Gloria/Segunda parte/VIII

El Salvador en la calle

Lucía sol espléndido cuando la procesión salió a la calle. Alzadas las andas sobre los robustos hombros, descollaba entre la multitud de cabezas descubiertas y entre el movible bosque de gallardos palmitos el asna que sostenía al Salvador del mundo. La hermosa cabeza de este, animada de celeste expresión vital por la inspiración del artista, era centro de las miradas y de la atención del devoto pueblo. Aquel Señor tan bueno, tan hermoso, tan amigo de Ficóbriga, parecía sonreír a sus amados hijos y decirles: «Al fin estoy otra vez entre vosotros, queridos míos». El que entró en Jerusalén saludado por el hosanna y las aclamaciones de triunfo, no podía ser de otra manera que aquel tan bello y afable, con su rizada barba, sus ojos que miraban como sólo puede mirar el que después de haber fabricado los mundos, vio que eran buenos; su delicado perfil y las graciosas bandas de cabellos que partidos sobre la frente caían sobre sus hombros.

A su lado iba el borriquito. Llevaba sus alforjas provistas para lo que pudiera suceder, circunstancia que aumentaba la gracia de su presencia en aquel sitio, produciendo en el pueblo, sin menoscabo de la devoción, una hilaridad de buen gusto. En uno de los huecos de las alforjas cargaba ración cumplida de doradas panojas, y en la otra un ramo, que fue puesto allí por la señora de Amarillo en sustitución de otro que no servía.

Algo impropia de la severidad humilde de quien quiso entrar en la celestial Jerusalén caballero de una jumenta, era la vestidura de terciopelo bordada de oro; pero pase este exceso de piedad, la cual cuando es grande quiere expresar el ardor y grandeza de los sentimientos con objetos materiales de extraordinario valor.

El sol, hiriendo los bordados, daba al Rey de los reyes aspecto semejante al de un temporal soberano de Oriente; pero de todo esto puede hacer caso omiso el artista cristiano, porque aquella cara sin igual, aquella mano que se alza amonestando, aquellos desnudos pies que pronto serán clavados a un leño, no son de nadie más que de Él.

Cantaba el coro Turba multa clamabat Domio: Benedictus qui venit in nomine Domini: Hosanna in excelsis, destacándose con singular tono de fervor la voz de José Mundideo, a quien se había concedido poco antes la plaza de sepulturero, con la condición de ir a cantar a la Abadía en los días solemnes, porque su mucha práctica del coro le hacía necesario. No lejos de él iba Sildo con el incensario, echando unas humaredas que parecían nubes.

D. Silvestre llevaba su capa pluvial con mundana elegancia y presidía la ceremonia religiosa con regocimiento y circunspección, cual hombre que sabe su oficio. Al padre Poquito, que hacía de diácono, le arrastraba la dalmática, por ser él de menguadísima estatura, y marchaba con los ojos bajos y toda su cara contrita y afligida como la de quien, siendo ángel, se cree pecador.

Más atrás iba D. Juan Amarillo, henchido de vanidad, por hallarse en la plenitud de sus funciones municipales, sintiendo algo grande y divino en su mente augusta. Representaba allí la autoridad humana protegiendo y amparando con su tutelar brazo a la divina, y en tal ley era preciso que su persona estuviese a la altura de tan insigne papel. Andaba con lento y muy marcado compás, y a cada paso hundía con fuerza en el suelo la contera de su bastón de áureo puño, pareciendo decir: «¡Cuán feliz eres, oh Ficóbriga, en estar bajo mi mano!». Al mismo tiempo, ni esta especie de endiosamiento ni ningún otro estado peculiar de su elevado espíritu podían hacer que D. Juan Amarillo olvidase en tan delicada ocasión los deberes que su cargo le imponía, y así era que ni por un instante daba reposo a los ojos para observar todo lo que en el decurso majestuoso de la procesión podía ocurrir. Su cara no cesaba de moverse, ora para mirar a la gente, ora para ver si entorpecían los chicos el paso del religioso cortejo. Emanaba de su persona lo que podríamos llamar la esencia absoluta del celo gubernativo, y de sus ojos podría decirse no que se apresuraban a observar los incidentes procesionales, sino que los preveían y los anunciaban. En la expresión a un tiempo mismo amenazante y protectora de su mirada, se conocía que los ficobrigenses no debían contemplar la procesión sin permiso del Municipio, ni devotamente entusiasmarse, ni rezar; ni las damas gemir en los balcones o en la calle con pía ternura religiosa. Si estuviera en su mano, habría reglamentado la luz del sol, como reglamentó el puesto que debían ocupar los fieles, el orden de la marcha, el número de coscorrones que debían administrar los alguaciles a los chicos que enredasen en el tránsito.

