Gloria/Primera parte/XXVIII
Vuelve
Al Oeste de Ficóbriga hay un pinar solitario y abandonado, vecino a la mar, expuesto a todos los vientos, en tal disposición que siempre, por leves que estos sean, suenan con murmurante música las ramas. Espesísimo en el centro, se clarea en sus extremos formando anchas calles, y algunos pinos se separan del grupo, corriendo hacia el arenal o hacia la montaña, como si hubieran reñido con sus compañeros. Corre por medio una cerca de rústica arquitectura, donde piedras y yerbas se confunden formando al parecer una sola familia. Al pie de los pinos crecen mil encantadoras florecillas azules de rara especie que no son conocidas en los jardines, y parece que brillan entre los helechos como pedacitos de cielo que las tempestades arrancan de la gran bóveda del mundo, esparciéndolos por el suelo. La naturaleza está allí sola, atenta a sí misma, regocijándose en su paz nemorosa, y los caminantes creen oír una vibración de aquella música callada de que habló el poeta, y que en tal sitio les dice: «no me turbéis».
Una tarde de Julio la alfombra de helechos fue hollada por un caballo, y Daniel Morton que lo montaba echó pie a tierra junto a la cerca. No tenía que esperar, porque a dos pasos de allí, fiel y puntual como las horas, estaba Gloria. Toda la hermosura de la tarde templada y serena se había concentrado en su persona, según la veían los ojos del cariñoso amante, y ella era el cielo azul, la mar profunda y llena de patéticas armonías, el suelo fresco y salpicado de sonrisas, la dulce umbría del bosque con su balsámico ambiente, la luz que a trechos entraba por los claros, semejantes a las ventanas de una catedral.
Gloria miró a todos lados.
-No hay nadie -dijo Morton.
-Siempre me parece que alguien nos ve -dijo Gloria-. Anteayer cuando volvía encontré a Teresita la Monja, la mujer de D. Juan Amarillo.
El insecto que aleteaba sobre las flores, la araña que se descolgaba por una cuerda casi ideal, una vela en el horizonte, un escollo, que con el movimiento del agua se tapaba y se descubría como el que acecha, asomando a intervalos la cabeza... estos eran los únicos testigos.
-No hay nadie -repitió Morton.
-Pero algún día habrá alguien -dijo la señorita de Lantigua con tristeza-, y seremos expulsados de aquí como lo fuimos de mi casa, y no habrá playa ni bosque que nos ampare. En las siete veces que hemos venido aquí hemos tenido suerte; pero ¿sucederá otra vez lo mismo? Todo está lleno de ojos suspicaces que miran, Daniel.
-¿Por qué siendo buenos los dos, vivimos como criminales? No hemos faltado a la ley de Dios, y sin embargo huimos, como el incendiario que ha pegado fuego al techo del rico. ¿Por qué esto?
-Eso pregunto yo: ¿por qué? Dios mío, ¿es posible que tú hagas esto?
-Él no lo hace -dijo Daniel con melancolía-. Estamos tocando la obra de estas sociedades perfeccionadas, que juzgándose dueñas de la verdad absoluta, conservan las leyes de casta como en tiempo de los filisteos y de los amalecitas.
-Yo he pensado anoche que lo que los hombres han hecho los hombres pueden deshacerlo -repuso Gloria, regocijándose en contemplar el semblante de Morton, cuya hermosa mirada parecía descender de lo alto de la cruz-. No es tan difícil. Estudiemos un medio... ¡Pero es particular que siempre, por más que nos propongamos lo contrario, hemos de hablar de cosas tristes!
-¿No ves que hablamos de religión? Y la religión es hermosa cuando une; horrible y cruel cuando separa.
Morton acercó su rostro, fijando la vista en los ojos de Gloria.
-¿Qué miras? -preguntó esta retrocediendo un poco.
-En tus pupilas negras -dijo Daniel riendo-, estoy viendo el mar y el cielo. Es admirable lo bien que se reproduce en esa pequeña convexidad todo el paisaje. Cuando pestañeas se borra y luego vuelve a aparecer.
