Genialidades de la «Perricholi»
(Al señor Enrique de Borges, ministro de Francia en el Perú y traductor de mis Tradiciones)
I
editarMicaela Villegas (la Perricholi) fue una criatura ni tan poética como la retrató José Antonio de Lavalle en el Correo del Perú, ni tan prosaica como la pintara su contemporáneo el autor anónimo del Drama de los palanganas, injurioso opúsculo de 100 páginas en 4.º, que contra Amat se publicó en 1776, a poco de salido del mando, y del que existe un ejemplar en el tomo XXV de Papeles varios de la Biblioteca Nacional. Así de ese opúsculo como de los titulados Conversata y Narración exegética se declaró por decreto de 3 de marzo de 1777 prohibida la circulación y lectura, imponiéndose graves penas a los infractores.
No es cierto que Miquita Villegas naciera en Lima. Hija de pobres y honrados padres, su humilde cuna se meció en la noble ciudad de los Caballeros del León de Huánuco, allá por los años 1739. A la edad de cinco años trájola su madre a Lima, donde recibió la escasa educación que en aquel siglo se daba a la mujer.
Dotada de imaginación ardiente y de fácil memoria, recitaba con infantil gracejo romances caballerescos y escenas cómicas de Alarcón, Lope y Moreto: tañía con habilidad el arpa y cantaba con donaire al compás de la guitarra las tonadillas de moda.
Muy poco más de veinte años contaba Miquita en 1760 cuando pisó por primera vez el proscenio de Lima, siendo desde esa noche el hechizo de nuestro público.
II
editar¿Fue la Perricholi una belleza? No, si por belleza entendemos la regularidad de las facciones y armonía del conjunto; pero si la gracia es la belleza, indudablemente que Miquita era digna de cautivar a todo hombre de buen gusto.
«De cuerpo pequeño y algo grueso, sus movimientos eran llenos de vivacidad; su rostro oval y de un moreno pálido lucía no pocas cacarañas u hoyitos de viruelas, que ella disimulaba diestramente con los primores del tocador; sus ojos eran pequeños, negros como el chorolque y animadísimos; profusa su cabellera, y sus pies y manos microscópicos; su nariz nada tenía de bien formada, pues era de las que los criollos llamamos ñatas; un lunarcito sobre el labio superior hacía irresistible su boca, que era un poco abultada, en la que ostentaba dientes menudos y con el brillo y limpieza del marfil; cuello bien contorneado, hombros incitantes y seno turgente. Con tal mezcla de perfecciones e incorrecciones podía pasar hoy mismo por bien laminada o buena moza». Así nos la retrató hace ya fecha un imparcial y prosaico anciano que alcanzó a conocerla en sus tiempos de esplendor, retrato que dista no poco del que con tan espiritual como galana pluma hizo Lavalle.
Añádase a esto que vestía con elegancia extrema y refinado gusto, y que sin ser limeña tenía toda la genial travesura y salpimentado chiste de la limeña.
III
editarAcababa Amat de encargarse del gobierno del Perú cuando en 1762 conoció en el teatro a la Villegas, que era la actriz mimada y que se hallaba en el apogeo de su juventud y belleza. Era Miquita un fresco pimpollo, y el sexagenario virrey, que por sus canas se creía ya asegurado de incendios amorosos, cayó de hinojos ante las plantas de la huanuqueña, haciendo por ella durante catorce años más calaveradas que un mozalbete, con no poca murmuración de la almidonada aristocracia limeña, que era por entonces un mucho estirada y mojigata.
El enamorado galán no tenía escrúpulo para presentarse en público con su querida, y en una época en que Amat iba a pasar el domingo en Miraflores, en la quinta de su sobrino el coronel don Antonio Amat y Rocaberti, veíasele en la tarde del sábado salir de palacio en la dorada carroza de los virreyes, llevando a la Perricholi a caballo en la comitiva, vestida a veces de hombre y otras con lujoso faldellín celeste recamado de franjas de oro y sombrerillo de plumas, que era Miquita muy gentil equitadora.
Amat no fue un virrey querido en Lima, y eso que contribuyó bastante al engrandecimiento de la ciudad. Acaso por esa prevención se exageraron sus pecadillos, llegando la maledicencia de sus contemporáneos hasta inventar que si emprendió la fábrica del Paseo de Aguas, fue sólo por halagar a su dama, cuya espléndida casa era la que hoy conocemos vecina a la Alameda de los Descalzos y al pie del muro del río. También proyectó la construcción de un puente en la Barranca, en el sitio que hoy ocupa el puente Balta.
