÓCRATES.- Consiento en ello.

GORGIAS.- Pues bien; llámame así.

SÓCRATES.- ¿Podremos decir que eres capaz de enseñar este arte a los otros?

GORGIAS.- Ésta es mi profesión, no sólo aquí, sino en todas partes.

SÓCRATES.- ¿Quisieras, Gorgias, que continuáramos en parte interrogando y en parte contestando, como estamos haciendo ahora, y que dejemos para otra ocasión los largos discursos, como el que Polos había empezado? Pero, por favor, mantén lo que has prometido y redúcete a dar breves respuestas a cada pregunta.

GORGIAS.- Hay algunas respuestas, Sócrates, que por necesidad no pueden ser breves. No obstante, haré de manera que sean lo más cortas posibles. Porque una de las cosas de que me lisonjeo es de que nadie dirá las mismas cosas que yo con menos palabras.

SÓCRATES.- Es lo que debe ser, Gorgias. Hazme ver hoy tu conclusión y otra vez nos desplegarás tu abundancia.

GORGIAS.- Te contestaré y convendrás conmigo en que no has oído nunca hablar más concisamente.

SÓCRATES.- Puesto que presumes de ser tan hábil en el arte de la retórica y capaz de enseñarlo a otro, dime cuál es su objeto, como el objeto del arte del tejedor es el de hacer trajes, ¿no es así?

GORGIAS.- Sí.

SÓCRATES.- ¿Y la música la composición de cantos?

GORGIAS.- Sí.

SÓCRATES.- ¡Por Juno, Gorgias!, admiro tus respuestas, que más breves no pueden ser.

GORGIAS.- También presumo, Sócrates, de mi habilidad en este género.

SÓCRATES.- Dices bien. Contéstame, te lo ruego, del mismo modo en lo referente a la retórica, y dime cuál es su objeto.

GORGIAS.- Discursos.

SÓCRATES.- ¿Qué discursos, Gorgias? ¿Los que explican a los enfermos el régimen que tienen que observar para restablecerse?

GORGIAS.- No.

SÓCRATES.- ¿La retórica no tiene entonces por objeto toda clase de discursos?

GORGIAS.- No, sin duda.

SÓCRATES.- Sin embargo, ¿enseña a hablar?

GORGIAS.- Sí.

SÓCRATES.- Pero la medicina, que he citado como ejemplo, ¿no pone a los enfermos en disposición de pensar y de hablar?

GORGIAS.- Necesariamente.

SÓCRATES.- La medicina, según las apariencias, ¿tiene también por objeto los discursos?

GORGIAS.- Sí.

SÓCRATES.- ¿Los que conciernen a las enfermedades?

GORGIAS.- Sí.

SÓCRATES.- ¿No tiene igualmente por objeto la gimnasia los discursos referentes a la buena y mala disposición del cuerpo?

GORGIAS.- Es cierto.

SÓCRATES.- Lo mismo puede decirse de las demás artes: cada una de ellas tiene por objeto los discursos relativos al asunto que se ejerce.

GORGIAS.- Parece qué sí.

SÓCRATES.- Entonces ¿por qué no llamas retórica a las otras artes que también tienen por objeto los discursos, puesto que das este nombre a un arte cuyo objeto son los discursos?

GORGIAS.- Es porque todas las otras artes, Sócrates, no se ocupan más que de obras manuales y de otras producciones semejantes, mientras que la retórica no produce ninguna obra manual y todo su efecto y su virtud están en los discursos. He aquí por qué digo que la retórica tiene por objeto los discursos y pretendo que con esto digo la verdad.

SÓCRATES.- Creo comprender lo que quieres designar por este arte, pero lo veré más claro dentro de un instante. Contéstame: ¿hay artes, verdad?

GORGIAS.- Sí.

SÓCRATES.- Entre todas las artes, unas consisten, principalmente, me figuro, en la acción, y necesitan de muy pocos discursos; algunas ni siquiera uno, pero su obra puede terminarse en el silencio, como la pintura, la escultura y muchas otras. Tales son, a mi modo de ver, las artes que dices no tienen ninguna relación con la retórica.

GORGIAS.- Has comprendido perfectamente mi pensamiento, Sócrates.

SÓCRATES.- Hay, por el contrario, otras artes que ejecutan todo lo que es de su resorte por el discurso y no tienen necesidad de ninguna o casi ninguna acción. Por ejemplo: la aritmética, el arte de calcular, la geometría, el juego de dados y muchas otras artes, de las que algunas requieren tantas palabras como acción y la mayor parte más, tanto que toda su fuerza y todo su efecto están en los discursos. A este número me parece que dices pertenece la retórica.

GORGIAS.- Es cierto.

SÓCRATES.- Tu intención, me figuro, no será, sin embargo, la de dar el nombre de retórica a ninguna de estas artes; como no sea que, como has dicho expresamente que la retórica es un arte cuya virtud consiste toda en el discurso, pretendieras que alguno quisiera tomar a broma tus palabras para hacerte esta pregunta: Gorgias, ¿das el nombre de retórica a la aritmética? Pero a mí no se me ocurre que llamas así a la aritmética ni a la geometría.

GORGIAS.- Y no te engañas, Sócrates, si aceptas mi pensamiento como debe ser aceptado.

SÓCRATES.- Entonces acaba de contestar a mi pregunta. Puesto que la retórica es una de estas artes que tanto empleo hacen del discurso y que muchas otras están en el mismo caso, procura decirme por relación en qué consiste toda la virtud de la retórica en el discurso. Si refiriéndose a una de las artes que acabo de nombrar me preguntara alguien: Sócrates, ¿qué es la numeración?, le contestaría, como tú has hecho hace un momento, que es un arte cuya virtud está en el discurso. Y si me preguntara de nuevo: ¿Con relación a qué?, le respondería que con relación al conocimiento de lo par y de lo impar, para saber cuántas unidades hay en lo uno y en lo otro. Y de igual manera si me preguntara: ¿Qué entiendes por el arte de calcular?, porque le diría también es una de las artes cuya fuerza toda consiste en el discurso. Y si continuara preguntándome: ¿Con relación a qué?, le contestaría que el arte de calcular tiene casi todo común con la numeración, puesto que tiene el mismo objeto, saber lo par y lo impar, pero que hay la diferencia de que el arte de calcular considera cuál es la relación de lo par y de lo impar entre sí, relativamente a la cantidad. Si me preguntaran por la Astronomía, y después de haber contestado que es un arte que ejecuta por el discurso todo lo que le incumbe, añadieran: ¿A qué se refieren los discursos de la astronomía?, les respondería que al movimiento de los astros, del Sol y de la Luna y que explican en qué proporción está la velocidad de su carrera.

GORGIAS.- Y responderías muy bien, Sócrates.

SÓCRATES.- Contéstame de igual manera, Gorgias. La retórica es una de esas artes que ejecutan y acaban todo por el discurso, ¿no es cierto?

GORGIAS.- Es verdad.

SÓCRATES.- Dime, pues, cuál es el objeto con el cual se relacionan los discursos que emplea la retórica.

GORGIAS.- Los más grandes e importantes asuntos humanos, Sócrates.

SÓCRATES.- Lo que dices, Gorgias, es una cosa que está en controversia y acerca de la cual todavía nada hay decidido. Porque habrás oído cantar en los banquetes la canción cuando los convidados enumeran los bienes de la vida diciendo que el primero es disfrutar de buena salud, el segundo ser hermoso y el tercero ser rico sin injusticia, como dice el autor de la canción.

GORGIAS.- Lo he oído, pero ¿a propósito de qué me lo dices?

SÓCRATES.- Porque los artesanos de estos bienes cantados por el poeta, a saber, el médico, el maestro de gimnasia y el economista se apresurarán a alinearse en filas contigo, y el médico me dirá el primero: Sócrates, Gorgias te engaña. Su arte no tiene por objetivo el mayor de los bienes del hombre; es el mío. Si yo le preguntara: ¿Quién eres tú para hablar de esta manera? Soy médico, me respondería. ¿Y qué pretendes? ¿Que el mayor de los bienes es el fruto de tu arte? ¿Puede alguien discutirlo, Sócrates, me respondería, puesto que produce la salud? ¿Hay algo que los hombres prefieren a la salud? Después de éste vendría el maestro de gimnasia, que me diría Sócrates, mucho me sorprendería que Gorgias pudiera mostrarte algún bien derivado de su arte que resulte mayor que el que resulta del mío. Y tú, amigo mío, replicaría yo, ¿quién eres y cuál es tu profesión? Soy el maestro de gimnasia, replicaría, y mi profesión la de hacer robusto y hermoso el cuerpo humano. El economista llegaría después que el maestro de gimnasia y menospreciando todas las otras profesiones, me figuro que me diría: Juzga por ti mismo, Sócrates, si Gorgias o cualquier otro puede proporcionar bienes mayores que la riqueza. Qué, le diríamos, ¿eres el artesano de la riqueza? Sin duda, nos respondería: soy el economista. Y qué, le diríamos, ¿crees acaso que la riqueza es el mayor de los bienes? Seguramente, replicaría. Sin embargo, diría yo, Gorgias, aquí presente, pretende que su arte produce un bien mayor que el tuyo. Es evidente que me preguntaría ¿Qué gran bien es ése? Que Gorgias se explique. Imagínate, Gorgias, que ellos y yo te hacemos la misma pregunta, y dime en qué consiste lo que llamas el mayor bien del hombre que te vanaglorias de producir.

GORGIAS.- Es, en efecto, el mayor de todos los bienes aquel a quien los hombres deben su libertad y hasta en cada ciudad la autoridad sobre los otros ciudadanos.

SÓCRATES.- Pero vuelvo a decirte: ¿cuál es?

GORGIAS.- A mi modo ver, el de estar apto para persuadir con sus discursos a los jueces en los tribunales, a los senadores en el Senado, al pueblo en las asambleas; en una palabra, a todos los que componen toda clase de reuniones políticas. Este talento pondrá a tus pies al médico y al maestro de gimnasia y se verá que el economista se habrá enriquecido no para él, sino para otro, para ti, que posees el arte de hablar y ganar el espíritu de las multitudes.

SÓCRATES.- Por fin, Gorgias, me parece que me has mostrado tan de cerca como es posible qué arte piensas es la retórica, y si te he comprendido bien, dices que es la obrera de la persuasión, ya que tal es el objetivo de todas sus operaciones y que en suma no va más allá. ¿Podrías probarme, en efecto, que el poder de la retórica va más allá que de hacer nacer la persuasión en el alma de los oyentes?

GORGIAS.- De ningún modo, y a mi modo de ver la has definido muy acertadamente, puesto que verdaderamente a esto sólo se reduce.

SÓCRATES.- Escúchame, Gorgias. Si hay alguien que hablando con otro esté ansioso de comprender bien la cosa de que se habla, puedes estar seguro de que me lisonjeo de ser uno, y me figuro lo mismo de ti.

GORGIAS.- ¿Qué quieres decir con esto?

SÓCRATES.- Escúchalo: sabes que no concibo de ninguna manera de qué naturaleza es la persuasión que atribuyes a la retórica ni por qué motivo se verifica esta persuasión; no es que no sospeche de lo que quieres hablar. Pero no por esto dejaré de preguntarme qué persuasión nace de la retórica y acerca de qué. Si te interrogo en vez de hacerte partícipe de mis conjeturas, no es por causa tuya, sino, en vista de esta conversación, a fin de que avance de manera que conozcamos claramente el asunto de que tratamos. Mira tú mismo si crees que tengo motivos para interrogarte. Si te preguntara en qué clase de pintores está Zeuxis y tú me contestaras que en la de pintores de animales, ¿no tendría yo razón si te preguntara, además, qué clase de animales pinta y sobre qué?

GORGIAS.- Sin duda.

SÓCRATES.- ¿No es porque también hay otros pintores que pintan animales?

GORGIAS.- Sí.

SÓCRATES.- De manera que si Zeuxis fuera el único que los pintara, me habrías contestado bien.

GORGIAS.- Seguramente.

SÓCRATES.- Dime, pues, refiriéndome a la retórica: ¿te parece que es la única que motiva la persuasión o hay otras que hacen lo mismo? Éste es mi pensamiento. El que enseña cualquier cosa que sea, ¿persuade de lo que enseña o no?

GORGIAS.- Persuade con toda seguridad, Sócrates.

SÓCRATES.- Volviendo a las mismas artes de que ya se ha hecho mención, ¿no nos enseñan la aritmética y el aritmético lo concerniente a los números?

GORGIAS.- Sí.

SÓCRATES.- ¿Y no persuaden al mismo tiempo? La aritmética, por lo tanto, es una obrera de la persuasión.

GORGIAS.- Apariencia de ello tiene.

SÓCRATES.- ¿Y si nos preguntaran en qué persuasión y de qué? Diríamos que es la que enseña la cantidad del número, sea par o impar. Aplicando la misma respuesta a las demás artes de que hablamos nos sería fácil demostrar que producen la persuasión y señalar la especie y el objeto. ¿No es cierto?

GORGIAS.- Sí.

SÓCRATES.- La retórica no es, pues, el único arte cuya obra es la persuasión.

GORGIAS.- Dices la verdad.

SÓCRATES.- Por consiguiente, puesto que no es la única que produce la persuasión y que otras artes consiguen lo mismo, tenemos derecho a preguntar, además, de qué persuasión es arte la retórica y de qué persuade esta persuasión. ¿No juzgas que esta pregunta está muy en su lugar?

GORGIAS.- Desde luego, sí.

SÓCRATES.- Ya que piensas así, respóndeme.

GORGIAS.- Hablo, Sócrates, de la persuasión que tiene lugar en los tribunales y las asambleas públicas, como decía ha muy poco, y en lo referente a las cosas justas e injustas.

SÓCRATES.- Sospechaba que tenías en vista, en efecto, esta persuasión y estos objetos, Gorgias. Pero no quise decirte nada para que te sorprendiera si en el curso de esta conversación te interrogara acerca de cosas que parecen evidentes. No es por ti, ya te lo he dicho, que procedo de esta manera, sino a causa de la discusión, a fin de que marche como es preciso y que por simples conjeturas no tomemos la costumbre de prevenir y adivinarnos los pensamientos mutuamente, pero acaba tu discurso como te plazca, y siguiendo los principios que establezcas tú mismo.

GORGIAS.- Nada me parece tan sensato como esta conducta.

SÓCRATES.- Pues entonces, adelante, y examinemos todavía esto otro. ¿Admites lo que se llama saber?

GORGIAS.- Sí.

SÓCRATES.- ¿Y lo que se llama creer?

GORGIAS.- También lo admito.

SÓCRATES.- ¿Te parece que saber y creer, la ciencia y la creencia, son la misma cosa o dos diferentes?

GORGIAS.- Pienso, Sócrates, que son dos diferentes.

SÓCRATES.- Piensas acertadamente, y podrás juzgar por lo que te voy a decir. Si te preguntaran, Gorgias, ¿hay una creencia verdadera y una falsa? Convendrías, sin duda, en que sí.

GORGIAS.- Sí.

SÓCRATES.- ¿Y hay también una ciencia falsa y una verdadera?

GORGIAS.- No.

SÓCRATES.- Entonces es evidente que creer y saber no son la misma cosa.

GORGIAS.- Ciertamente.

SÓCRATES.- Sin embargo, los que saben están persuadidos lo mismo que los que creen.

GORGIAS.- Convengo en ello.

SÓCRATES.- ¿Quieres que, consecuentes a esto, admitamos dos especies de persuasión, una que produce la creencia sin la ciencia y otra que produce la ciencia?

GORGIAS.- Sin duda.

SÓCRATES.- De estas dos persuasiones, ¿cuál es la que con la retórica opera en los tribunales y otras asambleas con motivo de lo justo y de lo injusto? ¿Con aquella de la que nace la creencia sin la ciencia o la que engendra la ciencia?

GORGIAS.- Es evidente, Sócrates, que con la que engendra la ciencia.

SÓCRATES.- La retórica, a lo que parece, es, pues, obrera de la persuasión que hace creer y no de la que hace saber en lo tocante a lo justo y lo injusto.

GORGIAS.- Sí.

SÓCRATES.- El orador, pues, no se propone instruir a los tribunales y a las otras asambleas acerca de la materia de lo justo y de lo injusto, sino únicamente conseguir que crean. Verdad es que en tan poco tiempo le sería imposible instruir a tanta gente en objetos tan importantes.

GORGIAS.- Sin duda.

SÓCRATES.- Admitido esto; veamos, te ruego, lo que puede pensarse de la retórica. En cuanto a mí, te diré que todavía no puedo formarme una idea precisa de lo que de ella debo decir. Cuando una ciudad se reúne para escoger médicos, constructores de embarcaciones o toda clase de obreros, ¿no es verdad que el orador no tendrá necesidad de dar consejos, puesto que es evidente que en estas elecciones se escogerá siempre al más experto? Ni cuando se trate de la construcción de murallas, de puertos o de arsenales serán necesarios discursos, porque se consultará sólo a los arquitectos, ni cuando se deliberara acerca de la elección de un general a las órdenes del cual se irá a combatir al enemigo, porque en estas ocasiones serán los hombres de guerra los que tendrán la palabra, y los oradores no serán consultados. ¿Qué piensas, Gorgias? Puesto que te dices orador y capaz de formar otros oradores, a nadie mejor que a ti puedo dirigirme para conocer a fondo tu arte. Figúrate, además, que estoy trabajando aquí por tus intereses. Es posible que entre los que aquí están haya quienes deseen ser discípulos tuyos, porque sé de muchos que tienen gana de ello y no se atreven a interrogarte. Persuádete, pues, de que cuando te interrogo es como si ellos mismos te preguntasen: ¿Qué ganaríamos, Gorgias, si nos dieras lecciones? ¿Acerca de qué estaríamos en estado de dar consejo a nuestros conciudadanos? ¿Será solamente de lo justo y de lo injusto, o además de los objetos de que Sócrates acaba de hablar? Intenta responderles.

GORGIAS.- Sócrates, voy, en efecto, a ensayar de desarrollarte por entero toda la virtud de la retórica, porque me has puesto admirablemente en camino para ello. Tú sabes seguramente que en los arsenales de Atenas las murallas y los puertos se construyeron en parte siguiendo los consejos de Temístocles y en parte según los de Pericles, y no escuchando a los obreros.

SÓCRATES.- Sé, Gorgias, que se dice eso de Temístocles. De lo de Pericles lo vi yo mismo, cuando aconsejó a los atenienses levantaran la muralla que separa a Atenas del Pireo.

GORGIAS.- Así ves, pues, Sócrates, que cuando se trata de tomar un partido en los asuntos de que hablabas son los oradores los que aconsejan y su opinión es la que decide.

SÓCRATES.- Esto es lo que me asombra y es la causa de que te interrogue hace tanto tiempo acerca de la eficacia de la retórica. Me parece maravillosamente grande considerada desde este punto de vista.

GORGIAS.- Si supieras todo, verías que la retórica abarca, por decirlo así, la virtud de todas las otras artes. Voy a darte una prueba muy convincente de ello. He ido a menudo con mi hermano y otros médicos a ver enfermos que no querían tornar una poción o tolerar que se les aplicara el hierro o el fuego. En vista de que el médico no corregiría nada, intenté convencerlos sin más recursos que los de la retórica, y lo conseguí. Añado que si un orador y un médico se presentan en una ciudad y que se trate de una discusión de viva voz ante el pueblo reunido o delante de cualquier corporación acerca de la preferencia entre el orador y el médico, no se hará caso ninguno de éste, y el hombre que tiene el talento de la palabra será escogido, si se propone serlo. En consecuencia, igualmente con un hombre de cualquier otra profesión se hará preferir al orador antes que otro, quienquiera que sea, porque no hay materia alguna de la que no hable en presencia de una multitud de una manera tan persuasiva como no podrá igualarle cualquier otro artista. La ciencia de la retórica es, pues, tan grande y tal como acabo de decir. Pero es preciso, Sócrates, hacer uso de la retórica como de los demás ejercicios, porque aunque se haya aprendido el pugilato, el pancracio y el combate con armas pesadas de manera de poder vencer a amigos y enemigos, no se debe por esto servirse de ellos contra todo el mundo ni herir a sus amigos, golpearlos o matarlos. Pero también es cierto que no se debe tomar aversión a la gimnasia ni desterrar de las ciudades a los maestros de ella y de esgrima porque alguno que haya frecuentado los gimnasios y héchose en ellos un cuerpo robusto y vuelto un buen luchador maltratara y golpeara a sus padres o a cualquiera de sus parientes o amigos. Los maestros preparan a sus discípulos a fin de que hagan un buen uso de lo que aprenden defendiéndose contra sus enemigos y contra los malvados, pero no para el ataque. Y si estos discípulos, por el contrario, usan mal de su fuerza y de su habilidad en contra de la intención de sus maestros, no se deduce de ello que ni los maestros ni el arte que enseñan sean malos ni que sobre ellos haya de recaer la culpa, sino sobre los que abusan de lo que se les enseñó. El mismo juicio puede emitirse acerca de la retórica. El orador, en verdad, está en estado de hablar de todo y contra todos, de manera que estará más apto que nadie para persuadir a la multitud en un momento dado del asunto que le placerá. Mas esto no es una razón para que prive a los médicos de su reputación ni tampoco a los artesanos por el hecho de poder hacerlo. Al contrario: se debe usar de la retórica como de los otros ejercicios con arreglo a la justicia. Y si alguno que se haya formado en el arte de la oratoria abusa de esta facultad y de este arte para cometer una acción injusta, no se tendrá derecho por esto, me parece, a odiar y desterrar de la ciudad al maestro que le dio lecciones. Porque si puso un arte en sus manos fue para que lo empleara en pro de las causas justas y el otro lo empleó de un modo enteramente opuesto. Él, el discípulo que ha abusado del arte, es el que la equidad quiere que sea aborrecido, expulsado y condenado a muerte, pero no el maestro.

SÓCRATES.- Estoy pensando, Gorgias, en que has asistido como yo a muchas disputas y que habrás observado una cosa, que es que cuando los hombres se proponen conversar les cuesta mucho trabajo fijar de una y otra parte las ideas y determinar la conversación después de haberse instruido a sí mismos y a los demás. Pero cuando surge entre ellos alguna controversia y uno pretende que el otro habla con poca exactitud o claridad, se enojan y se imaginan que se los contradice por envidia y que se habla por espíritu de disputa y no con intención de esclarecer la materia propuesta. Algunos acaban injuriándose groseramente y separándose después de haberse dicho tales cosas, que los oyentes se lamentan de haber sido el auditorio de gente semejante. Pero ¿a propósito de qué digo esto? Pues que me parece que no hablas de una manera consecuente a lo que referente a la retórica dijiste antes, temo que si te refuto puedas figurarte que mi intención no es la de disputar acerca de la cosa misma, a fin de aclararla, sino por hacerte la contra. Si tienes, pues, el mismo carácter que yo, te interrogaré con gusto; si no, no iré más lejos. Pero ¿cuál es mi carácter? Soy de los que gustan de que se los refute cuando no dicen la verdad y de refutar a los otros cuando se apartan de ella, complaciéndome tanto en refutar como en ser refutado. Considero, en efecto, que es un bien mucho mayor el ser refutado, porque es más ventajoso verse libre del mayor de los males que librar a otro de él. No conozco, además, que exista mayor mal para un hombre que el de tener ideas falsas en la materia que tratamos. Si dices que la disposición de tu espíritu es igual a la mía, prosigamos la conversación, y si crees que debemos darla por terminada, consiento y sea como quieras.

GORGIAS.- Me lisonjeo, Sócrates, de ser uno de esos a quienes has retratado; sin embargo, tenemos que guardar consideración a los que nos escuchan. Mucho tiempo antes de que vinieras les había ya explicado muchas cosas, y si ahora reanudamos la conversación puede ser que nos lleve muy lejos. Conviene, pues, que pensemos en los oyentes y no retener al que tenga cualquier otra cosa que hacer.

CHAIREFON.- Estáis oyendo, Gorgias y Sócrates, el ruido que hacen todos los presentes para testimoniaros el deseo que tienen de escucharon si continuáis hablando. De mí puedo aseguraros que quieran los dioses que nunca tenga asuntos tan importantes y urgentes que me obliguen a dejar de escuchar una discusión tan interesante y bien llevada por algo que sea más necesario.

CALLICLES.- ¡Por todos los dioses!, tiene razón Chairefon. He asistido a muchas de estas conversaciones, pero no sé si alguna me ha deleitado tanto como ésta. Por esto me obligaríais a inmensa gratitud si quisierais estar hablando todo el día.

SÓCRATES.- Si Gorgias quiere, no encontrarás en mí, Callicles, ningún obstáculo a tu deseo.

GORGIAS.- Sería bochornoso para mí si no consintiera, Sócrates, sobre todo después de haber dicho que me comprometía a contestar a todo el que quiera interrogarme. Continuaremos, pues, la conversación, si la compañía tiene gusto en ello, y propónme lo que juzgues a propósito.

SÓCRATES.- Escucha, Gorgias, lo que me sorprende de tu discurso. Es posible que hayas dicho la verdad y yo no te haya comprendido bien. Dices que estás en disposición de formar un hombre en el arte oratorio, si quiere tomar tus lecciones, ¿no es así?

GORGIAS.- Sí.

SÓCRATES.- Es decir, que le harás capaz de hablar de todo de una manera plausible ante la multitud, no enseñando sino persuadiendo, ¿verdad?

GORGIAS.- Sí, eso dije.

SÓCRATES.- Y añadiste, en consecuencia, que tocante a la salud del cuerpo hará el orador que le crean más que al médico.

GORGIAS.- Lo dije, es cierto, con tal que se dirija a las multitudes.

SÓCRATES.- Por multitudes entiendes indudablemente a los ignorantes, porque aparentemente el orador no tendrá ventaja sobre el médico ante personas instruidas.

GORGIAS.- Es cierto.

SÓCRATES.- Si es más capaz de persuadir que el médico. persuadirá mejor que el que sabe.

GORGIAS.- Sin duda.

SÓCRATES.- ¿Aunque él mismo no sea médico?

GORGIAS.- Sí.

SÓCRATES.- Pero el que no es médico ¿no ignora las cosas en las que el médico es un sabio?

GORGIAS.- Es evidente.

SÓCRATES.- El ignorante será, pues, más apto que el sabio para persuadir a los ignorantes, si es cierto que el orador está más capacitado que el médico para persuadir. ¿No es esto lo que se deduce de lo dicho o es otra cosa?

GORGIAS.- En el caso presente es lo que resulta.

SÓCRATES.- Esta ventaja del orador y de la retórica ¿no es la misma con relación a las otras artes? Quiero decir si no es necesario que se instruya de la naturaleza de las cosas y que baste que invente cualquier medio de persuasión de manera que parezca a los ojos de los ignorantes más sabio que los que poseen esas artes.

