Gipsy
Aquel día los laceros del Ayuntamiento de Madrid hicieron famosa presa. En el sucio carro donde se hacinan mustios o gruñidores los perros errantes, famélicos, extenuados de hambre y de calor, fue lanzada una perrita inglesa, de la raza más pura; una galga de ese gris que afrenta al raso, toda reflejos la piel, una monería; estrecho el hocico, delicadas como cañas las patitas, y ciñendo el pescuezo flexible un collarín original: imitado en esmalte blanco sobre oro un cuello de camisa planchado con las dos pajaritas dobladas graciosamente, y una minúscula corbata azul, cuyo lazo sujetaba un cuquísimo imperdible de rubíes calibrés; todo ello en miniatura, lo más gentil del mundo.
Atónita, crispada de miedo, se apelotonó la galga en un rincón del hediondo carro, aislándose, a fuer de señorita que se respeta, de los tres o cuatro chuchos que lo ocupaban desde antes. El instinto de hallarse en poder de un enemigo superior impedía que aquellos canes armasen camorra, que se amenazasen enseñando los dientes fuertes y blancos. Ni aun les preocupaba que la galguita perteneciese a otro sexo, y menos que procediese de esferas sociales para ellos inaccesibles. Mohínos, zarandeados por el saltar de las ruedas del carrángano sobre el pavimento, los bordoneros se engurruminaban y encogían, esperando a ver qué giro iba a tomar la aventura.
No sabían ellos, a pesar de su experiencia de golfos hambrones, que aventuras tales siempre terminan en el depósito, en aquel gran patio cercado de un muro de ladrillo, con sus tres corralillos separados, revestidos de cemento, de los cuales el tercero es ya antesala del suplico por asfixia...
Y menos lo sospechaba la prisionera, pues las realidades de la vida, y, sobre todo, los conflictos y miserias del perro proletario, éranle completamente desconocidos, no habiendo encontrado a su paso sino caricias y esmerada atención a sus mínimas necesidades y deseos. Desde la mañana, Gipsy, que a este nombre respondía, era enjabonada, lavada y perfumada, como la dama más pulcra. Esencias de heno cortado y de brisa de violetas de Parma impregnaban su piel satinada y flexible, y cuando, satisfecha del aseo -porque los animales se habitúan a él y llegan a exigirlo como las personas-, empezaba a juguetear y correr en torno de la doncella encargada de la toilette, otra doncella acudía con la bandeja de plata, en que la taza del té con leche humeaba en medio de una torrecilla de bizcochos dorados, crocantes y frágiles. Era el desayuno de Gipsy lo suficiente para aquel corpezuelo ligero y elegante como silueta trazada por hábil acuarelista. Y ya en todo el día no se apartaba de su ama, de la marquesa, en cuyas faldas fofas y muelles encontraba cobijo, cuyos brazos de alabastro la formaban como tibio y firme aro defensor, cuyos besos calentaban su hocico frío, sus ojos hermosos, destellantes de inteligencia...
Y ¡ahora! Gipsy no comprendía palabra de lo que le estaba pasando. ¿Qué era de su ama? ¿Qué era de Jacinta, la doncella, la del té aromático, delicioso? Y su comida, su sopa de avena con azúcar, a la británica, ¿quién se la iba a dar? Empezaba la galga a sentir la roezón del hambre. Al perderse, rompiéndose el anillo de la cadena, había vagado por las calles largas horas, y ya no tenía ni idea del tiempo transcurrido. ¿Por qué estaban allí a su lado aquellos ferósticos, de erizada pelambrera, que apestaban, sí, apestaban, bien lo notaba Gipsy, como villanotes que debían de ser?
Cuando la soltaron en el primer patio del depósito, Gipsy, sin embargo, se reanimó. Recelosa, no obstante, de lo desconocido, metió entre los zancos nerviosos el rabo, que era una coma color ceniza, lustrada y primorosa, y buscó instintivamente el ángulo, donde se guareció. Los laceros cambiaban impresiones acerca de su captura.
-Oyes, tú, Melecio, tié un collar que quita el hipo.
-A recogerlo, Sidro..., y a llevarlo onde está mandao, no haiga luego una historia.
Con terror sintió Gipsy que la cogían en brazos, que desabrochaban su collarín, del cual estaba envanecida...
-A este bicho -profetizó Melecio- va a venir a sacarlo de la cárcel un lacayo más grande que un tranvía; verás tú.
-Éste es de señorona -asintió Sidro, dejando en el suelo a la galga, con respeto involuntario y profundo a su posición social.
Y se equivocaron. No fue el lacayazo, reluciente de librea y fornido de hombros, el que apareció a la tarde. Fue la propia marquesa, trémula de emoción. Saltó Gipsy, alocada, guiada, aun antes de ver a su ama, por la percepción de los sentidos del animal, más sutiles que los nuestros, y sus ladridos de gozo y sus brincos ágiles armaron una gazapera entre sus compañeros de cautiverio, que la miraban de reojo, sorprendidos y prevenidos en contra de la aristócrata, que no hacía con ellos amistades y les mostraba un desdén tan ofensivo. ¿Qué sucedía? ¿Por qué tal arrebato de júbilo? No tardaron en comprenderlo. La entrada de la dama, llamando tiernamente a Gipsy, les explicó el enigma ¡Gipsy era feliz! Hay perros con suerte, ¡caramba! La galguita gris tenía en este mundo quien la protegiese, quien la amase, y no era un ciego roñoso, no era un carnicero brutal, que hoy acaricia y mañana atiza un puntapié, sino una señora deslumbradora de majeza y lujo, que derramaba fragancias, que hablaba con tono imperativo, y ante la cual se inclinaban hasta el suelo los guardianes... Y aquella señora aupaba a la perrita, la estrechaba contra su corazón de un modo delirante...
