XXI

Al llegar a la calle de Cort-Real, vi allí casi en total ruina la casa donde se albergaban los míos. Unos vecinos me dijeron que el señor Nomdedeu y su hija estaban aposentados en la calle de la Neu; pero que no se sabía dónde habían ido a parar Siseta y sus hermanos. Contristado con tal noticia, fui en busca del doctor, y la primer persona que salió a mi encuentro fue la señora Sumta, encargándome que no hiciera ruido porque el señor dormía.

-Aquí encontrarás todos los papeles cambiados, Andresillo -me dijo- porque la señorita Josefina se ha puesto buena, y el amo estátan malo, que se morirá pronto si Dios no lo remedia.

En esto oímos la voz del doctor, que en aposento cercano sonaba, diciendo:

-Déjele usted entrar, señora Sumta, que estoy despierto. Andrés, amigo querido, ven acá.

Entré, pues, y D. Pablo arrojándose de su lecho me abrazó con cariño, hablándome así:

-¡Qué placer me das, Andrés! ¡Yo creí que habías muerto! ¡Ven acá, valiente joven, y abrázame otra vez! ¿Cómo va esa salud? ¿Y ese estómago? No conviene cargarlo después de tanta privación. ¿Hay apetito?... Te recomiendo mucho la sobriedad. ¿Tienes heridas? Las curaremos... Manda lo que gustes, hijo.

Yo, muy confundido, le expresé mi gratitud por tanta benevolencia, añadiendo que le consideraba como el más generoso y cristiano de los mortales por pagar con abrazos y cariños los golpes que de mí recibiera.

-Señor -añadí- yo creí haber muerto al mejor de los hombres, y no podía vivir con el gran peso de mi conciencia. Veo que usted perdona las ofensas y abre sus brazos a los que han intentado matarle.

-Todo está perdonado, y si culpa hubo en ti tratándome como me trataste, mayor fue la mía, que en mi furor, no reparaba en quitarte la vida por un pedazo de azúcar. Aquellas, amigo Andrés, no deben considerarse como acciones libres que constituyen verdadera responsabilidad, y la horrible situación en queambos nos hallábamos nos disculpa a los ojos de Dios. En tan triste momento, la ley suprema de la propia conservación imperaba sobre todas las leyes, nuestro carácter, el resultado de las facultades ingénitas o cultivadas por el trato y de los hábitos adquiridos, no existía realmente, y el torpe bruto en que estamos metidos, rompía salvajemente todos los frenos que se oponían a la satisfacción de sus necesidades. Por mi parte, puedo decirte que no me daba cuenta de lo que hacía. El espectáculo de mi pobre hija me trastornaba el poco sentido que aún me hacía reconocerme como hombre, y delante de mí no había amigos ni semejantes. Estas relaciones se acaban, se extinguen cuando el brutal instinto recobra sus dominios, y si veía un pedazo de pan en boca de otro hombre, parecíame esto un privilegio irritante, que mi egoísmo no podía tolerar. ¡Ay, qué horroroso padecimiento! ¡Qué vergonzoso estado de moral y qué degradación del ser más noble que pisa la tierra! Válgame tan sólo la circunstancia de que nada quería para mí, sino todo para ella. Tengo la seguridad de que a no ser por mi idolatrada hija, yo me hubiera recostado en un rincón de la casa, dejándome morir sin hacer esfuerzo alguno por conservar la vida.

-Y la señorita Josefina ha resistido las privaciones tal vez mejor que nosotros.