Un librejo de esa época, destrozando a Amat en su vida, ya pública, ya privada, lo pinta como el más insaciable de los codiciosos y el más cínico defraudador del real tesoro.
Dice así: «La renta anual de Amat como virrey era de sesenta mil pesos, y más doce mil por las gratificaciones de los ramos de Cruzada, Estanco y otros, que en catorce años y nueve meses de gobierno hacen un millón ochenta mil pesos. Calculo también en trescientos mil pesos, más bien más que menos, cada año lo que sacaría por venta de los setenta y seis corregimientos, veintiuna oficialías reales y demás innumerables cargos, pues por el más barato recibía un obsequio de tres mil duros, y empleo hubo por el que guardó veinte mil pesos. De estas granjerías y de las hostias sin consagrar no pudo en catorce altos sacar menos de cinco millones, amén de las onzas de oro con que por cuelgas lo agasajaba el Cabildo el día de su santo».
El mismo maldiciente escritor dice que si Amat anduvo tan riguroso y justiciero con los ladrones Ruda y Pulido, fue porque no quería tener competidores en el oficio.
No poca odiosidad concitose también nuestro virrey por haber intentado reducir el área de los monasterios de las monjas, vender los terrenos sobrantes, y aun abrir nuevas calles cortando conventos que ocupan más de una manzana; pero fue tanta la gritería que se armó, que tuvo Amat que desistir del saludable propósito.
Y no se diga que fue hombre poco devoto el que gastó cien mil pesos en reedificar la torre de Santo Domingo, el que delineó el camarín de la Virgen de las Mercedes, costeando la obra de su peculio, y el que hizo el plano de la iglesia de las Nazarenas y personalmente dirigió el trabajo de albañiles y carpinteros.
Como más tarde contra Abascal, cundió contra Amat la calumnia de que, faltando a la lealtad jurada a su rey y señor, abrigó el proyecto de independizar el Perú y coronarse. ¡Calumnia sin fundamento!
Pero observo aquí que por dar alimento a mi manía de las murmuraciones históricas, me voy olvidando que las genialidades de la Perricholi son el tema de esta tradición. «Pecado reparado, está casi perdonado».
IV
editarEmpresario del teatro de Lima era en 1773 un actor apellidado Maza, quien tenía contratada a Miquita con ciento cincuenta pesos al mes, que en esos tiempos era sueldo más pingüe que el que podríamos ofrecer a la Ristori o a la Patti. Cierto que la Villegas, querida de un hombre opulento y generoso, no necesitaba pisar la escena; pero el teatro era su pasión era su deleite, y antes de renunciar a él habría roto sus relaciones con el virrey.
Parece que el cómico empresario dispensaba en el reparto de papeles ciertas preferencias a una nueva actriz conocida por la Inesilla, preferencias que traían a Miquita con la bilis sublevada.
Representábase una noche la comedia de Calderón de la Barca ¡Fuego de Dios en el querer bien!, y estaban sobre el proscenio Maza, que desempeñaba el papel de galán, y Miquita el de la dama, cuando a mitad de un parlamento o tirada de versos murmuró Maza en voz baja:
-¡Más alma, mujer, más alma! Eso lo declamaría mejor la Inés.
Desencadenó Dios sus iras. La Villegas se olvidó de que estaba delante del público, y alzando un chicotillo que traía en la mano, cruzó con él la cara del impertinente.
Cayó el telón. El respetable público se sulfuró y armó una de gritos: «¡A la cárcel la cómica, a la cárcel!».
El virrey, más colorado que un cangrejo cocido, abandonó su palco; y para decirlo todo de un golpe, la función concluyó a capazos.
Aquella noche, cuando la ciudad estaba ya en profundo reposo, embozose Amat, se dirigió a casa de su querida, y la dijo:
-Después del escíndalo que has dado, todo ha concluido entre nosotros, y debes agradecerme que no te haga mañana salir al tablado a pedir de rodillas perdón al público. ¡Adiós, Perri-choli!
Y sin atender a lloriqueo ni a soponcio, Amat volteó la espalda y regresó a palacio, muy resuelto a poner en práctica el consejo de un poeta:
«Si se te apaga el cigarro
no lo vuelvas a encender:
si riñes con una moza
no la vuelvas a querer».
Como en otra ocasión lo hemos apuntado, Amat hablaba con muy marcado acento de catalán, y en sus querellas de amante lanzaba a su concubina un ¡perra-chola!, que al pasar por su boca sin dientes se convertía en perri-choli. Tal fue el origen del apodo.
