Gloria/Segunda parte/XII

La fórmula de D. Buenaventura

En la tarde del Domingo de Ramos y cuando después de rota y deshecha la procesión se retiraron consternadas a su casa Gloria y Serafinita, esta mandó a Roque con toda diligencia a Villamojada para que pusiera en la estación telegráfica el siguiente despacho:

«A D. Ángel María, cardenal de Lantigua, arzobispo de X***, en el palacio arzobispal de Tolouse (Francia). -Gravísimo peligro. Enemigo en Ficóbriga. Ven al punto. Serafina».

El Sr. D. Ángel había sido elevado en Noviembre anterior a una silla metropolitana, digna recompensa de sus altos merecimientos y preclaras virtudes. En Febrero concediole Su Santidad la púrpura, y a principios de Marzo partió para Roma a recibir la birreta. Regresaba en Abril apresuradamente para tomar posesión de su nueva diócesis antes de la Semana Santa, y al atravesar Francia para entrar por Bayona, sintiose acometido por su fiero enemigo, el reúma. Encolerizarse contra el reúma y el mal tiempo y la humedad habría sido encolerizarse con Dios: por lo tanto, llenose de resignación, y en vez de irritarse, suspiraba. No obstante la cojera, insistía en proseguir el viaje; pero los médicos ordenáronle descanso y el arzobispo de Tolosa de Francia, grande amigo suyo en el Concilio, le invitó a que descansase. No lo hizo de muy buen grado Su Eminencia; mas las traidoras piernas se negaron a obedecer al corazón. Escribió a su hermana y entre otras cosas le decía:

«No estoy tan mal que no pueda ponerme en camino si un urgente negocio lo exige. Si ocurre algo muy grave en nuestra familia, o si se presentara en Ficóbriga el antedicho sujeto (en los primeros párrafos de la carta hablaba de él), avísamelo sin pérdida de tiempo, pues aunque deba ir arrastrándome seguiré mi itinerario».

De las intenciones y pensamientos del señor cardenal no tenemos aún conocimiento exacto, y casi nos atrevemos a creer que Serafinita, a pesar de su buen deseo, no los interpretaba con estricta fidelidad. En cuanto a D. Buenaventura ya sabemos que deseaba resueltamente poner fin a aquel duro conflicto por medio del matrimonio. No había duda para él respecto a la medicina; pero la fórmula de esta se ocultaba a su perspicuo entendimiento del ilustre banquero y hombre de mundo. ¡La fórmula! He aquí el secreto. Era preciso ser Arquímedes, Galileo, Newton, es decir, poseer el genio y la inspiración sublime de los grandes descubrimientos para encontrar aquella fórmula.

D. Buenaventura militaba públicamente en el partido católico, el cual ha extendido a todas las cosas la intolerancia, que es el nervio del dogma. Pero es ley fatal también que al combatir con un enemigo que emplea determinada táctica, se aprende esa táctica, y se la adopta después. Eso le pasó a D. Buenaventura; y el hábito de los parlamentos, del salón de conferencias y de la política menuda enseñole sin saber cómo el fino arte de las transacciones. Era que su espíritu por el frecuente combate con las habilidades llegó a inficionarse de ellas primero, a usarlas instintivamente después, y por último a creerlas buenas y necesarias.

Había defendido enérgicamente aunque sin elocuencia la unidad rigurosa del culto, y eran de oír sus palabras calificando los matrimonios contraídos por personas de diferentes creencias; pero una cosa es la declaración teórica y otra el hecho abrumador y elocuente, más persuasivo que cuanto encierran las bibliotecas. Ante aquel hecho que directamente hería su corazón, D. Buenaventura vaciló mucho, concluyendo por admitir la imprescindible necesidad de un arreglo. Este arreglo era posible con tal que se encontrase una fórmula.

Amaba tan tiernamente a su sobrina Gloria, que en su corazón no la distinguía de sus propias hijas. En Madrid había tomado informes de Morton, y por el barón de W... y otros israelitas con quienes tenía relaciones de amistad o de negocios, supo nuestro banquero las sobresalientes cualidades de todos los individuos de la familia de Daniel y de Daniel mismo.

-O yo valgo poco, o los caso -decía Lantigua-. Sobre la conveniencia y la posibilidad de esto no hay duda. El cómo, la pícara fórmula es lo que falta.

Desde que llegara a Ficóbriga, confió a Romero su pensamiento, y este se mostró muy dispuesto a admitirlo. Ambos discutieron, indagaron, escudriñaron. Por último, D. Silvestre lleno de interés por la señorita de Lantigua, decía:

-No hay más remedio sino que es preciso sacarla de tan triste situación. Aquí no se trata de teorías, se trata de un hecho, de un hecho innegable, evidente, terrible. Comprendo que para evitar estos hechos se establezca la unidad religiosa más intolerante, que se expulse, que se queme, que se condene, que se fulminen rayos... pero ya no se trata de prevenir, sino de reparar. No habrá ninguna autoridad divina ni humana que se atreva a decir en presencia de esto: «quédese el mal como está...». Lo que falta es la fórmula, una formulita.

D. Silvestre fue desde entonces cómplice de todos los planes de su noble amigo. Ambos, sin dejar de ser muy católicos y de manifestar las más férreas opiniones, cada cual según su estilo, eran hombres de mundo; habían tomado el tiento a la sociedad, habían sufrido la fascinación de lo práctico el uno en sus negocios, el otro en sus luchas contra la Naturaleza; habían dicho: «conviene huir de la corriente para que no nos arrastre; pero si por desgracia viene un brazo de mar y nos quiere llevar, es tontería luchar con él: hay que sortearlo».

