Gloria/Primera parte/XXXVIII

Job

Dejamos al bueno de D. Silvestre mostrando lleno de orgullo las peras de su huerta, mientras D. Juan Amarillo se apoderaba, cual ave de rapiña, del señor de Lantigua, llevándole aparte para hablarle de un grave asunto.

Digamos algo de este hombre, cuyo apellido es de los que más admirablemente se conforman con la persona. Pasaba Amarillo de los sesenta años y era un hombre despacioso, metódico hasta lo sumo, muy casero, gran rezador del rosario, blando en su conversación, atravesado en su mirar, de cabeza generalmente inclinada hacia un lado como breva madura, nariz de pico, cabeza calva, ojos negros sombreados de largas pestañas ásperas, barba fuerte, pero afeitada, y todo el rostro amarillísimo y reluciente como pergamino. Su ocupación era prestar con usura. Era el banquero de Ficóbriga y a todos sacaba de apuros, previo un interés que jamás pasó de cuarenta por cien. Como se ve, no debía de ser de los peores en el arte.

Con el dote que le llevó su esposa Teresita la Monja, y con su buen manejo y economía (pues fue económico en todo hasta en tener hijos), en cuatro lustros se hizo muy rico. Tenía bastante amistad con D. Juan de Lantigua, una de las pocas personas de Ficóbriga a quienes jamás prestó nada, como no fuera atención. Gozaba fama de ser hombre muy religioso, lo mismo que su mujer, gran atisbadora de vidas ajenas, y tan fuerte en la vida y milagros de todo el mundo que solían llamarla el confesonario de Ficóbriga.

Amarillo tomó el brazo de D. Juan, y llevándole por bajo un emparrado en sitio muy solitario, le dijo:

-Hace tiempo, mi querido D. Juan, que deseaba hablar a usted de un asunto, y no quiero dejar pasar más tiempo.

-¿Qué es ello? -preguntó Lantigua algo alarmado por el tono misterioso que el otro don Juan tomaba.

-Un asunto grave. ¿Qué opinión ha formado usted de mí como hombre veraz?

-Opinión muy favorable.

-¿Me cree usted capaz de mentir?

-No señor, ni por pienso.

-¿De embrollar, de calumniar, de levantar catálogos?

-Nada de eso.

-Pues oiga usted la advertencia de un hombre honrado que le estima, que se interesa por la honra de su casa.

-¡Por la honra de mi casa! D. Juan -exclamó Lantigua con enojo-, ¿qué quiere usted decir?

-Sólo los ojos de marido no son ciegos. Sonlo también los de los padres bondadosos y confiados.

-No comprendo...

-Pues acabaré de una vez. Debe usted vigilar mucho, pero mucho, a su hija.

-¡A Gloria! -exclamó D. Juan lanzando un grito.

-A la señorita Gloria -afirmó el judío cristiano-. Ella es buena, no lo dudo; pero está en la edad de las pasiones... No encuentro yo vituperable que las muchachas tengan novio; pero al menos que lo escojan católico.

-D. Juan, ¿qué farsa es esa? -dijo Lantigua poniéndose tan amarillo como su interlocutor.

-¿Me cree usted capaz de decir una cosa por otra, de faltar a la verdad y de mortificar inútilmente a un amigo? Cuando me atrevo a hablar a usted, Sr. de Lantigua, es porque el hecho es cierto, ciertísimo. Gloria ha tenido entrevistas con Daniel Morton.

-¿Dónde... cuándo? -preguntó Lantigua, cambiando del amarillo enfermizo al rojo sanguíneo.

-En los pinos... hace pocos días... Con decir a usted que mi esposa lo advirtió primero, y que después lo vi yo con mis propios ojos... Como se dijo que Morton partía, yo me callé; pero al oír al señor obispo que le había visto entrar en Ficóbriga, me alarmé y dije: «Pues no pasa de esta tarde sin contarle todo al amigo D. Juan».

-¡Por vida de...! -exclamó Lantigua cerrando los puños y apretando los dientes-, que si no fuera verdad lo que usted me cuenta... ¿Quién lo ha visto, quién?

-Mi esposa y otras personas de la villa. Morton venía a caballo de la capital de la provincia, y dando un rodeo por los prados de la Pesqueruela para no entrar en Ficóbriga, iba a los pinos, donde le aguardaba...

Después del primer arrebato, vacilante entre la incredulidad y la alarma, Lantigua cayó en estupor profundo. Sintió un dolor agudísimo en el corazón, y no pudo decir palabra. Parecía que le habían arrancado de repente la ilusión de toda su vida, y quedose como el santo árabe Job, cuando llegando un criado, le dijo: «Tus hijos y tus hijas estaban bebiendo vino en casa del primogénito. Y he aquí un gran viento que vino del lado desierto e hirió las cuatro esquinas de la casa y cayó sobre los mozos y murieron, y solamente escapé yo para traerte las nuevas».

Pero D. Juan no rasgó su levita, ni trasquiló su cabeza, ni cayó en tierra; antes bien, reponiéndose algo de la sorpresa, si bien no de la pena, decía luego para sí: -Es mentira, es mentira.

-Pero haremos bien en retirarnos dentro de la casa, porque llueve, amigo Lantigua -indicó Amarillo.

En efecto llovía. Todos se metieron dentro huyendo del agua, y los criados de D. Silvestre retiraban a toda prisa la mesa y la vajilla expuestas a la intemperie.

-Esto pasará pronto -dijo el padre de Gloria mirando al cielo.

-Yo creo -manifestó Romero-, que tendremos una segunda edición de aquel famoso día, cuando sacamos a los náufragos de a bordo del Plantagenet. ¡Qué día, señores! Aquello sí que era llover, aquellas sí eran olas... Yo, lo confieso, tuve miedo...

