XIV

Casi juntamente conmigo entró Barodet, que había salido a hacer una excursión por la plaza de las Coles, y volvía tan alegre y saltón, que le juzgué portador de víveres para ocho días.

-¿Qué hay, Badoret? -le preguntamos Siseta y yo.

Nos contestó abriendo los puños para mostrar algunas piezas de cobre, y cerrábalos después, bailando con frenesí en medio de la sala.

-¿De dónde traes eso? ¿Lo has cogido en alguna parte? -le preguntó su hermana con enojo, sospechando sin duda que el chico había hecho incursiones lamentables en la propiedad ajena.

-Me los han dado por el ratón... Andrés, un ratón tan grande como un burro. En cuanto llegué con él a la plaza, un viejo soltó tres reales por él.

-¿Para comérselo? -exclamó Siseta con horror.

-Sí -repuso Badoret dándole los cuartos-. Tú no lo quisiste, pues a venderlo.

-Mira, Andrés -me dijo Siseta- luego que tú te fuiste, estos condenados bajaron al patio, y por la puertecilla que está junto al pozo, se metieron en la casa del canónigo D. Juan Ferragut, que está abandonada como sabes. A poco volvieron con una rata tan grande como de aquí a mañana... ¡Qué patas! ¡Qué rabo!

-La carne de este precioso e inteligentísimo animal -dije yo dando a Siseta lo que llevaba- no es mala, según dicen los muchos que en Gerona la están consumiendo. Por ahora, muchachos, remediémonos con esto que os traigo, y Dios dará más adelante otra cosa.

Comimos, si así puede llamarse una refacción tan exageradamente sobria, que más parecía hecha para dar entretenimiento a los dientes, que sustancia al cuerpo. Yo me dormísobre el suelo poco después, y cuando desperté, Siseta con gran aflicción me dijo:

-Gasparó está malo. Ha cesado de llorar, y está como desmayado con el cuerpo ardiente y temblando de escalofríos. ¿Tardará en volver el Sr. Nomdedeu?

Examiné al chico, y su aspecto me hizo temblar, porque no dudé un momento que estuviese atacado de la fiebre a que sucumbía diariamente parte de la población; pero procuré tranquilizar a su hermana, asegurando que los síntomas del mal que tenía delante, no eran parecidos a los que a todas horas se observaban en los sitios más públicos de la ciudad. Pero Siseta, en su buen sentido, no daba crédito a mis consuelos, comprendiendo la gravedad de su hermanito. Con la mayor naturalidad del mundo, y olvidando en su preocupación las circunstancias de la ciudad, me mandó que le llevase algunas medicinas, y tuve que emplear mil rodeos y circunlocuciones para decirle que no las había. La infeliz muchacha estaba inconsolable.

Una hora después entró D. Pablo Nomdedeu, al cual llamamos para que asistiese al enfermo, y se prestó a ello de buen grado.

-¡Pobre Gasparó! -dijo al verle-. Ya he dicho varias veces que con los alimentos que diariamente se consumen aquí, estos chicos no han de llegar a viejos.

-Pero mi hermano no se morirá, señor don Pablo -afirmó Siseta llorando-. Usted que es tan buen médico, le curará.

-Hija mía -repuso fríamente el doctor- tiende la vista por esas calles, y observa de qué valen los buenos médicos. Lo que respiramos en Gerona no es aire, es una sutil e invisible materia cargada de muertes. ¡Ay! Vivimos por especial don de Dios, los que vivimos. Tenemos un gobernador de bronce que manda resistir a estos hombres que se caen muertos por momentos. D. Mariano Álvarez no ve en el cuerpo humano sino una cosa con que rellenar los cementerios, y que no pudiendo servir para batirse no sirve para nada. Él no atiende más que al inmortal espíritu, y fijando su atención en la vida perpetua que con los miserables ojos de la carne no podemos ver, desprecia todo lo demás. Sí, la magnitud de ese hombre me tiene asombrado por lo mismo que es superior a mí. El gobernador resistirá el hambre, las privaciones, las enfermedades, mientras tenga una gota de sangre que mantenga en pie la urna de su grande espíritu, pues su alma es el alma menos atada al cuerpo que he conocido; y si no pudiese resistir, será capaz de comerse a sí mismo... Pero veamos qué se hace con ese pobre Gasparó, hija mía; yo creo que debes ir a enterrarle a la plaza del Vino, donde se ha hecho una gran fosa, porque si dejamos aquí su pobre cuerpo, puede corromperse la atmósfera de esta casa más de lo que está.