GORGIAS.- ¿No es muy cómodo, Sócrates, no tener necesidad de aprender más arte que éste para no tener que envidiar en nada a los otros artesanos?

SÓCRATES.- Examinaremos en seguida, suponiendo que nuestro tema lo exija, si en esta cualidad el orador es superior o inferior a los otros. Pero antes veamos si con relación a lo justo y a lo injusto, a lo bueno y a lo malo y a lo honrado y a lo que no lo es se encuentra el orador en el mismo caso que con relación a lo que es saludable para el cuerpo y para los objetos de los demás: de manera que ignore lo que es bueno o malo, justo o injusto, honrado o no, y que acerca de estos objetos se haya imaginado solamente algún expediente para persuadir y parecer ante los ignorantes más instruido que los sabios acerca de ello y a pesar de ser él un ignorante. Veamos si es necesario que el que quiera aprender la retórica sepa todo esto y lo practique hábilmente antes de tomar tus lecciones, o si en el caso de no tener ningún conocimiento, tú, que eres maestro de retórica, no le enseñarás nada de estas cosas que nos atañen o si harás de manera que no sabiéndolas parezca que las sabe y que pase por hombre de bien sin serlo; o si no podrás absolutamente enseñarle la retórica a menos que no haya aprendido anticipadamente la verdad acerca de estas materias. ¿Qué piensas de esto, Gorgias? En nombre de Júpiter, explícanos, como nos prometiste hace un momento, toda la virtud de la retórica.

GORGIAS.- Pienso, Sócrates, que aunque no supiera nada de todo eso, lo aprendería a mi lado.

SÓCRATES.- Detente, no sigas. Respondes muy bien. Si tienes que hacer de alguno un orador, es absolutamente preciso que conozca lo que es justo y lo injusto, sea que lo haya aprendido antes de ir a tu escuela o que se lo enseñes tú.

GORGIAS.- Evidentemente.

SÓCRATES.- Pero dime: el que ha aprendido el oficio de carpintero, ¿es carpintero o no?

GORGIAS.- Lo es.

SÓCRATES.- Y cuando se ha aprendido música, ¿se es músico?

GORGIAS.- Sí.

SÓCRATES.- Y cuando se ha aprendido la medicina ¿no se es médico? En una palabra, cuando con relación a todas las otras artes se ha aprendido lo que les pertenece, ¿no se es lo que debe ser el que ha estudiado cada una de estas artes?

GORGIAS.- Convengo en que sí.

SÓCRATES.- Por la misma razón, pues, el que haya aprendido lo que corresponde a la justicia, es justo.

GORGIAS.- Sin duda alguna.

SÓCRATES.- Entonces es de necesidad que el orador sea justo y que el hombre justo quiera que sus acciones sean justas.

GORGIAS.- Al menos así parece.

SÓCRATES.- El hombre justo no querrá, pues, cometer ninguna injusticia.

GORGIAS.- Es una conclusión necesaria.

SÓCRATES.- ¿No se deduce necesariamente de lo que se ha dicho, que el orador es justo?

GORGIAS.- Sí.

SÓCRATES.- El orador, por consiguiente, no cometerá jamás una injusticia.

GORGIAS.- Parece que no.

SÓCRATES.- ¿Recuerdas haber dicho un poco antes que no había que achacar la culpa ni expulsar de las ciudades a los maestros de gimnasia porque un atleta hubiese abusado del pugilato y cometido una acción injusta? Del mismo modo, si algún orador hace un mal uso de la retórica, no se debe hacer recaer la falta sobre su maestro ni desterrarlo del Estado, peto sí hacerla recaer sobre el autor mismo de la injusticia que no usó de la retórica como debía. ¿Dijiste esto o no?

GORGIAS.- Efectivamente, lo he dicho.

SÓCRATES.- ¿Acabamos de ver o no que este mismo orador es incapaz de cometer una injusticia?

GORGIAS.- Acabamos de verlo.

SÓCRATES.- ¿Y no dijiste desde el principio, Gorgias, que la retórica tiene por objeto los discursos que tratan, no de lo par y de lo impar, sino de lo justo y de lo injusto? ¿No es cierto?

GORGIAS.- Sí.

SÓCRATES.- Al oírte hablar de esta manera, supuse que la retórica no podía ser nunca una cosa injusta, puesto que sus discursos se refieren siempre a la justicia. Pero cuando te he oído decir poco después que el orador podía hacer un mal uso de la retórica, me sorprendí. Y esto es lo que me hizo decirte que, si considerabas como yo que era una ventaja ser refutado, podríamos continuar la discusión y si no, dejarla. Habiéndonos puesto en seguida a estudiar el asunto, ves tú mismo que hemos acordado que el orador no puede usar injustamente de la retórica al querer cometer una injusticia. Y ¡por el perro!, Gorgias, el examinar a fondo lo que hay que pensar acerca de esto, no es materia para una breve conversación.

POLOS.- ¡Pero, Sócrates! ¿Tienes realmente de la retórica la opinión que acabas de decir? ¿O no crees más bien que Gorgias se ha avergonzado de confesar que el orador no conoce lo justo, ni lo injusto, ni lo bueno, y que si se va a él sin estar versado en estas cosas no las enseñaría? Esta confesión será probablemente la causa del desacuerdo en que ha incurrido y que tú aplaudes por haber llevado la cuestión a esta clase de pregunta. Pero ¿piensas que haya en el mundo quien confiese que no tiene ningún conocimiento de la justicia y que no puede instruir en ella a los otros? En verdad, encuentro sumamente extraño llevar el discurso a semejantes simplezas.

SÓCRATES.- Has de saber, Polos encantador, que procuramos tener hijos y amigos para que cuando nos volvamos viejos y demos algún paso en falso, vosotros, los jóvenes, nos ayudéis a levantarnos y lo mismo a nuestras acciones y discursos. Si Gorgias y yo nos hemos engañado en todo lo que hemos dicho, corrígenos. Te lo debes a ti mismo. Si en todo lo que hemos reconocido hay algún acuerdo que te parezca mal acordado, te permito que insistas en él y que lo reformes como gustes, con tal de que tengas cuidado de una cosa.

POLOS.- ¿De qué?

SÓCRATES.- De contener tu afán de pronunciar largos discursos, afán al que estuviste a punto de sucumbir al comenzar esta conversación.

POLOS.- ¡Cómo! ¿No podré hablar todo el tiempo que me parezca?

SÓCRATES.- Sería tratarte muy mal, querido mío, si habiendo venido a Atenas, el sitio de Grecia donde se tiene más libertad para hablar, fueras el único a quien se le privara de este derecho. Pero ponte en mi lugar. Si discurres a tu placer y te niegas a contestar con precisión a lo que te propongan, ¿no habría motivo para que me compadecieran a mi vez si no me permitieran marcharme sin escucharte? Por esto, si tienes algún interés en la disputa precedente y quieres rectificar algo, vuelve, como te he dicho, al punto que quieras, interrogando y respondiendo a tu vez, como hemos Gorgias y yo, combatiendo mis razones y permitiéndome combatir las tuyas. Me figuro que pretendes saber las mismas cosas que Gorgias. ¿No es cierto?

POLOS.- Sí.

SÓCRATES.- Por consiguiente, te brindas a contestar a cualquiera que quiera interrogarte sobre toda materia, creyéndote en disposición de satisfacerle.

POLOS.- Con seguridad.

SÓCRATES.- Pues bien, escoge lo que prefieras: interroga o responde.

POLOS.- Acepto tu proposición; respóndeme, Sócrates. Puesto que te figuras que Gorgias se ve apurado para explicarte lo que es la retórica, dinos lo que tú piensas que es.

SÓCRATES.- ¿Me preguntas qué clase de arte es la retórica a mi modo de ver?

POLOS.- Sí.

SÓCRATES.- Si te he de ser franco, Polos, te diré que no la tengo por un arte.

POLOS.- ¿Por qué la tienes entonces?

SÓCRATES.- Por algo que tú lisonjeas de haber convertido en arte en un escrito que leí ha poco.

POLOS.- ¿Y qué más todavía?

SÓCRATES.- Por una especie de rutina.

POLOS.- ¿La retórica a tu modo de ver es una rutina?

SÓCRATES.- Sí, a menos que tengas tú otra idea de ella.

POLOS.- ¿Y qué objeto tiene esta rutina?

SÓCRATES.- Procurar agrado y placeres.

POLOS.- ¿No juzgas que la retórica es algo bello, puesto que pone en estado de agradar y procurar placeres a los hombres?

SÓCRATES.- ¿No te he dicho ya lo que entiendo es la retórica para que me preguntes, como estás haciendo, si no me parece bella?

POLOS.- ¿No te he oído decir que es una especie de rutina?

SÓCRATES.- Puesto que tanta importancia das a lo que se llama agradar y procurar un placer, ¿quisieras hacerme uno muy pequeño?

POLOS.- Con mucho gusto.

SÓCRATES.- Pregúntame si considero a la cocina como un arte.

Polos.- Consiento en ello. ¿Qué arte es el de la cocina?

SÓCRATES.- Ninguno, Polos.

POLOS.- ¿Qué es entonces? Habla.

SÓCRATES.- Vas a oírlo: una especie de rutina.

POLOS.- Dime, ¿cuál es su objeto?

SÓCRATES.- Helo aquí: agradar y procurar placeres.

POLOS.- ¿La retórica y la cocina son la misma cosa?

SÓCRATES.- Absolutamente no, pero las dos forman parte de la una misma profesión.

POLOS.- ¿De cuál, si lo tienes a bien?

SÓCRATES.- Temo que sea demasiado grosero contestarte categóricamente y no me atrevo a hacerlo por Gorgias, por miedo de que se figure que quiero ridiculizar su profesión. En cuanto a mí, ignoro si la retórica que profesa Gorgias es la que me figuro, tanto más cuanto que la disputa precedente no nos ha descubierto claramente lo que piensa. Y refiriéndome a lo que llamo retórica te diré que es una parte de una cosa que nada tiene de bella.

GORGIAS.- ¿De qué cosa? Dilo, Sócrates, y no temas ofenderme.

SÓCRATES.- Me parece, Gorgias, que es cierta profesión en la que el arte en verdad no interviene nada, pero que supone en un alma el talento de la conjetura, valor y grandes disposiciones naturales para conversar con los hombres. Llamo adulación a la especie en que está comprendida. Esta especie me parece estar dividida en qué se yo cuántas partes, y de éstas, una es la cocina. Generalmente se cree que es un arte, pero a mi modo de ver no lo es, porque sólo es una costumbre, una rutina. Entre las partes que constituyen la adulación cuento también a la retórica lo mismo que a lo llamado arte del vestido o a la sofística, y atribuyo a estas cuatro partes cuatro objetos diferentes. Si Polos quiere seguir interrogándome, puede hacerlo, porque todavía no le he explicado qué parte de la adulación digo que es la retórica. No se da cuenta de que todavía no he acabado mi contestación, y como si lo estuviera me pregunta si no considero que la retórica es una cosa bella. No le diré si me parece fea o bella antes de haberle respondido lo que es. De otra manera procederíamos sin orden, Polos. Pregúntame, si quieres oírlo, qué parte de la adulación digo que es la retórica.

POLOS.- Sea; te lo pregunto. Dime qué parte es.

SÓCRATES.- ¿Comprendes mi respuesta? A mi modo de ver la retórica no es más que el simulacro de una parte de la política.

POLOS.- Pero ¿es bella o fea?

SÓCRATES.- Digo que fea, porque para mí es feo todo lo que es malo, puesto que es preciso contestarte como si comprendieras ya mi pensamiento.

GORGIAS.- ¡Por Júpiter, Sócrates! Yo mismo no concibo lo que quieres decir.

SÓCRATES.- No me sorprende, Gorgias, porque todavía no he dicho nada determinado. Pero Polos es joven y ardiente.

GORGIAS.- Déjale y explícame en qué sentido dices que la retórica es el simulacro de una parte de la política.

SÓCRATES.- Voy a ensayar exponerte lo que acerca de esto pienso, y si la cosa no es como digo, Polos me refutará. ¿No hay una sustancia que llamas cuerpo y otra que denominas alma?

GORGIAS.- Indudablemente.

SÓCRATES.- ¿No crees que hay una buena constitución del uno y de la otra?

GORGIAS.- Sí.

SÓCRATES.- ¿No reconoces también que ambos pueden tener una constitución que parezca buena y que no lo sea? Me explicaré. Muchos parecen tener el cuerpo bien constituido y sólo un médico o un profesor de gimnasia verían fácilmente que no es así.

GORGIAS.- Tienes razón.

SÓCRATES.- Digo, pues, que hay en el cuerpo y en el alma un no sé qué que hace juzgar que ambos están en buen estado, y aunque, sin embargo, no sea así.

GORGIAS.- Es cierto.

SÓCRATES.- Voy a ver si puedo darte a entender con más claridad lo que quiero decir. Digo que hay dos artes que corresponden a estas dos sustancias. Al que corresponde al alma, le llamo política; al otro, al que corresponde al cuerpo, no sabría designarlo con una sola palabra. Aunque la cultura del cuerpo no sea más que una, la divido en dos partes, que son la gimnástica y la medicina, y procediendo del mismo modo con la política, la divido también en dos partes y refiero la parte legislativa a la gimnasia y la judicial a la medicina, porque la medicina y la gimnasia por una parte, y la parte legislativa y judicial por otra, están muy relacionadas entre sí, porque se ejercen sobre el mismo objeto. No obstante se diferencia la una de la otra en alguna cosa. Estas cuatro partes, siendo tales como he dicho y teniendo siempre por finalidad el mejor estado posible del cuerpo las unas y las otras el del alma, la adulación se ha dado cuenta de ello, no digo por un conocimiento reflejo, sino por vía de conjetura, y dividiéndola en cuatro se insinúa bajo cualquiera de estas partes haciéndose pasar por el arte cuyo disfraz ha adoptado. No se molesta en procurar que sea el mejor, sino el más agradable, atrae a sus redes a los insensatos y los engaña de tal modo, que les parece de un gran valor. La cocina se ha introducido furtivamente disfrazada de medicina y se atribuye el discernimiento de los alimentos más saludables al cuerpo, de manera que si el médico y el cocinero tuvieran que disputar juntos delante de niños o de hombres tan poco razonables como los niños, para saber quien de los dos, el médico o el cocinero, conoce mejor las buenas y las malas cualidades de los alimentos, el médico se moriría de hambre. Esto es lo que yo denomino adulación y digo que es una cosa vergonzosa. Polos, a ti es a quien lo digo, porque no tiende más que a lo agradable descuidando lo mejor. Añado que no es un arte, sino una rutina, porque no tiene ningún principio seguro referente a la naturaleza de las cosas que propone que le sirva de guía de conducta, de manera que no puede dar razón de nada, y yo no llamo arte a cosa alguna que está desprovista de razón. Si pretendes discutirme esto, me tienes dispuesto a contestarte. La lisonja culinaria se ha ocultado, como he dicho, bajo el manto de la medicina, y bajo el de la gimnástica la manía de engalanarse, práctica fraudulenta y engañadora, innoble y cobarde, que emplea para reducir las figuras, los colores, el amaneramiento y la vestimenta, engañando a la gente con una belleza prestada que hace descuidar la hermosura natural que es la que proporciona la gimnástica. Y para no extenderme más, te diré como los geómetras -y puede que así me comprendas mejor- lo que la vanidad en el vestir es a la gimnasia es lo que la cocina a la medicina, o mejor aún de esta manera: lo que la vanidad en el vestir es a la gimnasia es lo que la sofística a la parte legislativa; y lo que la cocina es a la medicina es lo que la retórica al arte judicial. La diferencia que la naturaleza ha puesto entre estas cosas es tal como acabo de explicarlo, pero a causa de su afinidad los sofistas y los oradores se aproximan a los jueces y legisladores y se dedican a los mismos asuntos. De donde se deriva que a punto fijo no saben ellos mismos cuál es su profesión ni los otros nombres para qué sirven. Si el alma, en efecto, no se impusiera al cuerpo y éste se gobernara a sí mismo; si el alma no examinara nada por sí misma y no discerniera la diferencia entre la cocina y la medicina y fuera el cuerpo el que juzgara según su placer, nada sería más común, caro Polos, que lo que dice Anaxágoras (porque tú sin duda estás fuerte en estas materias): «todas se mezclarían y confundirían y no se podrían distinguir los alimentos saludables ni los que prescribe el médico de los que prepara el cocinero». Ya has oído lo que pienso de la retórica: está en la misma relación respecto del alma que la cocina al cuerpo. Quizá es una inconsecuencia mía el haber pronunciado este discurso tan largo después de habértelos prohibido, pero soy acreedor a que se me disculpe, porque cuando me expresé concisamente no me comprendiste bien y no supiste qué partido sacar de mis respuestas; en una palabra, te faltaba más explicación. Cuando me contestes, si me encuentro en el mismo apuro al oír tus respuestas, te permitiré te extiendas a tu vez; pero mientras no sea así, déjame hacer, porque nada será más justo. Y si esta respuesta te proporciona alguna ventaja sobre mí, aprovéchala.

POLOS.- Pero ¿qué dices? ¿Que la retórica, a tu modo de ver, es lo mismo que la adulación?

SÓCRATES.- He dicho solamente que es una parte de ella. Pero veo, Polos, que a tu edad te va faltando ya la memoria. ¿Qué será cuando seas viejo?

POLOS.- ¿Te parece que en las ciudades se mira a los buenos oradores como si fuesen viles aduladores?

SÓCRATES.- ¿Me haces una pregunta o empiezas un discurso?

POLOS.- Es sólo una pregunta.

SÓCRATES.- Me parece que ni siquiera se los mira.

POLOS.- ¡Cómo! ¿Que no se los mira? De todos los ciudadanos, ¿no son ellos los que tienen más poder?

SÓCRATES.- No, si crees que el poder es un bien para quien lo tiene.

POLOS.- Así lo creo.

SÓCRATES.- Entonces te digo que de todos los ciudadanos son los oradores los que tienen menos autoridad.

POLOS.- ¿Qué? Semejantes a los tiranos, ¿no hacen morir a quien quieren? ¿No despojan de sus bienes y destierran de las ciudades a quienes les place?

SÓCRATES.- ¡Por el perro!, a cada cosa que dices me desconciertas y no sé si dices lo que piensas y expones tu opinión o si me preguntas la mía.

POLOS.- Claro está, que te pregunto.

SÓCRATES.- Entonces, querido amigo, ¿por qué me haces dos preguntas a la vez?

POLOS.- ¿Cómo dos preguntas?

SÓCRATES.- ¿No dijiste ahora mismo que los oradores, como los tiranos, condenan a muerte a quien quieren, los privan de sus bienes y los destierran de las ciudades que les place?

POLOS.- Sí.

SÓCRATES.- Pues bien, yo te digo que son dos preguntas y voy a responder a la una y a la otra. Sostengo, Polos, que los oradores, como hace poco te dije, y que no hacen casi nada de lo que quieren, aunque hagan lo que les parece ser lo más ventajoso.

POLOS.- ¿Y no es esto un gran poder?

SÓCRATES.- Según pretendes, Polos, no.

POLOS.- ¿Que yo pretendo eso? ¡Ca!, todo lo contrario, precisamente.

SÓCRATES.- Te digo que lo pretendes. ¿No has reconocido que un gran poder es un gran poder para el que está revestido de él?

POLOS.- Y vuelvo a decirlo una vez más.

SÓCRATES.- ¿Crees que es un bien para uno hacer lo que le parece más ventajoso cuando está desprovisto de sentido común? ¿Y llamas a esto un gran poder?

POLOS.- De ninguna manera.

SÓCRATES.- Pruébame que los retóricos tienen buen sentido y que la retórica es un arte y no una adulación y me habrás refutado. Pero mientras no hagas nada de esto, seguirá siendo verdad que no es un bien para los oradores ni para los tiranos el hacer en las ciudades lo que les plazca. El poder es en verdad un bien, como dices, pero tú mismo convienes que hacer lo que se juzga a propósito, cuando es un desatino, es un mal. ¿No es cierto?

POLOS.- Sí.

SÓCRATES.- ¿Cómo, pues, tendrían los oradores y tiranos un gran poder en las ciudades a menos que Polos no obligue a Sócrates a confesar que hacen lo que quieren?

POLOS.- ¡Qué hombre!

SÓCRATES.- Digo que no hacen lo que quieren. Refútame.

POLOS.- ¿No acabas de decir que hacen lo que creen más ventajoso para ellos?

SÓCRATES.- Y sigo sosteniéndolo.

POLOS.- Entonces hacen lo que quieren.

SÓCRATES.- Lo niego.

POLOS.- ¡Qué! ¿Cuándo hacen lo que juzgan a propósito?

SÓCRATES.- Sin duda.

POLOS.- En verdad, Sócrates, mantienes cosas insostenibles y deplorables.

SÓCRATES.- No me condenes tan de prisa, Polos encantador, por hablar como tú. Pero si tienes todavía que hacerme alguna pregunta, pruébame que me engaño. Si no contéstame.

POLOS.- Consiento en contestarte a fin de ver claro en lo que quieres decir.

SÓCRATES.- ¿Juzgas que los hombres quieren lo que hacen habitualmente o la cosa por la cual hacen esas acciones? Por ejemplo, los que toman de manos del médico una poción, ¿crees que quieren lo que hacen, es decir, tragarse la pócima y sentir dolor? ¿O quieren recobrar la salud y por eso se toman la medicina?

POLOS.- Es evidente que quieren recobrar la salud y que por eso toman la medicina.

SÓCRATES.- Del mismo modo los que viajan por mar y los que hacen toda clase de comercio no quieren lo que hacen diariamente, porque ¿quién es el hombre que gusta de ir por mar, de exponerse a mil peligros y de tener mil dificultades? Pero quieren, me parece, la cosa por la cual hacen el viaje por mar, es decir, enriquecerse; las riquezas, en efecto, son el objeto de los viajes por mar.

POLOS.- Conforme.

SÓCRATES.- ¿No ocurre lo mismo con relación a todo lo demás? De manera que el que hace una cosa con miras a otra, no quiere la cosa misma que hace, sino aquella por la cual hace la primera.

POLOS.- Sí.

SÓCRATES.- ¿Hay algo en el mundo que no sea bueno ni malo o tenga lo medio entre lo bueno y lo malo sin ser lo uno ni lo otro?

POLOS.- No puede ser de otro modo.

SÓCRATES.- ¿No incluyes a la sabiduría, la salud, la riqueza y todas las cosas parecidas en el número de las cosas buenas y a sus contrarias en el número de las malas?

POLOS.- Sí.

SÓCRATES.- Y por cosas que no son buenas ni malas, ¿no entiendes aquellas que tanto tienen de bueno como de malo y tanto ni de lo uno ni de lo otro? Por ejemplo, estar sentados, andar, correr, navegar y también las piedras, las maderas y otras cosas por el estilo. ¿No es esto lo que concibes que no es bueno ni malo o es otra cosa?

POLOS.- No; es esto mismo.

SÓCRATES.- Cuando los hombres hacen cosas indiferentes, ¿las hacen pensando en las buenas o hacen las buenas pensando en aquéllas?

POLOS.- Hacen las indiferentes pensando en las buenas.

SÓCRATES.- Entonces es el bien lo que siempre perseguimos; cuando caminamos es pensando en el bien que nos convendrá más, y es en vista de este mismo bien que nos detenemos cuando nos detenemos. ¿No es así?

POLOS.- Sí.

SÓCRATES.- Y sea que se condene a muerte a alguien, que se le destierre o prive de sus bienes, ¿no se determinará uno a estas acciones persuadido de que es lo mejor que puede hacer? ¿No te parece?

POLOS.- Ciertamente.

SÓCRATES.- Todo lo que se hace en este género es, pues, en vista del bien que se hace.

POLOS.- Convengo en ello.

SÓCRATES.- ¿No hemos convenido también en que no se quiere la cosa que se hace con miras a otra sino a ésta?

POLOS.- Nadie puede contradecirlo.

SÓCRATES.- Entonces no queremos condenar a muerte, ni desterrar del país, ni despojar a nadie de lo suyo sin más ni más sino cuando eso nos pueda ser útil, pero si puede perjudicarnos, no. Porque como reconoces se quieren las cosas cuando son buenas. En cuanto se refiere a las que no son buenas ni malas y a las malas, a éstas no se las quiere. Lo que digo, Polos, ¿te parece verdad o no?... ¿Por qué no me contestas?

POLOS.- Me parece verdad.

SÓCRATES.- Puesto que no estamos de acuerdo, cuando un tirano o un orador condena a alguien a muerte o al destierro o a la confiscación de sus bienes, creyendo que es el partido más ventajoso para él mismo, aunque realmente sea el más malo, hace lo que juzga más a propósito, ¿no es así?

POLOS.- Sí.

SÓCRATES.- ¿Hace por esto lo que quiere, si es verdad que lo que hace es malo?... ¿Por qué no respondes?

POLOS.- No me parece que haga lo que quiere.

SÓCRATES.- ¿Es posible que un hombre tal tenga un gran poder en la ciudad, si, como has reconocido, es un bien el estar revestido de un gran poder?

POLOS.- No puede tenerlo.

SÓCRATES.- Por consiguiente, tuve razón al decir que es posible que un hombre haga cuanto se le ocurre juzgar a propósito en una ciudad sin disfrutar, no obstante, de un gran poder, ni hacer lo que quiere.

POLOS.- Como si tú mismo, Sócrates, no prefirieras tener la libertad de hacer en una ciudad cuanto te gustara a no tenerla, y como si cuando ves a cualquiera hacer morir a otro porque lo cree conveniente, o despojarle de sus bienes o aherrojarle en una prisión, no le envidiaras.

SÓCRATES.- ¿Supones que procede con justicia, o no?

POLOS.- De cualquier manera que sea, ¿no es siempre algo digno de envidia?

SÓCRATES.- Habla mejor, Polos.

POLOS.- ¿Por qué?

SÓCRATES.- Porque no hay que envidiar a aquellos cuya suerte no debe excitar ninguna ni a los desgraciados, sino tenerles lástima.

POLOS.- Pero ¿es posible que juzgues tal la condición de estos de quienes te hablo?

SÓCRATES.- ¿Podría acaso juzgarlos de otro modo?

POLOS.- ¿Consideras entonces como desgraciado y digno de compasión a cualquiera que condena a muerte a quien juzga a propósito, aun en el caso de que le condene con justicia?

SÓCRATES.- De ninguna manera, pero tampoco me parece digno de ser envidiado.

POLOS.- ¿No acabas de decir que es desgraciado?

SÓCRATES.- Sí, querido; lo he dicho del que condena a muerte injustamente, y además, que es digno de compasión. Y del que quita justamente la vida a otro, digo que no puede ser envidiado.

POLOS.- El hombre condenado injustamente a muerte ¿no es desgraciado y merecedor de compasión al mismo tiempo?