-Mucho mejor -añadió Nomdedeu-. Ya me ves a mí que parezco un cadáver. Pues ella, completamente transfigurada, parece haberseapropiado toda la salud que a mí me falta. Esto me tenía contentísimo, Andrés. Pero verás ahora lo que ha pasado. Cuando me dejaste en el patio de la casa del canónigo, tardé mucho tiempo en recobrar el uso de los sentidos a consecuencia del gran golpe y de la mucha extenuación. Por fin, no sé qué manos caritativas me sacaron a la calle, donde recobré completo acuerdo. Mi sensación principal era una gran sorpresa de hallarme con vida. Arrastréme hasta entrar en casa, y en las habitaciones de Siseta encontré a mi hija. La infeliz casi no me conocía. Iba a perecer de inanición. ¡Dios mío! Quisiera morir, si la muerte borrara de mi memoria el recuerdo de aquellas horas. Yo decía: -Señor, antes de ver tal espectáculo, valiera más que quedara exánime sobre las baldosas de la casa del canónigo-. ¡Ay, amigo Marijuán, no me preguntes nada sobre esto! Sólo te diré que habiendo salido en busca de alimentos, al regresar, mi hija ya no estaba allí.

-¿Y Siseta? -pregunté con la mayor inquietud.

-Siseta tampoco -repuso Nomdedeu inmutándose en sumo grado-. Pero ¿a qué me preguntas por Siseta? Yo no sé nada de ella. Déjame seguir. Ninguno de los vecinos supo darme razón del paradero de mi hija, y corrí como un loco por la ciudad buscándola. Felizmente ni ella ni yo estábamos allí, cuando la casa fue destruida. Pero yo te pregunto: ¿a dónde creerás que había ido mi idolatrada Josefina?Pues nada menos que a la torre Gironella, donde contemplaba el horrible fuego con que se defendió aquel fuerte en sus postrimerías. Te asombrarás de que mi hija fuera a tal sitio. Pues oye. Encontrándose sola en la casa, la horrible necesidad obligola a salir a la calle, y discurrió largo tiempo por Gerona, implorando la caridad pública, pero sin ser atendida por nadie. Mientras mayor era su desamparo, mayores eran sus esfuerzos por apegarse a la vida, y aquella naturaleza miserable halló en sí misma suficiente energía para sobreponerse a la situación. Parece esto imposible, pero es cierto. Ahora caigo en que a las criaturas de ánimo apocado nada les conviene tanto como encontrarse lanzadas de improviso a un gran peligro sin sostén ni ayuda de mano extraña. Pues bien, Josefina, sola en medio de tantos horrores, huyó por la pendiente que conduce a los fuertes, creyendo más seguros aquellos sitios. La vista de los cadáveres que obstruyen el camino prodújole gran espanto, y mayor aún al ver de cerca la terrible acción que allí se trabara. Cuando quiso retroceder la pobrecita, le fue imposible, y encontrose envuelta en el fuego, en el momento de la retirada. ¡Oh, qué incomprensibles son los arcanos de la Naturaleza! Si yo hubiera sabido por qué lugares andaba mi enferma, y todo el protomedicato hubiérame pedido mi dictamen sobre su suerte, habría dicho: «Josefina morirá en el acto de verse próxima a un combate». Pues no fue así, Andrés. Según me ha contado ella misma, al ver aquello, sintiose con inusitada energía, y sus miembros desentumecidos como por milagro, adquirieron una agilidad que jamás habían tenido. Sin hallarse libre de miedo, inundaba su alma una generosa y expansiva inquietud, y abundantes lágrimas corrían de sus ojos... A esto añade que luego volvió dos veces a la ciudad, donde unas señoras apiadadas de ella la dieron algún alimento; que después, sin saber cómo, viose arrastrada en el tropel de las que iban a llevar pólvora a las murallas; añade que durmió dos noches en campo raso; que la señora Sumta tomándola por su cuenta, la tuvo más de tres horas en Alemanes, hasta que se retiró de allí la guarnición, y comprenderás si han sido fuertes los cauterios aplicados por el azar al espíritu de esa pobre niña. Ahora, Andrés, me resta decirte que si ella ha adquirido súbitamente bríos y agilidad, yo he perdido radicalmente mi salud, a consecuencia de los intensos padeceres físicos y morales de esta temporada, y aquí donde me ves, no doy dos cuartos por lo que pueda vivir de aquí al domingo que viene. La alegría que me causa el ver cómo se ha regenerado el organismo de aquella que es todo mi amor y mi consuelo, ahoga el sentimiento que podría causarme la propia muerte. Lo que hoy me produce profunda tristeza es el convencimiento adquirido hace poco de que soy un detestable médico. Sí, Andrés, yo creí saber bastante, y ahora resulta que todo lo ignoro, todo, todo. Figúrate que después deadoptar en el tratamiento de Josefina el sistema de precauciones, de cuidados que me recomendaban en diverso estilo centenares de libros, salimos con la patochada de que el mejor sistema es el opuesto al que yo seguí. ¡Y para esto, Dios mío, ha estudiado uno treinta años! ¡Oh!, medicina, medicina, ¡cuán desdeñosa y esquiva eres! ¡Cómo te ocultas al que más te busca, y qué bien guardas tus encantos! Cuando parece más fácil tocarte, más rápidamente desapareces, como sombra que de las ansiosas manos se escapa. ¡Quién me lo había de decir! Yo intentaba curarla con delicadezas y cuidados y dengues, resguardándola hasta del aire por temor a que el aire mismo la hiciera daño, y Dios la ha fortalecido con las crudezas, las molestias, los golpes, los sustos, con el fuego y el frío, con los peligros y las muertes. Yo evitaba en ella las grandes impresiones que me parecía debieran quebrar su naturaleza, como los martillazos rompen el vidrio, y los fortísimos sacudimientos de la sensibilidad la han repuesto en su primer ser y estado. Curose como había enfermado, y este misterio y esta novedad pasmosa confunden mi inteligencia. Hasta ahora no sabía que la enfermedad curase la enfermedad, y me muero con mil ideas sobre este oscuro punto... porque yo me muero, Andrés: en eso sí que no se equivocará mi escaso saber.

