Gloria/Segunda parte/VI

Domingo de Ramos

En la mañana del Domingo, D. Buenaventura dijo a su hermana:

-Ya la he convencido de que debe ir hoy conmigo a la preciosa función de las palmas.

-¡La pobre hace un gran sacrificio! -dijo Serafinita-. Pues si la llevas que se arregle pronto. Yo me voy delante, que tengo que rezar.

Y tomando su bastón negro salió. D. Buenaventura tuvo que esperar algún tiempo, y discutiendo con Gloria sobre el mismo tema oyó de sus labios estas palabras:

-Bien, tío: iré porque no diga usted que no le complazco. No tengo gusto en salir; pero por lo mismo... por lo mismo saldré.

Poco más tarde la señorita de Lantigua salía de la casa paterna en compañía de su tío, después de muchísimos días de reclusión voluntaria. Vestía de riguroso luto, con el cual su palidez era realzada. Grande y triste huella habían dejado en su rostro, antes lleno de gracia y lozanía, los huracanes que pasaron meses atrás y todas las penas que dejaron tras sí, las cuales bastarían a consumir y acabar la belleza más perfecta. Pero la de Gloria más que perdida parecía modificada, adquiriendo una como dulce madurez y patético aire de consternación que inspiraba lástima a cuantos sin odio la veían. Había adelgazado bastante, aumentándose así la fascinadora elocuencia de sus ojos. Cuando miraban parecían comunicar extraordinaria angustia hasta a los objetos inanimados. Si antaño todo lo que perpetua o pasajeramente aparecía unido a su persona decía: «gracia, amor, esperanza», ahora todo decía: «compasión». Verla y no sentir el más vivo interés hacia ella era imposible.

Antes de que sobrina y tío llegaran a la Abadía, ya se habían repetido mucho en Ficóbriga estas palabras: «la señorita Gloria ha salido». En el último cabo de la villa repetía un eco de femeninas voces: «ha salido». Los muchachos que estaban en la puerta del templo, por ser día de ceremonia, la miraron, unos con asombro, casi todos con lástima, algunos con curiosidad descortés y sin delicadeza. Ella pasó con los ojos bajos, tomando el brazo de su tío. Dentro de la iglesia sintió gran fatiga a causa del esfuerzo que había hecho; pero su espíritu experimentó una dilatación placentera, súbito arrebato de sentimiento religioso que por breve espacio la tuvo sobrecogida y anonadada.

-Vete a nuestra capilla y siéntate, que estarás cansada -le dijo D. Buenaventura al darle el agua bendita.

En aquel instante empezaba la sublime ceremonia de la bendición de las palmas, y el coro cantaba: Hosanna filio David. Benedictus qui venit nomine Domini. ¡Oh Rex Israel! Hosanna in excelsis.

Estas palabras resonaron en el alma de la joven con atronador llamamiento, y se sintió confundida ante una superior grandeza. Detúvose junto a la pila de agua bendita sin poder dar un paso. D. Buenaventura, tomándole la mano, le dijo:

-Si quieres, ven conmigo al altar mayor para que veas al Salvador que está puesto en sus andas para salir esta tarde.

-No, no quiero verle -repuso Gloria con súbito terror dejando caer la cabeza sobre el pecho.

D. Buenaventura, al tomarle la mano, notola fría y temblorosa.

-¿Qué tienes?... -le dijo-. ¿Estás mala?... Siéntate... Has hecho un esfuerzo demasiado grande al venir de casa a aquí. Yo voy a sentarme en los bancos del centro. Vete a nuestra capilla.

El subdiácono había empezado a cantar la dramática relación del Éxodo: «Y llegaron a Elim, donde había doce fuentes de agua y setenta palmas; y asentaron allí junto a las aguas». Este sublime capítulo mosaico, contiene las murmuraciones de los israelitas contra Moisés por haberles llevado al desierto después de pasar el mar Rojo, la escasez que sufrieron, y óyese la tremenda voz de Jehová que les dice: Ecce ego pluam vobis panem de caelo. «He aquí que os haré llover pan del cielo».

Gloria conocía perfectamente estos cantos y toda la serie de interesantes ceremonias de aquel clásico día. Sabía que la salida de Egipto era la redención, el maná la gracia, y contemplando en su espíritu tan maravillosas ideas, trataba de regocijarse en ellas.

-Iré a la capilla -dijo a su tío.