SÓCRATES.- Menos que el autor de su muerte, Polos, y menos aún que el que ha merecido la muerte.

POLOS.- ¿Cómo, Sócrates?

SÓCRATES.- Porque de todos los males, el mayor es cometer una injusticia.

POLOS.- ¿Es éste el mayor mal? ¿No es mayor el sufrir una injusticia?

SÓCRATES.- De ninguna manera.

POLOS.- ¿Entonces preferirías más ser víctima de una injusticia que cometerla?

SÓCRATES.- No quisiera ni lo uno ni lo otro. Pero si me viera obligado a cometer una injusticia o a tener que sufrirla, preferiría esto antes que cometerla.

POLOS.- ¿Aceptarías o no la condición de tirano?

SÓCRATES.- No, si por tirano entiendes la misma cosa que yo.

POLOS.- Entiendo por tirano lo que te dije hace muy poco: tener el poder de hacer en una ciudad cuanto me viniere en gana; matar, desterrar, en una palabra, obrar como le plazca a mi albedrío.

SÓCRATES.- Reflexiona, caro amigo, acerca de lo que voy a decir. Si cuando la plaza pública está llena de gente y teniendo yo oculto un puñal bajo mi brazo te dijera: en este momento me siento revestido de un poder maravilloso igual al de un tirano. De todos estos hombres que ves, el que me parezca a propósito de que lo mate, morirá en seguida. Si me parece que debo romper la cabeza a alguno, al instante la tendrá rota; si quiero rasgar sus vestiduras, las rasgaré, tan grande es el poder que tengo en esta ciudad. Si te resistieras a creerme y te enseñase el puñal, puede ser que al verlo exclamaras: de esta manera cualquiera puede tener un gran poder. De igual modo podrías incendiar la casa del ciudadano que se te antojara, los arsenales de Atenas y todas las embarcaciones públicas y particulares. Pero la grandeza del poder no consiste precisamente en hacer lo que se juzga a propósito. ¿Lo crees?

POLOS.- De la manera que acabas de decir, no.

SÓCRATES.- ¿Quisieras decirme por qué razón desecharías un poder semejante?

POLOS.- Sí.

SÓCRATES.- Dila.

POLOS.- Porque quien usara de él, sería castigado irremisiblemente.

SÓCRATES.- ¿No es un mal el ser castigado?

POLOS.- Sin duda.

SÓCRATES.- Entonces, querido, juzgas, pues, de nuevo que se dispone de un gran poder cuando haciendo lo que se juzga a propósito se hace lo que es ventajoso y que entonces es una cosa buena. En esto consiste, en efecto, el gran poder; fuera de esto es una cosa mala y un poder muy débil. Examinemos esto todavía. ¿No convenimos en que algunas veces es mejor hacer lo que decimos hace un instante, condenar a muerte a los ciudadanos, desterrarlos y decomisar sus bienes y que otras veces no?

POLOS.- Nadie podrá contradecirte.

SÓCRATES.- Entonces parece que acerca de este punto estamos acordes tú y yo.

POLOS.- Sí.

SÓCRATES.- ¿En qué caso dices tú que es mejor hacer esta clase de cosas? Determínalo sin ambigüedades.

POLOS.- Respóndete tú mismo a esta pregunta, Sócrates.

SÓCRATES.- Puesto que prefieres saber mi opinión antes de darme a conocer la tuya, te digo que es mejor hacerlas cuando se las hace con justicia y peor cuando se hacen injustamente.

POLOS.- Es verdaderamente muy difícil refutarte, Sócrates. ¿No podría convencerte, sin embargo, cualquier chiquillo de que no dices la verdad?

SÓCRATES.- Muy reconocido quedaría a ese niño y no menos a ti si me refutas y me libras de mis extravagancias. No te canses de obligar a un hombre que te quiere; por favor, pruébame que estoy equivocado.

POLOS.- Para esto no hay que recurrir a sucesos remotos. Lo ocurrido ayer y anteayer basta para confundirte y demostrar que muchos hombres culpables de injusticias son felices.

SÓCRATES.- ¿Qué sucesos son esos?

POLOS.- Ves a ese Arquelao, hijo de Perdiccas, rey de Macedonia.

SÓCRATES.- Si no lo veo, al menos oigo hablar de él.

POLOS.- Y qué te figuras que es, ¿dichoso o desgraciado?

SÓCRATES.- No lo sé, Polos, porque todavía no he hablado con él.

POLOS.- ¿Qué dices? ¿Si hubieras hablado con él, sabrías a qué atenerte y de otra manera no puedes saber si es feliz?

SÓCRATES.- Te aseguro que no.

POLOS.- Estoy seguro, Sócrates, que también dirías que ignoras si el gran rey es dichoso.

SÓCRATES.- Y diré la verdad, porque ignoro cuál es el estado de su alma desde el punto de vista de la ciencia y la justicia.

POLOS.- ¿Supones acaso que toda la felicidad consiste en esto?

SÓCRATES.- A mi modo de ver, sí, Polos, porque pretendo que cualquiera que sea probo o virtuoso, hombre o mujer, es dichoso, y que el injusto y perverso es desgraciado.

POLOS.- Según tú, entonces será desgraciado este Arquelao de quien hablo.

SÓCRATES.- Sí, querido amigo, si es injusto.

POLOS.- ¿Cómo no sería injusto? Él, que no tenía ningún derecho al trono que ocupa por haber nacido de una madre esclava de Alcetas, hermano de Perdiccas; él, que según las leyes, era esclavo de Alcetas y que debería haberle servido como tal, si hubiera querido cumplir con él en justicia y que en su consecuencia habría sido dichoso, según pretendes, mientras que hoy es soberanamente desgraciado, puesto que ha cometido muchos crímenes. Porque habiendo llamado a Alcetas, su dueño y tío, con pretexto de entregarle la autoridad de que Perdiccas le había despojado, lo recibió en su casa, lo embriagó y lo mismo a su hijo Alejandro, primo suyo y casi de la misma edad, los hizo subir a un carro y de noche los llevó lejos del palacio y se desembarazó de ellos haciéndolos degollar. Una vez cometido este crimen, no se dio cuenta de la desgracia extrema en que se había precipitado ni sintió el menor remordimiento, y poco tiempo después, lejos de consentir en ser dichoso, sirviendo a la justicia y cuidando de la educación de su hermano, hijo legítimo de Perdiccas, de siete años de edad, y entregándole la corona que le pertenecía de derecho, lo arrojó a un pozo después de haberle estrangulado, y dijo a Cleopatra, madre del niño, que éste, persiguiendo a su ganso, se cayó al pozo, donde halló la muerte. Haciéndose así culpable de más crímenes que hombre alguno en Macedonia, es hoy día no el más dichoso, sino el más desgraciado de todos los macedonios. Y quizá hay más de un ateniense, empezando por ti, que preferiría la condición de cualquier otro macedonio a la de Arquelao.

SÓCRATES.- Desde que comenzamos a hablar te felicité, Polos, por lo muy versado que me pareciste estar en la retórica, pero, en cambio, has descuidado bastante el arte de conversar. ¿Son éstas, pues, las razones con que un niño me refutaría? Al oírte has destruido con estas razones lo que anticipé de que el injusto no es dichoso. Pero ¿cómo, querido amigo, puesto que no estoy conforme con nada absolutamente de lo que has dicho?

POLOS.- Di que no quieres confesarlo, pero seguramente piensas como yo.

SÓCRATES.- Eres admirable pretendiendo refutarme con argumentos de retórica como los que creen hacer lo mismo ante los tribunales. Allí, en efecto, se imagina un abogado haber refutado a otro cuando ha presentado un gran número de testigos distinguidos que responden de la veracidad de lo que dice mientras su adversario sólo puede presentar uno o ninguno. Pero esta clase de refutación no sirve de nada para descubrir la verdad, porque algunas veces puede ser condenado un acusado en falso por la declaración de un gran número de testigos que parecen ser de algún peso. Y en el caso presente casi todos los atenienses y los extranjeros serán de tu opinión acerca de las cosas de que hablas, y si quieres alegar testimonios contra mí para probar que la razón no está de mi parte, tendrás como testigos, siempre que quieras, a Nicias, hijo de Niceratos, y a sus hermanos, que han dado los trípodes que se ven en fila en la Dionisión; también tienes, si quieres, a Aistocratos, hijo de Scellias, de quien es esta hermosa ofrenda en el templo de Apolo Fitico; podrás contar también con toda la familia de Pericles y cualquier otra familia de Atenas que juzgues a propósito elegir. Pero soy, aunque solo, de otra opinión, porque no dices nada que me obligue a cambiarla; pero produciendo contra mí una porción de testigos falsos puedes proponerte desposeerme de mis bienes y de la verdad. En cuanto a mí, no creo haber formulado ninguna conclusión que valga la pena acerca del asunto de nuestra disputa, a menos que no te reduzca a que te presentes tú mismo a rendir testimonio de la verdad de lo que digo; y tú creo que nada podrás alegar contra mí a menos que yo, que estoy solo, declare en tu favor y que no asignes importancia al testimonio de los otros. He aquí, pues, dos maneras de refutar: la una la que tú y otros creéis buena, y la otra la que yo, por mi parte, Juzgo buena. Comparémoslas juntas y veamos si no difieren en nada. Porque los asuntos sobre los cuales no nos hemos puesto de acuerdo no son de nimias consecuencias; al contrario, casi lo más bello que se debe saber, e ignorarlo lo más vergonzoso que puede ocurrirnos, porque el punto capital al que afluyen es saber o ignorar quién es feliz o desgraciado. Y volviendo al objeto de nuestra disputa, pretendes tú, en primer lugar, que es posible ser feliz siendo injusto y en medio mismo de la injusticia, porque crees que Arquelao, aunque injusto, no por eso deja de ser feliz. ¿No es ésta la idea que debemos tener de tu manera de pensar?

POLOS.- Sí.

SÓCRATES.- Pues yo sostengo que tal aseveración es imposible. Éste es un primer punto sobre el cual no estamos de acuerdo. Sea. Pero dime: ¿será dichoso el culpable cuando se le haga justicia y se le castigue?

POLOS.- De ninguna manera; al contrario, si estuviera en este caso, sería muy desgraciado.

SÓCRATES.- Por lo que dices, si el culpable escapa a su merecido castigo será feliz, ¿no es cierto?

POLOS.- Ciertísimo.

SÓCRATES.- Pues yo pienso, Polos, que el hombre injusto y criminal es desgraciado de todas maneras, pero aún más si no sufre ningún castigo y sus crímenes permanecen impunes, y que lo es menos si recibe por parte de los hombres y de los dioses el justo castigo de sus perversidades.

POLOS.- Presentas una extraña paradoja, Sócrates.

SÓCRATES.- Voy a intentar, querido Polos, hacerte decir las mismas cosas que yo, porque te considero amigo mío. Éstos son los objetos que nos hacen opinar de distinto modo. Juzga tú mismo. Dije antes qué cometer una injusticia es un mal mayor que sufrirla.

POLOS.- Es verdad.

SÓCRATES.- Y tú, que sufrirla es mayor mal.

POLOS.- Sí, lo digo.

SÓCRATES.- También he dicho que los que obran injustamente son desgraciados, y tú me lo has refutado.

POLOS.- Sí, ¡por Júpiter!

SÓCRATES.- Mejor dicho, te figuras habérmelo refutado.

POLOS.- Y probablemente tengo motivos para creerlo.

SÓCRATES.- Por tu parte juzgas dichosos a los malos cuando no los aflige el castigo de la justicia.

POLOS.- Nadie me lo contradecirá.

SÓCRATES.- Pues yo digo que son muy desgraciados y que los que sufren el merecido castigo lo son menos. ¿Quieres refutarme también esto?

POLOS.- Esta aseveración es aún más difícil de refutar que la precedente, Sócrates.

SÓCRATES.- No lo creas, Polos; pero es una empresa imposible porque nunca se puede refutar lo que es verdad.

POLOS.- ¿Cómo has dicho? ¿Qué? ¿Que un hombre sorprendido al cometer un delito como el aspirar a la tiranía, sometido en seguida a la tortura, a quien le desgarran los miembros, le queman los ojos y después de haber sufrido en su persona tormentos sin medida y de todas clases y haber visto padecer otros tantos a su esposa y sus hijos, y por fin es crucificado y quemado vivo, que este hombre será más dichoso que si escapando a estos suplicios consiguiera ser tirano y pasara toda su vida dueño de la ciudad, haciendo lo que le pluguiera y siendo objeto de la envidia de sus conciudadanos y de los extranjeros y considerado feliz por todo el mundo? ¿Y pretendes que es imposible refutar tales absurdos?

SÓCRATES.- Estás tratando de asustarme con tanta palabrería, buen Polos, pero no me refutas, y hace un momento llamabas en socorro tuyo a los testigos. Sea lo que quiera, recuérdame una cosa poco importante: ¿has supuesto que este hombre aspirara injustamente a la tiranía?

POLOS.- Sí.

SÓCRATES.- Siendo así, el uno ni será más dichoso que el otro, ni el que logró apoderarse injustamente de la tiranía, ni el que ha sido castigado, porque no podría ser que de dos desgraciados el uno sea más feliz que el otro. Pero el más desgraciado de los dos es el que se ha escapado y ha llegado a hacerse dueño de la tiranía. ¿Por qué te ríes, Polos? ¿Es acaso un nuevo modo de refutar el reírse de un hombre en sus barbas sin alegar una razón en contra de lo que ha dicho?

POLOS.- ¿No te crees suficientemente refutado, Sócrates, afirmando cosas que ningún otro hombre se atrevería a sostener? Interroga más bien a cualquiera de los que te escuchan.

SÓCRATES.- No cuento en el número de los políticos, Polos, y el año pasado, cuando la suerte me hizo tener que ser senador, y a mi tribu le tocó presidir y tuve necesidad de recoger los sufragios, me puse en ridículo por no saber lo que tenía que hacer. No me hables, pues, de recoger los votos de los asistentes, y si, como te digo, no puedes oponerme argumentos mejores, deja que a mi vez te interrogue y procura ensayar mi manera de interrogar, que me figuro es la buena. Yo no puedo presentar más que un testigo en favor de lo que digo y es precisamente el mismo con quien converso y no hago caso alguno de la multitud. No recojo más sufragio que el suyo; en cuanto a la muchedumbre, ni siquiera le dirijo la palabra. Mira, pues, si puedes tolerar a tu vez que te refute animándote a responder a mis preguntas. Porque estoy convencido de que tú y yo y los demás hombres pensamos todos que cometer una injusticia es un mal mucho mayor que soportarla, como el no ser castigado por sus crímenes más mal que sufrir la pena merecida.

POLOS.- Yo sostengo, en cambio, que no es ésa mi opinión ni la de ningún otro. Tú mismo ¿preferirías ser víctima de una injusticia antes que cometer una?

SÓCRATES.- Sí, y tu también y todo el mundo.

POLOS.- Estás en un error; ni tú, ni yo, ni quienquiera que sea.

SÓCRATES.- ¿Quieres responderme?

POLOS.- Consiento, porque tengo una curiosidad muy grande de saber lo que dirás.

SÓCRATES.- Pues para saberlo, contéstame, Polos, como si empezara a interrogarte por primera vez. ¿Qué mal opinas mayor: cometer una injusticia o ser víctima de ella?

POLOS.- Ser víctima de ella, me parece.

SÓCRATES.- ¿Y qué es más feo: cometer una injusticia o soportarla? Responde.

POLOS.- Cometerla.

SÓCRATES.- Si es más feo, será, pues, un mal mayor.

POLOS.- De ninguna manera.

SÓCRATES.- Comprendo. ¿Tú no crees, a lo que parece, que lo bueno y lo malo, lo bello y lo feo sean la misma cosa?

POLOS.- Ciertamente que no.

SÓCRATES.- ¿Qué dices de esto? ¿A todas las cosas bellas en cuestión de cuerpos, de colores, de figuras y de profesiones las llamas bellas sin relacionarlas a algo? Empezando por los cuerpos hermosos, cuando dices que son bellos, ¿no es refiriéndoles a su uso, a causa de la utilidad que puede obtenerse de ellos o en vista de cierto placer cuando su aspecto despierta un sentimiento de agrado en el alma de los que los contemplan? Aparte de ésta, ¿hay alguna otra razón que te haga decir que un cuerpo es hermoso?

POLOS.- No conozco ninguna otra.

SÓCRATES.- De igual manera, ¿no llamas bellas a todas las otras cosas, figuras, colores, por el placer o la utilidad que proporcionan o por ambos a la vez?

POLOS.- Sí.

SÓCRATES.- ¿No ocurre lo mismo con los sonidos y con todo lo que pertenece a la música?

POLOS.- Sí.

SÓCRATES.- Igualmente lo que es bello en cuestión de leyes y de géneros de vida, ¿no lo es, sin duda, por más razón que por ser útil o agradable o bien por las dos cosas a la vez?

POLOS.- No me lo parece.

SÓCRATES.- ¿No puede decirse lo mismo refiriéndose a la belleza de las ciencias?

POLOS.- Indudablemente; definir lo bello, Sócrates, como haces, explicándolo por medio de lo útil y de lo agradable, es hermoso.

SÓCRATES.- Lo feo entonces ¿estará bien definido por los dos contrarios: el dolor y lo malo?

POLOS.- Necesariamente.

SÓCRATES.- Si de dos cosas bellas una lo es más que la otra, ¿no lo es porque la aventaja en hermosura o en utilidad o en ambas cosas a la vez?

POLOS.- Sin duda.

SÓCRATES.- Y de dos cosas feas, si una es más fea que la otra será porque causa más dolor o más mal o lo uno y lo otro. ¿No es una necesidad que sea así?

POLOS.- Sí.

SÓCRATES.- Veamos ahora. ¿Qué decíamos recién referente a la injusticia cometida o sufrida? ¿No dijiste que era peor sufrir la injusticia y más feo cometerla?

POLOS.- Así dije.

SÓCRATES.- Si es más fea la comisión de una injusticia que la desgracia de ser víctima de ella, es o porque es más enojoso y causa más dolor, o por ser un mal mayor, o por lo uno y lo otro a la vez. ¿No es esto también una necesidad?

POLOS.- Lo es, indudablemente.

SÓCRATES.- Examinaremos en primer lugar si es más doloroso cometer una injusticia que tener que sufrirla, y si los que la cometen experimentan más dolor que los que son víctimas de ella,

POLOS.- Aquéllos, no, Sócrates; pero éstos, sí.

SÓCRATES.- La acción de cometer una injusticia no es, pues, tan dolorosa como el sobrellevar ésta.

POLOS.- No.

SÓCRATES.- Si es así, ocurrirá lo mismo con relación al dolor y al mal a su vez.

POLOS.- Parece que así es.

SÓCRATES.- Entonces no nos queda más que referirnos al último de los dos.

POLOS.- Sí.

SÓCRATES.- ¿Al mal sólo?

POLOS.- Me parece.

SÓCRATES.- Puesto que cometer una injusticia hace inclinarse del lado del mal, es peor que padecerla.

POLOS.- Es evidente.

SÓCRATES.- ¿No reconoce la mayoría de los hombres que es más repugnante, y tú mismo lo has confesado, cometer una injusticia que padecerla?

POLOS.- Sí.

SÓCRATES.- ¿No acabamos de ver que también es peor?

POLOS.- Parece que sí.

SÓCRATES.- ¿Preferirías tú lo que es más feo y peor a lo que lo es menos? No te avergüences de contestarme, Polos, porque nada malo te ocurrirá. Pero entrégate generosamente a este discurso, como lo harías a un médico; responde y muéstrate conforme con lo que te pregunto o niégalo.

POLOS.- No lo preferiría.

SÓCRATES.- ¿Crees que habrá alguien en el mundo que lo prefiera?

POLOS.- Después de lo que acabas de decir, me parece que no.

SÓCRATES.- Entonces tuve razón cuando dije que ni yo, ni tú, ni quienquiera que sea, preferirá cometer una injusticia a padecerla, porque es una cosa mala.

POLOS.- Así parece.

SÓCRATES.- ¿Ves ahora, Polos, comparando tu manera de refutar con la mía, que no se asemejan nada? Todos los demás convienen contigo en lo que les propones. A mí me basta tu confesión sola y tu único testimonio; no recojo más sufragio que el tuyo y me ocupo muy poco de lo que piensan los demás. Quedamos, pues, de acuerdo acerca de este punto. Pasemos a examinar el otro, en el cual no conveníamos tú y yo, a saber: si verse castigado por las injusticias cometidas es el mayor mal, como pensabas, o si es un mal aún mayor disfrutar de la impunidad, como yo creo. Procedamos de esta manera. Sufrir el dolor de su injusticia y ser castigado con arreglo a la ley, ¿te parece que es lo mismo?

POLOS.- Sí.

SÓCRATES.- ¿Podrías negarme que lo que es justo es bello en tanto que es justo? Reflexiona antes de contestarme.

POLOS.- Me parece que es así, Sócrates.

SÓCRATES.- Considera todavía esto. Cuando uno hace una cosa, ¿es preciso que haya un paciente que responda a este agente?

POLOS.- Me figuro que sí.

SÓCRATES.- Lo que el paciente sufre, ¿no es de la misma naturaleza que lo que hace el agente? Mira lo que quiero decir: si alguno pega, ¿no es una necesidad que se haya pegado a una cosa?

POLOS.- Seguramente.

SÓCRATES.- ¿Y si pega de prisa y fuerte que la cosa sea golpeada de la misma manera?

POLOS.- Sí.

SÓCRATES.- Lo golpeado experimenta, por lo tanto, un efecto de la misma naturaleza que la acción del que golpea.

POLOS.- Indudablemente.

SÓCRATES.- Por consiguiente, si uno quema es preciso que haya alguna cosa que se queme.

POLOS.- No puede ser de otro modo.

SÓCRATES.- ¿Y si se quema mucho y de una manera dolorosa que la cosa quemada lo sea precisamente de la manera que se la quema?

POLOS.- Sí.

SÓCRATES.- Y lo mismo si una cosa corta porque otra tiene que ser cortada.

POLOS.- Sí.

SÓCRATES.- Y si el corte es grande o profundo o doloroso, la cosa cortada tiene que ser exactamente de la manera como se la corta.

POLOS.- Así parece.

SÓCRATES.- En una palabra: mira a ver si me concedes respecto a todas las otras cosas lo que acabo de decir: que lo que hace el agente lo sufre el paciente tal como el agente lo hace.

POLOS.- Te lo concedo.

SÓCRATES.- Después de estas condiciones, dime si ser castigado es sufrir u obrar.

POLOS.- Sufrir, necesariamente, Sócrates.

SÓCRATES.- ¿Por parte de algún agente, sin duda?

POLOS.- Del que castiga, naturalmente.

SÓCRATES.- El que castiga con razón, ¿castiga justamente?

POLOS.- Sí.

SÓCRATES.- ¿Haciendo una obra justa o no?

POLOS.- Haciendo una cosa justa.

SÓCRATES.- El que está castigado, cuando se le castiga, sufre una cosa justa, por lo tanto.

POLOS.- Aparentemente.

SÓCRATES.- ¿No habíamos convenido en que todo lo justo es bello?

POLOS.- Sí.

SÓCRATES.- Lo que hace la persona que castiga y lo que sufre la persona castigada es, pues, bello.

POLOS.- Sí.

SÓCRATES.- Pero lo que es bello es al mismo tiempo bueno porque es agradable y útil.

POLOS.- Necesariamente.

SÓCRATES.- Por esto lo que sufre el castigado es bueno.

POLOS.- Parece que sí.

SÓCRATES.- De ello deduce, por consiguiente, alguna utilidad.

POLOS.- Sí.

SÓCRATES.- ¿Es esta utilidad la que concibo, quiero decir, la de que mejora su alma, si es cierto que está castigado con razón?

POLOS.- Así parece.

SÓCRATES.- Así es que el castigado se ve libre de la maldad que hay en su alma.

POLOS.- Sí.

SÓCRATES.- ¿No se ve así libre del mayor de los males? Considera la cosa desde este punto de vista. ¿Conoces, relacionado con la adquisición de riquezas, además de la pobreza, algún otro mal para el hombre?

POLOS.- No; no conozco más que éste.

SÓCRATES.- Y refiriéndonos a la constitución del cuerpo, ¿no llamas males a la debilidad, a las enfermedades, a la fealdad y a otras cosas más?

POLOS.- Sí.

SÓCRATES.- ¿Piensas, sin duda, que el alma también tiene sus males?

POLOS.- ¿Quién puede dudarlo?

SÓCRATES.- ¿No serán lo que llamas injusticia, ignorancia, cobardía y otros defectos parecidos?

POLOS.- Ciertamente.

SÓCRATES.- Con estas tres cosas, pues, las riquezas, el cuerpo y el alma, se relacionan, según tú, tres males: la pobreza, la enfermedad y la injusticia.

POLOS.- Sí.

SÓCRATES.- ¿Cuál de estos tres males es el más feo? ¿No es la injusticia, que bien podemos calificar de vicio del alma?

POLOS.- Sin comparación.

SÓCRATES.- Si es el más feo, ¿no es también el peor?

POLOS.- ¿Cómo lo entiendes, Sócrates?

SÓCRATES.- Helo aquí. Como consecuencia de nuestras confesiones anteriores, lo más feo lo es siempre porque es causa del mayor dolor o del mayor perjuicio o de uno y otro al mismo tiempo.

POLOS.- Es verdad.

SÓCRATES.- Pero ¿no acabamos de reconocer que la injusticia y todos los vicios del alma son los más feos que hay?

POLOS.- En efecto: lo hemos reconocido.

SÓCRATES.- Lo son porque no hay nada más doloroso o nada más perjudicial o por ambas cosas.

POLOS.- Necesariamente.

SÓCRATES.- Entonces ¿es más doloroso ser injusto, intemperante, cobarde e ignorante que ser un indigente o un enfermo?

POLOS.- Tomando las cosas así, me parece que no.

SÓCRATES.- Los vicios del alma no son, pues, lo más feo sino porque aventajan de una manera extraordinaria a los otros en el mal y perjuicio que causan, que superan a cuanto pudiera decirse, puesto que has confesado que no son debidos al dolor.

POLOS.- Así parece.

SÓCRATES.- Pero lo que se distingue por el exceso de daño que causa es el mayor de los males.

POLOS.- Sí.

SÓCRATES.- La injusticia, la intemperancia y los otros vicios del alma son, de todos los males, los mayores.

POLOS.- Parece que sí.

SÓCRATES.- ¿Qué arte nos libra de la pobreza? ¿No es la economía?

POLOS.- Sí.

SÓCRATES.- Y de la enfermedad, ¿no es la medicina?

POLOS.- Naturalmente.

