Gloria/Primera parte/XII

El otro

Lo propuesto por D. Juan dejó a Gloria en la mayor confusión. Aquel asunto realmente grave no podía presentarse a su espíritu sin ocuparlo al punto vivamente. Durante largo rato su meditación fue tan profunda, que el tiempo transcurría sin que ella lo advirtiese. Al fin dando un suspiro, y alzando la cabeza, como que volvió en su acuerdo. Advirtió gran soledad en el jardín, bastante caldeado por el sol que a mucha altura estaba ya. Cerradas todas las persianas de la casa, ningún ruido venía de ella; hasta los pájaros se habían callado, y sólo dos o tres cuchicheaban algún secreto o refunfuñaban alguna disputa en las últimas ramas de los plátanos.

Gloria se levantó, pues el ardiente vibrar de sus nervios la impulsaba a pensar marchando.

Complacida del silencio y soledad en que estaba, dejose ir hacia un escondido y ameno bosquecillo. Al ver el apresuramiento de su marcha y el afán con que, marchando hacia el oscuro sitio, miró a sus espesuras, cualquiera habría creído que allí la aguardaba alguna persona; pero no había nadie. El bosquecillo estaba enteramente solo. Después acercose a la verja, y por entre los huecos que dejaba a trechos el follaje de la madreselva miró hacia el camino con los ojos fijos y el semblante pálido: sus grandes pestañas aleteaban como mariposas negras, jugando en la luz. ¡Ah! Cualquiera que en tal actitud la hubiese visto y observase con cuánto interés exploraban sus ojos el camino, ya en dirección a la playa, ya en dirección a las montañas, habría creído que esperaba a alguno. Sin embargo, podemos jurarlo y lo juramos; por allí no pasaba, ni había pasado jamás nadie que interesase a su corazón.

Luego subió a su cuarto y se puso a trabajar en una obra de aguja. Seguía meditando; pero los sonidos más insignificantes la hacían volver súbitamente la cabeza. A veces el caer de una hoja, las pisadas del jardinero sobre la arena, el ruido de las huecas regaderas de latón al ser puestas vacías en el suelo, el surtidor que caía en la pila llena de agua con pececillos encarnados, el arrullo de las palomas en lo alto del granero de la casa vieja, el silbar lejano de un vapor zarpando de la ría impresionaban su oído tan enérgicamente cual si voces amadas la llamaran y la nombraran en distintos puntos del espacio infinito. Y, sin embargo, será preciso repetirlo, nadie la llamaba desde el jardín ni desde los altos aires vacíos, ni desde los mares profundos, como no fuera una voz sólo por ella oída. Su corazón latía con fuerza y vivo compás. Sobre él se sentían pasos.

Intentaremos describir la situación de espíritu de la señorita de Lantigua. La razón no le decía nada en contra del proyecto de su padre, y reconocía fácilmente en Rafael todas las cualidades de un joven maduro, de un carácter honrado y bondadoso, de un atleta del catolicismo, de un trabajador incansable, de un apóstol seglar. Reconociendo esto, ella hacía esfuerzos para despertar en su pecho inclinación vehemente hacia aquel joven; pero aquí empezaba la dificultad, porque se interponía siempre entre ella y él una sombra intrusa que venía no sabemos de dónde.

Esto debiera conducirnos a la afirmación categórica de que la señorita de Lantigua había encontrado ya el elegido de su corazón; pero una serie de indagaciones concienzudas con la cooperación de las personas más curiosas de Ficóbriga, demuestran lo contrario. Teresita la Monja esposa de D. Juan Amarillo, en cuya casa hay un ventanuco desde el cual se atisban con buen ojo el jardín y los patios y corredores de la casa de Lantigua, asegura que si Gloria tuviese algún novio del tamaño de una lenteja, o recibiese cartas, o hablase por el balcón, a ella no se le hubiere escapado. Lo mismo dicen las dos hijas de D. Bartolomé Barrabás, ambas muy instruidas en todas las historias del pueblo, amigas íntimas de Francisca Pedrezuela, criada principal de nuestros héroes.

Y sin embargo, el otro existía. ¿Dónde? ¿Quién era?

