Entre todas las mozas que a la tarde bailan en la plaza, sobresale, por sus encantos, Mariuca.

Sus cabellos rubios, anudados en moño puntiagudo sobre la cabeza, se rizan en la nuca y bajan a ondas por la frente; relucen las pecas como puntitos de oro encima de la blanca piel, que el aire marino requemó; acariciadores son sus ojos; beriñejos sus labios, entreabiertos por la sonrisa.

A su cuello enróscanse los hilos de aljófar; una crucecilla de oro es tentación sobre las alturas del seno. Remárcase éste con virginal dureza contra el repretado corpiño, que baja por el talle breve para morir en las curvas del caderaje; desnudos a mitad van sus brazos, enguantados por los oros del sol; la percaleña falda descubre los arranques de unas piernas robustas; en airoso arco se dibujan los pies tras el zapatito de cuero.

Gentil es la muchacha; de ademanes graciosos, de habla suelta y alegre.

Ahora tócale repicar la pandera y cantar la copla para los bailarines. Sus dedos corren ágiles por la piel estirada; vibran a compás las sonajas, y la voz fresca de la moza envía al espacio el canto montañés:


En la barca tuya quiero
contigo a la mar salir.
Si tú mueres, marinero,
contigo quiero morir.
¡Anda, que me caigo
y no me puedo levantar!
¡Anda, que me caigo
a la orilla de la mar!...»


A los sones de la pandera y a los acentos de la copla, bailan mozas y mozos; ellos enfrente de ellas, marcando todos el compás con los pies, describiendo ellos con los brazos círculo en el aire, mientras ellas los dejan caer lánguidos, como en pasional rendimiento.

Pausado y cadencioso, con reminiscencias sacerdotales, es el baile de los montañeses. Las mujeres no alzan los ojos, que puestos en la tierra llevan; no sonríen; graves y humildes, parecen ofrecerse al varón en esclavas. Los varones, salientes los pechos, altas las cabezas y contraídos los brazos, recuerdan los antiguos guerreros celtas en sus danzas simbólicas.

Al estribillo de la copia acelérase el baile. Los pies van y vienen en punteos veloces, los brazos se adelantan, las bocas sonríen, los ojos revuélvense provocadores y el abrazo se apunta sin llegar a realizarse, cuando el ¡jujuy! tiembla en labios de la cantora y la ronda termina.

Junto a Mariuca, siguiendo embobado el viaje de sus dedos por la pandereta, el viaje del cantar por su boca, está Pablo, el patrón de la bonitera Reina de los Ángeles, un mozo de veintiséis años, fuerte como una encina, saludable como el viento del Océano que diariamente le saluda.

Cortejo es de la Mariuca, y para serio va el cortejo, que al terminarse la costera casarán en la iglesia del pueblo. Así lo trataron ellos a los comienzos del estío, así lo acordaron los padres. Sólo falta que concluyan los trajinares del bonito para que el señor cura eche a entrambos las bendiciones y hagan casa, y pasen juntos, dentro de ella, las penas y alegrías que el vivir de este mundo trae a todos los seres.

Por cierto no habrá ahogos y privaciones grandes en el futuro hogar. Reina de los Ángeles mide sesenta pies, es brava y puede atreverse con las olas, por los méritos suyos y por los méritos del patrón, calificado como de punta entre los que timonean lanchas por la costa.

A Mariuca gánanla pocas a trabajadora y aseada. Sus padres no la dejarán ir de casa sin los avíos consiguientes de ropa y los menesteres de cocina. También llevará algún cuartejo, que la madre es ahorrona y por el casorio hará derroche y entreabrirá a los regalos de su cría el bolsillo de estambre.

Pablo cuenta con los productos de la costera para arreglar la casa y hacer frente al primer invierno.

De suerte que, al término de la costera, se arreglará todo y serán felices en el hogar que ya tienen apalabrado.

Pensando en aquella felicidad, contempla a Mariuca el patrón de Reina de los Ángeles. Hay en sus ojos la codicia de poseerla, en sus labios el temblamiento del deseo.