SÓCRATES.- ¡Y de la maldad y de la injusticia? Si no me comprendes de esta manera, veamos de esta otra. ¿Adónde y a casa de quién llevamos a aquellos cuyo cuerpo está enfermo?

POLOS.- A casa de los médicos.

SÓCRATES.- ¿Y adónde a los que se entregan a la injusticia y al libertinaje?

POLOS.- Parece que quieres decir que a casa de los jueces.

SÓCRATES.- Para que los castigue, ¿verdad?

POLOS.- Indudablemente.

SÓCRATES.- Los que castigan con razón, ¿no siguen en eso las reglas de cierta justicia?

POLOS.- Es evidente que sí.

SÓCRATES.- Así es que la economía precave de la indigencia, la medicina libra de la enfermedad y la justicia de la intemperancia y de la injusticia.

POLOS.- Así creo.

SÓCRATES.- Pero de estas tres cosas de que hablas, ¿cuál crees, Polos, que es la más bella?

POLOS.- ¿De qué tres cosas?

SÓCRATES.- De la economía, de la medicina y de la justicia.

POLOS.- La justicia las aventaja en mucho, Sócrates.

SÓCRATES.- Puesto que es la más bella, es, pues la que procura el mayor placer o la mayor utilidad, o lo uno y lo otro.

POLOS.- Sí.

SÓCRATES.- ¿Tener que entregarse en mano de los médicos es agradable? Y el tratamiento que se impone a los enfermos, ¿les causa placer?

POLOS.- No lo creo.

SÓCRATES.- ¿Pero es una cosa útil?

POLOS.- Sí.

SÓCRATES.- Porque libra de un gran mal; así, pues, es ventajoso sufrir el dolor para recuperar la salud.

POLOS.- Sin ningún género de dudas.

SÓCRATES.- Pensando sólo en el cuerpo, quién es más dichoso, ¿el hombre que está en manos de los médicos o el que no ha estado enfermo?

POLOS.- Evidentemente, el segundo.

SÓCRATES.- En efecto; la felicidad no consiste, parece, en verse aliviado de un mal, sino en no estar sujeto a él.

POLOS.- Es verdad.

SÓCRATES.- Y de dos enfermos, lo mismo da que lo sean del cuerpo que del alma, ¿quién es el más desgraciado el bien asistido y curado de su mal, o aquel que no está cuidado y no se cura?

POLOS.- Me parece que el que no recibe cuidados.

SÓCRATES.- Hemos dicho que el castigo procura la liberación del mayor de los males, que es la maldad.

POLOS.- Sí, convinimos en ello.

SÓCRATES.- Porque el castigo vuelve sensato, obliga a ser más justo y es la medicina del alma.

POLOS.- Sí.

SÓCRATES.- El más feliz, por consiguiente, es quien no tiene maldad alguna en el alma, porque hemos visto que este mal es el mayor de los males.

POLOS.- Es evidente.

SÓCRATES.- Y después de él quien se ve libertado del mal.

POLOS.- Me parece que sí.

SÓCRATES.- Que es quien ha sido advertido, amonestado y ha sufrido el castigo.

POLOS.- Sí.

SÓCRATES.- Pero quien vive más desgraciado es el que comete injusticias y no se ve libre de ellas.

POLOS.- Todo hace creer que sí.

SÓCRATES.- ¿No es este hombre el que habiéndose hecho culpable de los mayores delitos y permitídose las mayores injusticias consigue ponerse a cubierto de las amonestaciones, de las correcciones y de los castigos? Tal es, como dijiste, la situación de Arquelao y de los otros tiranos, de los oradores y de todos los que gozan de un gran poder.

POLOS.- Parece que sí.

SÓCRATES.- Y verdaderamente, mi querido Polos, todas esas gentes han hecho casi lo mismo que el que estando atacado de las enfermedades más graves encontrara el medio de no tener que someterse al tratamiento que los médicos le prescribieran contra los vicios de su cuerpo obligándole a ciertos remedios, por miedo, como si fuera un niño, de que le cauterizaran o cortaran, porque es doloroso. ¿No te parece que la cosa es así?

POLOS.- Sí.

SÓCRATES.- El principio a que tal conducta obedecería sería indudablemente la ignorancia de las ventajas de la salud y de la buena constitución del cuerpo. Parece, después de nuestras anteriores convicciones, que los que huyen de su castigo, mi querido Polos, se conducen de la misma manera. Ven lo que su modo de proceder tiene de doloroso, pero están ciegos para su utilidad; ignoran que es más de lamentar vivir con un alma que no está sana sino corrompida, injusta e impía, que con un cuerpo enfermo. Por esto no perdonan medio de escapar al castigo y no verse liberados del mayor de los males. Pensando así, acaparan riquezas, buscan amigos y se aplican a adquirir el talento de la palabra y de la persuasión. Pero si las cosas en que hemos convenido son verdaderas, Polos, ¿ves lo que resulta de este discurso o prefieres que juntos saquemos las conclusiones?

POLOS.- Consiento, a menos que seas de otra opinión.

SÓCRATES.- ¿No se deduce de esto que la injusticia es el mayor de los males?

POLOS.- Al menos me lo parece.

SÓCRATES.- ¿No hemos visto que el castigo procura la liberación de ese mal?

POLOS.- Parece verosímil.

SÓCRATES.- ¿Y que la impunidad lo fomenta?

POLOS.- Sí.

SÓCRATES.- Cometer la injusticia no es en magnitud más que el segundo mal, pero cometerla y no ser castigado es lo primero y el mayor de todos los males.

POLOS.- También me lo parece.

SÓCRATES.- ¿No es éste, querido amigo, el punto en que no estábamos de acuerdo? Tú considerabas dichoso a Arquelao porque, habiéndose hecho culpable de los mayores crímenes, no sufría el menor castigo, y yo sostenía, al contrario, que Arquelao, como cualquier otro que no sufra la pena que merece por las injusticias que ha cometido, debe ser considerado infinitamente más desgraciado que cualquier otro; que el autor de una injusticia es siempre más desgraciado que aquel sobre quien ésta recae, y que el malvado que permanece impune lo es también más que aquel a quien se castiga. ¿No fue esto lo que dije?

POLOS.- Sí.

SÓCRATES.- ¿No te he demostrado que quien tenía razón era yo?

POLOS.- Me parece que sí.

SÓCRATES.- Bueno. Pero si esto es verdad, ¿cuál es la utilidad de la retórica, Polos? Porque una consecuencia de nuestra convicción es que ante todo debemos guardarnos de todo hecho injusto, por ser un mal por sí mismo. ¿Verdad?

POLOS.- Ciertamente.

SÓCRATES.- Y que si uno mismo o cualquier persona por la que se interesa ha cometido una injusticia, tiene que apersonarse en el sitio donde reciba lo más pronto posible el conveniente correctivo y apresurarse a buscar al juez como acudiría al médico, por miedo de que la enfermedad de la injusticia, permaneciendo en su alma, no engendre una corrupción secreta que la haga incurable. ¿Podremos decir otra cosa si subsisten nuestras primeras convicciones? ¿No es una necesidad que lo que digamos esté de acuerdo con lo que antes establecimos y con nada más?

POLOS.- ¿Cómo sería posible hablar de otra manera, Sócrates?

SÓCRATES.- La retórica, Polos, no nos puede, pues, servir en ningún caso para defender nuestra causa en caso de una injusticia ni tampoco la de nuestros hijos, parientes y amigos, ni aun la de nuestra patria; ¿para qué servirá entonces sino para acusarse uno mismo antes de que cualquiera le acuse y lo mismo a sus parientes e íntimos en cuanto se hagan culpables de una injusticia y a no tener secreto el delito, sino a exponerlo en pleno día, a fin de que el delincuente sea castigado y que recupere la salud? En este caso será necesario hacerse violencia lo mismo que a los otros para sobreponerse a todo temor y ofrecerse cerrando los ojos, pero animosos, como se ofrece uno al médico para sufrir las incisiones y las quemaduras, consagrándose a la consecución de lo bueno y honrado sin tener para nada en cuenta el dolor; de manera que si la falta cometida merece latigazos se presente uno a recibirlos; si los hierros, tendiendo las manos a las cadenas; si una multa, pagándola; si el ostracismo, condenándose a él, y si la muerte, sufriéndola; que sea uno el primero en deponer contra sí mismo y los suyos; que no se guarde y que para esto ponga en juego toda la retórica a fin de que por la confesión de sus crímenes llegue a verse libre del peor de los males, que es la injusticia. ¿Acordaremos esto, Polos, o lo negaremos?

POLOS.- Extraño me parece en verdad, Sócrates, pero quizá es una consecuencia de lo que antes hemos dicho.

SÓCRATES.- Entonces tenemos que desdecirnos de nuestros anteriores discursos o reconocer que esto resulta necesariamente.

POLOS.- Sí; así es.

SÓCRATES.- Y procederemos del modo contrario cuando se trate de hacer daño a cualquiera, sea un enemigo o sea a quienquiera. Uno mismo no debe exponerse a malos tratos de la parte de sus enemigos y ha de procurar garantizarse de ellos. Pero si éstos cometen una injusticia contra otro, es preciso esforzarse por todas las maneras de obra y de palabra para sustraerle al castigo e impedir su comparecencia ante los jueces; pero si compareciera, hacer todo lo posible para que se escape y no sea castigado; de manera que si ha defraudado una gran suma de dinero no la devuelva, se la guarde y la emplee en gastos impíos e injustos suyos y de sus amigos; si su crimen merece la muerte, que no la sufra, y si puede, que no muera nunca, y que, continuando siendo un malvado, sea inmortal; si no, que viva en el crimen el mayor tiempo posible. He aquí, Polos, para qué creo que es útil la retórica, porque para quien no está en el caso de cometer ninguna injusticia no veo pueda ser le de gran utilidad, si es que le es de alguna, porque, como hemos visto antes, no sirve para nada.

CALLICLES.- Dime, Chairefon, ¿habla en serio Sócrates o bromea?

CHAIREFON.- Me parece, Callicles, que habla muy seriamente, pero podemos preguntárselo.

CALLICLES.- ¡Por todos los dioses! Tienes razón, y es lo que tengo ganas de hacer. Sócrates, dime: ¿nos hablas en serio o en broma? Porque si hablas en serio y lo que dices es en serio y es verdad, la vida que llevamos entre nosotros sería completamente equivocada y haríamos en todo lo contrario, parece, de lo que deberíamos.

SÓCRATES.- Si los hombres, Callicles, en vez de estar sujetos a las mismas pasiones, unos de una manera y otros de otra, tuvieran cada uno su pasión particular diferente de las de los otros, no sería empresa fácil hacer conocer a los demás lo que uno mismo experimenta. Hablo así porque sé que tú y yo nos hallamos en una misma situación, porque ambos amamos dos cosas: yo a Alcibíades, hijo de Clinias, y a la filosofía, y tú al pueblo de Atenas y al hijo de Pirilampes. He observado todos los días que, a pesar de lo elocuente que eres, cuando los objetos de tu amor opinan de distinto modo que tú, y cualquiera que sea su manera de pensar, no te sientes con fuerzas para contradecirlos y que pasas de lo blanco a lo negro si les place. En efecto, cuando hablas a una reunión de atenienses, si sostienen que las cosas no son tal como dices, cambias en seguida de parecer para conformarte con sus opiniones. Lo mismo te sucede con el hermoso mancebo, hijo de Pirilampes. No sabrías resistirte a su voluntad ni a sus discursos, de manera que si alguno, testigo del lenguaje que mantienes diariamente por complacerlos, se extrañara y lo encontrase absurdo, le responderías probablemente, si quisieras decir la verdad, que mientras tus dos amores no cesen de hablar como hablan, tú no dejarás de hablar como hablas. Figúrate que oyes de mis labios la misma contestación y no te extrañes de los discursos que pronuncio, pero comprometo a la filosofía, mis amores, a no hablar del mismo modo, porque ella, querido amigo, sostiene siempre lo que acabas de oír, y me da mucho menos que hacer que el otro objeto de mis amores. El hijo de Clinias habla unas veces y otras de muy distinta manera, pero la filosofía mantiene siempre el mismo lenguaje. Lo que ahora te parece tan extraño es de ella; estabas presente cuando se dijo. Así, pues, o refutas lo que por boca mía dijo hace muy poco o pruébale que cometer la injusticia y vivir en la impunidad después de haberla cometido no es colmo de todos los males, o si dejas subsistir esta verdad en toda su fuerza, te juro, Callicles, por el perro, dios de los egipcios, que Callicles nunca estará de acuerdo consigo mismo y toda su vida será una perpetua contradicción. Y yo, al menos, amigo mío, soy de opinión que para mí valdría mucho más que mi lira estuviera mal montada y desafinada, y que la mayoría, lejos de estar acordes conmigo, me contradijeran que yo no estuviera de acuerdo conmigo mismo y tuviera que contradecirme.

CALLICLES.- Me parece, Sócrates, que triunfas con tus discursos al igual que un orador popular. Toda tu declamación se basa en el hecho de haber ocurrido a Polos lo mismo que él ha pretendido haberle sucedido a Gorgias respecto de ti. Ha dicho, en efecto, que cuando preguntaste a Gorgias, en la suposición de que fueran a su casa a aprender la retórica y no tuvieran ningún conocimiento de lo que concierne a la justicia, si él les daría lecciones, que Gorgias se avergonzó de contestarte conforme a la verdad, y dijo que la enseñaría a causa del hábito establecido entre los hombres, que encontrarían mal una respuesta contraria; que esta confesión había hecho caer a Gorgias en contradicción, lo que te había satisfecho; en una palabra, que me parece que en esta ocasión se ha burlado Polos de ti con razón. Pero he aquí que ahora se encuentra en el mismo caso que Gorgias. Te confieso, amigo mío, que no me satisface nada que Polos te conceda que es peor o más feo cometer una injusticia que padecerla, porque esta confesión es la que le ha confundido en la disputa y ha permitido le cierres la boca, porque ha tenido vergüenza de decir su pensamiento. En efecto, Sócrates, so pretexto de buscar la verdad, como dices, haces a los que conversan contigo preguntas propias de un declamador y que tienen por objeto lo que es bello no por la naturaleza, sino según la ley; pero en la mayor parte de las cosas la naturaleza y la ley están en oposición, de manera que si por vergüenza no se atreve uno a decir lo que piensa, estará por fuerza obligado a contradecirse. Tú te diste cuenta de esta sutil distinción y te aprovechas de ella para tender lazos en la controversia. Si alguno te habla de lo que se refiere a la ley le preguntas acerca de lo que atañe a la naturaleza, y si te habla de lo que está en el orden de la naturaleza, le interrogas acerca de lo que está en el orden de la ley. Esto es lo que acabas de hacer al referirte a la injusticia cometida y a la sufrida cuando Polos habló de lo legalmente más feo; tú, por el contrario, te atuviste a lo legal como si fuera lo natural. Según la naturaleza, todo lo peor es también lo más feo; por consiguiente, sufrir una injusticia es una cosa muy fea, pero, según la ley, más feo es aún el cometerla. Y, en efecto, sucumbir a la injusticia de otro no es propio de un hombre, sino de un vil esclavo, para quien vale más morir que vivir cuando sufriendo injusticias y ofensas no se está en estado de defenderse uno mismo ni tampoco defender a quienes le son caros. Pero pienso en que los que escriben las leyes son los débiles y la gran masa, y teniendo sólo en cuenta lo que les puede interesar determinan lo que ha de ser digno de loa y lo que ha de merecer ser prohibido. Para amedrentar a los más fuertes, que podrían ir más allá de los otros e impedírselo, dicen que es feo e injusto aventajar en algo a los demás, y que trabajar por hacerse más poderoso es hacerse culpables de injusticia, porque siendo los más débiles se consideran demasiado felices de que todos sean iguales, ya que ellos son los peores. Tal es la razón por la cual en el orden de la ley es injusto y feo el querer aspirar a más que la mayoría, y por esto se le ha dado el nombre de injusticia.

Pero me parece que la naturaleza demuestra que no es justo que el que valga más tenga menos que otro que no valga lo que él y el más fuerte menos que el más débil y prueba en mil ocasiones que debe ser así tanto en lo que concierne a los animales como a los mismos hombres, entre los cuales vemos Estados y naciones enteras donde la regla de lo justo es que el más fuerte se imponga al más débil y esté más beneficiado que él. ¿Con qué derecho hizo Xerxes la guerra a Grecia y su padre a los escitas? Y como éstos podría citar infinidad de otros ejemplos. En esta clase de empresas se trata, me figuro, de obrar según la naturaleza, y, ¡por Júpiter!, también según las mismas leyes de ella, aunque no ciertamente quizá según las leyes que los hombres han establecido. Desde la juventud nos ganamos y nos llevamos a los mejores y más fuertes de entre nosotros; los formamos y los domamos, como se doma a los cachorros del león, por medio de discursos repletos de encantos y prestigios, haciéndoles saber que es preciso subordinarse a la legalidad y que en esto consiste lo bello y lo justo. Pero me imagino que si surgiere un hombre dotado de excelsas cualidades que sacudiendo y rompiendo todas estas trabas encontrara el medio de desembarazarse de ellas y que pisoteando vuestros escritos, vuestros prestigios, vuestras discusiones y leyes antinaturales y aspirando a elevarse sobre todo se convirtiera de esclavo en vuestro señor, entonces se vería brillar la justicia tal como es, manifestando sus derechos. Píndaro, me parece, apoya estos sentimientos en una sola oda, en que dice «que la ley es la reina de los mortales y de los inmortales; ella misma -añade- lleva consigo la fuerza que su mano poderosa convierte en legítima. Juzgo de ello por los trabajos de Hércules, que sin haberlos comprado...» Éstas son, poco más o menos, las palabras de Píndaro, porque no sé de memoria la oda. Pero su sentido es que Hércules se llevó a los bueyes de Gerión sin haberlos comprado y sin que se los hubiese dado, dejando comprender que su acción era justa según la naturaleza y que los bueyes y todos los demás bienes de los débiles e insignificantes pertenecen de derecho al más fuerte y al mejor. La verdad es, pues, tal como te la digo: tú mismo la reconocerás si, dando de lado a la filosofía, te dedicas a asuntos más elevados. Te confieso, Sócrates, que la filosofía es algo muy divertido cuando en la juventud se la estudia con moderación, pero si se prolonga su estudio más tiempo del preciso se convierte en una plaga de la humanidad. Porque por grandes que sean las dotes con que la naturaleza haya adornado al hombre, si éste en una edad ya adelantada continúa filosofando tiene por fuerza que carecer de la experiencia de todo lo que no debe ignorar el hombre que quiera ser una persona bienquista y distinguida. Porque no sólo son inexpertos en las leyes del Estado, sino también en la manera acertada de tratar a los hombres en las relaciones públicas o particulares que con ellos se tienen, sino además carecen de toda experiencia de los placeres y pasiones humanas, y, en una palabra, de idea alguna de lo que es la vida. Por esto incurren en el ridículo cuando tienen que hacerse cargo de cualquier asunto doméstico o civil, como les ocurre a los políticos cuando concurren a vuestras asambleas y controversias. Porque nada hay tan cierto como estas palabras de Eurípides: «Cada uno se consagra con placer a las cosas para las cuales muestra más talento, a las que dedica la mayor parte del día en su afán de superarse a sí mismo». En cambio, se huye de aquellas en las que uno no descuella, y se habla con desprecio de ellas, mientras por amor propio se ponderan las primeras, creyendo de este modo elogiarse a sí mismo. Pero lo mejor, a mi modo de ver, es tener algunos conocimientos de las unas y de las otras. Conviene tener un barniz de filosofía, el que se necesite para el cultivo del espíritu, y no me parece vergonzoso que un joven filosofe. Pero seguir filosofando en la edad viril me parece ridículo, Sócrates. Los que se consagran a la filosofía me hacen la misma impresión que los niños que todavía no hablan bien y no piensan más que en jugar. Cuando veo a un niño todavía en edad de no hablar que bromea balbuciendo, me place y le encuentro gracioso y propio de sus pocos años, pero si le oigo articular las palabras con precisión, me extraño, me lastima el oído y me parece presentir al esclavo. Mas si es un hombre el que oigo balbucir y veo jugar, la cosa me parece ridícula, indecente en esa edad y merecedora de unos latigazos. Ésta es mi manera de pensar acerca de los que se ocupan de la filosofía. Un joven entregado a ella me complace y le encuentro muy en su lugar, y juzgo que tiene nobleza de sentimientos; si la desdeña, me parece un alma baja que jamás se creerá capaz de una bella y generosa acción. Mas cuando veo a un anciano filosofando todavía y que no ha renunciado a este estudio, le considero merecedor de ser castigado con el látigo, Sócrates. Como dije hace un momento, por bellas dotes naturales que tenga este hombre, no puede por menos de degradarse al evitar los lugares frecuentados de la ciudad y las plazas públicas, donde los hombres, según el poeta, adquieren la celebridad, y escondiéndose, como hace, pasa el resto de sus días charlando en un rincón con tres o cuatro niños sin que nunca salga de su boca un discurso noble y grande que valga la pena de ser conocido. Sócrates, pienso bien de ti y soy uno de tus amigos; en este momento me parece que respecto de ti me animan los mismos sentimientos que a Zethos le animaron respecto a Anfión de Eurípides, de quien ya he hecho mención, porque me está viniendo el pensamiento de dirigirte un discurso parecido al que Zethos dirigió a su hermano. Descuidas, Sócrates, lo que debería ser tu principal ocupación y desfiguras por tus procederes infantiles un espíritu de tan espléndida naturaleza como el tuyo, tanto, que no sabrías proponer una determinación en las deliberaciones de asuntos de justicia, ni lo hay de plausible y probable en una empresa, ni sugerir a los otros un consejo generoso. Sin embargo, mi querido Sócrates -y no te ofendas por lo que te voy a decir, porque son la simpatía y el afecto los que me lo dictan- , ¿no te parece vergonzoso estar en el estado en que estoy persuadido te hallas, lo mismo que los otros que pasan sus días en marchar incesantemente en la carrera filosófica? Si cualquiera te echara la mano encima, y lo mismo que digo de ti puedo decirlo de los que se te asemejan, y te condujera a la cárcel sosteniendo que le habías causado un perjuicio, aunque no le hayas hecho nada, te quedarías con la boca abierta, la cabeza te daría vueltas y te verías sumamente apurado sin saber qué hacer ni decir. Y cuando comparecieras ante los jueces, por vil y despreciable que fuere tu acusador, serías condenado a muerte si le pluguiera hacerte condenar a tal pena. ¿Qué estima puede, pues, tenerse, querido Sócrates, a un arte que empeora a los que, dotados de las mejores cualidades, se aplican a él, los incapacita para defenderse a sí mismos y para salvar de los mayores peligros no sólo a su propia persona, sino a ninguna otra; que los expone a verse desposeídos de todos sus bienes por sus enemigos y a arrastrar en su patria una vida sin honor? La cosa es poco fuerte para dicha, pero, en fin, se puede abofetear impunemente a un hombre de este carácter. Créeme, pues, querido amigo, deja tus argumentos, cultiva lo bello, ejercítate en lo que te dará la reputación de hombre hábil y abandona a otros estas vanas sutilidades que sólo tratan de extravagancias o puerilidades y que terminarán por reducirte a la miseria; propónte por modelos no a esos que disputan con estas frivolidades, sino a las personas que han conquistado fama y riquezas y que gozan de las otras ventajas de la vida.

SÓCRATES.- Si mi alma fuese de oro, ¿no crees, Callicles, que sería para mí motivo de gran alegría encontrar una excelente piedra de toque de las que sirven para probar el oro, de manera que acercándola a mi alma, si me diera testimonio favorable, reconociera yo sin ningún género de duda que estoy en buen estado y que no tengo necesidad de ninguna prueba más?

CALLICLES.- ¿A propósito de qué me preguntas esto, Sócrates?

SÓCRATES.- Voy a decírtelo: creo haber tenido contigo un feliz encuentro.

CALLICLES.- ¿Por qué?

SÓCRATES.- Estoy muy seguro de que si te manifiestas de acuerdo conmigo en las opiniones que tengo en el alma es porque estas opiniones son verdad. Observo, en efecto, que para saber si un alma está bien o mal es preciso poseer tres cualidades que tú reúnes: la ciencia, la bondad y la franqueza. Encuentro mucha gente que no es capaz de sondarme porque no es sabia como tú. Otros hay que son sabios, pero como no se interesan por mí como tú, no quieren decirme la verdad. Estos dos extranjeros, Gorgias y Polos, son hábiles los dos, y mis amigos, pero les falta un poco de franqueza y son más circunspectos de lo que les conviene ser. ¿Cómo no han de serlo, puesto que por una vergüenza perjudicial han llevado su timidez hasta el extremo de contradecirse mutuamente ante tantas personas y tratándose de objetos de la mayor importancia? En cuanto a ti, te digo que empiezas por tener todo lo que tienen los otros, porque eres sumamente hábil, como convendrá la mayor parte de los atenienses, y además me miras bondadosamente. Mira por lo que juzgo. Sé, Callicles, que sois cuatro los que habéis estudiado juntos la filosofía: tú, Tisandros de Efidna, Andron, hijo de Androtion, y Nansikides de Chalargos. Un día os oí deliberar acerca de a qué extremo se debía llevar el cultivo de la sabiduría y sé qué opinión fue la que se impuso: que no se debía aspirar a ser filósofo consumado y que os advertiríais mutuamente de tener cuidado de que por filosofar más de lo conveniente no os perjudicarais sin saberlo. Hoy que te oigo darme el mismo consejo que a tus más íntimos amigos me das con ello una prueba decisiva del afecto que me tienes. De que tienes además lo que es necesario para hablarme con toda libertad y no disimularme nada por vergüenza lo has dicho tú mismo, y el discurso que acabas de dirigirme testimonia también de ello. Una vez las cosas así, es evidente que lo que me concedas en esta discusión acerca del asunto que nos separa habrá pasado por una prueba suficiente de tu parte y de la mía, y que no será necesario someterlo a un nuevo examen. Porque tú no me lo habrás dejado pasar por falta de luces ni por exceso de vergüenza y tampoco confesarás nada por deseo de engañarme, siendo, como dices, mi amigo. Así será el resultado de tus opiniones y las mías la plena y entera verdad. De todas las consideraciones, Callicles, la más bella sin duda es la que concierne a los objetos acerca de los cuales me has dado una lección: qué se debe ser, a qué debe uno dedicarse con preferencia y hasta qué punto, sea en la ancianidad o en la juventud. En cuanto a mí, si el género de vida que llevo es reprensible desde ciertos puntos de vista, estate persuadido de que la falta no es voluntaria de mi parte y que de ella sólo tiene la culpa la ignorancia. No renuncies, pues, a hacerme observaciones como tan bien empezaste; pero explícame a fondo qué profesión es a la que debo dedicarme y cómo tengo que componérmelas para ejercerla, y si después de que la cosa esté decidida entre los dos, si descubres más tarde que no me atengo fielmente a lo convenido, tenme por un hombre sin corazón y prívame en lo sucesivo de tus consejos, como absolutamente indigno de ellos. Exponme, pues, de nuevo, te lo ruego, lo que Píndaro y tú entendéis por lo justo; has dicho tú que, consultando a la naturaleza, el más poderoso tiene derecho de apropiarse lo que pertenece al más débil, el mejor a mandar al que lo es menos y el que vale más a tener más que el que vale menos. ¿Tienes alguna otra idea de lo justo o mi memoria me es infiel?