Cuando pasaron junto al Casino, la banda del pueblo (compuesta de seis instrumentos de cobre soplados por otros tantos humanos fuelles) se entusiasmó, digámoslo así, y suspendiendo bruscamente el airecillo de Barba Azul que ejecutaba, dio principio al degüello de la marcha real, cuyas notas salieron, chorreando sangre, para ir a rasguñar las orejas de los fieles. Al oír tan soberbia música, D. Juan se hizo la ilusión de que no por el Salvador, sino por él mismo se tocaba, y su mente se ofuscó un momento, cual la de aquellos que asisten a su propia apoteosis; viose circundado de rayos de gloria y oyó como un Ave Caesar imperator, que por las bocas abolladas de los roncos trombones juntamente con el cardenillo salía.

A su lado marchaba, por creer que aquel puesto era el más conveniente, D. Buenaventura, cuyo semblante no expresaba a primera vista el deseo de que la procesión durase hasta la noche. Sólo contestaba con monosílabos, cuando Amarillo le decía:

-No puede uno distraerse ni un momento, Sr. D. Buenaventura, si se ha de conseguir que cada cual ocupe su puesto, y marche todo este gran gentío con orden. Es preciso tener cien ojos y aún no basta.

Lantigua, que tenía predilección especial por los pisos cómodos y no gustaba de que sus pies tropezaran primero en cortante guijarro para hundirse después en un hoyo de fango, hacía mentalmente paralelos muy juiciosos entre las eternas leyes de urbanización y el antediluviano empedrado de Ficóbriga, el más detestable de cuantos vieron pasar alcaldes y curas y procesiones. Lantigua decía para sí:

-Si otro año me ocurre tirar el dinero, será para adoquinarte ¡oh madre villa!

Pero a pesar de la ruindad del suelo, la procesión marchaba con orden perfecto, sin que fuera estorbo la mucha gente que había en ella: hombres y mujeres de la villa, del campo y de la mar, creyentes los unos, tocados de la mácula del siglo los otros, astutos aldeanos, honrados y sencillos marineros, toda la grey díscola y ladina de aquellas verdes montañas, todos los ejemplares de vanidad infanzona, de gárrula presunción, de socarrona travesura, de solapada codicia, de graciosa sencillez, de castellana hidalguía y de ruda generosidad trasladados por Pereda con arte maravilloso al museo de sus célebres libros montañeses. No faltaba nada ni nadie; y como aquellas repúblicas cantábricas son de tan fácil gobierno, iba todo a pedir de boca, sin que ningún nacido se extralimitara, sin que ocurriera desorden, y marchando cada cual dentro de la órbita trazada por D. Juan Amarillo. Pero de improviso, presentose un obstáculo muy deplorable, y he aquí que se descompuso tan pasmoso concierto.

La procesión debía entrar por la calle de la Poterna hasta el cementerio, torciendo desde allí a la izquierda por las Monjas Claras y entrando en la plaza del Consistorio, para dirigirse después a la Abadía por el callejón del Cristo Viejo. El sitio llamado de las Monjas Claras es una encrucijada irregular y estrecha, donde afluyen tres o cuatro calles tortuosas y mezquinas, una de las cuales es la que por aquella parte une el camino real con la plaza. Entraba la procesión en la encrucijada, cuando por una de las boca-calles de enfrente entró también un hombre a caballo.