Gallardo mozo está el patrón. Bien a las claras pregonan la gallardía suya los envidiosos mirares que a Mariuca dirigen las mujeres.

Cae la boina azul sobre sus cabellos encrespados, adoselando un rostro que el Océano bronceó; azules y vivos son sus ojos, fuerte su nariz, placentera su boca. Marinera chaquetilla de punto ciñe su cuerpo con el auxilio de una faja; a pliegues cae sobre sus botas de becerro el ancho pantalón; un pañuelo de roja seda aprisiona su cuello, y una sortija de oro luce en el dedo meñique de su mano izquierda, que lleva tatuado encima del dorso un corazón, y debajo de él esta palabra: Mariuca.

Terminada la ronda, apártanse las mozas a un lado, formando corro parlanchín; los hombres encamínanse hacia la taberna que hay debajo de los soportales.

-¡A echarme un trago voy! -dice su novio a Mariuca-. Al otro baile hemos de bailar juntos.

-Anda, hombre -responde Mariuca-, y cuídate con beber de más, que no gastas el vino dulce.

-Descuida -afirma él. Y se reúne con los mozos.

-¿Y el tu padre? -grita a Mariuca desde lejos-. ¿Dónde metióse que no vile?

-En la bolera anda con el tuyo. Del comer fuéronse pa allá; ya tienen diquiá que se anochezga. Vino no ha de faltarles, que llevó Grindo dos azumbres.

Frente al mostrador de la taberna agrúpanse los bebedores, corriendo el jarro de unos a otros y pagando por turno.

Estos del mostrador son los entra y sal, los que rellenan con tinto el espacio de baile a baile.

Hailos más constantes, y esos ya ocupan sitio en torno de las mesas, acodándose en ellas, retrepándose contra la pared, platicando alto y disputando fuerte, que va para anochecido y hace algunas horas menudea el tragueo.

Son estos casados y alguno que otro mozo viejo; gente formal, en fin, que desprecia cortejares y bailes y busca más positiva diversión.

A no pocos acompáñanles sus mujeres, más disputadoras y más bebedoras, también, que sus maridos. En ellos suele terminarse la disputa con un jarro de vino; en ellas con unos mechones de pelo y unas tiras de piel al aire.

Todo sale, por gracia del vino, a relucir en las mujeres; perpetuo chisme es su conversación. Allá van los vasos y allá van las ajenas honras, cuando no las propias, hechas pelota, de unos labios en otros.

Bajo aquella atmósfera, enrarecida por el humear de los chicotes y por los vahos del alcohol, en aquel recinto húmedo, mal alumbrado por la luz que viene de fuera o por los candiles que se encienden, al venirse la noche, dentro parecen los grupos humanos tertulia de fantasmas. Las voces suenan roncas; las figuras se mueven confusas, entre nieblas.

Ya en el período apostólico de su embriaguez, discursea el Hereje con los puños tendidos. En uno de ellos oscila el jarro; el otro sujeta el mango de la pipa. Seis o siete marineros le escuchan con las manos en los bolsillos y la risa en la boca.

-¡Ah, brutos, más que brutos -vocifera el Hereje-; es predicaros como predicar en desierto! -Breve pausa, empleada, como es consiguiente, en beber-. Por supuesto -luego de un largo sorbo-, no es vuestra la culpa. Es de vuestra ignorancia, que os impide entenderme y comprender vuestra razón. ¡Pensar que sus bastaba con uniros pa que la justicia fuese reina del mundo; pa que no hubiera en él pobres y ricos, sino hombres libres que formaran una familia! (Coro de carcajadas entre los oyentes). Sí, reíd ahora; y después, ¡a trabajar como caballerías! -Nueva pausa del Hereje, empleada en pedir otro jarro-. ¡Reíros!-, deteniéndose breves segundos para chupar la pipa-. ¡Reíros de mí, desgraciaos! Y mañana, a la barca; a pelearse con la mar, a jugarse la vida; a coger pescao pa que esos ricachos, esos acaparadores, esos fabricantes que ahora pasean en la plaza, os lo compren por una miseria de dinero y gocen y prosperen a la vuestra salud. Reíros, y cuando llegue el invierno, a morirse de hambre, mientras los otros comen; a pedirles de limosna el pan que engullen, porque lo ganasteis vosotros. ¡Ah, esclavos!, ¡esclavos! ¡Si tenéis condición de esclavos! ¡Si algunas veces creo que os está bien el mal que pasáis, puesto que lo sufrís como unos cochinos cobardones que sois!...