CALLICLES.- Lo que dije entonces es lo que sigo diciendo.

SÓCRATES.- ¿Piensas en lo mismo cuando dices que uno es mejor y cuando dices que uno es más poderoso? Porque te confieso que no he podido comprender lo que querías decir ni si por los más poderosos entendías los más fuertes y si es preciso que los más débiles estén sometidos a los más fuertes, como parece lo insinuaste al decir que los grandes Estados atacan a los pequeños en virtud del derecho natural porque son más poderosos y más fuertes, lo que hace suponer que más poderosos, más fuertes y mejor son la misma cosa. ¿O se puede ser mejor y al propio tiempo mas pequeño y más débil, más poderoso y también peor? ¿O el mejor y el más poderoso están comprendidos en la misma definición? Hazme ver claramente si más poderoso, mejor y más fuerte expresan la misma idea o ideas diferentes.

CALLICLES.- Te declaro que estas palabras expresan, en efecto, la misma idea.

SÓCRATES.- En el orden de la naturaleza, ¿es la multitud más poderosa que uno solo, puesto que, como dijiste hace un instante, es la que formula las leyes contra el individuo?

CALLICLES.- Nadie puede dudarlo.

SÓCRATES.- Las leyes de la mayoría son, pues, las de los más poderosos.

CALLICLES.- Seguramente.

SÓCRATES.- Y, por consiguiente, de los mejores, puesto que, según tú, los más poderosos son también con mucho los mejores.

CALLICLES.- Sí.

SÓCRATES.- Sus leyes son, pues, bellas según la naturaleza, puesto que son las de los más poderosos.

CALLICLES.- Lo reconozco.

SÓCRATES.- Pero ¿no piensa la mayoría en que la justicia consiste en la igualdad, como hace un momento decías, y que es más feo cometer una injusticia que padecerla? ¿Es cierto o no? Y, por favor, ten cuidado de no avergonzarte ahora. ¿Piensa la mayoría, o no, en que es justo tener tanto y no más que los otros y que cometer una injusticia es algo más feo que ser víctima de ella? No te niegues a contestarme a esto, Callicles, a fin de que, si convienes en ello, me afirmes en mi parecer viéndolo apoyado por el sufragio de un hombre tan capacitado para juzgar.

CALLICLES.- Pues bien, sí; el gran número está persuadido de ello.

Sócrates.- Entonces no es solamente según la ley, sino también según la naturaleza, que es más feo cometer una injusticia que sufrirla y que la justicia consiste en la igualdad. De manera que parece que no dijiste la verdad hace un momento y que me acusaste sin razón al sostener que la naturaleza y la ley están en contradicción, que yo lo sabía de sobra y que me servía de este conocimiento para tender lazos en mis discursos, haciendo recaer la discusión sobre la ley cuando se hablaba de la naturaleza y sobre la naturaleza cuando se hablaba de la ley.

CALLICLES.- ¡Este hombre no va a cesar de decir vaciedades! Sócrates, contéstame: ¿no te avergüenzas a tus años de estar a la caza de palabras y considerar que has ganado tu causa cuando uno se equivoca en una palabra? ¿Te figuras que por los más poderosos entiendo algo distinto de los mejores? ¿No te he dicho hace ya tiempo que para mí tienen la misma acepción estos términos de mejor y más poderoso? ¿Te imaginas acaso en que pienso que se deben considerar como leyes los acuerdos que se hayan tomado en una asamblea compuesta de una masa de esclavos y de gentes de todas clases cuyo único mérito no es quizá más que su fuerza física?

Sócrates.- Perfectamente, sapientísimo Callicles. ¿Es así como lo entiendes?

CALLICLES.- Sin duda.

Sócrates.- Me figuraba hace ya bastante tiempo, querido amigo, que tomabas las palabras «más poderoso» en este sentido y si te he interrogado ha sido porque tenía ganas de conocer mejor tu pensamiento. Porque tú no crees que dos son mejores que uno ni que tus esclavos mejores que tú porque son más fuertes. Dime, pues, de nuevo quiénes son los que llamas mejores, puesto que no son los más fuertes, y, por favor, sé menos áspero conmigo a fin de que no huya de tu escuela.

CALLICLES.- ¡Ya vuelves a burlarte de mí!

Sócrates.- ¡No, Callicles, no, por Zethos!, de cuyo nombre te serviste hace poco para burlarte bastante de mí. Vamos, dime quiénes son los que llamas mejores.

CALLICLES.- Los que valen más.

Sócrates.- ¿Ves como no me dices más que palabras y que no me explicas nada? ¿No vas a decirme si por los mejores y más poderosos entiendes los más sabios u otros parecidos?

CALLICLES.- ¡Sí, por Júpiter!, a ellos me refiero muy especialmente.

Sócrates.- Así, pues, a menudo es mejor un sabio por lo que dices que diez mil que no lo son, y a él corresponderá mandar y a los otros obedecer, y en calidad de dominador deberá tener más que sus súbditos. Me parece que es esto lo que quieres decir, si es verdad que uno solo es mejor que diez mil, y conste que no voy a caza de palabras.

CALLICLES.- Es precisamente lo que digo: que, según la ley natural, es muy justo que el mejor y más sabio mande y tenga mejor parte que los que carecen de méritos.

Sócrates.- Manténte, pues, en esto. ¿Y qué vas a contestar a lo que te voy a preguntar? Si varios estuviéramos reunidos en un mismo sitio como estamos aquí y hubiéramos aportado para una comida para todos diferentes manjares y bebidas, y que nuestra asamblea se compusiera de gentes, fuertes unas y débiles otras, y que uno de nosotros, por su calidad de médico, supiese más que nosotros en lo referente al uso de esos alimentos, y que por añadidura fuera, como es muy verosímil, más fuerte que unos y más débil que otros, ¿no es cierto que este hombre, sabiendo más que nosotros, será también el mejor y más poderoso en lo referente a estas cosas?

CALLICLES.- Indudablemente.

Sócrates.- Por ser mejor, ¿será preciso que tenga una parte mayor de alimentos que los otros? ¿O más bien en su calidad de jefe estar encargado de la distribución de todo? Pero en cuanto a disfrutar de los alimentos teniendo en cuenta su cuerpo, no aspiraría a tener más que los demás, porque podría hacerle daño, sino a más que unos y a menos que otros; pero si por casualidad fuera el más débil, menos que todos, Callicles, no obstante ser el mejor. ¿No te parece, mi buen amigo?

CALLICLES.- Me estás hablando de comidas, de bebidas, de médicos y de otras tonterías análogas. No es eso lo que quiero decir.

Sócrates.- ¿No has reconocido que el más sabio es el mejor? Confiésalo o niégalo.

CALLICLES.- Lo reconozco.

Sócrates.- ¿Y que el más sabio tiene que percibir mayor parte?

CALLICLES.- Sí, pero no en cuestión de alimentos y bebidas.

Sócrates.- Comprendido: puede ser que se trate de vestidos. ¿Es preciso que el más hábil en la confección de telas lleve el traje más grande y vaya cargado de un gran número de trajes de los más hermosos?

CALLICLES.- ¿De qué trajes me estás hablando?

Sócrates.- Por lo dicho será preciso que el artesano más entendido en la fabricación de cueros y el mejor de los zapateros tengan más calzado que los demás y que el zapatero lleve cuando vaya a la calle los zapatos más grandes y muchos de repuesto.

CALLICLES.- ¿Qué tonterías de zapatos estás diciendo?

Sócrates.- Si no es esto lo que piensas, puede ser sea esto otro; por ejemplo, que el labrador entendido y práctico en el cultivo de sus tierras debe tener más semillas que echar en sus campos que los otros.

CALLICLES.- Siempre tienes que venir a parar a lo mismo, Sócrates.

Sócrates.- A lo mismo, no, Callicles; pero sí al mismo asunto.

CALLICLES.- ¡Por todos los dioses!, no cesas de tener en la punta de la lengua a los zapateros, a los curtidores, a los cocineros y a los médicos, como si aquí nos ocupáramos de ellos.

Sócrates.- Pero ¿no me dirás al fin en qué debe ser más poderoso y sabio aquel a quien la justicia autoriza a tener más que los demás? ¿No preferirías decirlo tú mismo a que yo te lo sugiera?

CALLICLES.- Te lo digo desde hace tiempo. Por los más poderosos no entiendo ni a los cocineros ni a los zapateros, sino a los más expertos en los asuntos públicos y en la buena administración del Estado, y no solamente entendidos, sino más valientes y capaces de ejecutar los proyectos que han concebido sin fatigarse por debilidad del espíritu.

Sócrates.- ¿No estás viendo, querido Callicles, que los dos nos estamos reprochando lo mismo? Tú me echas en cara que digo siempre lo mismo, como si fuera un delito, y yo, al contrario, me quejo de que nunca dices lo mismo de las mismas cosas, y de que unas veces tienes a los más fuertes por mejores y más poderosos y otras a los que más saben. Ahora me das una tercera definición, y los más poderosos y mejores son, según tú, los más valientes. Dime de una vez para siempre a quiénes llamas los mejores y más poderosos y con relación a qué.

CALLICLES.- Ya te he dicho que son los hombres expertos en las cuestiones políticas y valientes; a ellos les pertenece el gobierno de los Estados y es justo que tengan más que los otros, puesto que son los que mandan y éstos los que obedecen.

Sócrates.- ¿Son ésos, querido amigo, los que se mandan a sí mismos, o en qué haces consistir su imperio?

CALLICLES.- ¿De qué hablas?

Sócrates.- Hablo de cada individuo en tanto que se manda a sí mismo. ¿O no es necesario acaso que ejerza imperio sobre sí mismo, sino únicamente sobre los demás?

CALLICLES.- ¿Qué entiendes por mandarse a sí mismo?

Sócrates.- Nada extraordinario, sino lo que todo el mundo cree saber: ser temperante, dueño de sí mismo y dominar sus pasiones y deseos.

Callicles.- ¡Eres encantador!; nos estás hablando de imbéciles y los llamas temperantes.

Sócrates.- ¡Cómo! No creo que haya alguien que no haya comprendido que no es eso lo que quiero decir.

Callicles.- Es eso mismo, Sócrates. ¿Cómo puede ser dichoso un hombre obligado a servir de algo? Pero voy a decirte con entera libertad lo que es lo bello y lo justo en el orden de la naturaleza. Para tener una vida feliz es necesario dejar que sus pasiones tomen el incremento posible y no reprimirlas. Cuando así han llegado al paroxismo se debe estar en disposición de satisfacerlas con valor y habilidad, satisfaciendo cada deseo a medida que nace. Me figuro que esto es lo que no sabría hacer la mayoría de los hombres y es la causa de que conducen a los que lo consiguen, ocultando avergonzados su propia impotencia. Dicen, pues, que la intemperancia es algo muy feo, como he observado antes; encadenan a los que han nacido dotados de mejores cualidades que ellos, y no pudiendo conceder a sus pasiones lo que necesitan para contenerlas, elogian la temperancia, la moderación y la justicia por pura cobardía. Y en realidad, para cualquiera que haya tenido la suerte de nacer de padres reyes o bien suficiente grandeza de alma para procurarse alguna soberanía, como una tiranía o una monarquía, no habrá nada tan vergonzoso y dañino como la templanza, puesto que hombres de su temple, que pueden disfrutar de todos los bienes de la vida sin que nadie se lo impida, se impondrían el yugo de las leyes, de los discursos y de la censura de lo vulgar. ¿Cómo no los haría desgraciados esta pretendida belleza de la justicia y de la templanza quitándoles la libertad de dar más a sus amigos que a sus enemigos, siendo como son soberanos en su propia ciudad? Tal es el estado de cosas en esa verdad, Sócrates, tras la cual dices que corres. La molicie, la intemperancia, el desenfreno, cuando nada les falta, son la virtud y la felicidad. Todas esas otras bellas ideas, esas convenciones contrarias a la naturaleza, no son más que extravagancias humanas, que no deben ser tenidas en cuenta para nada.

Sócrates.- Acabas de exponer con mucho valor y libertad tu pensamiento, Callicles; explicas con mucha claridad lo que los otros piensan, es cierto, pero no se atreven a decir. Te conjuro para que en todas las materias, procedas del mismo modo a fin de que veamos clarísimamente el género de vida que nos es preciso adoptar. Y dime: ¿sostienes que para ser como conviene, no se deben poner trabas a las pasiones, sino dejarlas acrecentarse todo lo posible y cuidando de tener con qué satisfacerlas, y que en esto consiste la virtud?

Callicles.- Sí, lo sostengo.

Sócrates.- Admitido esto, es una gran equivocación decir que los que nada necesitan son felices.

Callicles.- Si así fuera, nadie sería tan feliz como los cadáveres y las piedras.

Sócrates.- Pero también sería una vida terrible la de que tú hablas. Verdaderamente, no me sorprendería de que fuera cierto lo que dice Eurípides: «¿Quién sabe si la vida no es para nosotros una muerte y la muerte una vida?», y si en realidad estamos muertos. A un sabio le oí decir que ahora estábamos muertos y que nuestros cuerpos eran solamente nuestras sepulturas, y en cambio la parte del alma en que residen las pasiones es de naturaleza apta para cambiar de sentimientos y pasar de un extremo a otro. Un hombre de espíritu siciliano quizá, o italiano, explicando esto por la fábula, en la que descollaba, llamaba por una alusión de nombre a esta parte del alma un tonel, a causa de su facilidad para creer y dejarse persuadir, a los insensatos profanos todavía no iniciados. Comparaba parte del alma de estos insensatos en la que residen las pasiones, siempre que el alma es intemperante y no se contiene en nada, a un tonel agujereado, a causa de su insaciable avidez. Este hombre, Callicles, pensaba todo lo contrario de ti, que de todos los que están en los infiernos, y por esa palabra entendía lo que es indivisible; los más desventurados son estos profanos que llevan sobre la espalda un tonel agujereado lleno de agua que cogen con un cedazo. Este cedazo, decía explicando su pensamiento, es el alma de estos insensatos, para indicar que estaba agujereada y que la desconfianza y el olvido no le permitían retener nada. Toda esta explicación es bastante extravagante; sin embargo, hace comprender lo que quiero darte a conocer, si logro decidirte a cambiar de opinión y preferir a una vida insaciable y disoluta una vida ordenada que se satisface con lo que tiene a mano y no desea nada más. ¿He logrado ganar algo en tu espíritu, y volviendo sobre tus pasos crees que los temperantes son más felices que los licenciosos? ¿O no he conseguido nada y aunque empleare varias explicaciones mitológicas parecidas no estarás más inclinado a pensar de otro modo?

Callicles.- Esto último que dices es la verdad, Sócrates.

Sócrates.- Tolera que te explique un nuevo emblema salido de la misma escuela que el anterior. Mira si lo que dices de estas dos vidas, la desenfrenada y la moderada, no es como si supieras que dos hombres tiene cada uno un gran número de toneles; que los de uno de los dos hombres están en muy buen estado y llenos éste de vino, este otro de miel, un tercero de leche y otros de diferentes licores; que además los licores de cada tonel sólo se obtienen tras muchas molestias y son muy raros; que aquel hombre que llenó sus toneles no tiene que echar nada más en ellos en lo sucesivo y que por esto puede estar perfectamente tranquilo; el otro hombre puede, es cierto, procurarse los mismos licores tan difícilmente como el primero; sus toneles, en cambio, están podridos y agujereados, lo que le obliga a estar llenándolos incesantemente de día y de noche, so pena de verse presa de terribles disgustos. Este cuadro es la imagen de una y otra vida; ¿sigues diciendo que la del libertino es más feliz que la del moderado? ¿No te hace convenir este discurso en que la vida morigerada es preferible a la desarreglada o no te he convencido?

Callicles.- No me has convencido, Sócrates, porque este hombre cuyos toneles están siempre llenos no disfruta de placer alguno, y una vez que los ha llenado se encuentra en el caso de que antes hablé, de vivir como una piedra, sin experimentar en lo sucesivo placeres ni dolores. El placer y la dulzura de la vida consisten en derramar cuanto más posible en los toneles.

Sócrates.- Si hay que echar mucho es señal de que mucho se escapa, y para que así sea tiene que haber agujeros muy grandes.

Callicles.- Sin duda.

Sócrates.- La condición de que hablas no es, por cierto, la de un cadáver ni la de una piedra, sino la de una sima. Además, dime: ¿comparas eso al tener hambre y comer entonces?

Callicles.- Sí.

Sócrates.- ¿Y a tener sed y beber?

Callicles.- Sí, y sostengo que sentir esos apetitos y poder satisfacerlos es vivir dichoso.

Sócrates.- Muy bien, querido amigo, continúa como has empezado y procura no tener que avergonzarte. Pero que yo, por mi parte, tampoco me avergüence. Ante todo, dime si es vivir feliz tener sarna y comezón, poderse rascar a gusto y pasarse la vida rascándose.

Callicles.- ¡Qué absurdos dices y qué prueba de mal gusto das recurriendo a tan feos artificios!

Sócrates.- Aunque así he desconcertado a Polos y Gorgias, contigo no temo ocurra lo mismo ni que te ruborices, porque eres demasiado valiente, pero contesta solamente a mi pregunta.

Callicles.- Digo que el que se rasca vive feliz.

Sócrates.- ¿Bastará que le pique la cabeza o tenga que picarle algo más? Te lo pregunto. Fíjate, Callicles, en lo que responderás si se llevan las preguntas de esta clase hasta lo lejos que se pueden llevar. En fin, siendo las cosas así, resultará que la vida de los sodomitas no es detestable, vergonzosa ni miserable. ¿O te atreverás a sostener que éstos son felices también cuando tienen todo lo que les hace falta?

Callicles.- ¿No te da vergüenza, Sócrates, haber hecho recaer nuestra conversación sobre tales inconveniencias?

Sócrates.- ¿Soy yo el causante de ello o el que descaradamente sostiene que cualquiera que experimenta un placer, cualquiera clase que sea es feliz sin hacer distingo entre los placeres honestos y deshonestos? Explícame, pues, esto. ¿Pretendes que lo agradable y lo bueno son la misma cosa o admites que hay cosas agradables que no son buenas?

Callicles.- Para que no haya contradicción en mi discurso, si te digo que lo uno es diferente de lo otro te contesto que son la misma cosa.

Sócrates.- Estropeas todo lo dicho precedentemente y no buscaremos juntos la verdad con la exactitud requerida si respondes lo que no piensas, mi querido Callicles.

Callicles.- Tú, Sócrates, me das el ejemplo.

Sócrates.- Si así es, hago tan mal como tú. Pero mira, querido amigo, si el bien no consiste en algo diferente del placer, cualquiera que sea éste, porque todo lo vergonzoso que embozadamente acabo de indicar y mucho más aún sería evidentemente una consecuencia inmediata de ello, si fuera cierto lo que has dicho.

Callicles.- Al menos tú lo crees, Sócrates.

Sócrates.- Y tú, Callicles, ¿aseguras de buena fe que lo que has dicho es la verdad?

Callicles.- Sí.

Sócrates.- ¿Quieres que discutamos tu opinión como si hablaras en serio?

Callicles.- Hablo muy en serio.

Sócrates.- Perfectamente. Puesto que tal es tu manera de pensar, explícame esto. ¿No existe una cosa a la que llamas ciencia?

Callicles.- Sí.

Sócrates.- ¿No hablaste hace poco del valor unido a la ciencia?

Callicles.- Es cierto.

Sócrates.- ¿No haces distinción de estas dos cosas por la razón de que el valor es otra cosa que la ciencia?

Callicles.- Naturalmente.

Sócrates.- ¿La voluptuosidad y la ciencia son la misma cosa o se diferencian?

Callicles.- Se diferencian, sapientísimo Sócrates.

Sócrates.- Y el valor, ¿es también distinto de la voluptuosidad?

Callicles.- Sin duda.

Sócrates.- Espera para que grabemos esto en la memoria: Callicles de Acharnea sostiene que lo agradable y lo bueno son la misma cosa y que la ciencia y el valor son diferentes la una del otro y de lo bueno. ¿Sócrates de Alopeka está conforme con esto o no?

Callicles.- No está conforme.

Sócrates.- No creo tampoco que Callicles lo esté cuando haya reflexionado seriamente, porque dime: ¿no crees que la manera de ser de la gente feliz es contraria de la de los desgraciados?

Callicles.- Sin duda.

Sócrates.- Puesto que estas dos maneras de ser son opuestas, ¿no es de necesidad que ocurra con ellas lo mismo que con la salud y la enfermedad? Porque el mismo hombre no puede estar a la vez bueno y enfermo y no pierde la salud al mismo tiempo que se ve libre de la enfermedad.

Callicles.- ¿Qué quieres decir?

Sócrates.- Escúchalo: tomemos, por ejemplo, la parte del cuerpo que más te plazca. ¿Los ojos? ¿No se enferman los ojos alguna vez de una afección que se llama oftalmía?

Callicles.- ¿Quién puede dudarlo?

Sócrates.- A la vez no pueden tenerse los ojos sanos y tener una oftalmía.

Callicles.- De ninguna manera.

Sócrates.- Pero cuando está uno curado de la oftalmía, ¿pierde la salud de los ojos o pierde ambas cosas a la vez?

Callicles.- No.

Sócrates.- Me parece que sería una cosa prodigiosa y absurda, ¿no es cierto?

Callicles.- Sí.

Sócrates.- Porque me parece que la una viene y la otra se va y recíprocamente.

Callicles.- Convengo en ello.

Sócrates.- ¿No puede decirse lo mismo de la fuerza y de la debilidad?

Callicles.- Sí.

Sócrates.- ¿Y de la velocidad y de la lentitud?

Callicles.- También.

Sócrates.- ¿Se adquieren de la misma manera y, se pierden a la vez los bienes y los males, la dicha y la desgracia?

Callicles.- Ciertamente.

Sócrates.- Si descubrimos, pues, ciertas cosas que se tienen aún en el momento en que uno se ve libre de ellas, es evidente que no son ni un bien ni un mal. ¿Lo reconocemos? Examínalo bien antes de contestarme.

Callicles.- Lo reconozco sin titubeos.

Sócrates.- Volvamos ahora a lo que antes convinimos. ¿Dijiste del hambre que es una sensación agradable o desagradable? Hablo del hambre considerada en sí misma.

Callicles.- Sí; es una sensación dolorosa, y comer teniendo gana una cosa agradable.

Sócrates.- Te comprendo; pero el hambre por sí misma, ¿es dolorosa o no?

Callicles.- Yo digo que sí lo es.

Sócrates.- ¿Y la sed, sin duda también?

Callicles.- Ciertamente.

Sócrates.- ¿Crees que es necesario que te haga nuevas preguntas o convienes ya en que toda necesidad, todo deseo es doloroso?

Callicles.- Convengo en ello; no me preguntes más.

Sócrates.- Perfectamente. ¿Beber teniendo sed es en tu opinión una cosa agradable?

Callicles.- Sí.

Sócrates.- ¿No es verdad que tener sed es causa de dolor?

Callicles.- Sí.

Sócrates.- ¿Y que beber es la satisfacción de un deseo y un placer?

Callicles.- Sí.

Sócrates.- ¿De manera que beber es tener un placer?

Callicles.- Sin duda.

Sócrates.- ¿Porque se tiene sed?

Callicles.- Sí.

Sócrates.- ¿O sea, porque se sufre un dolor?

Callicles.- Sí.

Sócrates.- ¿Ves que de esto resulta que cuando dices: beber teniendo sed es como si dijeras: experimentar un placer sintiendo un dolor? Estos dos sentimientos, ¿no concurren en el mismo tiempo y en el mismo lugar, sea del alma o sea del cuerpo, como prefieras, porque en mi opinión, lo mismo da? ¿Es cierto o no?

Callicles.- Es cierto.

Sócrates.- Pero ¿no confesaste que es imposible ser desgraciado al mismo tiempo que se es feliz?

Callicles.- Y lo sigo diciendo.

Sócrates.- Acabas de reconocer que se puede disfrutar de un placer sintiendo dolor.

Callicles.- Así parece.

Sócrates.- Entonces sentir un placer no es ser feliz ni experimentar un dolor ser desgraciado, y por consiguiente, lo agradable es distinto de lo bueno.

Callicles.- No sé qué razonamientos tan capciosos empleas, Sócrates.

Sócrates.- Lo sabes muy bien, pero disimulas, Callicles. Todo esto no es por tu parte más que una broma. Pero sigamos adelante a fin de que veas bien hasta qué punto eres sabio tú que me das opiniones. ¿No cesan al mismo tiempo el placer de beber y la sed?

Callicles.- No entiendo nada de lo que dices.

Gorgias.- No hables así, Callicles; responde por nosotros a fin de terminar esta disputa.

Callicles.- Sócrates es siempre el mismo, Gorgias. Hace preguntitas que carecen de importancia para refutaras en seguida.

GOrgias.- ¿Y qué te importa? No es cosa tuya, Callicles. Te has comprometido a dejar argumentar a Sócrates como mejor le plazca.

Callicles.- Continúa, pues, con tus minuciosas y apretadas preguntas, ya que así lo desea Gorgias.

Sócrates.- Puedes considerarte dichoso, Callicles, por haber estado iniciado en los grandes misterios antes de estarlo en los pequeños; debo confesar que no creí que esto estuviera permitido. Vuelve, pues, al punto donde te quedaste y dime si no se cesa al mismo tiempo de tener sed y de sentir el placer de beber.

Callicles.- Confieso que sí.

Sócrates.- ¿No se pierden igualmente a la vez la sensación del hambre y de otros deseos y la del placer?

Callicles.- Es verdad.

Sócrates.- ¿Se cesa, pues, al mismo tiempo de sentir dolor y placer?

Callicles.- Sí.

Sócrates.- Por consiguiente, no se pueden perder a la vez los bienes y los males como estás convencido. ¿No sigues estándolo todavía?

Callicles.- Sin duda, pero ¿qué se deduce de ello?

Sócrates.- Se deduce, mi querido amigo, que lo bueno y lo grato, lo malo y lo doloroso, no son la misma cosa, puesto que se cesa al mismo tiempo de experimentar los unos y los otros, lo que nos muestra la diferencia. ¿Cómo podría ser, en efecto, lo agradable la misma cosa que lo bueno y lo doloroso que lo malo? Examina además esto, si quieres, de otra manera. Porque no creo que vayas a estar más de acuerdo contigo mismo. Mira: ¿no llamas buenos a los que son buenos a causa del bien que reside en ellos, como llamas hermosos a aquellos en quienes se encuentra la belleza?