-¿De modo que usted le da por muerto? -preguntó Siseta con desesperación.

-Siseta, nuestra misión en el estado a que han llegado las cosas, sin alimentos ni medicinasque recomendar, se reduce a evitar los horribles efectos de la descomposición atmosférica. Si pudiéramos tener a mano buenas tazas de caldo, un poco de vino blanco y algunos emolientes y herméticos, creo que sería fácil tornar la salud a la robusta naturaleza de ese niño; pero es imposible: no hay nada. ¡Felices los que se mueren! Si no consigo salvar a mi hija, me pondré en la muralla, cuando haya otro asalto, para morir gloriosamente... Pobre Gasparó: ¡con cuánto placer te cuidaría si viera en ti esperanzas de vida! Siseta, sentiría mucho que mi hija conociera la proximidad de un moribundo. En caso de que Gasparó llore o chille, le mandarás callar. Adiós, adiós, hijos míos; cuidado con mis instrucciones.

Y subió. Tenía todas la apariencia de un loco.

Siseta destrozó un mueble, calentó agua con él y diose a aplicar al enfermo en diversas formas una terapéutica de su invención, compuesta de agua tibia en bebida, en cataplasmas, en friegas, en rociadas, en parches. Como advirtiera cierta quietud en el enfermo, creyola repentina mejoría, por efecto de sus extraordinarios específicos, y dijo con tanta inocencia como alegría:

-Andrés, me parece que está mejor. Se ha dormido. Mi madre decía que el agua del Oñá era la mejor medicina del mundo, y con agua se curaba ella todos sus males. ¿Ves cómo está más tranquilo? Cuando despierte querrá ir ajugar con sus hermanos. ¿Pero dónde están esos malditos? ¡Badoret, Manalet!...

Siseta los llamó gritando varias veces, y los muchachos no parecían. Estaban en la casa del canónigo.

Yo subí a ver a D. Pablo y a su hija, y encontré a esta tan abatida y desfigurada, que cuando cerraba los ojos quedándose sin movimiento con la cabeza hundida entre los almohadones, parecía realmente muerta. Ya era casi de noche y Nomdedeu, sentado junto al velador, escribía su diario.

-Andrés -me dijo el doctor- te agradezco que vengas a hacerme compañía. ¿No me guardas rencor por lo de esta mañana? Eres un buen muchacho, y sabes hacerte cargo de las circunstancias. En estos casos, no hay amigo para amigo, ni hermano para hermano. Ahora mismo, si metieras tu mano en el plato donde va a comer mi hija, creo que te mataría.

-¿Y la señorita Josefina -le pregunté- cree todavía que hay fiestas en Gerona, y que mañana irá a Castellà?