Lástima que no hubiéramos tenido en tiempos de Amat periódicos y gacetilla. ¡Y cómo habrían retozado cronistas y graneleros al poner a sus lectores en autos de la rebujina teatral! ¡Paciencia! Yo he tenido que conformarme con lo poco que cuenta el autor anónimo.
Amat pasó muchos meses sin visitar a la iracunda actriz, la que tampoco se atrevía a presentarse en el teatro, recelosa de la venganza del público.
Pero el tiempo, que todo lo calma; los buenos oficios de un corredor de oreja, llamado Pepe Estacio; las cenizas calientes que quedan donde fuego ha habido, y más que todo el amor de padre...
¡Ah! Olvidaba apuntar que los amores de la Perricholi con el virrey habían dado fruto. En el patio de la casa de la Puente-Amaya se veía a veces un precioso chiquillo vestido con lujo y llevando al pecho una bandita roja, imitando la que usan los caballeros de la real orden de San Jenaro. A ese nene solía gritarle su abuela desde el balcón:
-¡Quítate del sol, niño, que no eres un cualquiera, sino hijo de cabeza grande!
Conque decíamos que al fin se reconciliaron los reñidos amantes, y si no miente el cronista del librejo, que se muestra conocedor de ciertas interioridades, la reconciliación se efectuó el 17 de septiembre de 1775.
«Yo no sé qué demonios
los dos tenemos;
mientras más regañamos
más nos queremos».
Pero era preciso reconciliar también a la Perricholi con el público, que por su parte había casi olvidado lo sucedido año y medio antes. El pueblo fue siempre desmemoriado, y tanto que hoy recibe con palmas y arcos a quien ayer arrojó del solio entre silbos y poco menos que a mojicones.
Casos y casos de estos he visto yo... y aun espero verlos; que los hombres públicos de mi tierra tienen muchos Domingos de Ramos y muchos Viernes Santos, en lo cual aventajan a Cristo. Y hago punto, que no estoy para belenes de política.
Maza se había curado con algunos obsequios que le hiciera la huanuqueña el berdugón del chicotillazo; y el público, engatusado como siempre por agentes diestros, ardía en impaciencia para volver a aplaudir a su actriz favorita.
En efecto, el 4 de noviembre, es decir, mes y medio después de hechas las paces entre los amantes, se presentó la Perricholi en la escena, cantando antes de la comedia una tonadilla nueva, en la que había una copla de satisfacción para el público.
Aquella noche recibió la Perricholi la ovación más espléndida de que hasta entonces dieran noticia los fastos de nuestro vetusto gallinero o coliseo.
Agrega el pícaro autor del librejo que Miquita apareció en la escena revolando timidez; pero que el virrey la comunicó aliento, diciéndola desde su palco:
-¡Eh! No hay que acholarse, valor y cantar bien.
Pero a quien supo todo aquello a chicharrones de sebo fue a la Inesilla, que durante el año y medio de eclipse de su rival había estado funcionando de primera dama. No quiso resignarse ya a ser segunda de la Perricholi y se escapó para Lurín, de donde la trajeron presa. Ella, por salir de la cárcel, rompió su contrato y con él... su porvenir.
V
editarRelevado Amat en 1776 con el virrey Guirior, y mientras arreglaba las maletas para volver a España, circularon en Lima coplas a porrillo, lamentándose en unas y festejándose en otras la separación del mandatario.
Las más graciosas de esas versainas son las tituladas Testamento de Amat, Conversata entre Guarapo y Champa, Tristes de doña Estatira y Diálogo entre la culebra y la Ráscate con vidrio.
Entre los manuscritos de la Biblioteca de Lima se encuentra el siguiente romancillo que copio por referirse a nuestra actriz:
Lamentos y suspiros de la «Perricholi» por la ausencia de su amante el señor don Manuel de Amat a los reinos de España
Ya murió la esperanza
de mis deseos,
pues se ausentan las luces
del mejor Febo.
Ya no logran las tablas
cadencia y metro,
pues el compás les falta
a los conciertos.
Mi voz está perdida
y sin aliento;
mas ¿qué mucho si el alma
le falta al pecho?
Estatua seré fría
o mármol yerto,
sin que Amor en mí labre
aras ni templos.
Lloren las ninfas todas
del coliseo,
que Apolo se retira
de los festejos;
aquel grande caudillo
del galanteo,
que al dios de los amores
ofrece inciensos.
Mirad si con justicia
yo me lamento,
que tutelar no tienen
ya nuestros huertos.