Diciendo esto, se tendió de largo a largo en la cama, y a cada rato exhalaba hondísimos suspiros. Yo le hablé así:

-Sr. D. Pablo, usted, aunque ha padecido bastante, tiene el consuelo de ver a su hija no sólo con vida, sino con la salud que antes no tenía; pero yo, ni siquiera puedo asegurar que vive mi adorada Siseta y sus dos hermanos.

El doctor, al oírme, moviose inquietamente en su lecho con síntomas de alteración nerviosa, e incorporándose de improviso, me mostró su cara, muy contrariada y desfigurada de un modo notable.

-No me preguntes por Siseta y sus hermanos -exclamó con torpe lengua y haciendo ademán de apartar un objeto que inspira desagrado-. Yo no sé nada de ellos. Andrés, más vale que te marches y me dejes en paz.

La señora Sumta, que entró a la sazón, puso el dedo en la sien, mirando a su amo con expresión de lástima. Con el gesto y la mirada quería decirme:

-No hagas caso, que el amo ha perdido el juicio.

Perdiéralo o no, lo cierto es que me llenaban de inexplicables confusiones sus palabras. Interroguele de nuevo; pero él, cerrando los ojos y extendiendo brazos y piernas, cual exánime cuerpo, aparentaba no oírme, o realmente aletargado, no me oía.

Josefina entró en seguida y mostró mucha alegría al verme. Por mi parte quedeme sorprendido al notar la animación de sus ojos, su color menos pálido que de ordinario, y al observar la agilidad, la gracia y desenvolturaque había adquirido en sus movimientos desde que no nos veíamos. Después de contestar con amables sonrisas a mis cumplidos, que adivinaba por el movimiento de los labios, me preguntó por Siseta.

-¡Ay! -respondí, expresando con signos mi suprema aflicción-. Siseta... se ha ido, señorita; no sé dónde está.

-Busquémosla -dijo Josefina con resolución.

-¡Ay!, gracias, señorita Josefina... Yo no me puedo tener; pero si usted me acompaña, sacaré fuerzas de flaqueza para recorrer la ciudad.

En la casa tenían ya comida abundante, que se repartía entre los diferentes vecinos allegadizos que allí se albergaban, y a mí me dieron una buena porción. Cuando salí enlazando mi brazo con el de Josefina, me sentía tan restablecido, que no necesité buscar apoyo en las paredes, ni arrojarme al suelo cada diez minutos para tomar aliento.