Los cantores callaron, los marineros que llevaban las andas se detuvieron, el sacristán apoyó la cruz en el suelo, y los cristales se bambolearon en manos de los acólitos, como árboles azotados por el viento. Sildo dejó caer el incensario, el cura frunció el ceño, el padre Poquito alzó del suelo los ojos y, en los labios de D. Juan Amarillo fluctuaban las palabras: «¡a la cárcel, a la cárcel!».

Al ver tanta gente, el hombre que venía a caballo quiso volver grupas a toda prisa; pero el animal se encabritó y alzando las patas delanteras, puso al caballero en peligro de caer al suelo. Por fortuna suya era gran jinete. La multitud prorrumpió en exclamaciones y amenazas. Aumentado el espanto del caballo con tanto vocerío, empezó a dar vueltas caracoleando y relinchando, con la espumeante boca abierta. En el mismo momento apareció por la misma callejuela otro hombre a caballo. Era rubio, encarnado, alto, más bien gigantesco, de robusto cuerpo y puños como martillos.

D. Juan Amarillo al ver que había dos hombres bastante osados para entrar a caballo en Ficóbriga en el momento sublime de la procesión, sintió en sí la grandiosa cólera de los dioses antiguos y se lanzó en medio del gentío llevando el rayo en sus ojos. Su mano empuñaba el bastón como un dardo. Iba a hacer un escarmiento, iba a poner a inmensurable altura el principio de autoridad, aquel sacro principio que se le había confiado para que lo transmitiera incólume y lleno de gloria a las generaciones futuras.

-¡Paso al señor alcalde! -gritaba el gentío.

El caballo del primer jinete hirió con sus patas delanteras en la cabeza a una mujer. Espoleado briosamente, dio un salto en retirada, pero retrocedió de pronto, volviendo a quedar entre la muchedumbre, que le rodeó decidida a destrozar caballo y caballero, principiando por los insultos y siguiendo a los insultos las obras. Pero el segundo, o sea el gigante, desmontándose ligeramente, empezó a puñadas con todos los que hubo a mano, de tal manera y con tanta presteza en dar y recibir, que se armó una contienda espantosa. ¡Y el alcalde, aquel varón destinado por la sociedad y aun por Dios remediarlo todo, a aplacar el tumulto, a castigar a todo culpable, a convertir el mundo en una balsa de aceite, no podía llegar, a causa del gentío, al lugar del siniestro!

El primer jinete pudo apearse y trató de contener al que parecía su criado; pero este, rojo como un pimiento, pronunciando palabrotas extranjeras que semejaban ladridos, movía los férreos brazos en cuyo término estaban las martilludas manos, que caían como piedras sobre los carrillos, pescuezos, hombros, omoplatos, esternones y occipucios de los procesionarios. Era un boxeador de lo más florido de Inglaterra; pero en aquella trágica ocasión no quiso Dios que probara su destreza en tierra de alfeñiques, y por suerte había allí media docena de focas del Cantábrico que en cuanto vieron las furibundas manotadas del rubio gigante extranjero, empezaron a probar que la mar no cría puños de algodón. ¡Oh descomunal contienda!... ¡Y el alcalde, aquella personalidad augusta que se tenía por semidivina, que con una palabra, un homérico gesto o un simple fruncimiento de cejas podía confundirlos a todos trayéndoles al orden, y convertirlos de leones en corderos, no acertaba a llegar al sitio de la catástrofe, porque el gentío, apretándose, le había cogido en medio! Y he aquí que D. Juan flotaba de un lado a otro con la oscilación de la ola, cual náufrago, estirando su cabeza, alzando su mano derecha con el bastón y la izquierda con el palmito, pues no quiso soltar ni lo humano ni lo divino, y gritaba: «¡Orden!... ¡A la cárcel!».

