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El lector no lo creerá; el lector encontrará inverosímil que bailásemos Siseta y yo en aquella lúgubre noche, precisamente en los instantes en que incendiados varios edificios de la ciudad, esta ofrecía en su estrecho recinto frecuentes escenas de desolación y angustia. Formando con ocho chiquillos un gran ruedo, bailamos, sí, obedeciendo a la apremiante sugestión de aquel padre cariñoso que nos pedía con lágrimas en los ojos nuestra cooperación en la difícil comedia con que engañaba al delicado espíritu de su hija; pero bailamos en silencio, sin música, y nuestras figuras movibles y saltonas tenían no sé qué mortuorio aspecto. Nuestras sombras proyectadas en la pared remedaban una danza de espectros, y los únicos rumores que a aquel baile acompañaban eran, además de nuestros pasos, el roce de los vestidos de Siseta, el retemblar del piso, y un ligero canto entre dientes de Badoret que al mismo tiempo hacía ademán de tocar el fluviol y la tanora.

Por mi parte sostenía interiormente una ruda lucha conmigo mismo para contraer y esforzar mi espíritu en la horrible comedia que estaba representando, e iguales angustias experimentaba Siseta, según después me dijo.

Al fin la turbación moral, unida al cansancio,me hicieron exclamar: «ya no puedo más», arrojándome casi sin aliento en un sillón. Lo mismo hizo Siseta.

Pero Josefina que nos contemplaba con indecible satisfacción y agrado, pidionos que bailásemos más, y con elocuentes miradas dirigidas a su padre, nos decía que éramos unos holgazanes sin cortesía. Vierais allí al buen D. Pablo suplicándonos que bailáramos por la salvación eterna; y ¿qué habíamos de hacer? Bailamos como insensatos segunda y tercera tanda. Al fin nos sirvió de pretexto para descansar el hecho de servirse a la desgraciada joven la hipocrática cena de que antes he hecho mención, la cual fue acompañada de elocuentes discursos mímicos y literarios del doctor Nomdedeu, quien ponderaba a su idolatrada enferma las excelencias del repugnante pisto, servido en nueve o diez platos con raciones microscópicas. Todo aquello era una farsa lúgubre que oprimía el corazón, y don Pablo que la presidía, el infeliz D. Pablo, escuálido, ojeroso, amarillo, trémulo, parecía haber salido de la sepultura y esperar el canto del gallo para volverse a ella. Siseta lloraba a escondidas, y algunos de los chicos, rendidos al poderoso sueño y a la gran fatiga, habían estirado los miembros y cerrado los ojos en diversos puntos, y donde cada cual encontró mejor comodidad y fácil postura.

-Sr. D. Pablo -dije al médico- no nos mande usted bailar más, porque nosotros mismos creeremos que estamos locos.

-Hijos míos -me contestó- tengo el corazón partido de dolor. Necesito estar en batalla constantemente para contener las lágrimas que se me caen de los ojos. ¡Pobre Gerona! ¿Existirás mañana? ¿Estarán mañana en pie tus nobles casas y con vida tus valientes hijos? ¡Yo tengo espíritu para todo; para lamentar y llorar la muerte de mi ciudad natal, y atender al cuidado de mi pobre hija! ¿Qué cuesta representar esta farsa? Nada; la pobrecita se deja engañar fácilmente, y como su enfermedad no es otra cosa que una fuerte pasión de ánimo, en el ánimo se han de aplicar los cauterios, las cataplasmas, los tónicos y los emolientes que le he recetado esta noche. Puede que le hayamos salvado la vida. ¿Sabéis lo que significan en naturaleza tan delicada, tan sutilmente sensible, una triste o agradable impresión? Pues significa tanto como la vida o la muerte. Sí, hijos míos: si yo no cuidara de ocultar a mi hija las angustias que atravesamos, se pondría su alma en tales términos que el menor accidente la mataría, como un soplo de viento apaga la luz. Es preciso resguardar esta pobre lámpara del aire que la mata, y darla el que la vivifica. Así va tirando, tirando, y quién sabe si la podré salvar. Sed, pues, caritativos, y procurad divertirla. Ved cómo se ríe; reparad qué precioso color han tomado sus mejillas. La creencia de que Gerona está llena de felicidades y la esperanza de ser llevada pronto a Castellà, la fortifican y dan nueva vida. Esta noche marchamosbien; pero mañana ¿qué haré, qué la diré mañana? Si crece la escasez de víveres, como es probable, si se declaran el hambre y la epidemia, y caen bombas en parajes cercanos o aquí mismo, ¿qué comedia representaremos? Dios me favorezca y me inspire, pues para su infinita misericordia nada hay imposible.

-Estoy muerto de cansancio -dije yo, viendo que Josefina pedía más baile- y además es tarde y tengo que marcharme a mi puesto.

Siseta ya no podía tenerse en pie, y la señora Sumta, que yacía en el suelo con la inmovilidad de un talego, roncaba sonoramente, remedando en la cavidad de sus fosas nasales el lejano zumbido del cañón. Badoret, cansado ya de tocar en silencio el fluviol y la tanora, dormía como los demás chicos. D. Pablo, bastante generoso para no exigirnos imposibles, se apresuró a complacer a la enferma, poseída de cierto febril insomnio, y se puso a danzar en medio de la sala haciendo corro con cuatro chicos de los más despabilados. Cuando yo salí, quedaba el pobre señor haciendo piruetas y cabriolas con ningún arte y mucha torpeza; pero su incapacidad para el baile, provocando la hilaridad de su hija, más le inducía a seguir bailando. Daba saltos, alzaba los brazos descompasadamente, se descoyuntaba de pies y manos, tropezaba a cada instante, inclinándose adelante o atrás, hacía mil paseos estrambóticos y mil figuras grotescas que en otra ocasión me habrían hecho reír, y un sudorangustioso afluía de su rostro macilento, desfigurado por las muecas y visajes que le obligaban a hacer el fatigoso movimiento y los agudos dolores de su herida. Nunca vi espectáculo que tanto me entristeciera.