-¡Ay!, no. La ilusión duró hasta el día siguiente nada más. Su estado moral es espantoso. Ya no puede ocultársele nada, y es inútil representar comedias como la de la otra noche. Lo sabe todo, y no ignora los últimos pormenores, gracias a una indiscreción de esa endiablada señora Sumta, a quien de buena gana arrastraría por los cabellos. Figúrate, Andrés, que una de estas noches, cuando yo estaba curando enfermos por esas calles, la talseñora Sumta, que a más de ser curiosa como mujer, es entrometida y novelera como un chico de diez años, deseando dar a su entendimiento el pasto de una belicosa lectura en armonía con sus aficiones militares, sacó de la alacena de mi despacho este diario que estoy escribiendo, y se puso a leerlo aquí mismo delante de mi hija. Esta sintió al instante deseos de leer también, y la muy necia de la señora Sumta se lo permitió, añadiendo de su propia cosecha comentarios encomiásticos de los empeños y heroicidades del sitio. Cuando volví, mi hija había llegado a las últimas páginas, y en su calenturienta atención y curiosidad se le iba el alma a pedazos. La lectura la embelesaba y la mataba al mismo tiempo, y el terror y la admiración compartíanse el dominio de su alma. ¡Ay, cuánto trabajo me costó arrancarle de las manos el malhadado diario! La pobrecita no durmió en toda la noche, y puesto su cerebro en erección, allí era de ver cómo imaginaba batallas en la calle, cómo sentía el ruido de las bombas, cómo aseguraba estarse quemando con el resplandor de los incendios, cómo miraba los ríos de sangre que enrojecían el Ter y el Oñá, sin que me fuera posible tranquilizarla. La infeliz corría de una parte a otra de la habitación como una loca; y llamaba a gritos a D. Mariano Álvarez, ensalzando la bravura y grande ánimo de nuestro gobernador. Otras veces, dominada por el miedo, me pedía que la escondiese en lo más profundo de los pozos para no oír el zumbidode los cañonazos ni ver el resplandor de las llamas. Tan pronto su delicado organismo nervioso, que es su naturaleza toda, se crispaba dándole actividad febril, como cuando dominados por el entusiasmo nos centuplicamos; tan pronto abatiéndose llorosa, su cuerpo caía flojo y blando como una madeja. Precisamente la falta del sentido acústico, que parece debía ser un descanso para su espíritu, es un verdadero tormento, porque oye rumores que sin tener existencia real retumban en su cerebro; y los espectros del sonido aterran su imaginación más que los de la vista. ¡Pobrecita hija mía! Creí verla morir en una de aquellas crisis. Era su vida como un hilo muy delgado que por intervalos se pone tirante, tirante, amenazando romperse. Yo tenía el alma en suspenso, y comprendiendo que contra tal estado de nada valen la ciencia ni los cuidados, me crucé de brazos y bajé la frente esperando el fallo de Dios. De este modo ha pasado algunos días, Andrés, y últimamente todos los síntomas de desorden nervioso han desaparecido, para no quedar más que el del miedo, un miedo en el último grado de lo deprimente, que la tiene aplanada, moribunda. ¿Ves esa cara, ves esa expresión soñolienta y abatida, esa diafanidad propia de los primeros instantes de la muerte? ¿Por ventura eso tiene apariencia de vida? No parece sino que este simulacro de existencia permanece ante mis ojos por disposición milagrosa del cielo para consolarme durante la ausencia real de mi verdadera hija.

Después de un largo y triste silencio, continuó así:

-Andrés, mañana saldrá el sol; mañana habrá lo que en nuestro lenguaje llamamos día; mañana tendremos otro hoy, es decir, nuevos apuros. Veremos qué miga de pan me reserva Dios para el día que ha de venir. Como quiera que sea, mi hija tendrá mañana su plato en esta mesa. Así ha de ser, cueste lo que cueste.

Y dicho esto, siguió redactando su diario.

Cuando volví al lado de Siseta, la encontré más tranquila, engañada por el aparente alivio del pobre niño. Su principal inquietud consistía entonces en la ausencia de Badoret y Manalet, que a pesar de lo avanzado de la noche, no volvían a casa. Pero de acuerdo les supusimos ocupados en explorar la habitación vecina, y no se habló más sobre el particular. Retireme yo a mi guardia, pesaroso de dejarla sola, y durante toda la noche estuve mortificado por cavilaciones y presentimientos que no me dejaron dormir.