Callicles.- Sí.

Sócrates.- Pero ¿cómo? ¿Llamas gentes de bien a los insensatos y a los cobardes? Hace un rato no los llamabas así, pero sí dabas ese nombre a los hombres valerosos e inteligentes. ¿No sigues diciendo que éstos son los hombres de bien?

Callicles.- Ciertamente.

Sócrates.- Dime, ¿has visto alegre alguna vez a un niño privado de razón?

Callicles.- Sí.

Sócrates.-¿ ¿No has visto también alegre a un hombre demente?

Callicles.- Creo que sí, pero ¿por qué me lo preguntas?

Sócrates.- Por nada; contesta solamente.

Callicles.- He visto algunos.

Sócrates.- ¿Y has visto también a hombres razonables en la tristeza y en la alegría?

Callicles.- Sí.

Sócrates.- Quiénes sienten más vivamente la alegría y el dolor, ¿los cuerdos o los insensatos?

Callicles.- No creo que haya una gran diferencia.

Sócrates.- Me basta. ¿No has visto cobardes en la guerra?

Callicles.- Ya lo creo.

Sócrates.- Cuando el enemigo se retiraba, ¿quienes te han parecido demostrar más júbilo, los cobardes o los valientes?

Callicles.- Unas veces se alegraban más los unos y otras los otros, pero casi lo mismo.

Sócrates.- Eso no significa nada. ¿Los cobardes se alegran también?

Callicles.- Muchísimo.

Sócrates.- ¿Y los insensatos también a lo que parece?

Callicles.- Sí.

Sócrates.- Cuando el enemigo avanzaba, ¿estaban tristes los cobardes solamente o también los valerosos?

Callicles.- Los unos y los otros.

Sócrates.- ¿Igualmente?

Callicles.- Los cobardes quizá más.

Sócrates.- Y cuando el enemigo se retira, ¿no son los cobardes quienes más se alegran?

Callicles.- Puede ser.

Sócrates.- De manera que los insensatos y los cuerdos, los cobardes y los valientes, experimentan, por lo que dices, igualmente el dolor y el placer, y los cobardes más que los valientes.

Callicles.- Y lo sostengo.

Sócrates.- Pero los cuerdos y los valientes son buenos y los cobardes y los insensatos malos.

Callicles.- Sí.

Sócrates.- Los buenos y los malos experimentan, pues, casi igualmente la alegría y el dolor.

Callicles.- Así lo pretendo.

Sócrates.- Pero los buenos y los malos, ¿son aproximadamente igualmente buenos o malos?, o ¿acaso no son los malos mejores y peores que los buenos?

Callicles.- ¡Por Júpiter!, te aseguro que no sé lo que dices.

Sócrates.- ¿No sabes que dijiste que los buenos son buenos por la presencia del bien y los malos por la del mal, y que el placer es un bien y el dolor un mal?

Callicles.- Sí.

Sócrates.- El bien o el placer se encuentran, pues, en aquellos que experimentan una alegría mientras la experimentan.

Callicles.- Sin duda.

Sócrates.- ¿Entonces los que sienten alegría son buenos por la presencia del bien?

Callicles.- Sí.

Sócrates.- Dime: ¿no se encuentran el mal y el dolor en los que sienten penas?

Callicles.- Sin duda.

Sócrates.- ¿Dices todavía o no dices ya, que los malos son malos por la presencia del mal?

Callicles.- Sigo diciéndolo.

Sócrates.- De manera que los que experimentan alegría son buenos y los que tienen algún dolor malos.

Callicles.- Seguramente.

Sócrates.- Y lo son más si estos sentimientos son más vivos y menos si son más débiles, e igualmente si son iguales.

Callicles.- Sí.

Sócrates.- ¿No pretendes que los cuerdos y los insensatos, los cobardes y los valientes experimentan casi igualmente la alegría y el dolor y hasta aún más los cobardes?

Callicles.- Sí.

Sócrates.- Deduce conmigo las consecuencias que resultan de estos reconocimientos, porque se dice que es muy bello decir y considerar hasta dos y tres veces las cosas bellas. Convenimos en que el cuerdo y el valiente son buenos; ¿no es así?

Callicles.- Sí.

Sócrates.- ¿Y en que el insensato y el malo son malos?

Callicles.- Sin duda.

Sócrates.- Además, en que el que disfruta de la alegría es bueno.

Callicles.- Sí.

Sócrates.- Y en el que el que siente el dolor es malo.

Callicles.- Necesariamente.

Sócrates.- En fin, en que el bueno y el malo experimentan de una manera igual el placer y el dolor y el malo quizá más.

Callicles.- Sí.

Sócrates.- El malo entonces se vuelve tan bueno y hasta mejor que el bueno. Esto y lo que antes se ha dicho, ¿no se deduce de que haya quien sostiene que lo bueno y lo grato es lo mismo? ¿Es así o no, Callicles?

Callicles.- Hace ya rato, Sócrates, que te estoy escuchando, y asintiendo a todo cuando dices, porque observo que cuando alguien, aunque sea en broma, te da motivo para que le derrotes, te alegras como un niño. ¿Te has podido imaginar que yo, y al decir yo digo cualquier hombre, no opinamos que hay placeres mejores y otros peores?

Sócrates.- ¡Ja, ja! ¡Qué pillo eres Callicles! Me estás tratando como a un niño diciendo unas veces que las cosas son de una manera y otra de un modo distinto viendo así si me puedes engañar. Y mira: al principio no pude creer que te prestaras a engañarme, porque te tenía por amigo. Pero me he llevado un chasco y reconozco que no tengo más remedio que contentarme, como dice el antiguo proverbio, con que las cosas sean como son y tomar lo que me das. Ahora, pues, me dices, a lo que parece, que hay voluptuosidades buenas y malas. ¿No es así?

Callicles.- Sí.

Sócrates.- ¿No son las buenas las que reportan alguna utilidad y las malas las perjudiciales?

Callicles.- Indudablemente.

Sócrates.- ¿Te refieres a las voluptuosidades que voy a decir: refiriéndome, por ejemplo, al cuerpo, las que se encuentran en el comer y el beber? ¿Y no consideras que son buenas las que procuran al cuerpo salud y fuerza o cualquier otra cualidad parecida, y que son malas las que engendran cualidades contrarias?

Callicles.- Seguramente.

Sócrates.- ¿No es preciso escoger y aprovechar las voluptuosidades y los dolores que nos sean un bien?

Callicles.- Es cierto.

Sócrates.- ¿Y huir de los que nos perjudican?

Callicles.- Evidentemente.

Sócrates.- Porque, si te acuerdas, convinimos Polos y yo en que en todas las cosas tenemos que obrar en vista del bien. ¿Opinas también como nosotros que el bien es el objetivo de todas nuestras acciones y que todo le demás debe referirse a él y no el bien a las otras cosas? ¿Unes tu sufragio a los nuestros?

Callicles.- Sí.

Sócrates.- Entonces hay que hacer todo, hasta lo agradable con miras al bien, y no el bien con miras a lo agradable.

Callicles.- Sin duda.

Sócrates.- ¿Puede discernir cualquiera entre las cosas agradables cuáles son las buenas y cuales las malas? ¿O más bien se necesita para ello de un experto en cada género?

Callicles.- Hace falta uno de éstos.

Sócrates.- Recordemos ahora lo que acerca de este punto dije a Polos y a Gorgias. Dije, si no lo has olvidado, que hay ciertas industrias que sólo aspiran a procurar placeres y limitándose a esto ignoran lo que es bueno y lo que es malo, y que hay otras que lo saben. Entre el número de las industrias cuya finalidad son los placeres del cuerpo, he contado la cocina, no como un arte, sino como una rutina, y también la medicina entre las artes cuya finalidad es el bien. Y en nombre de Júpiter que preside la amistad, no creas, Callicles, que te conviene bromearte de mi ni de responder contra tus convicciones diciendo cuanto te venga a la boca, ni de tomar a pura chanza de mi parte lo que te digo. Estás viendo que nuestra disputa tiene por causa una materia muy importante. ¿Y qué hombre, en efecto, si tiene un poco de juicio, mostrará más interés por un asunto que pueda igualarse al que le inspire el afán de saber cómo debe vivir; si es necesario que siga la vida a la que le invitas y obrar como debe obrar un hombre, según tu criterio, discurriendo ante el pueblo congregado, ejercitándose en la retórica y administrando los negocios públicos de la manera que los administra hoy día o si debe preferir la vida consagrada a la filosofía y en qué se diferencia este género de vida del precedente? Quizá esté más apto para distinguir el uno del otro, como yo he empezado a hacerlo ha poquísimo tiempo, después de haberlos separado y haber convenido entre nosotros que son dos vidas diferentes, examinando en qué consiste esta diferencia y cuál de las dos vidas merece ser preferida. Quizá no comprendes todavía lo que te quiero decir.

Callicles.- Verdaderamente, no.

Sócrates.- Te lo voy a explicar más claramente. Tú y yo hemos estado de acuerdo en que existen lo bueno y lo agradable y que lo agradable no es lo mismo que lo bueno; además en que hay ciertas industrias y diversas maneras de procurárselas; unas tendiendo a buscar lo agradable y otras lo bueno. Empieza, pues, concediéndome o negándome este punto.

Callicles.- Te lo concedo.

Sócrates.- Vamos a ver si estarás de acuerdo conmigo en que lo que dije a Polos y Gorgias te parece verdad. Les dije que la habilidad del cocinero no me parecía un arte, sino una rutina; que la medicina, al contrario, es un arte, fundándome en que la medicina ha estudiado la naturaleza del sujeto en quien se ejerce, conoce las causas de lo que hace y puede dar razón de cada una de sus operaciones; la cocina, en cambio, por estar dedicada por completo a la preparación del placer y tender a este fin sin someterse a ninguna regla ni haber examinado la naturaleza del placer ni los motivos de sus preparaciones, está desprovista por completo de razón y, por decirlo así, no se da cuenta de nada; no es más que un uso, una rutina, un simple recuerdo que se conserva de lo que se tiene costumbre de hacer y por el que se procura el placer. Examina primeramente si esto te parece bien dicho, y en seguida si hay con relación al alma profesiones parecidas, unas de las cuales marchando según las reglas del arte tengan cuidado de procurar al alma lo que le es ventajoso y que las otras descuidan, y como ya lo he dicho con referencia al cuerpo, se ocupan únicamente del placer del alma y de los medios de buscárselos, no examinando para nada en ninguna materia cuáles son los buenos placeres y los malos, y no preocupándose más que de impresionar al alma gratamente, séale ventajoso o no. Mi opinión, Callicles, es que existe esta clase de profesiones a las que no vacilo en llamar adulaciones, lo mismo a las referentes al cuerpo que a las que conciernen al alma y a cualquiera otra cosa que procure el placer sin haberse molestado en averiguar si le es útil o pernicioso. ¿Opinas como yo o piensas de otra manera?

Callicles.- No opino como tú, pero dejo pasar este punto a fin de terminar esta disputa y por complacer a Gorgias.

Sócrates.- ¿La adulación de que te hablo existe con relación a un alma solamente o también con relación a dos o más?

Callicles.- Con relación a dos y a muchas.

Sócrates.- Así, pues, se podrá complacer a una muchedumbre de almas reunidas sin preocuparse de lo que les es más ventajoso.

Callicles.- Así me lo imagino.

Sócrates.- ¿Podrías decirme qué profesiones son las que producen este efecto?, o, mejor aún, si lo prefieres, te interrogaré, y a medida que te parezca que una profesión es de esta clase dirás sí, y si te parece que no, dirás que no. Comencemos por la profesión de flautista. ¿No te parece, Callicles, que visa nada más que a preocuparnos un placer y que de lo demás no se preocupa?

Callicles.- Eso me parece.

Sócrates.- ¿Y no juzgas lo mismo de todas las profesiones parecidas, como la de tocar la lira en los juegos públicos?

Callicles.- Sí.

Sócrates.- ¿Y no dirás lo mismo de los ejercicios de los coros y de las composiciones ditirámbicas? ¿Crees que Kinesias, hijo de Meles, se preocupa de que sus cantos sirvan para que se vuelvan mejores los que los escuchan y que tiene otras miras que no sean las de agradar a la masa de los espectadores?

Callicles.- Lo que me dices de Kinesias es evidente.

Sócrates.- ¿Y su padre Meles? ¿Te imaginas que cuando canta acompañándose de la lira piensa en el bien? Y ni siquiera en lo agradable, porque con su canto desagrada a los oyentes. Examina bien. ¿No te parece que todo canto con acompañamiento de lira y toda composición ditirámbica no han sido inventados más que en vista del placer?

Callicles.- Sí.

Sócrates.- Y la tragedia, este poema imponente y admirable, ¿a qué aspira? ¿No te parece que todos sus esfuerzos no tienden más que al único objeto de placer al espectador? Cuando se presenta algo agradable y gracioso, pero malo al mismo tiempo, ¿se entretiene en suprimirlo y en declamar y canta lo que es agradable, pero útil, encuentren o no placer en ello los espectadores? De estas dos disposiciones, ¿cuál es a tu parecer la de la tragedia?

Callicles.- Es claro, Sócrates, que se inclina más del lado del placer y del agrado de los espectadores.

Sócrates.- ¿No hemos visto hace muy poco, Callicles, que todo esto no es más que adulación?

Callicles.- Seguramente.

Sócrates.- Pero si de una poesía, cualquiera que sea, quitásemos el canto, el ritmo y la medida, ¿quedaría algo más que las palabras?

Callicles.- No.

Sócrates.- Estas palabras ¿no se dirigen a la multitud y al pueblo congregados?

Callicles.- Sin duda alguna.

Sócrates.- La poesía es, pues, una poesía de declamación popular.

Callicles.- Así lo parece.

Sócrates.- Esta declamación popular es, por consiguiente, una retórica, porque ¿no te parece que los poetas hacen en el teatro el papel de oradores?

Callicles.- Sí.

Sócrates.- Nosotros hemos encontrado, por lo tanto, una retórica para el pueblo, es decir, para los niños, las mujeres y los hombres libres y los esclavos reunidos, retórica de la que no hacemos mucho caso, puesto que hemos dicho que no es más que una adulación.

Callicles.- Es verdad.

Sócrates.- Muy bien. ¿Y qué nos parece esta retórica hecha para el pueblo de Atenas y los pueblos de las otras ciudades, constituidos todos por hombres libres? ¿Te parece bien que los oradores compongan siempre sus arengas en vista del mayor bien y se propongan hacer que sus conciudadanos se vuelvan más virtuosos, todo lo más posible, por virtud de sus discursos? ¿O bien que los mismos oradores, buscando agradar a los ciudadanos y descuidando el interés público para no ocuparse más que del suyo personal, traten a los pueblos como a los niños, esforzándose únicamente en complacerlos sin inquietarse de si por esto se volverán mejores o empeorarán?

Callicles.- En esto tengo que establecer un distingo: hay oradores que hablan teniendo a la vista la utilidad pública; otros, en cambio, son como has dicho.

Sócrates.- Me basta con esto, porque si hay dos maneras de arengar, una de ellas es una adulación y una práctica vergonzosa, y la otra es honorable, yo opino que ésta es la que trabaja en mejorar las almas de los ciudadanos y se dedica en toda controversia a decir lo que es más provechoso, sea agradable o no al auditorio. Pero tú no has visto jamás una retórica semejante, o si puedes nombrarme algún orador de este carácter, ¿por qué no me das su nombre?

Callicles.- ¡Por Júpiter! Entre todos los de hoy día, no conozco ni uno.

Sócrates.- ¿Qué dices?... Y entre los antiguos, ¿podrías nombrarme alguno de quien pueda decirse que los atenienses se volvieron mejores desde que comenzó a arengarlos de menos buenos que eran antes? Porque yo no veo quién pudiera ser.

Callicles.- ¿Será posible que no hayas oído decir que Temístocles fue un hombre de bien, lo mismo que Cimón, Milcíades y Pericles, muerto hace poco y cuyos discursos has oído?

Sócrates.- Si la verdadera virtud consiste, como dijiste, en contentar sus pasiones y las de los otros, tienes razón. Pero si no es así, como nos hemos visto forzados a reconocer en el curso de esta discusión, la virtud consiste en la satisfacción de nuestros deseos, que una vez contentados hacen mejor al hombre y a no conceder nada a los que empeoran, y si además hay un arte para esto, ¿puedes decirme que alguno de los que acabas de nombrar haya sido virtuoso?

Callicles.- No sé qué contestarte.

Sócrates.- Si buscas bien, encontrarás una respuesta. Examinemos, pues, pacíficamente, si alguno de entre ellos ha sido virtuoso. ¿No es cierto que el hombre virtuoso, que en todos sus discursos tiene siempre en vista el mayor bien, no hablará al azar y se propondrá un fin? Procederá como los artistas que aspirando a la perfección en su obra no cogerán al azar lo que necesitan para ejecutarla, sino lo que es adecuado para darle la forma que debe tener. Por ejemplo: si quieres fijarte en los pintores, en los arquitectos, en los constructores de barcos, en una palabra, en el obrero que te plazca, verás que cada uno de ellos pone en cierto orden todo lo que coloca y obliga a cada parte a adaptarse y a sumarse a las otras hasta que todo tenga la disposición, la forma y la belleza que debe tener, lo mismo que los otros obreros de quienes hablábamos antes hacen con relación a su obra; me refiero a lo que los maestros de gimnasia y los médicos hacen respecto del cuerpo para prepararlo debidamente y lograr su mejor estado. ¿Reconocemos o no que la cosa es así?

Callicles.- Creo que siempre debe ser así.

Sócrates.- Una casa en la que reina el orden y el arreglo, ¿no es buena?, y si en ella hay desorden, ¿no es mala?

Callicles.- Sí.

Sócrates.- ¿No debe decirse lo mismo de una embarcación?

Callicles.- Sí.

Sócrates.- Y refiriéndonos a nuestro cuerpo, ¿no podemos emplear el mismo lenguaje?

Callicles.- Sin duda.

Sócrates.- ¿Será buena nuestra alma si es desordenada? ¿No lo será más si todo en ella está en orden y en regla?

Callicles.- Después de lo anteriormente dicho, nadie podrá negarlo.

Sócrates.- ¿Qué nombre darías al efecto que el orden y el arreglo producen en el cuerpo? Probablemente lo llamarías salud y fuerza, ¿no es cierto?

Callicles.- Sí.

Sócrates.- Trata ahora de encontrar y decirme precisamente el nombre del efecto que el orden y el arreglo producen en el alma.

Callicles.- ¿Por qué no lo buscas tú mismo, Sócrates?

Sócrates.- Si prefieres, lo diré; pero si encuentras que tengo razón, convén en ello; si no, refútame y no me dejes pasar nada. Me parece que se da el nombre de saludable a todo lo que entretiene el orden en el cuerpo y de donde la salud y las otras buenas cualidades corporales. ¿Te parece bien o no?

Callicles.- Me parece verdad.

Sócrates.- Así, pues, el buen orador, el que se conduce según las reglas del arte, tenderá siempre a este fin en los discursos que dirigirá a las almas y en todas sus acciones; si hace alguna concesión al pueblo será sin perder esto de vista y si le quita algo será por el mismo motivo. Su espíritu estará ocupado incesantemente pensando en los medios de hacer nacer la justicia en el alma de sus conciudadanos, de expulsar de ella a la injusticia, de hacer germinar en ella la templanza y de apartar de ella a la intemperancia; de introducir, en fin, todas las virtudes y de excluir todos los vicios. ¿Estás de acuerdo conmigo u opinas de otro modo?

Callicles.- Opino como tú.

Sócrates.- ¿De qué le sirve, en efecto, Callicles, a un cuerpo enfermo y mal dispuesto que le presenten manjares suculentos en abundancia y las bebidas más exquisitas o cualquier otra cosa que quizá de nada le aproveche o, al contrario, más bien le perjudique? ¿No es verdad?

Callicles.- Sí.

Sócrates.- Porque me figuro que no es una ventaja para un hombre vivir con un cuerpo enfermo, puesto que por necesidad tendrá que vivir en ese estado una vida desgraciada. ¿No te lo parece?

Callicles.- Sí.

Sócrates.- Por esto dejan los médicos en general en libertad a los que se encuentran bien de satisfacer sus apetitos como de comer cuanto quieran cuando tienen gana y lo mismo de beber cuando tienen sed. Pero jamás permiten a los enfermos hartarse de lo que les apetece. ¿Estás también de acuerdo conmigo en esto?

Callicles.- Sí.

Sócrates.- Pero, querido amigo, ¿no será preciso proceder lo mismo con el alma? Quiero decir que en tanto sea mala, es decir, insensata, intemperante, injusta e impía, se debe mantener alejado de ella lo que desea y no permitirle más que lo que pueda volverla mejor. ¿Piensas como yo o no?

Callicles.- Pienso como tú.

Sócrates.- Porque es el partido más ventajoso para el alma.

Callicles.- Sin duda.

Sócrates.- Pero tener a alguien alejado de lo que desea, ¿no es corregirle?

Callicles.- Sí.

Sócrates.- Entonces para el alma vale más vivir corregida que silenciosamente, como pensabas ha poco.

Callicles.- No comprendo nada de lo que dices, Sócrates, interroga a otro.

Sócrates.- He aquí un hombre que no podría consentir en lo que por él se hace ni soportar la cosa misma de que estamos hablando: la enmienda.

Callicles.- Nada de lo que has estado diciendo me interesa ni me ocupo de ello; si te he estado contestando ha sido por complacer a Gorgias.

Sócrates.- ¡Sea! ¿Qué haremos entonces? ¿Dejaremos incompleta esta discusión?

Callicles.- Tú lo sabrás.

Sócrates.- Pero como comúnmente se dice que no está permitido dejar nada incompleto, aunque sólo sea un cuento y que hay que ponerle una cabeza para que no ande errante sin cabeza de un lado a otro, contéstame a lo que falta para dar una cabeza a esta conversación.

Callicles.- ¡Qué pesado eres, Sócrates! Si quieres creerme, renuncia a esta disputa o termínala con otro.

Sócrates.- ¿Quién querrá ser ese otro? Por favor, no dejemos sin terminar esta discusión.

Callicles.- ¿No podrías terminarla solo, sea hablando o contestándote tú mismo?

Sócrates.- No, por temor de que me ocurra lo que dice Epicharmes, y que no sea yo solo el que diga lo que dos hombres decían antes. Pero veo que no voy a tener más remedio que hacerlo. Sin embargo, si lo decidimos juntos, creo que ya que somos tantos debemos estar interesados en saber lo que hay de verdad y de falso en el asunto de que tratamos, porque a todos nos interesa que la cosa quede evidenciada. Por esto voy a exponer lo que pienso acerca de esto. Si alguno de vosotros encontrase que reconozco como verdaderas cosas que no lo son, que me interrumpa sin pérdida de tiempo y me refute. Después de todo, no hablo como un hombre seguro de lo que dice, pero busco unido a vosotros. Por esto, si alguno que me discuta una cosa me pareciera que tiene razón, seré el primero en ponerme de acuerdo con él. Por lo demás, no os hago esta proposición más que en el concepto de que juzguéis que debe terminarse esta discusión; mas si no opináis así, dejémosla donde ha quedado y vámonos.

Gorgias.- Mi opinión, Sócrates, es que nos separemos, pero como tú termines antes tu discurso, y me parece que los otros piensan como yo. Estaría encantado de oírte exponer lo que aún te queda que decir.

Sócrates.- Y yo, Gorgias, reanudaría gustosísimo la conversación con Callicles hasta que pudiera devolverle el discurso del Anfión por el de Zethos. Pero puesto que no quieres, Callicles, que terminaremos esta disputa, escúchame al menos, y cuando se me escape alguna frase que no te parezca bien dicha, dime que no siga, y si me pruebas que estoy en un error, no me enfadaré contigo; al contrario, te consideraré como mi mayor bienhechor.

Callicles.- Habla, amigo mío, y acaba.

Sócrates.- Escúchame bien: voy a reanudar nuestra disputa desde el principio. Lo bueno y lo agradable son la misma cosa, ¿no? No, como convinimos Callicles y yo. ¿Precisa que hagamos lo agradable en vista de lo bueno o lo bueno en vista de lo agradable? Debemos hacer lo agradable en vista de lo bueno. ¿No es lo agradable lo que nos produce una sensación de placer mientras disfrutamos de ello? ¿Y bueno aquello cuya presencia nos hace buenos? Sin duda. Entonces nosotros somos buenos, nosotros y todas las cosas que son buenas por la presencia de alguna virtud. Me parece que esto es incontestable, Callicles. Pero la virtud de una cosa, cualquiera que sea, mueble, cuerpo, alma o animal, no se encuentra en ella, sin más ni mas, de una manera perfecta; debe su origen al orden, al arte, que conviene a cada una de dichas cosas. ¿Es esto verdad? Para mí, sí. La virtud de cada cosa ¿está, pues, reglamentada y ordenada? Yo lo afirmaría. Entonces, el alma que tenga un orden especial ¿será también mejor que la desordenada? Necesariamente. Pero el alma que tiene orden y mérito es la reglada. ¿Cómo podría no serlo? ¿Es temperante el alma reglada? Por fuerza. Entonces el alma temperante es buena. No podrías decir lo contrario, Callicles; pero si tienes que objetarme algo, dímelo.

Callicles.- Continúa, caro amigo.

Sócrates.- Digo, pues, que si el alma temperante es buena, la que está en una disposición contraria tiene que ser mala. Esta alma es el alma insensata e intemperante.

Callicles.- Convengo en ello.

