Gloria/Primera parte/XXVI

El ángel rebelde

Por las noches, después de la cena que recrea y enamora, se rezaba el rosario en el comedor, con la puerta del jardín abierta si el tiempo era bueno. Durante este acto piadoso, Morton salía fuera, pero permanecía sentado en el jardín con la cabeza descubierta.

Tras la cena venía un poco de grata tertulia, y luego cada cual iba a su cuarto. Gloria subía la última. Poco después de que resonara la fechadura de su cuarto al ser cerrada, todo era silencio. Envuelta en sombras de sosiego, la casa dormía, callada y tranquila como el justo.

Pero en la habitación de la esquina velaba el pensamiento y seguían abiertos, fijos en la oscuridad, los ojos de Gloria. El ruido de una cercana fuente, el chasquido de los sapos y a veces el amoroso silbo del viento, formaban en torno al cerebro de la joven despierta un ritmo extraño que favorecía la actividad de su imaginación. De su brazo derecho hacía una aureola, dentro de la cual metía la cabeza, escondiendo el rostro como lo esconde el pájaro bajo el ala; y sola allí, sin más testigo que Dios, abría de par en par las puertas de su corazón para que a borbotones saliese la llama que en él ardía; soltaba los diques al pensamiento para que sin detenerse corriese fuera. Así estaba largas horas de la noche, primero inmóvil, inquieta después a causa del febril insomnio, hasta que la vencía el sueño ya cercano el día, y sobre el blanco lecho tranquilo flotaba su respiración.

Una de aquellas noches, cuando se escondió dentro de sus alas y mató la luz, habló así:

-Hoy me dijo: «Yo he nacido con mala estrella, Gloria, y preveo desgracias. El corazón me anuncia que no llegaremos al complemento de nuestro destino. ¿Tienes tu confianza?...». Yo le respondí: «Confío en Dios...». Y él dijo tristemente: «Muchas veces se le llama y no responde, y otras muchas permite que los conflictos del corazón sean resueltos por las maldades de los hombres...». ¿Qué quiso decir? ¡Dios mío, yo dudo, yo soy feliz y estoy llena de zozobras, yo espero y temo! No ceso de pensar en las florecillas de los prados, tan bonitas y tan felices, pero que, según me parece a mí, han de estar siempre medrosas y temblando, no sea que las pise la planta del buey que ven acercarse... Yo tiemblo, yo veo llegar el pesado pie del buey...

»Hoy, cuando salió a pasear a caballo, ¡tardaba tanto!... yo creí que no volvería más, y una nube negra se asentó sobre mi corazón, oprimiéndolo. Cuando le vi aparecer, cuando sentí las herraduras del animal sobre las piedras del patio viejo, me parece que todo se iluminaba. Yo no sé lo que es esto. ¡Qué cosa tan extraña! Yo recuerdo que cuando he tenido épocas de estar muy triste, por ejemplo, cuando murieron mis hermanitos, todo se revestía de mi pena. Los árboles y las casas y el cielo, Francisca, mi padre, mi cuarto, mi vestido, el jardín, la escalera, la vajilla del comedor, la jaula del pájaro, las magnolias, el camino, los palos del telégrafo, el reloj de la Abadía, las nubes, los barcos, Germán, Caifás, el cura, mi dedal, la estera, los prados, las teclas del piano, todo, todo está vestido de mi tristeza. Ahora todo está vestido de él.

»Hace diez días me dijo lo que ya presagiaba mi corazón... Hace seis que me exigió una respuesta. Bien claro debía conocer, cuando me dirigía la palabra, que el alma se me estaba saliendo por los ojos. Muchos días hemos estado diciendo discreteos que en mí eran verdaderas tonterías. Al fin no he podido disimular más, y las palabras, lo mismo que entra la luz por una puerta cuando la abren, se me han arrojado fuera de la boca, y le he dicho que le quiero con toda mi vida. No me avergüenzo de ello, y mi conciencia sigue tranquila. Dios está conmigo, lo siento, lo conozco. Veo la mano inmensa que traza en mi interior la cruz, bendiciéndome.

«Gloria, me ha dicho, maldito sea yo, malditos mi padre y mi madre, si no te adoro. Mi corazón te adivinaba hace tiempo. Cuando te vi no me pareció que te veía sino que te hallaba». ¡Ay! Mi corazón le aguardaba también como al hermano que se ha ido para volver.

»Ni una sola palabra ha salido de sus labios que no sea de mi agrado. Ni un solo movimiento he visto en él que no me enamore más. Su persona es perfecta, su corazón lleno de bondades que nunca se agotan, su entendimiento como el sol que todo lo alumbra, su genio suave y dulce que jamás ofende, sus palabras delicadas. Me adora y le adoro... Pues bien, yo pregunto al cielo y a la tierra, a los hombres y a Dios: ¿por qué este hombre no ha de ser mi marido? ¿Por qué no ha de estar unido a mí, siendo los dos uno solo en la vida usual, como somos uno en la del espíritu, y lo seremos siempre, sin que nada ni nadie lo pueda impedir?... ¿A ver por qué? respóndanme ¿por qué?

Como nadie le respondía, Gloria se daba a sí misma la contestación diciendo, cual si no estuviera sola: -Mi esposo serás».