-No atiendas a tonterías y piensa en lo que te he dicho -replicó Gloria-. Mira, tienes una cosa en la barba.
-¿Qué?... ¿aquí? -repuso Morton echando mano a la barba.
-No, más hacia la boca... Es un gusanito muy chico que ha caído de las ramas de un pino.
-¿Aquí?
-No tanto... Más hacia la boca. Aquí.
Diciéndolo, arrancó Gloria con los dedos de la barba de su amado el extraño objeto y lo tiró lejos.
Como se caza una mariposa al vuelo, Daniel le cazó la mano y se la besó con frenesí.
-Gloria, ¿de qué quieres que hablemos? -exclamó-. Si nada podemos decir que no sea triste como los pensamientos del condenado a muerte.
-Nosotros también somos condenados a muerte -dijo la señorita retirando su mano-. Y lo que es peor, condenados inocentes...
-Como del presidio los presidiarios -dijo el hamburgués-, nosotros sacamos de nuestras cunas una marca en la frente. Nadie en el mundo nos la puede quitar.
-¿Nadie? No tanto -observó Gloria-. Pidamos fuerza a Dios y Él nos abrirá camino.
-Pero se necesita valor, un valor muy grande, vida mía.
-¡Un valor muy grande! Por Dios -exclamó la doncella con pena-, no aumentes las dificultades en vez de allanarlas. Si eres valiente lo seré yo también.
-¿Por qué me respondes así?... Querido amor mío, cuando llegan los conflictos supremos, los grandes sacrificios están cerca.
-Sí, es preciso hacer un gran sacrificio, Daniel; pero ese sacrificio lo debe hacer uno de los dos. ¿A cuál le tocará, a ti o a mí?
Morton cayendo en profunda tristeza, fijó los ojos en el suelo.
-A los dos, querida mía -dijo al fin.
-¿Los dos? -repitió Gloria algo confusa-. No te entiendo entonces. La cuestión es muy sencilla. Daniel: no la compliques. Somos dos... nos amamos; pero ¡ay! si nuestras almas adoran a Dios, vivimos cada cual en Iglesia distinta. Aquí sobra una religión, hijo.
-Es verdad, sobra una religión, y es preciso eliminarla -dijo Daniel sombríamente.
-Es preciso rendir ese tributo a la sociedad. ¿Tú qué piensas de esto?
-Que la sociedad es terriblemente feroz, y con mucha dificultad se aplaca.
-Eso quiere decir -manifestó Gloria con enojo-, que no hay solución posible. Yo abro las puertas y tú las cierras.
Morton suspiró, mirando al cielo, señal evidente de que no veía puertas abiertas ni cerradas en ninguna parte.
-¿Por qué suspiras así? ¿qué tienes? -preguntó Gloria con el impaciente desasosiego de un alma alborotada.
-Nada... pensaba en mi desgracia que es más grande, infinitamente más grande que la tuya.
-No... no -dijo Gloria rompiendo a llorar-. Estoy convenciéndome de una cosa, de una cosa muy triste... ¡Ah! Daniel, tú no me quieres a mí como yo a ti.
-Gloria, vida mía, Gloria, por Dios -exclamó el extranjero besando las manos de su amiga-, no me mates con tus quejas... Si supieras cuánto padezco, yo que he estado a punto de despreciarlo todo, nombre, familia, el amor de mis ancianos padres, de perderlo todo por ti... yo que aun en este momento vacilo y tiemblo, igualmente aterrado por la idea de poseerte y por lo terrible del sacrificio que me impones. Claramente lo has dicho: es preciso quitar de en medio una de las dos religiones.
-Sí.
-Y como si echáramos suerte, le toca a la mía, ¿no es eso lo que piensas?
-Tú eres hombre. El hombre debe sacrificarse por la mujer.
-En este asunto, la sentencia debe caer sobre el que tenga creencias menos firmes. ¿Cuáles son las tuyas?