Da un puñetazo que hace temblar la mesa, y los marineros rompen en carcajadas más ruidosas aún que las anteriores. El Hereje se encoge de hombros, vuelve a llenar su jarro, bebe, se limpia la boca de revés, fuma largo, hace un ademán de silencio y se dispone a continuar.

Pero ¿quién va a oírle? Dos mujerucas, luego de sacarse todo el honor a relucir, vienen a las manos.

Los marineros hacen corro a las borrachonas. Espectadores van a ser del combate. No tratan de evitarlo. Ríen la pelea de las mujeres, como antes rieron los apóstrofes del orador.

Las hembras se embisten rostro a rostro. Sus uñas avanzan en la dirección de los moños y, engarfiándose a ellos, los destrenzan. Al zamarreo van y vienen, de atrás adelante y de adelante a atrás, las cabezas. Del moño bajan las uñas a las caras, rasgando la piel, haciendo brotar sangre.

Una de ellas, más fuerte, ase por el cuello a su rival, la empuja y la hace caer de espaldas. Esta no cae sola; asiendo a la otra por el pelo, la obliga a arrodillarse de un vigoroso tironazo.

Juntas ruedan por las baldosas, entre el regocijo de los hombres y el vocerío de las demás mujeres, a quienes los hombres impiden intervenir la lucha.

Rotas las blusas, remangadas las faldas, quedan al aire pechos de anémica blancura, piernas musculosas, que perdieron la hechura femenil en los martirios del trabajo. Sobre la carne de los pechos dispónense a hacer presa los dientes...

Entonces intervienen los hombres. Pablo levanta a las peleadoras. Echa a una a este rincón, a otra al opuesto de la taberna, y vuelve al mostrador a pagar su ronda.

Las combatientes arreglan sus vestidos, refrescan sus arañazos y peinan sus repelados moños.

Amigas de las dos ayúdanlas en la faena, comentando la riña a gritos, con peligro de convertirla en batalla campal. Los marineros las jalean, apurando jarros y más jarros.

Para sustituir los clarores del día, que ya no alumbran la taberna, enciende un chico los candiles. A su amarilla luz es más siniestro el espectáculo de la habitación, húmeda y pestilente.

Los pellejos del fondo parecen criaturas degolladas, caídas en tierra, con los brazos en cruz; el derramado vino cumple oficios de sangre sobre las baldosas. Chorrean humedad las paredes; un vaho denso y agrio envuelve el local; dentro de él, como entre vapores de pesadilla, flotan criaturas, groseros en su modelación, soeces en su habla, brutales en sus actitudes. Son a manera de monstruos yendo y viniendo en una nube.

El Hereje continúa hablando encima de una mesa, iluminado por los fulgores del candilón que arde a sus espaldas.

-¡Ah! -vocifera-. No desprecio, lástima es lo que merecéis. Tiempo vendrá en que abráis los ojos y conozcáis vuestra ignorancia. ¡Entonces sonará la hora del desquite! ¡Entonces lucirá el alba roja! Después de ella, serán felices todos los hombres encima de la tierra.

Predica en desierto el Hereje, tambaleando sobre la mesa su cuerpo de Hércules rechoncho, alzando a las vigas su vieja cara de borracho.

Nadie le oye. Y su voz, no oída, suena siempre con proféticos dejos, anunciando el advenimiento de un mundo mejor que se elabora entre maldiciones y miserias, en recintos lúgubres, en ergástulas corrompidas, en abismos negros, poblados por humanidades brutales y feroces.

También salió nuestro mundo de un caos, donde todo cuanto existe hoy, los seres y las cosas, eran bárbaro desdibujo.