Sócrates.- El hombre temperante o moderado cumple con sus deberes para con Dios y sus semejantes, porque si no los cumpliera no sería temperante. Y es necesario que sea así. Cumpliendo con sus deberes para con sus semejantes realiza actos de justicia, y cumpliendo los que tiene para con Dios, actos de santidad. Y todo el que realiza actos de justicia y santidad es necesariamente justo y santo. Esto es verdad. Por fuerza, además, es valeroso, porque no es propio de un hombre temperante buscar ni rehuir lo que no le conviene buscar ni rehuir. Pero cuando el deber lo exige es preciso que prescinda de acontecimientos y de los hombres, del placer y del dolor, buscando, en cambio, lo que le conviene y permaneciendo firme donde deba. De manera, caro Callicles, que es de toda necesidad que el hombre temperante que, como se ha visto, es justo, valeroso y santo, sea un perfecto hombre de bien, y que siendo un hombre de bien todos sus actos sean buenos y honrados, y que obrando bien sea dichoso; que el malo, al contrario, cuyos hechos son perversos, sea desgraciado; el malo es de una disposición contraria a la del temperante, es el libertino, cuya condición tú ponderas. Esto hago constar por lo menos y afirmo que es verdad, y si es verdad, quienquiera que aspire a vivir feliz no tendrá más remedio, me parece, que buscar y ejercer la templanza y huir de la vida licenciosa tan lejos y rápidamente como pueda; por todos los medios posibles debe procurar, además, no hacerse merecedor de ninguna corrección, pero si tuviera necesidad de ella o alguno de los suyos, sea en la vida privada o por su intervención en los asuntos públicos, será preciso que le hagan sufrir un castigo y que se le corrija si se quiere que sea feliz. Tal es, a mi juicio, el objetivo que debe guiar su conducta, refiriendo todos sus actos y los del Estado a este fin; que la justicia y la moderación imperan en aquel que aspira a ser dichoso. Hay que guardarse muy bien de dar libre curso a sus pasiones, de esforzarse en satisfacerlas, lo que es un mal incurable, y de llevar así una vida de bandolero. Un hombre tal no podría ser amigo de los otros hombres ni de los dioses, porque no es posible que tenga relación alguna con ellos, y donde no median relaciones no puede existir la amistad. Los sabios, Callicles, dicen que un lazo común une al Cielo con la Tierra, a los dioses y a los hombres, y este lazo común es la amistad, la templanza, la moderación y la justicia, y por esta razón, amado Callicles, dan a este universo el nombre de Orden y no lo llaman desorden o licencia. Pero a pesar de lo sabio que eres, me parece que no prestas atención a lo que digo y no ves que la igualdad geométrica tiene mucho poder entre los dioses y los hombres. Así es que crees que todo es cuestión de tener más que los demás y no hacer caso de la Geometría. ¡Bueno! Es preciso, pues, refutar lo que acabo de decir y demostrar que no se es feliz por la posesión de la justicia y de la templanza ni desgraciado por estar entregado al vicio; o si este discurso es verdad, examinar lo que resultará de él. Pero resulta, Callicles, todo lo que antes dije y acerca de lo cual me preguntaste si hablaba en serio cuando dije que en caso de una injusticia debería acusarse uno mismo, acusar a su hijo y a su amigo y valerse para esto de la retórica. Y lo que creíste que Polos aceptaba como verdad por vergüenza, era, pues, verdad, que es mucho más repugnante y mucho peor, cometer una injusticia que ser víctima de ella. No es menos verdad que para ser un buen orador es preciso ser justo y estar versado en la ciencia de las cosas justas, lo que Polos también ha dicho que Gorgias me había concedido por vergüenza. Las cosas en este estado, examinemos un poco los reproches que me haces, y si tienes razón o no al decir que no estoy en disposición de defenderme yo mismo ni a ninguno de mis amigos, ni de mis parientes, ni de librarme de los grandes peligros; en fin, que estoy a merced del primero que quiera abofetearme -ésta fue tu expresión- o despojarme de mis bienes o desterrarme de la ciudad o hasta de matarme, y que hallarse en una situación semejante es lo más horrible del mundo. Tal fue tu manera de pensar. He aquí la mía: la he dicho ya más de una vez, pero nada me importa repetirlo. Sostengo, Callicles, que lo más feo de todo no es ser abofeteado injustamente, ni verse mutilado el cuerpo o despojado el bolsillo, sino el hecho de abofetearme y de arrebatarme injustamente lo que es mío; y que robarme, apoderarse de mi persona, escalar mi casa, cometer en una palabra, cualquiera mala acción contra mí o contra lo que es mío, es mucho peor y más odioso para el que lo comete que para mí que lo sufro. Estas verdades, que pretendo han sido demostradas en el transcurso de esta conversación, están unidas entre sí, al menos me lo parece, por razones de hierro y de diamante, sirviéndome de una expresión quizá un poco grosera. Si no consigues romperlas, tú o cualquier otro mas vigoroso que tú, no será posible hablar con sensatez de estos objetos si se emplea un lenguaje diferente del mío, que en estas cuestiones es siempre el mismo, a saber: que no puedo asegurar que lo que digo sea la verdad, pero de todos con quienes he hablado, como ahora hablo contigo, no ha habido ni uno que haya podido evitar caer en ridículo si sostuvo una opinión contraria. Esto me hace suponer que mi creencia es la verdadera; pero si lo es, si la injusticia es el mayor de los males para quien la comete, y si a pesar de lo grande que es existe otro, si es posible todavía mayor, es éste: el de no ser castigado por las injusticias cometidas ¿qué genero de socorro es el que uno no puede procurarse a sí mismo sin exponerse a ser objeto de la burla general? ¿No es éste el auxilio cuyo efecto es el de apartar de nosotros el mayor perjuicio? Sí: lo incontestablemente más vergonzoso es no poder prestarse ayuda a sí mismo ni a sus parientes ni amigos. En segundo lugar, hay que colocar como vergonzoso la incapacidad de poder evitar el segundo mal; en tercer lugar la impotencia de poder evitar el tercer mal y así sucesivamente según la importancia del mal. Tan bello como es poderse preservar de estos males, tan vergonzoso y feo es el no poder evitarlos. ¿Te parece que es así, como digo, o crees que de otra manera?

Callicles.- Creo que es como has dicho.

Sócrates.- De estas dos cosas, cometer una injusticia y ser víctima de ella, siendo la primera para nosotros un gran mal y la segunda uno menor, ¿qué es, pues, preciso que el hombre se procure para estar en disposición de socorrerse a sí mismo y gozar de la noble ventaja de no cometer una injusticia y no ser víctima de ella? ¿Es el poder o la voluntad? He aquí lo que quiero decir. Pregunto si para no sufrir injusticias basta no querer ser víctima de ellas o si hay que hacerse bastante poderoso para ponerse a cubierto de ellas.

Callicles.- Es evidente que no logrará librarse de ellas más que siendo poderoso.

Sócrates.- En cuanto al segundo punto, que es cometer la injusticia, ¿será bastante no querer para no cometerla, de manera que en efecto no se cometa? o ¿será necesario conquistar cierto poder o un cierto arte y falto de aquél o si no se aprende o logra practicarlo cometerá la injusticia?... ¿Por qué no contestas a esto, Callicles? ¿Crees que cuando Polos y yo convinimos en que nadie comete la injusticia queriendo, sino que los que son malos y obran mal cometen la injusticia contra su voluntad nos hayamos visto obligados por buenas razones o no a hacer esta declaración?

Callicles.- Te concedo también esto para que puedas terminar tu discurso.

Sócrates.- Es necesario, pues, a lo que parece, procurarse también cierto poder o cierto arte para no cometer injusticias.

Callicles.- Sin duda.

Sócrates.- Pero para preservarse de toda o de casi toda la injusticia de otro, ¿qué medio hay? Fíjate a ver si en esto eres de mi opinión. Creo que es necesario poseer toda la autoridad en la ciudad, bien como soberano o tirano, o bien siendo amigo de los que gobiernan.

Callicles.- ¿Ves, Sócrates, cómo estoy dispuesto a darte mi aprobación cuando dices bien? Esto me parece perfectamente bien dicho.

Sócrates.- Examina si lo que añado es menos verdad. Me parece, como dijeron antiguos y sabios personajes, que lo semejante es amigo de lo que se le asemeja más. ¿Piensas igualmente?

Callicles.- Sí.

Sócrates.- Entonces, ¿dondequiera que se encuentre un tirano salvaje y sin educación, si hay en su ciudad algún ciudadano mucho mejor que él, le temerá y no podrá ser nunca su verdadero amigo?

Callicles.- Es cierto.

Sócrates.- El tirano a su vez no querrá tampoco a ningún ciudadano de un mérito inferior al suyo, porque le despreciará y no sentirá nunca por él el afecto que se profesa a un amigo.

Callicles.- También es verdad.

Sócrates.- El único amigo que le quedará, por consiguiente, el solo a quien otorgará su confianza, será aquel que teniendo su mismo carácter, aprobando y censurando las mismas cosas, consentirá en obedecerle y en estar sometido a su voluntad. Este hombre disfrutará de gran influencia en el Estado, y nadie podrá perjudicarle impunemente. ¿No te parece?

Callicles.- Sí.

Sócrates.- Si alguno de los jóvenes de esta ciudad se dijese: ¿de qué manera podré alcanzar un gran poder que me ponga al abrigo de cualquier injusticia? El camino que hay que seguir para conseguirlo me parece que es el acostumbrarse desde bien temprano a tener los mismos gustos y las mismas aversiones que el tirano, y esforzarse en lograr parecérsele lo más posible. ¿No te parece?

Callicles.- Sí.

Sócrates.- Por este medio, se pondrá muy pronto, decimos, a cubierto de las injusticias y se hará poderoso entre sus conciudadanos.

Callicles.- Puede asegurarse.

Sócrates.- Pero ¿podrá precaverse igualmente contra la comisión de injusticias por su parte? ¿O necesitará mucho en el caso de que se parezca a un jefe, para tener un gran ascendiente sobre él? Yo creo que todos sus esfuerzos se dirigirán a colocarse en disposición de poder cometer las mayores injusticias y a no tener que temer poder ser castigado. ¿No opinas lo mismo?

Callicles.- Indudablemente.

Sócrates.- Por consiguiente, llevará consigo el mayor de los males, que será la desfiguración de su alma, originada por la semejanza con su jefe y por su poder.

Callicles.- No sé cómo te las arreglas para dar vueltas a tu discurso poniéndolo de arriba abajo y viceversa. ¿Ignoras que este hombre que toma por modelo al tirano hará morir, si le parece, y despojará de sus bienes al que no quiera hacer como él?

Sócrates.- Lo sé, mi querido Callicles; tendría que ser sordo para ignorarlo después de haberlo oído más de una vez de tus propios labios hace muy poco tiempo, lo mismo que de los de Polos y de los de casi todos los habitantes de esta ciudad. Pero escúchame a mi vez. Convengo en que podrá mandar matar a quien se le antoje, pero entonces será un malvado y el condenado a muerte un hombre de bien.

Callicles.- ¿No es esto precisamente lo más irritante?

Sócrates.- Para el hombre sensato, al menos, no, como lo prueba este discurso. ¿Crees acaso que el hombre no debe preocuparse más que de vivir el mayor tiempo posible y dedicarse al aprendizaje de las artes que puedan preservarnos de todos los mayores peligros, como el arte de la retórica, que hoy me aconsejabas estudie, porque constituye nuestra seguridad ante los tribunales?

Callicles.- ¡Sí, por Júpiter!; cree que te doy un excelente consejo.

Sócrates.- Y el arte de nadar, querido Callicles, ¿no te parece muy estimable?

Callicles.- Si te he de ser franco, no.

Sócrates.- Sin embargo, salva de la muerte a quienes se hallan en circunstancias en que es necesario este arte. Pero si te parece indigno de aprecio te citaré otro muy importante: el arte de dirigir las embarcaciones, que no solamente preserva a las almas, sino también a los cuerpos y los bienes contra los mayores peligros, como la retórica. Este arte es modesto y sin pompa, se mantiene retraído y procura pasar inadvertido, como si nunca hiciera nada de particular; mas aunque gracias a él logremos las mismas ventajas que nos proporciona el arte de la oratoria, no exige, creo, más que dos óbolos para traernos sanos y salvos desde Egina hasta aquí, y si es desde Egipto o desde el Ponto sólo dos dracmas por prestarnos un beneficio tan grande y conservarnos, como acabo de decir, nuestra persona y bienes, nuestros hijos y nuestras esposas al depositarnos sobre tierra firme en el puerto. El que posee este arte y que nos ha prestado tan señalado servicio, apenas desembarca se pasea modestamente por la orilla junto a su barco, porque sabe decirse a sí mismo, me imagino, que ignora quiénes son los viajeros a los que ha favorecido preservándolos de sumergirse, ni quiénes a los que ha perjudicado sabiendo que no han salido de su barco mejores de lo que entraron de cuerpo y alma. Razona, pues, de esta suerte: si alguno afecto de enfermedades graves, incurables, no se ha ahogado en las aguas del mar, es víctima de la desgracia de no haberse muerto y no me está obligado por nada. Si, pues, recibe en su alma sustancia mucho más preciosa que su cuerpo, una porción de males incurables, ¿es un beneficio vivir o se le presta un servicio a un hombre semejante salvándole del mar, de las garras de la justicia o de cualquier otro peligro? Al contrario, el piloto sabe que para un malvado la vida no significa una ventaja, porque por necesidad tiene que vivir desgraciado. Éste es el motivo de que el piloto no esté vanidoso de su arte, aunque le debamos nuestra salvación, ni tampoco el arquitecto militar, que en ciertos casos puede salvar tantas cosas, no digo como el piloto, sino como el caudillo de las tropas, que a veces conserva ciudades enteras. No lo compares, pues, con el abogado. Si no obstante quisiera hablar como tú, Callicles, y ponderar su arte, te agobiaría a fuerza de razones, probándote que debes hacerte arquitecto militar y exhortándote a creer que las demás artes nada significan al lado de la suya, y está seguro de que las palabras no le faltarían. Y tú no dejarías por esto de menospreciar menos su arte y a él; le dirías como una injuria que no es más que un arquitecto militar y que no querrías a su hija por nuera ni a su hijo por yerno. Mas tú, que tanto alabas tu arte, ¿con qué derecho podrás despreciar el suyo y los otros de que he hablado? Sé lo que me vas a contestar: que eres mejor que ellos y de mejor ascendencia. Pero si por mejor no debe entenderse lo que yo llamo mejor, y si toda la virtud consiste en poseer en seguridad su persona y bienes, tu desprecio al arquitecto militar, al médico y las otras artes cuyo fin es velar por nuestra conservación, es sencillamente, una ridiculez. Pero ten mucho cuidado, querido amigo, de que lo bello y lo bueno no sean algo más que el aseguramiento y la conservación propios y de los demás. En efecto, el que es verdaderamente un hombre, no debe desear vivir tanto tiempo como se supone ni demostrar demasiado apego a la vida, sino dejar a Dios el cuidado de todo esto, y prestando crédito a lo que dicen las mujeres, de que nadie ha logrado escapar a su destino, hay que ver después de qué manera tendrá que proceder para pasar lo mejor posible el tiempo que se ha de vivir. ¿Ha de ser esto acomodándose a las costumbres del gobierno al que se está subordinado? Es, pues, preciso que te esfuerces por parecerte al pueblo ateniense si quieres serle grato y tener un gran crédito en esta ciudad. Mira si te convendrá y también a mí. Pero sí hay que temer, querido amigo, que no nos ocurra, lo que se dice sucede a las mujeres de Tesalia cuando hacen descender la Luna, y no podamos adquirir tal poder en Atenas más que a costa, de lo que nos sea, más caro. Y si crees que alguno en el mundo te enseñará el secreto de volverte poderoso en esta ciudad sin tener el menor parecido con el Gobierno y que este parecido sea para ti un bien o más bien un mal, como pienso, te engañas, Callicles. Porque no te bastará ser un imitador; es preciso haber nacido con un carácter igual al suyo para contraer con ellos una amistad verdadera y también conseguir algo de la de tu mancebo, el hijo de Pirilampes. El que te dé un perfecto parecido con ellos hará de ti un político y un orador tal como ambicionas serlo. Los hombres, en efecto, se complacen escuchando los discursos que se refieren a sus caracteres y todo lo extraño a éstos los ofende; a menos, querido Callicles, que otro sea tu modo de pensar. ¿Tenemos algo que oponer a esto?

Callicles.- No sé cómo es, Sócrates, pero me parece que tienes razón, y, sin embargo, me encuentro en el mismo caso de la mayoría de los que te escuchan: no me persuades.

Sócrates.- Esto es debido a que el cariño a tu pueblo y el amor que sientes por el hijo de Pirilampes, arraigados en tu corazón, combaten mis razones. Pero si reflexionamos juntos y más a menudo acerca de estos asuntos, quizá te rindas a ellas. Recuerda que dijimos que hay dos maneras de cultivar el cuerpo y el alma: una que tiene por objetivo el placer y otra que se propone el bien y lejos de adular sus inclinaciones las combate. ¿No es esto en lo que convenimos se diferencian ambas?

Callicles.- Sí.

Sócrates.- La que sólo piensa en la voluptuosidad es innoble y nada más que pura adulación. ¿No es así?

Callicles.- Sí, puesto que lo quieres.

Sócrates.- La otra, en cambio, no piensa más que en perfeccionar el objeto de nuestros cuidados, sea el cuerpo o sea el alma.

Callicles.- Sin duda.

Sócrates.- ¿No es así como debemos emprender la cultura del Estado y de los ciudadanos, trabajando para hacerles tan buenos como sea posible?, puesto que sin esto, como antes dijimos, cualquier servicio que se les haga no les sería de ninguna utilidad, a menos que el alma de aquellos a quienes deban procurar grandes riquezas o un aumento de sus dominios o cualquier otro género de poder, no sea buena y honrada. ¿Admitimos esto como cierto?

Callicles.- Sí, si lo prefieres.

Sócrates.- Si nos instáramos mutuamente, querido Callicles, a intervenir en los asuntos públicos, por ejemplo en la construcción de las murallas, arsenales, templos y los edificios más considerables, ¿no sería lo más natural que nos estudiáramos y examináramos primero si tenemos aptitudes o conocimiento en la arquitectura o no y de quién habíamos aprendido este arte? ¿Crees que sería necesario o no?

Callicles.- Indudablemente, creo que sí.

Sócrates.- Lo segundo que habría que examinar, ¿no sería si hemos construido alguna casa para nosotros o nuestros amigos y si esta casa está bien o mal construida? Y una vez terminado este examen, si encontrásemos que habíamos tenido maestros inteligentes y célebres, bajo cuya dirección hemos construido un gran número de hermosos edificios y otros varios para nosotros mismos desde que nos separamos de nuestros maestros, siendo así podía confiársenos sin temor a imprudencia la construcción de las obras públicas; mas, si al contrario, no podemos decir quiénes fueron nuestros maestros ni enseñar ningún edificio obra nuestra o si enseñamos varios mal entendidos, sería una locura de nuestra parte emprender una obra pública y animarnos a ello mutuamente. ¿Reconocemos que esto está bien dicho o no?

Callicles.- Sin duda.

Sócrates.- ¿No ocurre lo mismo con las demás cosas? Si, por ejemplo, tuviéramos que servir al público en calidad de médicos y creyéndonos capacitados para ello, ¿no nos examinaríamos mutuamente y estudiaríamos? Veamos, dirías tú, cómo está Sócrates, y si sus cuidados han curado a alguien, hombre libre o esclavo. Y yo haría lo mismo contigo. Y si resultara que no hubiéramos devuelto la salud a nadie, ni ciudadano extranjero, ni hombre ni mujer, ¡por el nombre santo de Júpiter!, Callicles, ¿no sería verdaderamente muy ridículo que pueda haber hombres que lleguen al extravagante extremo de querer aprender en el mismo cántaro, como se dice, el oficio de alfarero y dedicarse en seguida al servicio del público y animar a los otros a que los imiten antes de haber logrado ejercitarse en su arte y producido muestras de su aprendizaje? ¿No juzgarías que una conducta semejante sería verdaderamente insensata?

Callicles.- Sí.

Sócrates.- Entretanto, ¡oh, tú!, el mejor de los hombres, que empiezas a intervenir en la vida pública incitándome a imitarte y que me reprochas que no tomo ninguna parte activa en ella, ¿no podríamos examinarnos mutuamente? Ensayemos un poco: ¿Callicles ha convertido en mejor a algún ciudadano en el tiempo transcurrido? ¿Podéis nombrar a alguien, extranjero, ciudadano, hombre libre o esclavo que habiendo sido antes un malvado, injusto, insensato y libertino se haya convertido en un hombre honrado gracias a los esfuerzos de Callicles? Dime, Callicles, si te interrogan así, ¿qué responderías? ¿Podrías decir que el trato contigo ha mejorado a alguien? ¿Te avergüenzas de confesarme si cuando no eras más que un simple particular y antes de mezclarte en el gobierno del Estado hiciste algo parecido?

Callicles.- Siempre quieres tener razón, Sócrates.

Sócrates.- No creas que te interrogo por espíritu de controversia, sino por el sincero deseo de aprender cómo debe uno conducirse entre nosotros en la administración pública, y si al intervenir en los asuntos del Estado te propondrás otro objeto que no sea el hacer de nosotros perfectos ciudadanos. ¿No hemos convenido varias veces ya que tal debe ser la finalidad de la política? ¿Estamos de acuerdo o no? responde. Pues estamos de acuerdo, ya que me obligas a contestar por ti. Si tal es el beneficio que el hombre de bien debe esforzarse en procurar a su patria, reflexiona un poco y dime si te sigue pareciendo todavía que aquellos personajes, de quienes hablaste hace algún tiempo, Pericles, Cimón, Milcíades y Temístocles, fueron buenos ciudadanos.

Callicles.- Sin duda alguna.

Sócrates.- Si fueron buenos ciudadanos es evidente, por consiguiente, que de peores que eran sus compatriotas los hicieron mejores. ¿Los hicieron o no?

Callicles.- Los hicieron.

Sócrates.- Cuando Pericles empezó a hablar en público, ¿eran, pues, peores los atenienses que cuando los arengó por última vez?

Callicles.- Pudo ser que lo fueran.

Sócrates.- No hay que decir «pudo ser», querido amigo, porque eso se deduce necesariamente de lo que hemos convenido, si es verdad que Pericles fue un buen ciudadano.

Callicles.- Bueno, ¿qué más?

Sócrates.- Nada, pero dime solamente si es general la opinión de que los atenienses se volvieron mejores por los ciudadanos de Pericles o si éste, por el contrario, los corrompió más. Oigo decir que por culpa de Pericles los atenienses se volvieron perezosos, cobardes, charlatanes e interesados, puesto que él fue el primero que los convirtió en mercenarios.

Callicles.- Esto, Sócrates, se lo has oído decir a los orejas gachas.

Sócrates.- Lo que voy a decirte ahora al menos no es un «oído decir». Sé, con toda certeza, y tú también lo sabes, que Pericles adquirió al principio un gran renombre y que los atenienses en el tiempo se fueron peores, no pronunciaron contra él ninguna sentencia infamante, pero al fin de la vida de Pericles, cuando gracias a él se hubieron vuelto buenos y virtuosos, lo condenaron por peculado, y faltó muy poco para que le condenaran a muerte como a un mal ciudadano.

Callicles.- ¿Acaso fue por eso malo Pericles?

Sócrates.- De un hombre que guardara asnos, caballos y bueyes, dirían, si se le pareciera, que era un mal guardián, si aquellos animales vuelto feroces entre sus manos cocearan, mordieran y dieran cornadas, no hubiesen tenido tales mañas cuando se le confiaron. ¿No crees que no sabe cuidar bien de un animal cualquiera que sea quien habiéndolo recibido manso lo hace más intratable que no lo era? ¿Opinas así o no?

Callicles.- Sí, puesto que así te complazco.

Sócrates.- Pues entonces haz el favor de decirme si el hombre puede ser clasificado en la especie de los animales o no.

Callicles.- ¿Cómo no ha de estarlo?

Sócrates.- ¿No gobernaba Pericles a los hombres?

Callicles.- Sí.

Sócrates.- Pues bien, ¿no era preciso, como hemos convenido, que de injustos que eran, sometidos a él se volvieron buenos, ya que él los gobernaba como si realmente fuese un buen político?

Callicles.- Ciertamente.

Sócrates.- Pero los justos son de carácter dulce, como dice Homero. Tú qué dices, ¿piensas como nuestro gran poeta?

Callicles.- Sí.

Sócrates.- Pero Pericles los volvió más feroces de lo que eran cuando se encargó de ellos, y esto basta contra él mismo, lo más contrario del mundo a sus propósitos.

Callicles.- ¿Quieres que convenga en ello?

Sócrates.- Sí, si crees que digo la verdad. ¿Y al volverlos más feroces no los hizo, por consiguiente, más injustos y peores?

Callicles.- Sea.

Sócrates.- Por lo tanto, desde este punto de vista no ha sido Pericles un buen político.

Callicles.- Tú lo dices.

Sócrates.- Y tú también a juzgar por tus confesiones. Dime ahora acerca de Cimón: ¿aquellos a quienes gobernó no le hicieron sufrir la pena de ostracismo para estar diez años sin oír su voz? ¿No hicieron lo mismo también con Temístocles, pero desterrándole para siempre? A Milcíades, el vencedor en Maratón, le condenaron a ser enterrado vivo, y si no hubiera sido por el primer pritáneo le hubieran arrojado a la fosa. Sin embargo, si todos ellos hubieran sido buenos ciudadanos, nada parecido a esto les hubiera ocurrido. No es natural que los hábiles conductores de carros que no se cayeron de sus vehículos cuando comenzaron a conducirlos se caigan más tarde después de haber domado sus caballos y ser mejores aurigas. Esto es lo que no ocurre ni en la conducción de carros ni en ninguna otra profesión. ¿Qué dices?

Callicles.- Que, en efecto, no ocurre.

Sócrates.- Nuestros anteriores discursos han resultado, por lo tanto, verdad, porque parece que no conocemos a persona alguna de esta ciudad que haya sido un buen político. Confesaste hace muy poco que hoy día no encuentras ni uno solo, pero sostuviste que antes los hubo y nombraste preferentemente a éstos, de quienes acabo de hablar, y luego hemos visto que en nada aventajaban a los de hoy día, que si hubieran sido oradores habrían hecho uso de la verdadera retórica, haciendo mejores a los atenienses, y si se hubieran servido de la retórica aduladora no habrían incurrido en su desgracia.

Callicles.- Y sin embargo, caro Sócrates, falta mucho para que alguno de los políticos del día ejecute obras tan grandes como las que hizo el que más prefieras de aquellos otros.