D. Buenaventura no admitía de ninguna manera el matrimonio puramente civil en aquel caso; ni entraba en sus miras que Gloria fuese a casarse a un país extranjero. Para él la fórmula más aceptable hubiera sido aquella en que el matrimonio se verificase con todas las apariencias de concordancia religiosa.

-Me basta -pensaba-, me basta con que ese hombre nos conceda una farsa de abjuración... Será un malvado si no lo hace... Piense luego en su interior como le dé la gana. Al fin y al cabo el fondo, el fondo de todas las creencias ¿no es uno mismo? La sociedad nos obliga a establecer diferencias en el culto; pero esas diferencias deben desaparecer ante un deber social también muy poderoso... He aquí la fórmula, sí, ya la tengo; se la propondré. Una conversión fingida, con reservas mentales... ¡Oh, Dios, Dios! Es imposible que tú no seas uno mismo para todos... ¡Ah!... esta es una de esas pícaras ideas que nosotros los hombres de peso no decimos nunca, nunca; no, no se pueden decir; pero es la taimada idea, la saltona y diabólica idea que tenemos asentada en el fondo de la conciencia... Si mi hermano sospechase esto...

El día de la conferencia que hemos descrito, habló con D. Silvestre antes de misa mayor y ambos se pusieron de acuerdo sobre la conveniencia de rehabilitar al hebreo en el concepto público de Ficóbriga, y proporcionarle una entrevista con Gloria.

-¡Ah! -decía D. Buenaventura-. Si esa desgraciada se empeña en no verlo, yo probaré que tengo autoridad. Bueno es el misticismo; pero ahora se trata de ajustar una cuenta con la sociedad. La de Dios está ya saldada y el perdón de nuestra pobre huérfana debe de haber sido puesto a la firma allá arriba. Estoy seguro de esto, segurísimo.

Y pensando luego en Morton decía siempre:

-Se me figura que los mayores obstáculos no vendrán de parte de él. Su fanatismo más que de religión es de raza... Y si aún vacilara tengo un argumento poderoso, que guardo para la ocasión crítica, un arma de sentimiento, de ternura, con la cual pienso herir en él la fibra más sensible...

Desde el Lunes Santo empezó a correr por Ficóbriga un rumor que en pocas horas dio la vuelta a todo el pueblo y penetró en todas las casas, como un aire fuerte y súbito que sorprende abiertas las puertas y hasta el más hondo rincón se introduce. El rumor era que el Sr. Morton había ido a Ficóbriga con el fin santo de abrazar el catolicismo. Divulgose esta noticia que era buena con la rapidez de las malas, haciendo efecto poderoso en pueblo tan crédulo como sencillo. No hubo una sola boca que de esto no se ocupase en todo el lunes y martes, y por do quier oíanse exclamaciones de alegría y comentarios optimistas. Hubo quien asegurase haberlo oído de los labios del mismo cura o de los no menos respetables de D. Juan Amarillo. Causaba igual pasmo la noticia de que el extranjero había sido alojado decorosamente en una de las buenas casas de Ficóbriga, y que se esperaba de un instante a otro al Sr. D. Ángel de Lantigua para echar los Evangelios al neófito.

Inútil es decir que estos rumores llegaron a la casa de Lantigua y hallando abierta la puerta se metieron dentro y subieron y bajaron dando vueltas a toda la casa. Pero no entraron sólo por conducto de los criados, sino que el mismo cura, al enunciarlos con su venerable boca, les dio autoridad. El martes por la tarde fue a la casa a ver a su querida penitente, y delante de ella y de D.ª Serafina habló de la estupenda noticia que por el pueblo corría. Apoyole D. Buenaventura; mas las dos hembras no dijeron nada.

-Si es cierto -dijo Romero decidido a que la idea penetrase donde debía penetrar-, si es cierto, esta conversión será muy sonada. Aquí tenemos al jornalero de las viñas que ha venido tarde; pero que recibirá, según Jesucristo, la misma soldada que los que vinieron pronto. Grandísima gloria será esta conversión para nuestra humilde villa, y también para mí que tuve la dicha de sacar de las aguas...

Viendo que aparentemente no prestaban atención a sus palabras, volviose a D. Buenaventura y prosiguió así:

-Yo le saqué de las aguas como se saca un pez; de modo que si yo no le hubiera pescado... Y aquí viene bien repetir lo que dijo Nuestro Señor Jesucristo a los Apóstoles cuando recogían sus redes en las orillas del lago de Genesareth: «Seguidme y os haré pescadores de hombres». He aquí que si al fin le bautizo yo, puedo decir con doble motivo que he pescado a un hombre.

Gloria, que leía los oficios del Martes Santo, miraba tan de cerca el libro, que parecía no poder hallarse en disposición de entender la lectura si no se metía las letras dentro de los ojos. Serafinita permanecía inmutable y silenciosa, como si su espíritu, su voluntad y sus creencias se hallaran en esfera superior a todos los miserables eventos de la tierra.

Cuando el cura salió, D. Buenaventura le dijo:

-Basta con que lo sepa... La idea ha de hacer efecto. No es cerebro de paja el suyo, y cuando una idea entra en él... ya, ya levantará buen remolino... ¡Ah! Sr. D. Silvestre... Se me figura que he encontrado la fórmula, esa deseada fórmula.