-Creo en Dios uno, Señor del cielo y de la tierra -exclamó Gloria con la mano puesta en el pecho, y elevando al cielo los ojos llenos de lágrimas y de la luz divina-; creo en Jesucristo, que murió en la cruz para redimir al género humano, creo en el perdón de los pecados y en la resurrección de la carne, en la vida perdurable... Te desafío a que seas tan explícito como yo. Nunca me has dicho de un modo claro cuáles son tus creencias.
-Gloria, tu fe es tibia en muchas cosas ordenadas por la Iglesia... Me lo has confesado.
-Es firme y ardiente en lo principal.
-Todo es principal. Pregúntalo a tu tío.
-No tengo necesidad de declararme contraria a ciertas cosas.
-Entonces no eres buena católica. Es preciso creerlo todo absolutamente. Ya ves que...
-¿Que he de ver?
-Que yo soy más religioso que tú, porque creo todo, absolutamente todo lo que mi religión me enseña.
-Eso quiere decir -afirmó Gloria ahogada por la pena-, que el sacrificio debo hacerlo yo.
Morton no contestaba.
-Esto quiere decir -manifestó al fin-, que moriremos, Gloria, que moriremos, y que Dios hará con nosotros en otro mundo lo que es imposible alcanzar en este, porque este mundo, amiga de mi corazón, no es para nosotros.
Gloria se levantó y con la inspiración sublime de quien pone el pie en la puerta que conduce al martirio, exclamó:
-¡Adiós!
Morton, asiéndole las puntas de los dedos de ambas manos, tiró de ella. Gloria cayó de nuevo en su asiento de piedra.
-No hará el sacrificio uno de los dos, sino los dos a un tiempo -afirmó Daniel.
-Jesucristo, que murió en la cruz -dijo ella-, Jesucristo, a quien adoro, me ha enseñado el modo de hacerlos yo sola, si es preciso; pero si me da fuerzas para aceptar el de la vida, no me las da para aceptar el cáliz de un escandaloso cambio de religión por casarme a disgusto de mi familia. ¡Oh, Dios mío, dichosas las tierras donde la religión está en las conciencias y no en los labios, donde la religión no es una impía ley de razas! Andamos por aquí como las reses marcadas con hierro en su carne. ¡Que haya esclavitud en todo, Dios mío, menos en el corazón!
Concluyendo su ardiente protesta, Gloria se levantó de nuevo, repitiendo:
-Adiós, adiós para siempre.
-Has pronunciado la palabra terrible -dijo Morton con amargura-; la palabra que ha venido a ser nuestra única solución. ¡Adiós! No hay otra fórmula, Gloria. Yo sentía en mi alma esta palabra; pero no podía ni debía decirla. Tú la has dicho.
-Porque tú acabas de arrancarme toda esperanza.
-Porque no hallo solución alguna a nuestro conflicto, porque es imposible, porque no hay remedio, porque no puede ser de otra manera.
-Sea, pues -dijo Gloria, cayendo en triste abatimiento.
-Dios lo quiere así.
-Nos separaremos para siempre.
-Mañana.
-No, hoy mismo, ahora mismo -afirmó la señorita con viveza.
-¡Oh, grandeza del sacrificio! No, no es tanto lo que yo pedía -exclamó Morton con enérgica exaltación-. Noble y hermosa es tu alma, Gloria. Si como dices, nos separamos para siempre, déjame que te vea algún tiempo más. Piensa en mi soledad, que va a ser como la de los mares, siempre revueltos en sí mismos, y en su lejana inmensidad, sin testigo. Gloria, vida mía, sol de mi vida: óyeme, no me dejes así. Si cuando desaparezcas de mis ojos quedo con recelo de haberte ofendido, padeceré mucho...
Gloria se levantó.
-Todavía no, aguarda -dijo Morton deteniéndola-. Grande es mi fe en quien hizo los cielos y la tierra, en quien a ti te hizo. Poniéndole por testigo, juro que te adoro, que mi boca no profirió expresión que no fuese verdad, que te adoro, y que jamás, mientras respire, ningún otro amor más que el tuyo entrará en mi pecho, ni en mi memoria otro recuerdo que el recuerdo de ti.