Sócrates.- Por esto, querido amigo, no los menosprecio en su calidad de servidores del pueblo; al contrario, me parece que desde este punto de vista valen mucho más que los actuales y que se mostraron más hábiles en procurar al Estado lo que deseaba. Pero en lo referente a hacer cambiar de objetivo a los deseos, no permitir su satisfacción y llevar a los ciudadanos, bien fuera por la persuasión y hasta por la violencia, hacia lo que pudiera haberlos hecho mejores, es en lo que, por decirlo así, no existe diferencia entre ellos y los de ahora, y ésta es realmente la única empresa propia de un buen ciudadano. En lo que estoy muy de acuerdo contigo es en reconocer que en la cuestión de construcciones de barcos, murallas, arsenales y muchas otras obras análogas supieron procurarnos mucho más los de los tiempos pasados lo que nos hacía falta que los de nuestros días. Pero en esta discusión nos está sucediendo a ti y a mí una cosa un poco ridícula. Desde que empezamos a hablar no hemos cesado de dar vueltas alrededor del mismo objeto sin entendernos. Me imagino que con frecuencia has confesado y reconocido que hay dos maneras de cuidar el cuerpo y el alma: la una, servil, se propone proporcionar por todos los medios posibles alimentos a los cuerpos cuando sienten hambre y bebidas cuando tienen sed, vestidos para el día y para la noche y calzados cuando tienen frío, y en una palabra, todas las otras cosas que el cuerpo puede necesitar. Me sirvo expresamente de estas imágenes para que comprendas mejor mi pensamiento. Cuando se está en disposición de subvenir a estas necesidades, como comerciante, traficante o artesano de cualquiera de estas profesiones: panadero, cochero, tejedor, zapatero y curtidor, no es de extrañar que uno por ser tal se figure ser el proveedor de las necesidades del cuerpo y que como tal sea mirado por cualquiera que ignore que además de estas artes hay otras cuyas partes son la gimnástica y la medicina, y a la que verdaderamente pertenece el cuidar del cuerpo y a la que corresponde imponerse a todas las otras artes y servirse de sus productos, porque es la sola que sabe lo que hay de saludable y perjudicial en la comida y en la bebida y que las otras artes ignoran. Por esto cuando se trata del cuerpo hay que reputar de funciones serviles y bajas a las otras artes y que la medicina y la gimnasia ocupen, como es justo, la jerarquía que les corresponde. Que lo mismo ocurre con relación al alma, me parece habrás comprendido algunas veces qué es lo que pienso, y me lo concedes como hombre que entiende perfectamente lo que digo. Pero un momento después añades que en esta ciudad ha habido excelentes hombres de Estado, y cuando te pregunto quiénes, me presentas hombres que para los asuntos políticos son precisamente como si te preguntase quiénes han sido o son los más hábiles en la gimnástica y capaces de cuidar bien de los cuerpos y me citaste seriamente a Tearión, el panadero; a Mitecos, que ha escrito acerca de la cocina en Sicilia, y a Sarambos, el tratante de vinos, pretendiendo que han descollado en el arte de tratar los cuerpos, porque sabían preparar admirablemente el uno el pan, el otro los guisados y el tercero el vino. Quizá te enfadarías conmigo si respecto de esto te dijera: no tienes, mi querido amigo, idea alguna de lo que es la gimnástica; me nombras servidores de nuestras necesidades que no tienen más ocupación que satisfacer éstas, pero que desconocen lo que hay de bueno y bello en este género, y que después de haber llenado e hinchado con toda clase de alimentos el cuerpo de los hombres y haber sido elogiado, acaban por echarles a perder su temperamento primitivo. Los glotones, que son unos ignorantes, no acusarán a estos fomentadores de su gula de ser los causantes de las enfermedades que les sobrevienen y de la pérdida de sus carnes sanas, pero sí echarán la culpa a los presentes que les hubiesen dado algunos ejemplos. Y cuando los excesos del estómago que hayan cometido sin preocuparse para nada de su salud les acarreen largo tiempo después numerosas enfermedades, la emprenderán contra éstas, hablarán pestes de ellas y si pudieran perjudicarlas las perjudicarían, pero seguirían prodigando alabanzas a los excesos, causa indiscutible de sus males. Del mismo modo procedes tú ahora, Callicles, exaltando a las personas que dieron bien de comer y beber a los atenienses y satisficieron sus pasiones sirviéndoles cuanto apetecieron. Aquéllos hicieron grande al Estado, dicen los atenienses; pero no ven que dicho engrandecimiento no es más que una hinchazón, un tumor lleno de podredumbre; porque de una manera descabellada estos antiguos políticos han llenado a la ciudad de puertos, arsenales, murallas, impuestos y otras tonterías semejantes sin unir a estas obras la moderación y la justicia. Cuando la enfermedad se declare, no vacilarán en culpar a los que les hayan aconsejado prudentemente y elevarán hasta las nubes a Temístocles, Cimón y Pericles, los verdaderos autores de sus males, y quizá proceden contra ti, si no sabes defenderte, y contra mi amigo Alcibíades, aunque no seáis los primeros autores de su caída, pero sí quizá los cooperadores. Por lo demás, veo que hoy día ocurre algo irrazonable; y lo mismo oigo decir de los hombres que nos precedieron; veo, en efecto, que cuando la ciudad castiga como culpable de malversación a algunos de los que intervienen en los negocios públicos, se enfadan y se quejan amargamente del mal trato a que se los somete después de los servicios sin cuento que han prestado al Estado. ¿Es injusta, como pretenden, la sentencia de muerte que el pueblo pronuncia contra ellos? No ni nada más falso. Un hombre puesto al frente del gobierno de un Estado no puede nunca ser castigado injustamente por este Estado. Lo mismo que les ocurre a algunos de estos hombres que se las dan de políticos, pasa con los sofistas, porque éstos, gente hábil indudablemente, tienen la desgracia de observar en ocasiones una conducta por completo desprovista de buen sentido. Al mismo tiempo que hacen alarde de profesar la virtud, acusan a menudo a sus discípulos de ser culpables de injusticia al regatearles su remuneración y no demostrarles ninguna clase de reconocimiento después de tantos beneficios como ellos, los sofistas, les han otorgado. Dime si hay algo más inconsecuente que semejantes palabras. ¿No juzgas tú mismo, amigo mío, que es absurdo decir que hombres que se han convertido en justos y buenos por los desvelos de sus maestros y en cuyos pechos la injusticia ha cedido el puesto a la justicia, obren injustamente por un vicio que ya no tienen? Por no querer contestarme, me has obligado, Callicles, a pronunciar contra mi voluntad un verdadero discurso.

Callicles.- ¿Acaso te es imposible hablar si no te contesta alguien?

Sócrates.- Parece que sí, puesto que desde que no me quieres contestar me extiendo en largos discursos. Pero, ¡en nombre de Júpiter que preside la amistad!, dime, ¿no encuentras absurdo que un hombre, que se vanagloria de haber hecho virtuoso a otro, se queje de él como de un malvado, cuando por sus esfuerzos se ha convertido y realmente es bueno?

Callicles.- Efectivamente, me parece absurdo.

Sócrates.- ¿No es éste, sin embargo, el lenguaje que oyes de boca de los que hacen profesión de formar a los hombres en la virtud.

Callicles.- Es verdad; pero ¿puede esperarse otra cosa de gente tan despreciable como los sofistas?

Sócrates.- Pues bien, ¿qué dirías de los que teniendo a gala hallarse a la cabeza del Estado y de dedicar todos sus esfuerzos a hacerlo virtuoso, le acusan en la primera ocasión de estar muy corrompido? ¿Crees que hay mucha diferencia entre éstos y los precedentes? El sofista y el orador, querido amigo, son la misma cosa o dos cosas muy parecidas, como dije a Polos. Pero como no conoces esta semejanza, te imaginas que la retórica es lo más bello que existe en el mundo y desprecias la profesión de sofista. Y en realidad es la sofística más bella que la retórica, lo mismo que la función del legislador con relación a la del juez y la de la gimnástica a la de la medicina. Y yo había creído que los sofistas y los oradores eran los únicos que no tenían ningún derecho a reprochar nada al sujeto que educan y forman, y menos de ser éste malo para ellos, porque acusándole se acusan elles mismos de no haber echo ningún bien a los que se jactan de haber mejorada. ¿Es verdad no, no?

Callicles.- Es cierto.

Sócrates.- Y también son los únicos que podrían no exigir recompensa alguna por los beneficios que procuran, si lo que dicen fuera verdad. En efecto, cualquiera que hubiese recibido un beneficio de otro género, por ejemplo, que por los cuidados de un maestro de gimnasia se haya vuelto más ligero para las carreras, puede ser que fuera capaz de frustrarle el reconocimiento que le debe, si el maestro lo dejara a su discreción y no hubiera hecho con él ningún convenio en virtud del cual percibiera su remuneración al mismo tiempo que le comunicaba la agilidad. Porque no creo que sea la lentitud en las carreras, sino la injusticia, lo que hace mala a la gente. ¿No es verdad?

Callicles.- Sí.

Sócrates.- Si alguno, pues, destruyera este principio de maldad, quiero decir, la injusticia, no tendría motivos de temer que se portaran mal con él, y sería el único que podría seguramente prodigar sus beneficios gratuitamente, si realmente estaba en su poder el volver virtuosos a los hombres. ¿Me das la razón en esto?

Callicles.- Sí.

Sócrates.- Sin duda por esta razón no es ninguna vergüenza recibir un salario por otros consejos que se dan, referentes, por ejemplo, a la arquitectura o todo arte parecido.

Callicles.- Así me parece.

Sócrates.- En cambio, sería vergonzoso que cualquiera se negara a inspirar a un nombre toda la virtud que pueda tener y enseñarle a gobernar perfectamente su familia o su patria y a negarle sus consejos a menos que se le diera dinero. ¿No es cierto?

Callicles.- Sí.

Sócrates.- Es evidente que la razón de esta diferencia consiste en que de todos los beneficios éste es el único que despierta en el que lo recibe el deseo de convertirse a su vez en bienhechor; de manera que es una buena señal el dar muestras de reconocimiento al autor de un beneficio tal y una mala el no demostrar gratitud. ¿No te parece que es así?

Callicles.- Sí.

Sócrates.- Explícame, pues, con toda claridad, cuál de estas dos maneras de gobernar un Estado me recomiendas: si combatir las inclinaciones de los atenienses para hacer de ellos excelentes ciudadanos, en calidad de médico, o ser servidor de sus pasiones y no tratar con ellos más que para halagarlos. Dime la pura verdad, Callicles: es justo que ya que debutaste hablándome con franqueza continúes hasta el fin diciéndome lo que piensas. Sé generoso y contéstame con sinceridad.

Callicles.- Te recomiendo que seas el servidor de Atenas.

Sócrates.- Es decir, que me invitas, muy generoso Callicles, a convertirme en su adulador.

Callicles.- Si prefieres tratarlos como a misios, allá tú, Sócrates; pero si no tomas el partido de lisonjearlos...

Sócrates.- No me repitas una vez más lo que tantas me has dicho, de que me matará el primero que tenga ganas de ello, si no quieres que te repita a mi vez que el que haga morir a un hombre de bien será por fuerza un malvado; ni que me arrebatará lo que pueda poseer, a fin de que no tenga que decirte que después de despojarme de mis bienes no sabré qué uso hacer de ellos, y que como me los quitará injustamente los usaría injustamente, y si injustamente, de una manera fea y por lo tanto mal.

Callicles.- Me parece, Sócrates, que estás en la firme convicción de que nada de esto te sucederá, como si estuvieras muy lejos de todo peligro y que ningún hombre por malo y despreciable que pueda ser, pueda llevarte ante los tribunales.

Sócrates.- Podrías calificarme de demente, Callicles, si no creyera que en una ciudad como Atenas hay alguien que no esté expuesto a toda clase de accidentes. Pero lo que sí sé es que si mañana, por uno de estos accidentes con que me amenazas, compareciera ante algún tribunal, el que me citara sería un mal hombre, porque un ciudadano honrado jamás llevará ante los tribunales a un inocente. Y no tendría nada de extraño que me condenasen a muerte. ¿Quieres saber por qué te lo digo?

Callicles.- Sí, quisiera saberlo.

Sócrates.- Me imagino que me dedico a la verdadera política con un corto número de atenienses -para no decir que me dedico solo- y que nadie más que yo hoy día cumple con los deberes de un hombre público. Como no entra en mis intenciones adular a aquellos con quienes hablo diariamente, tiendo a lo más útil y no a lo más agradable, y no quiero hacer ninguna de las bellas cosas que me aconsejas, no sabría qué decir cuando me hallara ante los jueces. Y ahora viene muy al caso lo que dije a Polos: me juzgarán como juzgarían unos niños a un médico acusado por un cocinero. Examina, en efecto, lo que un médico sometido a un tribunal de semejantes jueces tendría que decir en su defensa si le acusaran en estos términos: Niños, este hombre os ha perjudicado mucho, os pierde y también a los que aún son menores que vosotros y os precipita en la desesperación, cortándoos, quemándoos, enflaqueciéndoos y ahogándoos; os da porciones amarguísimas y os hace morir de hambre y de frío. No os sirve, como yo, manjares de todas clases en gran número y gratísimos al paladar. ¿Qué piensas que diría un médico al verse en tal aprieto? Responder lo que es verdad: Niños, si os he hecho todo eso, ha sido para conservaros la salud. ¿No te figuras que los jueces protestarían a gritos y con todas sus fuerzas al escuchar su respuesta?

Callicles.- Me parece que casi todos te dirán que sí.

Sócrates.- ¿No te figuras que este médico se vería en el mayor de los apuros para saber lo que tendría que decir?

Callicles.- Con toda seguridad.

Sócrates.- Sé que me sucedería lo mismo si tuviera que reconocer ante la justicia, porque no podría hablar a los jueces de placeres que les haya procurado y que ellos cuentan como tantos beneficios y servicios; no tengo envidia a los que los procuran ni a los que los disfrutan. Si se me acusa de corromper a la juventud llenando su espíritu de dudas y de hablar mal de ciudadanos de más edad que la mía y de pronunciar contra ellos discursos mordaces, sea privada o públicamente, no podré decir, aunque sea verdad, que si obro y hablo de tal suerte, es con justicia y teniendo en vista vuestro prestigio, ¡oh jueces!, y nada más. Así es que tendré que esperar todo cuanto el destino tenga a bien ordenarme.

Callicles.- ¿Encuentras, Sócrates, que es hermoso para un ciudadano verse en una situación semejante que le imposibilite de defenderse por sí mismo?

Sócrates.- Sí, Callicles, siempre que pueda responder de una cosa con la que te has mostrado acorde más de una vez; con tal, digo, de que pueda probar para su defensa que no tiene discurso alguno ni ninguna acción injusta que reprocharse cometidos contra los dioses ni contra los hombres, porque a menudo hemos reconocido que este auxilio es para él el más poderoso de todos. Si se probara que soy incapaz de prestarme este auxilio y tampoco cualquier otro, me avergonzaría de haber caído en falta en este punto, lo mismo delante de poca que de mucha gente y aun ante mí mismo sólo; causaría mi desesperación ver que una impotencia semejante fuese causa de mi muerte. Mas si perdiera la vida por no haber hecho algún uso de la retórica aduladora, estoy muy seguro que me verías soportar la muerte estoicamente. Verdad es que únicamente un insensato o un cobarde teme a la muerte. Lo que se teme es la comisión de injusticias, porque la mayor de todas las desdichas es bajar a los infiernos con el alma cargada de crímenes. Me alegraría, si lo desearas, probarte que la cosa es efectivamente así.

Callicles.- Si has acabado con lo otro, añade todavía esto.

Sócrates.- Escucha, pues, una bella narración que tomarás, me imagino, por una fábula, y que creo es una verdad. Yo, al menos, te la doy como tal. Júpiter, Neptuno y Plutón se repartieron la soberanía, como Homero lo refiere después de su padre. Desde el tiempo de Saturno existía una ley entre los hombres que ha subsistido siempre y subsiste todavía entre los dioses; todo mortal que hubiera llevado una vida santa y justa iría después de su muerte a las islas Afortunadas, donde gozaría de una perfecta felicidad a cubierto de todos los males; el que al contrario hubiese vivido en la injusticia y en la impiedad, iría a un lugar de castigo y de suplicio denominado el Tártaro. Durante el reinado de Saturno y en los primeros años de Júpiter, dichos hombres eran juzgados en vida por jueces vivientes, que decidían de un futuro destino el mismo día en que tenían que morir, por lo que estos juicios se pronunciaban mal. Ésta fue la causa de que Plutón y los gobernadores de las islas Afortunadas acudieran a Júpiter y le dijeran que les enviaban hombres que no merecían las recompensas ni los castigos que se les habían asignado. Yo acabaré con esta injusticia, respondió Júpiter. Lo que hace que se sentencie mal hoy día es que se juzga a los hombres vestidos, puesto que se los juzga cuando aún viven. Así es, continuó diciendo, que muchos cuya alma está corrompida, están revestidos de hermosísimos cuerpos, de noblezas y de riquezas, y cuando se trata de pronunciar el fallo, se presentan muchísimos testigos a deponer en su favor y dispuestos a testimoniar que han vivido bien. Los jueces se dejaban deslumbrar por todo esto y además juzgaban vestidos, teniendo delante del alma, ojos, orejas y toda la masa del cuerpo que los envuelve. Sus vestiduras, y lo mismo las de las personas a las que van a juzgar, son para ellos otros tantos obstáculos. Hay que empezar, pues, dijo, por quitar a los hombres la presciencia de su última hora, porque ahora la conocen con anticipación. Ya he dado mis órdenes a Prometeo a fin de que los prive de ese privilegio. Quiero, además, que sean juzgados en completa desnudez de todo lo que los rodea y que para esto no se les juzgue hasta después de muertos. Es preciso también que el juez esté completamente desnudo, muerto y que examine inmediatamente por su alma la de cada uno en cuanto muera, se haya separado de todos sus parientes y deje todas sus galas en la Tierra, a fin de que su fallo sea justo. Estaba enterado de estos abusos antes que vosotros; por esto he designado para jueces a tres de mis hijos, dos de Asia: Minos y Radamanto, y uno de Europa: Eaco. Cuando mueran, emitirán sus fallos en la pradera, en el sitio en que desembocan tres caminos, uno de los cuales conduce a las islas Afortunadas y otro al Tártaro. Radamanto juzgará a los hombres de Asia, y Eaco a los de Europa; asignaré a Minos la autoridad suprema para decidir en última instancia en los casos en que aquéllos estén indecisos, a fin de que la sentencia referente al paraje de la destinación de los hombres después de su muerte sea pronunciada con toda la equidad posible. Tal es, Callicles, la narración que oí y que tengo por verdadera. Razonando acerca de este discurso he aquí lo que me parece resulta de él. La muerte, me figuro, no es más que la separación de estas dos cosas: el cuerpo y el alma. En el momento de su separación cada una de las dos no es muy diferente de lo que era en vida del hombre. El cuerpo conserva la naturaleza y los vestigios bien señalados de los cuidados que con él se tuvieron o de los accidentes que sufrió. Por ejemplo, si alguno tuvo en vida un cuerpo muy grande, fuere por naturaleza o por educación, su cadáver después de su muerte será grande; si estaba grueso, su cadáver lo estará también y lo mismo en todo lo demás. De igual manera, si gustó de cuidar de su cabello, su cadáver tendrá hermosa cabellera; si fue un penado que llevara en su cuerpo las huellas y las cicatrices de los latigazos o de otras heridas, podranse ver las mismas huellas y cicatrices en su cadáver. Si hubiese tenido en vida algún miembro roto o dislocado, estos defectos serán todavía visibles después de su muerte. En una palabra, tal como ha sido en vida en lo concerniente al cuerpo, tal será en todo o en parte, durante cierto tiempo, después de la muerte. Me parece, Callicles, que con el alma debe ocurrir lo mismo, y que cuando queda despojada del cuerpo, lleva las marcas evidentes de su carácter y de las diversas afecciones que cada uno ha experimentado en su alma como consecuencia del género de vida que abrazó. Una vez que lleguen a la presencia de su juez, los de Asia ante Radamanto, éste los llamará para que se le aproximen y examinará el alma de cada uno sin saber a quién pertenece. Y a veces teniendo entre las manos al gran rey o a cualquier otro soberano o potentado, descubrirá que no tiene nada sano en su alma, porque los perjurios y las injusticias la han flagelado y cubierto de cicatrices de las que cada una de sus acciones ha dejado grabada la huella en su alma; que la mentira y la vanidad han trazado en ella mil revueltas y que nada recto se encuentra en ella por haber sido educada lejos de la verdad. El juez ve que el poderío sin límites, la vida de molicie y desenfreno, y una conducta desarreglada, han llenado a aquella alma de desorden e infamia, e inmediatamente que se da cuenta de todo esto la envía cubierta de ignominia a su prisión, en donde apenas llegue sufrirá el castigo merecido. A todo el que sufre una pena y es castigado por otro de una manera razonable, le ocurre que o se vuelve mejor y el castigo le resulta un beneficio o que sirve de ejemplo a otros, a fin de que siendo testigos de los tormentos que sufren teman verse en igual caso y trabajan por enmendarse. Los que sacan partido de los castigos que les imponen los dioses y los hombres son aquellos cuyas faltas son de naturaleza que permite se expíen en la Tierra. Pero no se hacen acreedores a este beneficio, sea en la Tierra o sea en los infiernos, más que por los dolores y los sufrimientos, único medio posible para verse libres de la injusticia. Los que han cometido los crímenes más execrables y que por este motivo son incurables, sirven de ejemplo a los otros. Su suplicio no les reporta ninguna ventaja, porque son incapaces de curación, pero para los demás es útil ver los grandes tormentos, espantosos y dolorosísimos, que sufren eternamente por sus faltas, estando, por decirlo así, expuestos en la prisión de los infiernos como un ejemplo que sirve a la vez de espectáculo y de instrucción a todos los malos que incesantemente llegan a aquellos antros. Sostengo que Arquelao pertenecerá a este número, si lo que Polos ha dicho de él es cierto, y como él todo tirano que se le asemeje. Hasta creo que la mayor parte de los condenados a tal exhibición son tiranos, reyes, potentados y hombres de Estado. Porque ellos son los que a causa del gran poder de que están revestidos cometen las acciones más injustas e impías. Homero me testimonia de ello. Los que representa como eternamente atormentados, son reyes y potentados como Tántalo, Sísifo y Tityos. En cuanto a Tersites y otros malvados de inferior categoría, ningún poeta los ha representado sufriendo los mayores suplicios, como un culpable de los incurables, sin duda porque no poseyeron todo el poder, por lo que tuvieron más suerte que los qué impunemente pudieron ser perversos. Los más grandes criminales, querido Callicles, se forman de los que tienen en su mano toda la autoridad. Nada impide, sin embargo, que entre éstos se encuentren también hombres virtuosos, que nunca serían demasiado admirados. Porque es una cosa muy difícil, Callicles, y merecedora de los mayores elogios, vivir dentro de la justicia cuando se está en plena libertad de obrar mal, tanto que se encuentran muy pocos de este carácter. Ha habido, no obstante, en esta ciudad, y también en otras, y seguirá habiendo seguramente, personajes excelentes en este género de virtud que consiste en administrar con arreglo a las leyes de la justicia lo que les está confiado. Uno de ellos ha sido Arístides, hijo de Lisímacos, que por sus virtudes se hizo célebre en toda Grecia; pero la mayor parte de los hombres en el poder, amigo mío, se vuelven malos. Volviendo a lo que decía, cuando alguno de éstos cae entre las manos de Radamanto, no sabe éste de él ni quién es ni quiénes son sus padres, y sí sólo que es malo, y habiéndolo reconocido tal, lo relega al Tártaro después de haberle puesto una señal según le juzgue susceptible de curación o no. Al llegar al Tártaro el culpable es castigado como merece. Otras veces, viendo un alma que vivió santamente y en verdad, el alma de un particular o de otro cualquiera, pero sobre todo, como lo pienso, Callicles, de un filósofo ocupado únicamente de sí mismo y que durante su vida evitó las dificultades de los negocios, se encanta y la destina a las islas Afortunadas. Eaco, por su parte, procede de igual manera. Uno y otro pronuncian sus veredictos teniendo una varita en la mano. Minos es el único que se sienta y tiene la alta inspección; en la mano sostiene un cetro de oro, como Homero refiere que le vio Ulises «teniendo un cetro de oro y haciendo justicia a los muertos». Yo concedo, querido Callicles, entera fe a estos discursos y me aplico a fin de presentarme ante el juez llevando el alma más íntegra posible. Por esto, menospreciando lo que la mayoría de los hombres tiene en más alta estimación y no aspirando más que a la verdad, consagraré todos mis esfuerzos, en lo que de mí depende, a vivir tan virtuosamente como pueda y a morir igualmente cuando suene la hora de abandonar este mundo. Invito a todos tanto como puedo, y a ti mismo a mi vez, a abrazar este género de vida y a ejercitarte en este combate, el más interesante a mi juicio de cuantos libramos aquí abajo. Te reprocho que no estarás en disposición de socorrerte a ti mismo cuando tengas que comparecer a sufrir el juicio de que hablo y que cuando te encuentres en presencia de tu juez, el hijo de Eginos, y te haya llevado ante su tribunal, abrirás de espanto la boca y perderás la cabeza ni más ni menos que yo ante los jueces en esta ciudad. Podrá ser que entonces te abofeteen, ignominiosamente, y que te inflijan toda clase de ultrajes. Estás escuchando lo que te digo como si fuesen cuentos de viejas y no haces ningún caso de ello. Nada de extraño tendría que todos hiciéramos lo mismo si después de investigar mucho lográramos encontrar algo mejor y más verdadero. Pero ves que vosotros tres, Polo, Gorgias y tú, que sois los más sabios de la Grecia de hoy, no sabríais probarnos que se debe llevar otra vida diferente de la que nos será útil cuando estemos allá abajo. De tantas opiniones que hemos discutido todas han sido refutadas menos ésta, que permanece inquebrantable: que se debe tener mucho más cuidado de cometer una injusticia que no de ser víctima de ella y que ante todo se debe procurar no sólo parecer un hombre de bien, sino serlo lo mismo en público que en privado; que si alguno faltare en algo fuere en lo que fuere, es preciso castigarle; y que después del primer bien, que es ser justo, el segundo es llegarlo a ser y sufrir el correctivo que antes mereció; que es preciso huir de la lisonja de sí mismo como de la de los demás y que jamás ha de servirse de la retórica ni de ninguna otra profesión si no es con miras a la justicia. Ríndete, pues, a mis razones y sígueme por la ruta que te conducirá a la felicidad en esta vida y después de tu muerte como acaba de demostrar este discurso. Sufre que se te menosprecie como un insensato, que te insulten, si quieren, y hasta déjate abofetear sin protestar aunque te parezca infamante. Ningún mal te sucederá por ello si eres realmente un hombre bueno dedicado a la práctica de la virtud. Después que la hayamos cultivado en compañía, si lo juzgamos a propósito, intervendremos en los negocios públicos, y cuando se trate de deliberar acerca de algo, estaremos más en estado de hacerlo que actualmente. Porque es vergonzoso para nosotros que en la situación en que parecemos estar, queramos hacer creer como si valiéramos para algo, sin tener en cuenta que a cada instante cambiamos de opinión en lo referente a los mismos objetos y hasta a los más importantes, ¡tan grande es nuestra ignorancia! Sirvámonos, pues, del discurso que nos hace la luz en este momento, como de un guía que nos hace ver que el mejor partido que podemos seguir es vivir y morir en la práctica de la justicia y de las otras virtudes. Marchemos por la senda que nos traza y excitemos a los otros a que nos imiten. No escuchemos el discurso que te ha seducido, Callicles, y al que me exhortas para que me rinda, porque no vale nada, amigo mío.