Fridolín el Bueno y Thierry el Malo/Capítulo V
A una legua de la aldea de Haselbach, al otro lado del bosque, alzábase el castillo del Conde de Finkenstein. Un día, después de almorzar este señor, que era muy aficionado a la caza, se dirigió al bosque acompañado del hermano de su mujer, comandante del ejército, el cual había ido a pasar unos días en su casa. Federico, el hijo del señor de Finkenstein, había obtenido permiso para ser de la partida. Mauricio, el guarda, los acompañaba también. Después de recorrer el bosque sin encontrar una sola pieza, Mauricio, deseoso de proporcionar al hijo de su amo el placer de disparar por lo menos un tiro, dijo a Federico:
-¿Veis ese prado de trébol junto a ese grupo de avellanos? Apostaría cualquier cosa a que ahí hay alguna liebre escondida. Vamos a verlo; pero mucho cuidado, no vayáis a errar el tiro.
En cuanto Mauricio hubo indicado a Federico el mejor sitio, y no bien los otros dos cazadores se hubieron puesto también en acecho, penetró en el bosquecillo con un excelente perro de caza y lo recorrió en todos sentidos. De pronto ladró el perro: el lindo corzo de Fridolín salió de entre unos matorrales, y se quedó parado a unos treinta pasos del sitio en que se encontraba Federico. Apuntó éste, salió el tiro, y el corzo, asustado, echó a correr. Afortunadamente, el lindo animalito no estaba herido, y Federico le siguió con los ojos, algo contrariado.
Se quedó mudo de asombro al ver que el corzo corría velozmente hacia la aldea, cruzaba con extraordinaria rapidez el estrecho tablón que hacía las veces de puente en el arroyo del molino, y se metía después resueltamente, y como el que entra en su casa, en la primera choza del lugar.
El Conde y el Comandante se acercaron a Federico y le preguntaron si había matado algo. El niño les respondió que había tirado a un corzo, pero que había errado el tiro, y que el corzo se habla refugiado en una choza a la entrada de la aldea, metiéndose en ella sin la menor vacilación.
Federico ignoraba que se pudiera domesticar a los corzos. Lo supo por Mauricio, el cual le contó la historia del lindo animal que en otro tiempo regaló a Fridolín. El Condesito, deseoso de ver de cerca al precioso corzo, pidió permiso para dirigirse a la choza. Concediéronselo, y con toda la ligereza propia de su edad corrió a la cabaña, en tanto que su padre, su tío y Mauricio le seguían lentamente.
Cuando llegó a la habitación, en extremo modesta, pero muy limpia donde el pobre Nicolás yacía en su lecho, vio Federico a Fridolín sentado en un banco partiendo su pan con el corzo, que de pie ante su amo cogía los pedazos de su misma mano. El que más comía era el corzo, porque en aquel momento de amargura el pobre Fridolín no tenía apetito.
Federico no hizo gran caso del enfermo; no tenía ojos más que para contemplar al gracioso animalito. Estaba entusiasmado al verle tan manso, tan sociable y poder acariciarle sin que se espantase.
Entretanto llegaron a la choza de Nicolás los dos caballeros y Mauricio. Entonces dijo el Comandante a su cuñado:
-Puesto que este pueblecillo te pertenece, voy a recorrerle, porque no le conozco todavía. Espérame en esa choza con Federico. No tardaré en volver.
Alejose el Comandante con el guarda, y el Conde entró en la cabaña. Al ver al enfermo mostró gran interés, y le interrogó bondadosamente por la causa de sus sufrimientos. En aquel momento llamó Federico a su padre y le dijo en voz baja que preguntase si querían venderle el corzo.
-Le dejaré correr por el parque del castillo -dijo- y os aseguro, papá, que disfrutaré mucho viendo constantemente a este lindo animalito.
Fridolín adivinó inmediatamente el deseo del Condesito y acercándose, le dijo:
-Hace mucho tiempo, me ofrecieron una cantidad bastante grande por mi corzo, y la rehusé porque no quería venderle; pero en este momento le vendería con mucho gusto, porque el dinero que me dieran por él serviría para pagar al cirujano de la ciudad, que de este modo vendría a curar a mi padre.
El señor de Finkenstein, conmovido al ver el amor filial de aquel excelente hijo y la angustiosa situación del padre, dio tres escudos de seis francos a Fridolín, el cual, como nunca había visto tanto dinero junto, se creyó inmensamente rico. Al aristócrata no le parecía tan grave el estado del herido, por lo que iba a retirarse limitándose por el momento a esta limosna. Pero en la angustiosa situación en que se hallaba aquellos dieciocho francos no le hubieran servido de mucho al pobre Nicolás si Dios, cuya sabiduría y bondad son admirables, no hubiese hecho que su enfermedad y hasta sus dolores fueran para él una fortuna. Así pues en aquella circunstancia el Todopoderoso mostró toda su bondad como quien sabe preparar anticipadamente y enviar en el momento más propicio el auxilio que necesita el hombre en momentos de angustia.