Frondas lugareñas


Frondas lugareñas


Sobre las lomas del campo
el alba arroja sus gemas
y en las aristas del monte
hay un tinte de violeta.
Ensayan suspiros dulces
las tórtolas mañaneras
y el mozotillo detalla
sus complicadas cadencias
desde la copa del árbol
o desde la alta palmera...
El manantial fugitivo
ondula como culebra
de baccarat reluciente
y baja y surca la cuesta,
brinca, retoza, se pierde
como un alma de las peñas;
ora finge carcajadas,
ora sus risas destrenza,

o bien simula una lira
que va rimando querellas
en la penumbra del soto
o en el frescor de la huerta.

                   * * *

Sendero de la montaña,
con el alma placentera,
caminan dos montañeses
al campo de sus faenas,
allá donde los maizales
penachos rubios ostentan,
en donde engarzan las lluvias
finos collares de perlas
y los pinceles del alba
radiosos nácares dejan;
pasan festivos, cantando
una canción de la aldea;
en el semblante, alegría,
en el hombro, la herramienta...
La blanca ermita del barrio,
—interrogación eterna
a la mudez de los cielos,
esfinge que no contesta!—

esmalta con los celajes
su campanario de piedra;
y el humo de las cabañas
circula, asciende, penetra
en el azul donde brillan
del Sol las ígneas saetas
que descienden hechas lluvia,
de topacios y de perlas,
hasta el penacho del monte
y a la silvestre azucena.

               * * *
 
Una moza campesina
gallarda, graciosa, esbelta,
en la boca la sonrisa
que regocijos revela,
va portando una tinaja
en la robusta cadera,
por la ruta florecida
de salvias y de verbenas,
que conduce hasta la fuente
que brinda el agua a la aldea;
y así discurren las horas
de la mañana montesa,

alegrada por los quioros
y las aves tempraneras
y la canción de los vientos
que van vibrando en las selvas
como alegre cabalgata
anunciada por trompetas
a los confines del valle,
y a las lejanas praderas,
y a las montañas azules
en donde el Sol se doblega
cuando la noche desciende
con su cortejo de estrellas.