-Gipsy, tesoro, hechizo, bruja, ¿quién te quiere, di? Tu amita, ¿no es eso? Monada, amor, ¿cómo estás aquí? ¿Y tu collar, que te falta? ¡Yo te compraré otro!...
-No, señora; dispense la señora -articuló, grave y solícito, el guarda-. El collar ahí está, a disposición de la señora. Nos pareció mejor quitárselo mientras no salga de aquí el animalito.
-Pero va a salir en seguida, ¿verdad?
-En seguida... La señora dispense; ¡no es posible! Tiene la señora que gestionar el pago de inscripción y multa, porque no estará inscrita la perra, creo yo, y, de todos modos, hay que averiguarlo...
La dama frunció el ceño y taconeó, despechada.
-No sé nada de eso. Es mi apoderado el que se ocupa... De todos modos, voy a enterarme ahora mismo. Lo mejor sería que me dejasen ustedes llevarme a mi perra; claro es que he de pagar cuanto sea necesario, y el doble, si quieren.
-No puede ser, señora marquesa: no podemos... Tenemos órdenes...
¡Gente inaguantable! ¡Dejar allí a su Gipsy, en aquel presidio, confundida con los canes plebeyos, sucios! ¡Su Gipsy, tan remilgada, tan exquisita! ¿Y si alguno de aquellos perdidos la galanteaba? Hizo, muy bajo, como si alguien pudiera oír, una indicación al guardián.
-Pierda cuidado la señora marquesa...
Un billete de a cinco, deslizado en la mano del guardián, fue acompañado de nuevas instrucciones:
-Tráigale usted comida a Gipsy. No va a probar ese chicharrón asqueroso, y se morirá de hambre la criatura. Tráiganle de lo mejorcito, ¿eh? Ternera, merluza, bizcochos, leche... Lo que haya en el ventorro. Si está bien tratada, más propina para usted.
A la media hora, el guardián entraba con una tartera colmada de víveres. Solícito, con palabras cariñosas, la puso delante de la perra, que permanecía en su rincón, pero, ahora, triste hasta la muerte. Porque eso de haberse ido su ama sin llevársela era de los problemas que no pueden los irracionales resolver, y, obscuramente, sentía Gipsy que aquello constituía ya el abandono, la reclusión eterna en el horrible patio vaharante de ardor de verano, de sol implacable, entre perros de mal vivir, cuya sola presencia la horripilaba.
Hasta el último instante se había resistido a separarse de su amita, agarrándose a las faldas, y fue preciso que el guarda la arrastrase suavemente, mientras la marquesa, a pique de deshacerse en llanto, huía, sin querer volver la cara atrás.
El estómago tiene tiranías, y Gipsy, en medio de su aflicción y desamparo, olfateó emanaciones... No era ya, por cierto, el chicharro pestífero, residuo de sebos repugnantes, lo que le presentaban, sino cosa más grata, aunque no tan escogida como su pitanza de costumbre. Todavía, dengosa, acercó el hociquillo, eligiendo el bocado más apetecible. Sus dientes, como granos de arroz, iban ya a clavarse, cuando la rodeó un tumulto, una batahola infernal. El guarda, llamado por una chiquilla, hija suya, no se sabe para qué, acababa de salir precipitadamente, y los compañeros de cárcel, antes contenidos por su presencia, ya se arrojaban sobre la tartera tentadora. También ellos, ¡qué demontre!, aunque canes humildes hechos a desperdicios, tenían su paladar, y, a veces, entre las piltrafas de polvero de los grandes hoteles y de los cafés de rumbo, algún hallazgo de viandas ricas les había afinado el gusto, haciéndoles relamerse. Lo bueno a nadie desagrada. Además, era hacer escarnio de los pobres, de los desheredados de la suerte, servir a una damisela de la aristocracia, aparte y para ella sola, tan magnífica ración.
Y, sin necesidad de ponerse de acuerdo, se arrojaron los cinco o seis que compartían el primer corralillo con Gipsy, sobre la galga y sobre su comida. Vueltos a su primitiva condición de fieras, aullaban, regañaban los belfos, ladraban con la furia de animales de presa, de alanos que saltan a la oreja del puerco montés. Gipsy, heroica, había querido defender su porción. Pero los amotinados no le dieron tiempo a nada. Quizá por encima de la glotona codicia que les inspiraba la tartera había otra cosa: el odio a la privilegiada, que tenía ama que la quisiese y mimase, criados que la cuidasen, comida para hartarse y desprecio hacia los que estaban debajo... Era la venganza social la que impulsaba a aquellas feroces mandíbulas, la que encarnizaba aquellos mordiscos hasta cruzar los colmillos, que hacían crujir las costillas delgadas de la mísera Gipsy. Y sólo cuando la dejaron ya por paquete sangriento, inerte, sin hálito de vida, se acercaron, siniestros, a la tartera fatal. Como no cabían todos los hocicos, se enzarzaron en nueva pelea, y los más fuertes ahuyentaron a los más flacos, devorando entero el sabroso contenido.