El primer jinete, o sea el amo, había logrado apaciguar a algunos, administrando un par de pescozones muy convincentes a su propio defensor y criado; pero entonces viose que en el aire se blandía un cirial y que caía sobre un cuerpo duro; viose la cabeza del formidable vestiglo boxeador chorreando sangre; y después el mismo boxeador, frenético, espumarajeante de rabia, ebrio de indignación arremetió al que cargaba la bendita manga. Prodújose entonces gran marejada, retrocedió la multitud, hubo esas corrientes que aplastan arrastrando, esos temblores de gentío que atruenan, esas dispersiones que atascan las calles como barrancos estrechos en días de temporal, esos choques de una ola de gente con otra que desnarigan y despechugan y descalabran. Sintiose entonces un chasquido de madera vieja y apolillada que se hiende, y el Salvador, el asna, el borriquito desaparecieron, cayendo en aquel hirviente mar de pies y manos.

El cuadro de Goya La procesión dispersada por la lluvia puede dar idea de tal escena. Veíase por una calle la cruz, poniéndose en salvo sin ayuda de los ciriales. Estos iban a escapar por otra llevados al hombro, como los fusiles después de un rompan filas. El cura, agitando la capa pluvial cual si fuera a terciársela en la cintura para arremeter, llamaba a gritos al diácono. Furioso y descompuesto don Silvestre parecía decir: «¡Ah! si yo no tuviera este demonche de paño morado encima...» y con su airado pie golpeaba el suelo, como un genio de las Mil y una noches.

El padre Poquito había desaparecido, sicut avis velut umbra; el suelo estaba lleno de palmitas pisoteadas; algunas personas no habían querido separarse del Salvador y trataban de remediar el percance, recogiendo los pedazos del casi pulverizado borriquito y el ramo que había ido a parar a cuatro varas de distancia, saltando como un ser cautivo que recobra la libertad. Un sochantre andaba solo por tal calle mirando a todos lados y Sildo incensaba por broma a los que se habían refugiado en los portales y en las tiendas... ¡Y en tanto el alcalde, aquella providencia, aquella alta personificación del orden, aquella mente suprema en cuya previsión descansan los pueblos, si al fin pudo esgrimir su bastón en el sitio mismo de la reyerta, no había logrado tener al alcance de su voz y de su mano a los delincuentes, no había podido dar público testimonio de su justicia, no había podido hacer de una manera dramática y elocuente, a los ojos de todos, el ejemplar que tan inaudito caso exigía!

-¿Dónde están? ¿Dónde están? -decía revolviendo a los cuatro puntos del horizonte sus ojos que echaban sentencias, multas, días de cárcel, penas de cadena perpetua, de garrote vil.

Dio órdenes tan terribles a los alguaciles, que estos temblaban. El principal de ellos habría deseado acudir a un mismo tiempo a todas partes en busca de los delincuentes; pero no pudo ir más que a una, aunque D. Juan le gritaba:

-Al momento, al momento... inmediatamente, préndales usted.

Pero así como después de una derrota los diseminados cuerpos de ejército van poco a poco juntándose de nuevo y dándose la mano, así los fragmentos de la desbandada procesión fueron acercándose, uniéndose, por marchar todos camino de la iglesia, y Serafinita vio entrar primero al padre Poquito, después a un cirial, más tarde a Sildo, luego a los cantores, y así sucesivamente hasta que llegaron las destrozadas andas. Solo la persona del Salvador no había sufrido deterioro ni en su divina cara, ni en su cuerpo y traje: los dos animales sí se hallaban miserablemente mutilados. Pero lo que aterró verdaderamente a Serafinita fue que los grupos de gente que con aquellas diversas partes de la deshecha procesión iban entrando, decían con azoramiento y enojo: -«¡El judío, el judío!».

Cuatro momentos de terrible asombro y dolor inmenso, había tenido aquella virtuosa dama en su trágica vida. Primero: cuando vio morir a su madre. Segundo: cuando su infame esposo cometió la cobarde y villana acción de herir su cara en público. Tercero: cuando supo sin preparación alguna la muerte de su hermano Juan y la ignominia de Gloria. Cuarto: cuando oyó decir en la iglesia de Ficóbriga: -«¡El judío, el judío!».