Fridolín el Bueno y Thierry el Malo/Capítulo II
Al llegar a su casa dejó Fridolín el haz de leña en un rincón y se apresuró a buscar a su madre para enseñarle su corzo.
-¡Desgraciado! -exclamó.- ¿Qué has hecho? ¡Has cogido este corzo en el bosque! Es como si le hubieses robado. Si el guarda lo supiera, no te dejaría volver a poner allí los pies, y este invierno te morirás de frío; porque ¿adónde iríamos por leña para calentarnos? ¡Quién sabe si te meterán en la cárcel para castigarte por haber robado! Y aun cuando este robo quede oculto a los ojos de los hombres, ¿crees tú que Dios lo ignora y que no piensa en castigarlo más adelante? ¿Cómo te has atrevido a cometer semejante acción delante de Aquel que todo lo ve? Mira, Fridolín: te mando que lleves inmediatamente este corzo al bosque, al mismo sitio en donde le has cogido, para que este pobre animalito pueda encontrar a su madre. Al mismo, sitio, ¿lo oyes? y corriendo.
-Pero, mamá, -respondió Fridolín,- escuchadme dos palabras antes de enfadaros.
Entonces le contó lo que había sucedido en el bosque, y le explicó cómo el guarda le había regalado el lindo corzo.
-¡Muy bien! -dijo la madre- Eso ya es otra cosa. Pero ¿cómo te arreglarás para criar y dar de comer a este animalito? Por la mañana sólo tomas un tazón de leche, un pedazo de pan moreno y unas patatas; ¿y todavía quieres partir tu almuerzo con tu corzo?
-¡Ah! ¿Y por qué no? -replicó alegremente Fridolín- ¿No debemos sacrificar gustosos parte de lo que poseemos para socorrer a los necesitados? ¿No debemos ser misericordiosos hasta con los animales? Sería una infamia dejar morir de hambre a este animalito. Vos misma me habéis dicho muchas veces que a los ojos de Dios no hay limosna más meritoria que la que un pobre da a otro pobre. Si me dais permiso para que me quede con este pobre corzo, lo que le dé para criarle será también una especie de limosna, y estoy seguro de que Dios me recompensará por ello algún día.
Sonrió la bondadosa madre, y ya no opuso ningún reparo. Fridolín crio el corzo dándole la mitad de la leche que a él le daban, le preparó en un rincón de la casa una blanda cama de paja, y le cuidó con el mayor esmero.
Al poco tiempo el animalito se dio cuenta de los cuidados de su amo; conocía su voz, salía a recibirle cuando el niño entraba en la casa, y, por último, se acostumbró a seguirle a todas partes, hasta al bosque.
Fridolín no tenía que tener el menor temor de que su fiel cervatillo se le escapara. Muchas veces, cuando se ocupaba en coger leña o en buscar fresas el corzo se alejaba para pastar durante unos segundos; pero cuando Fridolín, cansado del trabajo, se sentaba al pie de un árbol con objeto de reposar, se acercaba el animalito a su amo y se acostaba junto a él para descansar también.
Todo el mundo admiraba la belleza de aquel animal. Al principio cuando Fridolín volvía a su casa con el haz de leña en la cabeza y seguido de su corzo, que le obedecía con la inteligencia y la docilidad de un perro, casi siempre le acompañaba hasta la puerta de su casa un tropel de alborotadores chiquillos que le contemplaban con admiración.
El hijo de un rico propietario del pueblo fue un día a visitar a los padres de Fridolín, y quiso comprar el corzo; pero Fridolín le contestó que no lo vendería aunque le dieran doscientos francos.
-¡Bah! -exclamó su madre.- ¡No pensarás siempre lo mismo!
Tomó entonces el padre la palabra y dijo a su mujer:
-Deja que nuestro hijo disfrute tranquilamente de lo que constituye su única alegría. Fridolín nos enseña que hasta el más pobre puede encontrar en este mundo alegrías y goces que no le cuestan un cuarto, y a los que no renuncia aunque le ofrezcan un imperio. Tú te entretienes con tu jardincito, te complaces en ver tus judías con sus flores color de fuego y tu lindo rosal; yo nunca estoy más contento que cuando me ocupo en cuidar los dos manzanos que yo mismo he plantado delante de nuestra puerta, y el contemplar las frondosas ramas del peral que da sombra a nuestra choza me produce singular satisfacción. Pues bien; Fridolín cifra toda su alegría en su corzo.
El que se conmueve al ver las bellezas de la Naturaleza, se complace en contemplar las innumerables obras hechas por la mano de Dios y sabe atribuirlo todo a la gloria del Eterno, ése, por pobre que sea, se considera siempre rico, porque en todas partes hallará objetos que le interesen y placeres puros e inocentes, infinitamente superiores a las fútiles y peligrosas diversiones del mundo.