Aún tardaron algún rato en separarse. D. Buenaventura se dirigió a los bancos del centro donde estaban las autoridades, mientras Gloria entraba en su capilla, cuando el diácono cantaba la Sequentia. En la capilla de Lantigua había muchas mujeres. Gloria creyó encontrar allí a su tía; pero esta había ido a la capilla de los Dolores. Entró la señorita sin mirar a las que de rodillas o sentadas en los bancos asistían devotamente al parecer a la piadosa ceremonia. Si Gloria hubiera atendido más a lo que ocurría a su alrededor que a lo que pasaba en su espíritu, habría visto que desde que entró en la capilla fue observada con impertinentísima atención por las fieles; que entre todas distinguíase una por su indiscreto reconocimiento de las facciones y del vestido de la desgraciada huérfana. Después oyose en la capilla sordo cuchicheo de murmuraciones y susurrantes comentarios, el cual, empezando por un rincón, se fue extendiendo hasta agitar todo el conjunto de negros mantos. Uníanse unas a otras las cabezas; buscaban los movibles labios el oído; inquietábase el rebaño, y por último sonaron también las almidonadas faldas al levantarse tal cual oveja, que padecía gran desasosiego. Gloria no alzaba los ojos de su libro de rezos. Si los alzara habría visto a Teresita la Monja, acompañada de sus tres sobrinas, las hijas del escribano D. Gil Barrabás. Pero si no se cuidó de su presencia, advirtió sí, que la señora de Amarillo se levantaba, y dando terminante orden a las niñas, salía con ellas de la capilla.

Gloria, distraída un momento por esta brusca desaparición, volvió a atender a su piadosa lectura. Pero no habían pasado dos minutos cuando otra señora, seguida de dos niñas abandonó también la capilla. Era la Gobernadora de las armas.

-Huyen de mí -pensó Gloria.

Al poco rato otras dos señoras y un hombre huyeron también de la capilla como se huye de un sitio infestado. Sólo quedaron dos viejas y un anciano marinero, que atentos con profunda edificación al acto religioso, no ponían mientes en lo demás. Gloria sintió opresión insoportable en su pecho y una necesidad de llorar que no podía satisfacer; pero al fin, de sus ojos corrieron a raudales las lágrimas cuando oyó cantar: «Oh Dios que enviaste a tu hijo a este mundo para salvarnos, para que se humillara entre nosotros».

El sacerdote había bendecido las palmas, que fueron rociadas con agua bendita y ahumadas con incienso. Distribuidas aquellas, empezó la procesión. El coro entonaba el capítulo de San Mateo: Cum apropincuaret Dominus. Gloria cerró los ojos, orando recogidamente y con profunda ternura, mientras pasaban clérigos y seglares. No quería ver nada, ni mirar al presbiterio donde estaban el Salvador y el borriquito, interesante objeto de la atención general y del fervor más pío por parte de los chicos. Sentía los lentos pasos, el grave canto, la humareda de incienso, el murmullo del conmovido pueblo, y sometiendo su imaginación y su pensamiento a la idea religiosa de tan bello símbolo, contemplábalo en toda su grandeza y sublime significado.

Las ceremonias con que la Iglesia conmemora en Semana Santa el extraordinario enigma de la Redención son de admirable belleza. Si bajo otros aspectos no fueran dignas de excitar el entusiasmo cristiano, seríanlo por la importancia que tienen en el orden estético. Su sencilla grandeza ha de cautivar la fantasía del más incrédulo, y comprendiéndolas bien, penetrándose de su patético sentido, es por lo menos frivolidad mofarse de ellas. Quédese esto para los que van a la iglesia como al teatro, que son en realidad de verdad porción no pequeña de los católicos más católicos a su modo, con falaz creencia de los labios, de rutinario entendimiento y corazón vacío.

Es evidente que las ceremonias de Semana Santa despiertan ya poco entusiasmo, y muchos que se enfadan cuando se pone en duda su catolicismo, las tienen por entretenimiento de viejas, chiquillos y sacristanes. Sólo en Jueves Santo, cuando la afluencia de mujeres guapas convierte a las iglesias en placenteros jardines de humanas flores, son frecuentadas aquellas por la varonil muchedumbre de nuestro lisonjero estado social, el más perfecto de todos, según declaración de él mismo. Nuestra sociedad se cree irresponsable de esta decadencia y la atribuye al excesivo celo y mojigatería de la generación precursora, la cual, adulando al clero y adulada por él, quitó a las ceremonias religiosas su conmovedora sublimidad y grandeza. ¿Cómo? multiplicándolas sin criterio y haciéndolas complejas y teatrales por el abuso de imágenes vestidas, de procesiones y pasos y traspiés irreverentes, impropios, profanos, sacrílegos, irrisorios; por la introducción de prácticas que nada añaden a la hermosa representación simbólica de los misterios; por la falta de seriedad y edificación que trae consigo la inmistión de seglares beatos en las cosas del culto. No es fácil designar quiénes son responsables de esto; pero a nadie se oculta el hecho peregrino de que en el país católico por excelencia las cuatro quintas partes de los fieles se resistan a tomar parte en ese carnaval de las mojigatas, como dicen muchos que oyen misa por costumbre y aun confiesan y comulgan, aunque no sea sino por no parecer demagogos.