-Vámonos -dijo de improviso el señor de Lantigua indicando en su rostro una gran impaciencia.

-¿Lloviendo?... Por Dios, D. Juan, ¿qué prisa hay?

-Yo me quiero marchar. Peor será esperar a que llueva más y a que se haga de noche.

-Como tú quieras -dijo D. Ángel.

D. Silvestre mandó enganchar el coche de Lantigua.

Cuando el coche estuvo preparado en el Soto de Briján arreció de tal modo la lluvia, que fue opinión general esperar a que pasase la turbonada. Los caminos estaban intransitables, y el cochero de Lantigua así como el del breck, aseguraron que sería milagro llegar a Ficóbriga sin que se rompiese alguna ballesta.

-No importa -manifestó D. Juan-. Vámonos.

Pero en el mismo instante dijeron:

-El puente de Judas se ha quebrantado y no puede pasar ningún coche.

-Hoy es día de desgracia -gruñó D. Juan hiriendo el suelo con el pie-. ¡El puente quebrantado! Vean ustedes lo que son nuestros ingenieros... ¡Qué Gobierno! Con el dinero que se gastó en ese puente de palo, se podrían haber hecho dos de sólida piedra.

-No hay más remedio que tener paciencia -dijo Su Ilustrísima con tranquilidad.

-No hay más remedio que marcharnos a pie -añadió D. Juan-. Es calamidad... Ni siquiera tenemos paraguas...

-¿Pero tú estás loco? ¿A dónde vas? -manifestó D. Ángel deteniendo a su hermano.

-¡Por Dios! D. Juan... no parece sino que arde la casa.

El camino en realidad estaba intransitable, y espumosos arroyos de fango y agua descendían por las laderas.

D. Silvestre dispuso que un criado suyo llamado Francisquín bajase a reconocer todo el camino hasta Ficóbriga. Al poco rato volvió diciendo que estaba medianillo y que el puente se podía pasar, andando por él con mucho cuidado.

-¡Qué cobardes somos! -exclamó Lantigua dirigiéndose a la puerta.

Por segunda vez le detuvieron; y he aquí que el cura dijo:

-Más vale que pasen ustedes aquí la noche. Tengo buenas camas. La crecida de la ría es espantosa, y no vale la pena de que nos expongamos a perecer. Si subimos hasta Villamojada para pasar el puente de San Mateo, tardaremos cinco horas lo menos, porque el acarreo de mineral ha puesto la carretera como ustedes saben.

Mucho costó persuadir a D. Juan a que se quedara; pero al fin lo consiguieron, y se mandó a su casa el recado de que ya se tenemos noticia.

Y he aquí que al volver Francisquín, dijo:

-La señorita Gloria esperaba muy alarmada; pero ya está tranquila.

-¿Quién estaba allí? -preguntó D. Juan con viva ansiedad.

-Roque, D. Amancio el de la botica, José el cartero, el maestro Rubino, Germán...

-¿Y nadie más?

-Y el Sr. Morton.

Por el abrasado pensamiento de D. Juan de Lantigua pasaron aquellas palabras del libro de Job: «Fuego de Dios cayó del cielo, que quemó las ovejas y los mozos y los consumió; solamente escapé yo solo para traerte las nuevas».

-¿Qué es eso, D. Juan, le ha hecho a usted daño la comida? -preguntó D. Silvestre a su amigo.

¿Estás malo? -le dijo el obispo observándole cariñosamente.

D. Juan se había puesto verde.

-A ver ese pulso -indicó D. Silvestre que también se las echaba de médico.

-Por fin -dijo uno de los compinches del cura, que había venido de la capital de la provincia-, cierto amigo que encontré en Villamojada y que acaba de llegar de Madrid, me ha informado de la religión de ese Sr. Morton, a quien D. Juan ha nombrado. Es nada menos que judío.

Una exclamación de sorpresa y espanto sonó en toda la sala.

-¿Es eso verdad? -preguntó Lantigua echando fuego por los ojos.

-¡Tan verdad!... Daniel Morton es hijo de un riquísimo israelita de Hamburgo, rabí de la secta, o como si dijéramos, el sumo sacerdote o el papa de los judíos.

-A pesar de eso, no me pesa haberle salvado la vida -dijo con petulancia D. Silvestre-; porque está escrito: Bendecid a los que os maldicen y haced bien a los que os aborrecen... ¡Qué día aquel!

-Muy bien -afirmó el prelado estrechando la mano del cura-. Así me gusta.

Después se quedó tan pensativo que parecía una estatua.

-Mi opinión -dijo D. Juan Amarillo gravemente-, es que no se debe consentir en Ficóbriga la presencia de ese hombre.

-No se debe consentir -añadieron dos o tres de los presentes.

Entonces Su Ilustrísima habló así:

-Mientras el impío exista, existirá la esperanza de traerle al buen camino. Dios no revela a nadie los caminos de su justicia. San Agustín, amigos míos, nos enseña que el impío está sobre la tierra ut corrigatur, ut per illum bonum exerceatur, es decir, para que se corrija, para que el bien, por razón de él, sea hecho.

D. Juan de Lantigua se levantó, diciendo con firmeza:

-Yo me voy.

Su tono indicaba una resolución tan firme que nadie se atrevió a contradecirle. El obispo empezando a participar de la inquietud de su hermano, añadió.

-Pues yo también me voy.

-Iremos por Villamojada -indicó don Juan.

-¡Qué temeridad! -dijo D. Silvestre en voz baja al joven del Horro-. Cuando a este D. Juan se le mete una cosa en la cabeza... Y no está nada bueno. ¿No ve usted qué color se le ha puesto? Tiene calentura.