Pero otra noche se expresaba el tono distinto diciendo:

-Aquello que sólo existe para el bien, aquello que viene de Dios, aquello que es la necesidad primera y la luz toda del alma, la religión, es hoy para mí fuente de amargura. Entre los dos cae el filo de una espada terrible. Nadie puede resolver esto, nadie puede hacer polvo esta muralla que se nos pone en medio, y en la cual se hieren desgarrados nuestros brazos cuando vamos a juntarnos para siempre.

»Conozco a mi padre. Es una roca. Malditos sean Martín Lutero, la Reforma, Felipe II, Guillermo de Orange, el elector de no sé dónde, la paz de Westfalia, la revolución de no sé cuántos, el Syllabus, todo eso de que ha hablado mi padre esta noche... He aquí que ataja nuestros pasos y corta el hilo de vida que nos une, no Dios, autor de los corazones, de la virtud y el amor, sino los hombres que con sus disputas, sus rencores, sus envidias, sus ambiciones han dividido las creencias, destruyendo la obra de Jesús, que a todos quiso reunirlos. No sé cómo hay alma honrada que lea un libro de historia, laguna de pestilencia llena de fango, sangre, lágrimas. Quisiera que todo se olvidase, que todos esos libros de caballerías fuesen arrojados al fuego, para que lo pasado no gobernara lo presente, y tantas diferencias de forma y de palabras murieran para siempre.

»Yo pregunto: ¿No es él bueno, no practica la ley de Dios? ¿Le querría yo si así no fuera? ¿No tiene un alma privilegiada? ¿Qué le diferencia de mí? Nada, un nombre vano, una palabrota, inventada por los malvados, para cubrir sus rencores. ¡Ay! Los que se aman son de una misma religión. Los que se aman no pueden tener religión distinta, y si la tienen, su amor los bautiza en un mismo Jordán. Quédense las sectas distintas para los que se aborrecen. Mirándolo bien, veo dos religiones, la de los buenos y la de los malos. A todos los buenos les pongo con Jesús. Váyanse con Barrabás todos los malos. ¡Concebir yo que Daniel no está con Jesús, concebir yo que Daniel no es de la religión de los buenos... eso no puede ser!

»Pero si digo esto mañana a la luz del día se reirán de mí. ¡Oh! ¡Dios poderoso, yo lo veo tan claro como la luz, como tu existencia, como la mía, y no puedo decirlo sin pasar por tonta a los ojos de tanto sabio!».

Y cuando esto pensaba, aquella voz secreta de su alma que otras veces le daba consejos de orgullo, decíale ahora: -«Levántate, no temas. Tu entendimiento es grande y poderoso. Abandona esa sumisión embrutecedora, abandona la pusilanimidad que te ha oprimido, y haz cara a las preocupaciones, a los errores, a las ideas falsas donde quiera que se hallen. Tú puedes mucho. Eres grande: no te empeñes en ser chica. Tú puedes volar hasta los astros; no te arrastres por la tierra».

Gloria oyendo esto decía:

-Sí, sí. Yo sé más que mi padre, yo sé más que mi tío. Les oigo hablar, hablar mucho con el sabio lenguaje de los libros, y en mis adentros digo: «con una palabra sola echaría abajo toda esa balumba de palabras». Ellos son buenos, están llenos de buena fe; pero no sienten el amor, que es el que ata y desata. Se fijan en la superficie; pero no ven el fondo. Yo, iluminada, lo veo y lo toco. No puedo equivocarme, porque una luz divina me acompaña, porque amo, porque las sombras que a ellos les oscurecen la vista caen delante de mí. ¡Oh! si me atreviera... Yo he sido hipócrita; yo me dejé cortar las alas y cuando me han vuelto a crecer, he hecho como si no las tuviera... He afectado someter mi pensamiento al pensamiento ajeno, y reducir mi alma, encerrándola dentro de una esfera mezquina. Pero no: ¡el cielo no es del tamaño del vidrio con que se mira! Es muy grande. Yo saldré fuera de este capullo en que estoy metida, porque ha sonado la hora de que salga, y Dios me dice: «Sal, porque yo te hice para tener luz propia como el sol y no para reflejar la ajena como un charco de agua».

Gloria vertía lágrimas ardientes, su cerebro relampagueaba, y en sus sienes vibraban las arterias como los bordones de un arpa heridos por vigoroso dedo. Todo en ella gritaba:

-¡Rebélate, rebélate!... ¡Ay de ti si no te rebelas!

Y no pudiendo permanecer en molesta quietud, arrojose del lecho, para ir tentando en el vacío y adivinando con su febril mano los objetos, envueltos en profunda oscuridad.

-¿Dónde estás, Señor y Dios mío? -dijo.

Al fin puso la mano sobre el Cristo de marfil que presidía en su cuarto.

-Señor -exclamó-. ¿Es posible que consientas esto? ¿Para esto valía la pena de que expiraras en esta afrentosa cruz? ¿Se ha cumplido tu ley?

Después inclinó la cabeza sobre el pecho, exhalando un gemido, y puesta la mano ante los ojos lloró al sentir la amargura del cáliz. No tenía más que dos caminos: resignarse o rebelarse.

Las primeras luces de la mañana, entrando por las rendijas que en las maderas de la ventana había, resbalaron sobre el hermoso cuerpo medio vestido de la enamorada doncella. A un tiempo mismo afectáronla el frío y el pudor, y se acostó temblando. Durmiose al fin.