La señorita de Lantigua bajó más tarde sola al jardín después de la comida. Entonces, sin mover los labios, hablaba. Oigámosla:

-Es una locura -decía-, esto que tengo; es una locura pensar en lo que no existe, y desvanecerme y afanarme por una persona imaginaria... Fuera, fuera tonterías, ilusiones vagas, diálogos mudos. Aquí hay algo de enfermedad sin duda, y mi cabeza no puede estar buena. Vivo en gran error, sueño lo imposible, lo que no existe ni puede existir sobre la tierra. ¿En qué consiste, pues, que entre todos los hombres que he visto y oído y conocido, ninguno se parece a este? Si mi padre y mi tío le conocieran, no harían tantos elogios de Rafael.

¿«Pero cómo le ha de conocer si no existe, si no está en ninguna parte, si no tiene cuerpo, ni vida, ni realidad?... ¡Loca, mil veces loca soy!... Déjame, tú, y no vuelvas más... Calla, tú, y no digas una palabra más, pues no te escucho. Eres una mentira, menos que una sombra, menos que un fantasma, menos que un rayo de sol; eres un pensamiento nada más. No sólo no existes, sino que no puedes existir, porque serías la perfección. Sal, pues, del jardín y no vuelvas más, ni me hables, ni me llames en el silencio de la noche, ni pases haciendo sonar con tus pisadas las hojas arrugadas y secas del otoño... Adiós, tú; has sido conmigo cortés, fino, generoso, delicado, leal, apasionado sin impureza y cariñoso con un respeto sagrado hacia mí; pero te despido, porque mi padre me manda que quiera a ese D. Rafael, buena persona, excelente sujeto, apreciable joven, como él dice. Sin duda no puede haberlos mejores sobre la tierra, y el creer en ti, el pensar en ti es un disparate, como alzar la mano para coger una estrella.

»Cada cosa, en su lugar. El cielo tiene estrellas y soles, la tierra hombres y gusanos... Vivimos abajo y no arriba. Mi padre me ha dicho varias veces que si no corto las alas al pensamiento voy a ser muy desgraciada... Vengan, pues, las tijeras. O se tiene voluntad o no se tiene... o se vive en la realidad o en el sueño. Señor y padre querido, tienes razón en llevarme por este camino; guiada por tan fiel mano, entraré gozosa en él y me casaré con tu soldado de Cristo».

Luego siguió pensando que era necedad propia de colegialas castigadas a pan y agua por no saber la lección, el divagar a solas con el entendimiento fijo en imaginarios galanes, el representarse escenas platónicas y apasionadas entrevistas y mil otras aventuras dramáticas, embellecidas al mismo tiempo por la fantasía y la inocencia. Afirmó además que tales desvaríos eran indignos de una persona de sólidas calidades y principios como ella, y aunque su conciencia diáfana, clara y limpia como los cielos no le mostraba la nube de ninguna impureza, juzgó que en aquel perpetuo y descarriado imaginar suyo había no poco de pecado o al menos de germen pecaminoso...

Después se rió un poco de sí misma, y dejando ir el pensamiento hacia su padre, encontró en él tanta bondad, tanta previsión, tal rectitud de miras, que sintió aumentarse la admiración y el cariño que hacia él sentía. Por la concatenación natural de las ideas, su pensamiento, después de revolotear locamente, fue a posarse sobre la persona de Rafael.

-¡Qué excelente joven es ese D. Rafael! -dijo marchando hacia la casa-. He sido una tonta en no comprender antes su mérito. Se le tomaría por un viejo... y luego ese talentazo que le ha dado Dios... Ahí es nada traer marcados a los pícaros revolucionarios y herejes, y volverles tarumba con sus discursos y despedazarles con sus artículos... ¡y qué discursazos! Bien me acuerdo de aquel que decía: «¡Estáis conculcando todas las leyes divinas y humanas; estáis insultando a Dios...!». Luego es piadoso, es religioso, no tiene la despreocupación infame de los muchachos del día... ¡Ay!... allí viene; huyamos.

Y azorada huyó por un lado, mientras el modelo de jóvenes entraba por otro.