No gozarán las flores
verdes recreos,
por faltar el cultivo
del jardinero.
¡Ay! Yo fijé la rueda
de sus afectos,
y otras fueron pavesas
de sus incendios.
Ya no habrá Miraflores
ni más paseos,
en que Júpiter quiso
ser mi escudero.
Mas ¡ay de mí! infelice
que hago recuerdo
de glorias que han pasado
a ser tormento.
Negras sombras rodean
mis pensamientos,
cual cometa que anuncia
tristes sucesos.
¡Oh fortuna inconstante!
Ya considero
que mi suerte se vuelve
al ser primero.
Aunque injurias me causen
crudos los tiempos,
mi fineza y cariño
serán eternos.
Mi carroza luciente
que fue su obsequio,
sirva al dolor de tumba,
de mausoleo.
Pero en tan honda pena,
para consuelo
me queda un cupidillo,
vivo y travieso.
Es su imagen, su imagen,
y según veo,
original parece,
aunque pequeño.
Hijo de mis amores,
Adonis bello,
llora tanta desgracia,
llora y lloremos.
Si es preciso que sufras
golpe tan fiero,
mis ojos serán mares,
mis quejas remos.
Navega, pues, navega,
mi dulce dueño,
y Tetis te acompañe
con mis lamentos.
Bien chabacana, en verdad, es la mitológica musa que dio vida a estos versos; pero gracias a ella, podrá el lector formarse cabal concepto de la época y de los personajes.
VI
editarAsí Lavalle como Radiguet en L' Amérique Espagnole, y Mérimée en su comedia La Carrosse du Saint Sacrement, refieren que cuando el rey de Nápoles, que después fue Carlos III de España, concedió a Amat la gran orden de San Jenaro (gracia que fue celebrada en Lima con fiestas regias, pues hasta se lidiaron toros en la plaza Mayor) la Perricholi tuvo la audacia de concurrir a ellas en carroza arrastrada por doble tiro de mulas, privilegio especial de los títulos de Castilla.
«Realizó su intento -dice Lavalle- con grande escándalo de la aristocracia de Lima; recorrió las calles y la Alameda en una soberbia carroza cubierta de dorados y primorosas pinturas, arrastrada por cuatro mulas conducidas por postillones brillantemente vestidos con libreas galoneadas de plata, iguales a las de los lacayos que montaban en la zaga. Mas cuando volvía a su casa, radiante de hermosura y gozando el placer que procura la vanidad satisfecha, se encontró por la calle de San Lázaro con un sacerdote de la parroquia que conducía a pie el sagrado Viático. Su corazón se desgarró al contraste de su esplendor de cortesana con la pobreza del Hombre-Dios, de su orgullo humano con la humildad divina; y descendiendo rápidamente de su carruaje, hizo subir a él al modesto sacerdote que llevaba en sus manos el cuerpo de Cristo.
»Anegada en lágrimas de ternura, acompañó al Santo de los Santos, arrastrando por las calles sus encajes y brocados; y no queriendo profanar el carruaje que había sido purificado con la presencia de su Dios, regaló en el acto carruaje y tiros, lacayos y libreas a la parroquia de San Lázaro».
El hecho es cierto tal como lo relata Lavalle, excepto en un pormenor. No fue en los festejos dados a Amat por haber recibido la banda y cruz de San Jenaro, sino en la fiesta de la Porciúncula (que se celebraba en la iglesia de los padres descalzos, y a cuya Alameda concurría esa tarde, en lujosísimos coches, toda la aristocracia de Lima), cuando la Perricholi hizo a la parroquia tan valioso obsequio.
No hace aún veinte años que en el patio de una casa-huerta, en la Alameda, se enseñaba como curiosidad histórica el carruaje de la Perricholi, que era de forma tosca y pesada, y que las inclemencias del tiempo habían convertido en mueble inútil para el servicio de la parroquia. El que esto escribe tuvo entonces ocasión de contemplarlo.
VII
editarAl retirarse Amat para España, donde a la edad de ochenta años contrajo en Cataluña matrimonio con una de sus sobrinas, la Perricholi se despidió para siempre del teatro, y vistiendo el hábito de las carmelitas hizo olvidar, con la austeridad de su vida y costumbres, los escándalos de su juventud. «Sus tesoros los consagró al socorro de los desventurados, y cuando -dice Radiguet- cubierta de las bendiciones de los pobres, cuya miseria aliviara con generosa mano, murió en 1812 en la casa de la Alameda Vieja, la acompañó el sentimiento unánime y dejó gratos recuerdos al pueblo limeño».