Gloria sentía temblar las manos de Morton que le oprimía sus manos, y en su rostro sentía el aliento de él y la reverberación de sus ardientes miradas. La doncella se agitó gimiendo, como la espiga devorada por la llama. Su corazón se deshacía.
-Gloria -añadió él con el acento de quien llama al que no ha de responder-; Gloria, yo arrastraré toda mi vida un remordimiento muy pesado, si no te confieso ahora que soy un malvado, un malvado, porque no debí amarte y te amé, porque no debí mirarte y te miré. Tus ojos, tu gracia, tu hermosura, tu bondad y tu alma toda me cautivaron... Olvidándome de las leyes terribles que nos separan, me acerqué a ti. Reconozco que mi deber entonces era huir, huir antes de que el mal fuese irremediable; pero fuí débil, conocí que me amabas, y tu espíritu encadenaba al mío. Se necesitaba ser Dios para no caer en este lazo. Ya viste mi conducta. En vez de abandonar a tiempo tu casa, quedeme en ella. Después creí que un favor especial del cielo allanaría los obstáculos; pero ha pasado el tiempo, y los obstáculos subsisten más terribles e imponentes cada día. Ha llegado el tiempo del envilecimiento o del retroceso, y tú me das el ejemplo. Tú eres grande; tú sabes hacer lo que yo, miserable, no supe. ¡Maldito sea yo, que vi la felicidad y no la pude poseer! Te devuelvo a tu casa, a tu religión, y te devuelvo pura, inmaculada... Por Dios, ¿no ves tú, no ves clara y patente la honradez de mi alma?
-Sí -repuso Gloria entre angustiosos sollozos.
-¿Conservas alguna sombra de recelo con respecto a mí?
-No.
-¿Me creerías digno de ti, si una fatalidad de nacimiento no lo impidiera?
-Sí.
-Pues ahora -dijo resueltamente el extranjero levantándose-, separémonos.
-Para siempre -dijo Gloria levantándose también.
Pálida y grandiosa en su dolor, parecía el ángel de la muerte cuando viene a llevarse un alma. Daniel la abrazó. La señorita de Lantigua ocultó la frente en el pecho de su amigo, regándolo con sus lágrimas durante breve rato.
-Dame un recuerdo tuyo -dijo Morton.
-La memoria fiel no necesita recuerdos materiales.
-Es verdad: yo no los necesitaré; pero si te vas, no te vayas toda. Dame aunque sea un cabello.
Gloria se llevó la mano a la cabeza y separó de ella una mata de pelo.
Sonriendo en medio de su pena, con esas terribles palpitaciones o vagidos humorísticos que tiene el dolor, dijo:
-No hay tijeras.
-No importa -dijo Morton-. Lo cortaré yo...
Y con los dientes, en medio minuto, cortó el pelo.
-Es casi de noche.
-Para mí ya todo es noche -murmuró el extranjero.
Se separaron algunos pasos; pero volvieron a juntarse. Eran como la playa y la ola que siempre parece que huyen la una de la otra, y siempre se están abrazando. Por fin, cuando la noche estuvo más cerca, por los cerros lejanos, tierra adentro, se veía un jinete que marchaba despacio, inclinada la cabeza sobre el pecho. Su figura negra perjudicaba a la armonía del risueño paisaje, y parecía que después que él pasaba todo volvía a estar alegre.
Hacia Ficóbriga caminaba Gloria arrastrando la pesadumbre de su dolor, como el imitador de Cristo a quien este ha dicho: «toma tu cruz y sígueme». Todo en derredor suyo respiraba paz y el dulce reposo de los campos. Volvían los bueyes de las praderas y del trabajo, tardos, paso a paso, cabeceando con sus pesadas testas y sus nobles semblantes llenos de gravedad. Las mujeres de la aldea iban en opuesto sentido, llevando sobre la cabeza largos panes de más de media vara, y los pescadores ponían a secar sobre el altozano de la Abadía las húmedas redes, en cuyas mallas resplandecían aún como limaduras de plata las escamas de las sardinas.
Todo esto lo vio Gloria, y todo se vestía de aquel fúnebre luto de su alma.